LA CASA ADECUADA
LA CASA ADECUADA
Como la bonanza económica premiaba el esfuerzo desplegado en nuestros trabajos y negocios personales, mi esposa y yo decidimos renovar la vivienda familiar. Para tal efecto contratamos los servicios de una empresa constructora, ubicada en Lima, cuyos albañiles llegaron pronto, como un remolino huracanado, y de unos cuantos golpetazos derribaron los débiles muros de nuestra vivienda. Sólo quedó intacto el corral pantanoso, donde nuestro fiel Halcón, perro viejo ya, se rascaba las pulgas con las patas mientras a su lado los cuyes bigotudos, las gallinas ponedoras de huevos y los patitos que acostumbrábamos criar se disputaban la alfalfa que habíamos puesto a su alcance.
Y fue precisamente en el corral, bajo un par de ramadas y entre excrementos de animales caseros, donde mi familia tuvo que acomodarse mientras se realizaba la reconstrucción de nuestra casa. Se nos hizo costumbre ver a hombres con casco portando en mano planos de la obra que más parecían laberintos de líneas punteadas unas más gruesas que otras y que se entrecruzaban en puntos críticos que por suerte el ingeniero técnico sabía interpretar, puesto que ubicado en medio de sus colaboradores, apuntaba con una regla métrica mientras decía: “cimiento”, “columna”, “techo concreto”
Con varios millares de ladrillos, docenas de bolsas de cemento, fustes de fierro, varios volquetes de arena, cascajo y otros materiales de construcción, se armó el esqueleto del edificio. Luego vino el techado general, que fue como una fiesta. Ese día, como era costumbre, los anfitriones tuvimos que obsequiar un plato de cabrito para cada constructor. Todos se quedaron contentos y volvieron al trabajo con más empeño que antes cantando valses o contándose chistes. Ardua era la jornada de los albañiles que tras un lapso de tiempo necesario para el secado del techo, construyeron sobre éste el segundo piso.
Y, en unas cuantas semanas, la vivienda donde vivía con mi familia se transmutó en chalet. Tenía diez compartimientos en total distribuidos en sus dos plantas, y que correspondían entre otros a la sala-comedor, la cocina, las habitaciones, los cuartos de baño, el garaje, los jardines. Atrás quedaban aquellos entecos muros de adobe, las puertas latosas que trancábamos por detrás con fierros pesados, los techos derrengados de donde con frecuencia se desprendían pedazos de calaminas, polvo y telarañas, y aquellos pisos terreros que aplanábamos a escobazos o con las pisadas de nuestros zapatos.
Ahora veíamos paredes hechas a base de material noble, un techo firme y pulido que se erigía sobre columnas compactas y bien lineadas –casi arquitectónicas– que le daban un aire moderno a la construcción. Las puertas y ventanas principales eran de metal decorado y vidrio, y las interiores de madera charolada, todas con manubrios esmaltados y cerrojos plateados. La puerta del garaje era autoplegable: bastaba presionar un botón y se abría o se cerraba enseguida. Las ventanas, amplias y revestidas de persianas, cuando las abrían daban paso al aire fresco y a un sol de primavera. El piso de parquet se limpiaba con cera especial, y para hacerlo brillar era recomendable emplear lustradora eléctrica.
Después de dieciocho largos y penosos años de residencia en Perú Nuevo, empezamos a vivir como gente decente. Adquirimos un enorme refrigerador que cada dos días rellenábamos con bistecs, zumos de fruta, gelatina y otros comestibles. Adquirimos también una lavadora automática que a veces saltaba hasta el techo del cuarto de lavado, una cocina que funcionaba a base de gas que comprábamos por balones de las tiendas proveedoras y otros electrodomésticos que habíamos requerido con premura.
En el segundo piso de nuestro chalet se acomodaron mis ya adolescentes hijos, con todas sus excentricidades provocadas por la edad del desarrollo. Cada uno con su habitación con vista a la calle. Tenían soberbios roperos con espejos en las portezuelas que al abrirlas presentaban la limpia ropa de calle colgando de ganchos corredizos y batas y toallas apegadas a cajones de caoba con manijas de cobre donde guardaban la ropa interior. Dormían además en colchones esponjosos, con juegos de sábanas y colchas almidonadas; y cuando a medianoche se levantaban a orinar lo hacían descalzos sobre la alfombra extendida en el piso del dormitorio.
Rulito y Julián Segundo tenían la suerte de que sus padres pudiéramos darles ahora ciertas comodidades. Ellos, que siempre discutían por una moneda, un chisme o por haberse enamorado de la misma chica, hicieron del televisor a color recién traído al hogar su distracción favorita. Ya no comían si no era con el aparato encendido. Y por eso tampoco había ya diálogo en nuestra mesa, sólo miradas frívolas y protestas por cambio de canal. A veces yo perdía la paciencia, y les apagaba la televisión.
– ¡Se acabó por hoy la tele!
– ¡Pero papá, es nuestra serie favorita!…
– ¡A ocuparse en algo, jóvenes!
Me obedecían a medias, porque continuamente corrían hacia el teléfono, instalado en la sala, que tampoco dejaba de sonar ni de día ni de noche. “¡Llamada para mi mamá de sus amigos concejales!”, advertía uno de ellos; o me llamaban a mí: “¡Llamada para mi papá de un señor cobrador!”. A mí me buscaba todos los meses el cobrador de las enciclopedias que solía regalar a mis hijos. Otras veces las llamadas eran para ellos, de sus enamoradas para citarlos en algún lugar. Nos entreteníamos tanto con el teléfono que alguna vez alguien lo dejó descolgado con el auricular sobre el sofá y su cable enredado entre revistas y callejeros.
