LOS JUEGOS OLIMPICOS EN LA CIUDAD CONDAL
LAS OLIMPIADAS EN LA CIUDAD CONDAL
CAPITULO I
La XXV edición de los juegos olímpicos se iniciaba oficialmente en Barcelona aquella tarde del día 25 de Julio de 1.992, precisamente, cuando los más de sesenta mil espectadores que atiborraban el estadio de Montjuick, dando muestras de respeto, se pusieron de pie para la entonación del himno de España. Pero sucedió que mientras las alargadas notas musicales, provenientes de los grandes parlantes, llenaban los oídos del auditorio, un gran número de ciudadanos, absorbidos quizá por el cansancio o el tedio apenas movían los labios, o bostezaban entre tanto cantaban sin emoción el himno patrio, el cual, pronto concluyó sin merecido aplauso. En cambio, cuando las notas del himno de la comunidad catalana, empezaron a resonar en el ambiente, miles de pechos se hincharon con orgullo y las banderas ondularon en lo alto por las cuatro tribunas del estadio conjugándose con aquel canto lleno de euforia y sentimiento que daba a entender que la mayor parte de la gente concentrada en las graderías era oriunda de la región mediterránea.
Tras la entonación de los himnos de España y Cataluña, la atención general se centró en el olímpico césped, en cuyo centro una banda de jóvenes actores, vestidos de blanco y cogidos de las manos, sin perder el compás de la música, se entrecruzaban y daban ligeras vueltas alrededor de sí mismos, hasta lograr su propósito de interceptarse por grupos y reproducir con fidelidad una nueva imagen de los promocionados cinco anillos olímpicos. Esta brillante actuación teatral, se finiquitó con una salva de aplausos por parte de la concurrencia. Momentos después, se oyeron repicar los tambores que animaban la representación teatral de los artistas. Por una de las curvas avenidas del estadio aparecía un jinete montado en un caballito prieto que danzaba al ritmo flamenco; lo escoltaban seres imaginarios que a simple vista parecían muñecos bailarines. Entre tanto, cerca del escenario principal, un robótico Hércules era la fantasía preferida de jóvenes espectadores, que en medio de su abstracción quizá lo comparaban con aquel personaje bíblico, poderoso y a la vez desgraciado que vengó su suerte echando a tierra las pesadas columnas de los templos enemigos. Sólo que este Hércules era un fantoche alto y descabellado, con cuerpo de calavera y piernas de palo cuyos movimientos eran dirigidos por un alegre mozo titiritero.
Los miles de espectadores aplaudían a rabiar aquel mágico show que de pronto había transformado aquel campo deportivo en un azulino y brumoso mar. Había monstruos horribles atacando a barcos piratas cuya tripulación de guerreros, al ser iluminados por el sol de aquel dios hercúleo tomaban fuerza y con sus rústicas armas hacían frente a las terríficas bestias de la mitología mediterránea. En realidad, en el olímpico escenario los actores estaban escenificando la fundación de Barcelona. Y las imágenes hablaban por sí solas, produciendo los esperados efectos en la imaginación de la concurrencia que creía ver en ellas un sin fin de olas tormentosas, pulpos y erizos abominables, dragones y otros monstruos de terror, cuando en realidad no eran más que seres humanos envueltos en policromo vestuario, disfraces medioevales; en suma un conjunto estético con característica más o menos surrealista. Incesantes palmas de la multitud hacia aquellos otros que, por un lado del mar, traían en procesión un cuerno descomunal; venían en auxilio de sus compañeros náufragos que luchaban contra aquellos monstruos marinos junto a su semi derruida embarcación. Gracias al refuerzo bélico, finalmente, los guerreros con traza de vikingos vencieron a los seres mitológicos, consiguieron llegar a tierra y fundar la legendaria ciudad.
Nuevo alud de palmas inundó el majestuoso escenario. Y, posiblemente también se lanzaban aplausos y emocionados gritos en las casas de las millones de personas que seguían por televisión el desarrollo de la ceremonia inaugural de los juegos olímpicos; desde la América continental, Asia, Australia, la India y el resto de Europa. Sin duda había motivos de emoción en nuestro esférico planeta, al ver las imágenes transmitidas por los satélites que cielo arriba empleaban sus mejores ondas y circuitos para seguir reproduciendo con nitidez todo aquello relacionado con la histórica fiesta.
Después de la función teatral, se inició el desfile de las delegaciones, vestidas muy formalmente, en completo orden y escoltados delante por gallardos deportistas que marcaban el paso llevando en alto sus respectivos estandartes patrios. Resaltaba la formalidad y uniformidad en los grupos que desfilaban por la pista ante el beneplácito y al aplauso del respetable. Sin embargo, en medio de aquellas impecables chaquetas, de las resaltantes insignias, de la perfecta homogeneidad incluso de estatura, contextura y color de la piel por parte de los componentes de delegación, había una excepción notable. Un atleta enano, de pelo rubio y cuerpo grueso, en medio de dos mulatos gigantescos, encabezaba su grupo, con paso marcial y dándose aires de campeón olímpico. El diminuto atleta hacía ondular la bandera americana, moviéndola de derecha a izquierda y viceversa, y a su paso, caía un sinnúmero de flores perfumadas que jóvenes y bellas danzantes, vestidas con exóticas indumentarias, arrojaban hacia el olímpico desfile. (CONTINUARÁ)
Por irónic
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