CAMARERO ENAMORADO
¡Camarero
CAMARERO ENAMORADO
¡Camarero
La voz suave y nítida provenía de una chica rubia que estaba sentada junto a otra morena, al final de la segunda fila de mesas ubicadas por el lado izquierdo dentro el local. Pablo le hizo una seña con la mano indicándole que enseguida la atendería. Procedió a recoger la última tasa de café y las migajas de pan sobrantes en la mesa de la que se encontraba limpiando, y a paso ligero tras dejar los trastos en la barra se dirigió hacia las nuevas comensales.
– ¿Cuál es el menú? –le preguntó la rubia con un gracioso mohín.
–El menú de hoy consiste en ensalada de verduras, canelones y helado de postre– le explicó Pablo, con papel y lápiz en la mano.
-Pues nos lo sirves, guapo. Y, con un leve coqueteo, la chica añadió-: Oye, mi amiga dice que te pareces a su novio.
Él ya estaba acostumbrado a la imprevista actitud de algunos clientes, por lo que se limitó a sonreír y a decirle a la aduladora rubia que en un segundo le traería su pedido. Y volvió a desplazarse hacia otras mesas, a recoger cubiertos, vasos y platos sucios y entre otras cosas, los cinco duros de propina que la clientela solía dejar tras consumir sus pedidos.
Aquella dulce insinuación, no obstante, le hizo despertar su interés hacia aquella chica. Intentó calmarse mientras cogía de la barra cubiertos limpios y un par de copas necesarias para acomodar en la mesa donde se encontraba ella y su amiga. Mientras avanzaba por el pasillo sentía que el rubor le acaloraba el rostro al notar que la rubia no le quitaba ojo de encima. Respiró profundo para mantener la tranquilidad, pero volvió a sentirse desconcertado cuando la guapetona, le tocó suavemente en el brazo y le dijo sonriente:
-Soy Nuria y ella Montse. Queremos ser tus amigas.
–Mucho gusto –suspiró Pablo, sorprendido.
El acento arrullador de la chica lo transportó al limbo. Y pronto se olvidó de cual era su condición en aquel bar restaurante. Se sentó junto a ellas, feliz de su buena suerte. Les dijo que estaba encantado de tenerlas como amigas.
– ¡Espabila hombre! ¡Hay mesas que atender!
La voz áspera de su jefe le hizo reaccionar. Se puso de pie para continuar con su trabajo. “Vuelvo”, Le dijo a Nuria, y mientras avanzaba hacia la barra sentía el flechazo enviado por la misma que seguía sonriéndole desde el fondo del local. En un instante, se metió al baño, donde, para estar más guapo peinó con cuidado su lacio pelo moreno, sacudió las impurezas de su camisa blanca, se arregló la pajarita y con nuevo brillo en la mirada volvió a su quehacer. En la barra ya le esperaba el pedido de las chicas. Cogió la bandeja con los menús y se dirigió a ellas.
Las atendió con amabilidad. A Nuria, en especial, le condimentó la ensalada, le puso la copa de vino en la mano y le limpió la blusa a la que le había salpicado gotas de aceite. Después le endulzó el café y le trajo algunas pastas que dijo eran obsequio de la casa. Ella le obsequiaba frescas risitas a la que hacía coro su adjunta. Pablo sonriente volvió la mirada, y notó que su jefe y otros comensales los observaban con curiosidad.
–No queremos entretenerte demasiado. Hombre, ya nos vamos –le dijo Nuria. Y, tras pagar lo consumido, le entregó a Pablo un papelito con su número de teléfono.
–Te llamaré– le dijo Pablo emocionado.
Las chicas se despidieron de Pablo con dos besos en la mejilla, como es costumbre en este país.
En su trabajo, Pablo realizaba una intensa labor diaria. Cuando había mucha clientela, incluso ayudaba en la cocina a freír huevos o patatas, preparaba sándwiches, ensaladas, cortaba el pan y servía cafés o cortados. Como en el negocio no había más que un cocinero, cumplía, por orden del jefe, labor de enlace entre la cocina y la barra del bar restaurante. Su faena concluía casi a medianoche, tras hacer la limpieza del establecimiento, que era pequeño pero moderno. Ahí dentro había una lavadora y una secadora eléctrica de platos, vasos y otros recipientes así como una aspiradora automática que en suma prestaban un importante servicio a Pablo al permitirle reservar sus fuerzas para otros quehaceres.
