DESTINO DE ARENA

 "LEVANTATE PERRO Y LARGATE, SINO VAS A VER LO QUE TE VA A PASAR A TI Y A TU FAMILIA”

El amenazante aviso, que amaneció pegado en la puerta de mi choza, se clavó en mi corazón como una fría aguja. Atado por mil presagios nefastos, permanecí inmóvil en mi sitio. Sólo reaccioné al oír las voces de mi mujer y de mi hermana a mis espaldas:

 "LEVANTATE PERRO Y LARGATE, SINO VAS A VER LO QUE TE VA A PASAR A TI Y A TU FAMILIA”

El amenazante aviso, que amaneció pegado en la puerta de mi choza, se clavó en mi corazón como una fría aguja. Atado por mil presagios nefastos, permanecí inmóvil en mi sitio. Sólo reaccioné al oír las voces de mi mujer y de mi hermana a mis espaldas:

– ¿Quiénes habrán puesto ese anuncio?…– ¿Y por qué querrán que nos vayamos de nuestra casa?…

Los otros cuatro responsables de mi familia, todos pequeños agricultores, se acercaban a mí con el temor pintado en el rostro. Mi madre, mujer ya octogenaria, me preguntó llorosa:

– ¿Que hacemos ahora, papito?

Quise quitar el miedo del cuerpo a todos y les lancé una arenga:

– ¡Tenemos que defendernos de la gente que quiere echarnos de nuestras tierras!

En eso, se oyeron los gritos histéricos de Flora, mi mujer, que anunciaba la presencia de una fuerza extraña y peligrosa en nuestra huerta. 

Nos quedamos perplejos al ver aparecer por medio de las chacras a un grupo de hombres bien trajeados seguidos de cerca por alrededor de 150 policías fuertemente armados, algunos venían montados en caballos, y otros que parecían agentes del servicio de inteligencia iban tirando de perros adiestrados. En un santiamén los custodios del orden nos rodearon por completo.

Aquellos hombres, dirigidos por un despótico juez coactivo de apellido Lara, una grosera abogada de oficio de apellido Córdoba, y nada menos que la flamante directora del Instituto Nacional de Cultura de la región de apellido Hoyle, me conminaban a mí,  que además era un conocido dirigente de pequeños agricultores de la localidad de “El Trópico”, para que instara a mi familia a que nos fuéramos todos de inmediato de nuestra casa. Pero, contra viento y marea, me opuse abiertamente:

– ¡No vamos a abandonar las parcelas que nos legaron nuestros antepasados!

– ¡Carajo! –Gritó la abogada–: ¡El señor juez aquí presente ha ordenado su expulsión de estas tierras que pertenecen al Estado! ¡Ustedes no son más que invasores! ¡Váyanse ahora mismo!

– ¡No entendemos lo que sucede, señora directora del Instituto de Cultura de Trujillo! ¡Nosotros no somos invasores de tierras!-protesté.

Las cámaras de un canal de televisión, dirigido por un prestigioso periodista limeño, enfocaban la frontal discusión.

De pronto, para acallar nuestra férrea defensa verbal y así dar cumplimiento a las leyes que amparan la justicia en el país, el malvado juez dio la orden de desahucio contra nosotros. Y, como invocados por Satanás, se aparecieron en el lugar, varios volquetes con logotipos del Consejo Municipal de la ciudad, que dirigía el señor Murgia Z. y otros tantos tractores Caterpillar que parecían haber sido cedido por el Gobierno Regional. De los pesados vehículos bajaron otros 30 hombres con cara de matones probablemente contratados por las autoridades locales. Eran alrededor de las 7:30 de la mañana cuando empezó el violento desalojo.

Mi familia contagiada por el miedo, corrió a encerrarse dentro de casa. Sólo nos quedamos al frente mi cuñado Paco y yo, dispuestos a luchar contra todos hasta las últimas consecuencias. Pero los lastimeros ruegos de mi madre y de mi hermana que temían que aquella gente nos hiciera daño calaron hondo en nuestros ánimos y retrocedimos en el terreno. Finalmente nos metimos en casa y nos atrancamos con fierros, palos y otros objetos domésticos. 

La demolición de los tractores no respetaba nada. Taparon con tierra nuestro pozo tubular sepultando en él las dos bombas sumergibles, que con préstamos del "Banco Agrario", mi familia los había comprado. Destruyeron también nuestro establo, la granja, los pequeños canales de regadío, los sembríos y los almácigos, y además nos cortaron la electricidad y el teléfono. 

Era un día aciago para nosotros, pequeños campesinos peruanos. 

Nos sentíamos impotentes, ante la inmensa fuerza desplegada contra nuestra propiedad por las abusivas autoridades. Aún así, atrincherados en nuestras casas, resistimos algunas horas, hasta que el presidente de una comisión de Derechos Humanos y otro intermediario de la defensoría del pueblo de apellido Corzo me convencieron para desistir de lo que ellos consideraban una inútil defensa.

–De acuerdo, me entregaré a la policía –suspiré resignado.