Había instantes en que debía multiplicar sus brazos para atender a los comensales, manejar la escoba, la esponja, el limpia cristales. Durante 12 horas diarias, Pablo era aquel tipo enfundado dentro un uniforme y un mandil que se movilizaba dentro el negocio, raspando ollas y sartenes, acomodando sillas y mesas, llevando su pedido a los clientes que lo aguardaban con impaciencia. Y, además cuando una mesa se desocupaba de clientes, corría a limpiarla y a depositar los restos de comida en los cubos malolientes cuyo contenido debía arrojar más tarde en el contenedor de basura de la esquina callejera. Y todavía, antes de salir del trabajo, debía dejar reluciente la barra del negocio, fregado el piso y las mesas y sillas en completo orden.
Trabajaba duro y parejo, y en recompensa su jefe le pagaba un buen sueldo. Él estaba contento porque en su condición de inmigrante se ganaba bien la vida, la cual por ironía apenas sentía. Por su larga jornada de trabajo tenía poco tiempo para diversiones y placeres. Salvo el lunes que era su día de fiesta. Y justamente para aprovechar este día decidió telefonear a la rubicunda que acaba de conocer, para invitarla a salir de paseo por la ciudad.
Había quedado en encontrarse con Nuria a las 4 de la tarde, junto a la catedral, y como aún faltaba media hora decidió dar un paseo por las inmediaciones. De pronto admiraba la catedral, con sus torres góticas que apuntan hacia el cenit barcelonés. Una estructura majestuosa, construida en períodos que vienen del siglo XIII, de la que resalta su arquitectura con matices románicos que se entrelazan con figuras modernistas y acabados post modernistas visibles en sus capillas, sepulcros, naves y santuarios. En suma, una reliquia que refleja la historia religiosa y cultural de este pueblo que la considera a la vez una de sus mayores atractivos turísticos.
Pablo la comparó con la catedral de Lima, ubicada junto a la Plaza de Armas de la capital peruana, y supuso que el pueblo limeño, sin cultura arquitectónica durante la colonia, no habría intervenido en su construcción. Era también una pieza admirable, aunque su diseño habría sido importado desde la España pos-renacentista. Con sus columnas jónicas y barrocas, sus cúpulas ojivales, sus campanarios coronados por esferas y cruces. Un santuario remodelado muchas veces, incluyendo su vereda anexa al jirón Carabaya por donde a diario cientos de personas pasean ya sea admirando su fachada plagadas de capillas y santos de yeso, o buscando la hora en el esférico reloj colocado en su elevado frontis. Esta catedral, es una huella indeleble de la época en que gobernaron los virreyes.
–Hola guapo
Se volvió al oír que alguien le hablaba. Era Nuria que le miraba sonriente. Estaba preciosa y a la vez sexi con su blusa rosada escotada por el pecho y una falda corta y entallada a su esbelto cuerpo. Esta vez, dejándose llevar por la emoción, la saludó con un ardoroso beso en los labios. Pablo notó el rubor en el rostro de quien le miraba con un brillo angelical en los ojos. Y mientras ella le pedía disculpas por haber llegado tarde a la cita, Pablo, sintiéndose ya enamorado, le acarició el pelo y el rostro con la yema de los dedos. Luego la atrajo hacia sí y quiso volver a besarla pero ella reaccionó. Se apartó unos centímetros de él y le dijo con gesto algo serio.
–Oye, no vayas tan rápido. A ver si te calmas.
–Disculpa.
Ante la advertencia, Pablo decidió reemplazar los manoseos y besuqueos con otra táctica que fuera más eficaz para ir enamorándola en el camino. Y empezó a decirle que era un tipo con suerte, que él solo y sin ayuda de nadie se había abierto paso en Barcelona, que las cosas le iban bien: tenía buen trabajo, ahorros en el banco, y ahora pensaba irse de vacaciones a un país europeo. Y, en un instante, obedeciendo a su espíritu impulsivo, volvió a abrazarla con efusión y con la mayor familiaridad le propuso:
–Oye, me gustaría irme a Paris contigo
Ella le miró con cierta desconfianza. Era lógico, pues apenas se conocían.
– ¿Y quién eres tú para que yo haga lo que dices?
–Dime que sí. La pasaremos bien
Pablo, insistente, acercó su rostro al de ella para decirle bajito: “Dormiremos juntos en una cama de hotel.”
– ¿Pero tú de qué vas? ¡Capullo!
La palabrota resonó en la Plaza de Sant Jaume, a donde habían desembocado tras sortear a decenas de turistas que merodeaban por el lugar portando cámaras y grabadoras. El eco de la misma, que hizo volver la mirada de algunos curiosos, se propagó hacia el palacio de la Diputación y el propio Ayuntamiento, vetustos edificios donde moran los políticos que rigen el gobierno autonómico y la alcaldía de Barcelona.
–Te has equivocado conmigo –le dijo Nuria, dolida. Y añadió–: No quiero volver a verte.
Y, a la carrera, ella desapareció del lugar. Pablo no quiso detenerla pues entendió que la había lastimado. Se quedó ahí plantado, solitario y abatido, lamentando haberse equivocado al creer que ella lo había buscado en el bar con la intención de irse pronto a la cama con él.
Días después, sobre la arena de la playa de la Barceloneta, hondamente inspirado por la brisa que le devolvía el ansia de amar Pablo analizaba los detalles de su fracaso sentimental con Nuria. Ella solo le consideraba un amigo y si había accedido a salir con él habría sido para distraerse. Reconocía su craso error, al haberse mandado a la primera ocasión con ardientes propuestas. Ella lo había rechazado, de plano, dándole a entender que no era una chica fácil, con la que uno podría acostarse hoy y olvidarla mañana.
Para reparar el desaire, le pediría disculpas y una vez conseguido esto le propondría retomar su amistad. En la lontananza marina, visualizó entonces una luz de esperanza. Se puso de pie y avanzó hacia el paseo Marítimo, cruzándose con numerosos bañistas y gente que a esa hora, cuatro de la tarde, paseaba por el lugar. Buscó una cabina telefónica y la llamó a su casa. Ella respondió a su llamada, al principio con una voz seca pidiéndole que no la llamase más, pero luego, al oír los suplicantes pedidos de perdón de Pablo que por cierto se oían en todo el Paseo haciendo volver la mirada de los transeúntes, le dijo que en fin aceptaba sus disculpas pero no deseaba verlo.
Pablo, atacado por la vehemencia, le aseguró que su amistad hacia ella era desinteresada y estaba lejos de toda maldad, y para demostrárselo la invitaba a comer el próximo lunes. Ella bajó de tono y luego se quedó callada. En eso, desde el otro lado del auricular Pablo oyó una voz que decía "dale otra oportunidad".
–Bueno –dijo ella– acepto tu invitación. Pero Montse se viene conmigo, ¿vale?
– Sí, tu amiga también está invitada a comer.
–Nos vemos entonces.
Habían quedado en encontrarse en un punto del parque el Escorxador, a un paso de la concurrida Plaza España. Pablo salió del metro por la estación de Tarragona, cruzó la avenida Aragón y avanzó hacia el parque. El Miró y Artigas, obra de escultores catalanes, con su colorida cabeza de ave, cresta de medialuna, que reposaba sobre su cuerpo quebrado y escotado con matices surrealistas, le llamó la atención. Era una espléndida obra de orfebrería, que él, con algo de conciencia estética, sabía apreciar.
Sus amigas se aparecieron de un momento a otro. Nuria estaba bellísima. En su rostro angelical destacaban traviesas mechas que caían de su sedoso pelo rubio, las pestañas rizadas que sombreaban sus bonitos ojos claros, su nariz perfilada, sus labios encendidos por el carmesí del maquillaje. Llevaba una falda roja ceñida al cuerpo, con una coqueta correa en la cintura y unos pliegues que terminaban en la mitad de sus torneados muslos. Completaban su vestimenta un par de botines negros sobre las medias de color carne que desde ya le daban un toque sensual a sus piernas.
Pablo respiró profundo haciendo esfuerzos para mantener la tranquilidad. Esta vez la recibió como a una dama, con una graciosa reverencia. Y luego, mientras andaban hacia el otro lado del parque, la cuidaba con denuedo, incluso le ofrecía la mano para que no tropezara con los baches del camino, al momento de subir o bajar escalerillas. A él solo le faltaba la corbata para convertirse en uno de esos regios caballeros que se ven en las antiguas películas. Y así continuó, a pesar de las risitas de Montse y de la misma Nuria que a ratos le decía: "No exageres, chaval"
Como la estación era veraniega, Pablo llevó a sus amigas a un restaurante del Paseo Marítimo, donde servían platos variados a decir por la carta que él había visto en su última caminata por el lugar. Era un local amplio de cuyo techo colgaban una serie de patas de jamón curado y varias tiras de chorizos. Por las paredes destacaban también barriles de vino macerado.