Pero al abrir la puerta la primera en salir corriendo fue mi madre, que de pronto vino a ser atacada por un robusto policía, que la levantó en el aire y la zamaqueó contra su espalda como si fuese una alforja. Esto le provocó a la pobre anciana una fractura en la columna, seguido de un pre-infarto cardiaco. Quise ayudarla, pero aquellos tipos me lo impidieron. Me sentía adolorido por los furibundos palos que me propinaba la policía; eché a correr para mezclarme con la gente que espectaba el desalojo, más un despiadado agente de la policía montada me siguió y me pasó el caballo por encima. Y a causa del golpe producido por las patas del animal que pisoteó mi espalda, perdí el conocimiento.

Al recobrar la conciencia, me encontré esposado junto a mi hermana Lucy y mi cuñado dentro de un camión policial. Yo tenía la ropa destrozada, un solo zapato en los pies, y por lo demás sentía hambre y sed. Nos encerraron en un frió calabozo donde pasamos el resto del día y la noche. Al día siguiente hacia el mediodía, Lucy y Paco, que habían sido encerrados conmigo en la comisaría del distrito de Huanchaco, fueron puestos en libertad.

Pero a mí me dieron otro trato, con insultos y a empujones me llevaron al despacho del comisario y quisieron obligarme a que firmara un atestado policial en el cual se me acusaba de ser un mero terrorista. Ellos alegaban haber encontrado un revolver y paquetes de municiones de diverso calibre en mi casa.

– ¡Nada de esto es mío! –les dije, casi angustiado.

– ¡Confiesa de un vez serrano de mierda! –me insultó un agente.

Me amenazaron, con derivarme a la DINCOTE si no reconocía estos y otros objetos entre los que había 1 carnet con el nombre de mi cuñado y 1 tarjeta de crédito perteneciente a mi hermana. Al no-firmar dicho atestado, me encerraron nuevamente. Esa noche, acurrucado contra la pared de aquel oscuro calabozo, lloré de rabia y desilusión. Sentía como si mi vida se hubiera roto en mil pedazos. La tristeza y el desamparo, que compungían mi alma me hicieron evocar algunos versos del poema Los Heraldos Negros de César Vallejo. Y recordé que el poeta también había sido perseguido por la justicia y encarcelado sin haber hecho nada malo.

Hacia las 10 de la mañana del tercer día, a Dios gracias, el representante de la defensoría del pueblo, un caballero del que siempre estaré agradecido, llegó a la cárcel trayendo documentos convincentes y consiguió liberarme. Según me dijo después él había comprobado que todo lo que me estaba pasando no era más que un abuso de las autoridades y que la historia del arma y las municiones, que según ellos habían encontrado en mi casa, era completamente falsa. Ningún fiscal de la nación se había atrevido a certificar dicho hallazgo porque no era en absoluto creíble.

Al salir de la cárcel, encontré a mi familia llorando; mi hermana se quejaba de fuertes dolores de cabeza pues a causa de los golpes se le habían desprendido las retinas.  Me avisaron que mi madre estaba en el hospital.  Presto fui a verla. La encontré recostada en una cama con la frente y los brazos vendados. Creí que tenía algo grave, pero el médico que la atendía me dijo que no me preocupara, que en un par de días ella saldría de allí por su propio pie.

De vuelta en el terreno de donde había sido desalojado, tuve que hacer un rancho, con plásticos y palos para así proteger a mi familia de la intemperie. Así pasamos algunos días, sin no tener nada. No nos socorría ninguna autoridad; solo sentíamos el apoyo y la solidaridad de nuestros amigos agricultores, que venían a visitarnos en este momento tan difícil. 

Aunque la maldad de aquella gente que se jactaba de pertenecer a la insípida “crema y nata” de la sociedad trujillana, no cesaba. La señora Hoyle para quien seguramente la cultura empieza por despojar de su tierra a los pobres, me enviaba a personas con mala facha para intimidarme. Y, por otro lado, los maquiavélicos representantes del Ministerio de Justicia local sin tener ninguna prueba del supuesto delito que según consideraban yo había cometido, me declararon “Reo-Contumaz” y me condenaron a tener que presentarme cada fin de mes a dicha dependencia para dar fe escrita de que no estuviera cometiendo malos actos.

Muy triste y dolido por aquella inhumana trama tendida contra mí precisamente por aquellos gusanos que se jactaban de ser los seguidores de la ideología de Haya de la Torre, decidí renunciar a todo aquello que había significado algo importante en mi vida, desde la querida parcela de tierra que desde mi niñez había cultivado con mis propias manos, el mismo Partido político fundado por aquel buen hombre que si se levantara de su tumba volvería a morirse pero de asco al ver la traición cometida contra un compañero militante del A.P.R.A., y lo más duro renunciar al cariño y las atenciones de mi vieja madre y de mi hermana mayor aunque ésta tenía ya marido y dos hijos adolescentes.

Decidí abandonar mi pueblo. No podría seguir viviendo allí donde no se me quiere, dentro de un sistema político cuyos detestables titulares me mirasen como a un despreciable delincuente, y tampoco quería rendir cuentas de mis actos a aquellos gordiflones del poder judicial en su mayoría adictos al sonido metálico del dinero. Cogí las cosas que pude, y junto con mi mujer y Alex mi hijo de cuatro años, nos trasladamos a la capital del país.