Pablo y sus amigas tuvieron un ligero contratiempo. Como ellos no habían hecho reserva de mesa tuvieron que esperarse de pie en la puerta hasta que hubiera sitio libre. Salvado el inconveniente, se acomodaron en una mesa y el camarero les sirvió su pedido. Consumieron ensaladas, paellas, y postre en medio de un ambiente sofocante, a pesar de los ventiladores del local, el olor a comida que se metía hasta en el cuerpo y la música estridente cuyos artífices, un acordeonista y un cantante de fandangos de vez en cuando pasaban por las mesas pidiendo una recompensa económica a su arte.
La comida estuvo bien servida y nuestros amigos, después de tanta lechuga con tomate, arroz con marisco, tartas de limón y vino terminaron hinchados y, al salir del local, pensaron en irse a bailar a una discoteca.
Era una tarde de sol espléndida y estaba en víspera la fiesta de San Juan. Pablo festejó que la verbena haya caído justo en su día libre. Era el momento de disfrutar al máximo la vida, y qué mejor que hacerlo acompañado de dos bellas chicas, de una de la cual estaba enamorado.
En un taxi se trasladaron a una discoteca ubicada en la Gran Vía. Dentro el local, sentían tanto calor que tuvieron que quitarse algunas prendas del cuerpo. Pablo se quedó en mangas de camisa y ellas frescas luciendo parte de sus pechos bajo las escotadas blusas. El trío dinámico se acomodó junto a una pequeña mesa ubicada en un rincón semi oscuro y desde donde, entre amena charla y sorbos de licor, miraba hacia la pista donde ruidosos jóvenes bailaban con desparpajo.
“Bailemos en grupo”, dijo Nuria y cogió de la mano a Pablo y a Montse para entrar en la pista de baile. Entre risas ensayaron la rumba flamenca y luego salsa y bachata. Los movimientos corporales de Pablo causaba hilaridad en Nuri que le decía: “Pareces un mono”. Pablo estaba feliz, disfrutando junto a la rubia de sus sueños. En un momento de descanso, fue al bar y trajo tragos fuertes que invitó a beber a las chicas. De pronto se oyeron las notas iniciales de una romántica balada y Pablo saltó de su asiento y cogió del brazo a Nuria, que ya estaba media mareada, y la llevó a la pista de baile. Y allí, teniéndola tan cerca, él aprovechó para decirle que estaba loco por ella.
Nuria le obsequió una sonrisa coqueta. Pablo apegó aún más su cuerpo al de ella y acarició su pelo, su busto, sus caderas y creyó que se iba a morir de placer. De pronto acabó la música y Nura se desprendió rápidamente del atrevido Pablo cuyos brazos anhelantes quedaron desairados en la espaciosa sala. Tenía ansias de estar con ella pero debía contenerse, soterrar las apariencias. Pablo y sus amigas se divirtieron como nunca en la discoteca y, más tarde, al salir a la calle vieron que era ya de noche.
Faltaban pocos minutos para las doce y las campanas de las iglesias repicaban sin cesar advirtiendo a los barceloneses que el apóstol San Juan se aproximaba a tierra purificando todo lo que encontraba a su paso. Dentro las casas, las familias preparaban ya las mejores cocas entre charla, risas y lanzamientos de cohetes que de pronto reventaban sobre las puertas y ventanas de los balcones o salían disparados hacia las calles bulliciosas.
Aquella noche de 23 de junio la ciudad parecía sumida en una especie de encantamiento. Por las faldas de sus cuatro montañas, bajaban antorchas que en la inmensidad nocturna semejaban procesiones de seres llevando en andas fantoches para luego quemarlos en la hoguera. Por la cuesta de Montjuick grupos de almas enmascaradas danzaban alegres cogidos de las manos, alrededor del gran fuego que consumía a un irrisorio muñeco previamente tildado de diabólico. Mientras en el cielo un universo de luces oscilaba en armonía interminable ofreciendo un maravilloso espectáculo, se apagaban siendo rojas y volvían a aparecerse con otros nítidos colores bajo la tenue luz de la luna.Por las calles del barrio de El Eixample ardían muñecos con cara de diablillos, en medio del ritual propiciado por jovenzuelos que lanzaban sin cesar petardos cuyo ruido ensordecía los oídos. Otros fuegos artificiales se encendían por el lado del mágico Tibidabo, de donde seres en actitud semejante respondían a la manifestación. Era como si un gran eco humano resonara en este lado de la tierra.
Mientras tanto las iglesias redoblaban sus tañidos. "Tilin, talán", y a celebrar la fiesta de San Juan. En las vías algunos se abrazaban efusivos para desearse éxitos en los nuevos tiempos que llegaban con las vacaciones de verano, la época playera y el renacer del amor. Otros, sobre todo la gente mayor hacía partícipe de sus cuentos y tradiciones a los mozuelos bulliciosos que sin hacer caso a las creencias iban y venían con absoluta libertad, a pie, en bicicletas o motos, camino a la discoteca u otros lugares donde hubiera diversión.
Pablo y sus amigas, tras abandonar la discoteca, caminaban con dirección a Plaza Universitat, esquivando las hogueras y los petardos que se oían por doquier. Pablo caminaba junto a Nuria abrazándola de vez en cuando, como si quisiera protegerla de los ruidos y peligros mundanos. Finalmente, Pabló cogió un taxi y trasladó a sus amigas hasta el piso donde vivían. Pablo se despidió de ambas con un beso en la mejilla, pero esta vez Nuria no le dejó marchar sin antes regalarle un cariñoso beso en los labios. Era una buena señal y él se marchó de allí contento y más ilusionado que nunca.
Fue en la Plaza Cataluña, donde previa cita por teléfono, volvieron a encontrarse, el lunes siguiente. Era una tarde veraniega con una temperatura próxima a los treinta grados que obligaba a la gente a ir por la calle con ropa ligera. Pablo no hacía más que admirar el bello rostro de Nuria, adornado por mechones de rizos rubios, admirar sus curvas femíneas que al oscilar suavemente al andar despertaban en él la noción del deseo. Quiso besarla con ternura, en medio de la plaza pública, pero ella le contuvo con suavidad: “Mimosím, guardemos la compostura”. Para cambiar de aires, la cogió de la mano y llenándola de galanteos se la llevó consigo por los pasadizos de la Barcelona antigua.
Más tarde fueron al cine a ver una película romántica y luego la invitó a venirse con él al piso donde vivía. Ella titubeó al principio más luego aceptó cuando él le aseguró que se portaría bien. Por cierto, el piso estaba limpio y la comida que él había preparado por la mañana antes de salir conservaba su sabor en la nevera. La invitó a sentarse a la mesa y le ofreció un banquete: vino rosado de entrada, ensaladilla rusa con mayonesa, pollo con patatas al horno, de postre helados de fruta y para asentar la comida un Pisco peruano con varios grados de alcohol bien frío.
Ella comía a gusto intercambiando con él frases tiernas y de vez en cuando celebrando alguna broma con sonoras carcajadas.
–La cena está exquisita. –suspiró ella–. Y el ambiente es divertido y romántico
–Y no hay razón para estar moderados –le dijo sonriendo–. Estamos los dos solitos en casa.
De pronto, de forma adrede aunque pareciera una casualidad, Pablo desparramó sobre la mesa el vino servido en su copa y manchó con él la manga de su camisa estrenada en la ocasión. Se puso de pie con rapidez y se quitó la camisa. Con el torso desnudo le pedió disculpas, pero ella, que había dejado de comer para fijar su atención en el pecho y los músculos de Pablo, le guiñó el ojo con coquetería:
–Oh no te preocupes. Además, así estás más guapo.
Con el permiso de ella se dirigió a su habitación, adjunta a la sala, de donde salían agradables notas musicales. Pronto retornó a la mesa luciendo una camiseta con logotipo de Macchu Picchu históricas ruinas peruanas cuya figura ella admiró comentando que le gustaría ir allá y conocerlas de cerca. Luego, entre charla y trago continuaron con la comilona nocturna. Al concluir el postre, y con el pretexto de ir a poner el disco musical de su preferencia, la cogió del brazo y la llevó a su habitación. Allí dentro ella se dio cuenta de la astucia de Pablo y quiso retroceder hacia la puerta, pero él la tenía ya prisionera entre sus brazos.
Sucedió lo inevitable. Y Pablo, que lo había preparado todo: el festín, la camisa estropeada, el cuento de los discos, en el tiempo preciso para darle otro beso y bajarle el vestido, pasó de la actuación fingida a la gloria absoluta. Era pasión desbordante lo que sentía por ella. Su piel áspera y morena, se encontró con la de su amada, blanca y tersa. Pablo creía ser un afortunado, venido de otro mundo, que en una nube de éxtasis amaba con ardor aquella bella y risueña españolita de pelo rubio y ojos claros.