En nuestra casa remodelada implementamos también dos habitaciones para huéspedes. Por cierto, mi hermano Héctor que solía venir a visitarnos una vez al año tenía ya su cuarto acondicionado. Él, siempre apegado a mis padres y a la tierra norteña, tenía un modo peculiar de ver la vida. Quizás nunca se habría acostumbrado a vivir en una chabola, soportando esas penurias que conllevan el lento proceso de construcción de una vivienda en el seno de un pueblo joven. Me lo dijo una vez cuando vivíamos en una chocita de esteras: “hermano, ¿cómo puedes vivir en medio de tanta necesidad? ¿Por qué no vuelves al pueblo? Allí la casa es grande y podrías vivir con tu familia” Había intentando convencerme para que abandonara mi lote y la ciudad de los migrantes que a él le producía vértigo. Yo le agradecí su consejo, que no era descabellado, pero le dije que mi futuro estaba aquí, que seguiría luchando por salir adelante en este arrabal que había elegido para vivir con mi familia. “No sé de dónde sacas fuerza para afrontar esta situación”, me lo dijo otra vez, mirándome con una especie de compasión, antes de marcharse a Trujillo. Aunque al año siguiente volvía de visita a pasar unos días con nosotros.
Pero este año, al volver mi hermano y ver la finca que nos habíamos construido me miró con signo de admiración y me felicitó: “¡Vaya que has progresado!”. Héctor tenía dos años más que yo, pero era un solterón empedernido; detestaba los líos de matrimonio; era un hombre que apostaba por una vida sin problemas, el trabajo suave, la buena comida y la charla. Eso sí era noble y de buenos sentimientos; se llevaba bien con Flor de María y mis hijos, a los que traía siempre algún regalo. Nosotros disfrutábamos con su compañía durante las contadas horas que permanecía en nuestra casa.
Y, como ya contábamos con una vivienda adecuada invité a mis padres, a los que no veía desde hacía varios años, a pasar una temporada con nosotros. Ellos vinieron para fiestas patrias, trayéndonos un montón de regalos. Mi madre, siempre atenta y cariñosa desde que llegó se afanó en mostrarnos su arte culinario; por voluntad propia cada dos días se metía en la cocina y nos preparaba el cabrito, el chámbar y otros platos típicos del norte peruano. Luego de las comidas se ponía a jugar con sus nietos y no se despegaba de ellos hasta la hora del lonche. Mi padre, por su parte, a pesar de su avanzada edad, mantenía su buen humor y nos contaba chistes o historias interesantes de sus épocas de mozo. Él nos hizo reír cuando dijo que a sus ochenta años estaba pensando en tener otro hijo. Mis padres eran dos viejitos nobles y buenos que se merecían lo mejor. Por ello, durante su estancia en Lima, me preocupé en pasearlos por las zonas turísticas de la ciudad, los llevé a comer a restaurantes con show musicales y a que gozaran con funciones de teatro, circo o películas de cine. Yo cogía mi auto para trasladarnos de un lugar a otro, ya que ellos al caminar se cansaban pronto y además había que ganar tiempo. Mis padres disfrutaron al máximo con nosotros hasta el día que decidieron volver a su tierra.
En realidad, poca gente venía a visitarnos; aparte de mi hermano Héctor y alguna vez mis padres no había huéspedes en casa. Antaño venía mi suegra trayendo víveres, fruta y algunos juguetes para sus nietos, a los que además sacaba a pasear cada fin de semana, los llevaba a los juegos mecánicos o al circo, y por la época de inicio del colegio les regalaba los zapatos y los uniformes. “Para una vieja como yo –me dijo una vez– mis nietos son mi mayor alegría. Ya lo comprenderás cuando seas abuelo.” Mi suegra, aparte de cariñosa, era bondadosa. Ella vio que faltaba mobiliario en nuestro hogar, y nos regaló la única vitrina que tuvimos en casa antes de su remodelacón. Pero mi querida suegra ya no estaba con nosotros. Dios la había devuelto al cielo para que allí gozara de la dicha eterna.
Mis tíos y primos por parte de mi padre que vivían en Lima eran los que menos venían a visitarnos. Ellos se aparecían por aquí a las quinientas, porque no les gustaba el barrio donde yo vivía con mi familia. Una vez mi tío Américo, que con la ayuda de mi tía seguía manteniendo su negocio de abarrotes en Puente Dueñas, me dijo “Deberías mudarte a otro barrio. Por acá vive la clase baja”. Él siempre iba al grano cuando hablaba, y a pesar de los años conservaba su forma de ser. Y mi tía, que lo secundaba en todo lo que hacía y decía, tampoco había cambiado.
Mi primo Coco, que en los primeros años de la fundación de Perú Nuevo nos había visitado con relativa frecuencia sobre todo a fin de recoger datos para su tesis universitaria referente al modo de vida de los habitantes de las comunidades urbanas en la costa peruana, desde que se había titulado en la universidad no se aparecía tampoco por nuestra casa. Yo sabía que él seguía metido en política y que últimamente venía ejerciendo de regidor en el distrito de San Martín de Porres.
Natalia, en cambio, se había ido a vivir fuera de Lima. Mi tía Julia nos contó que Natalia tan pronto concluyó sus estudios secundarios resultó embarazada de un vecino suyo y tuvo que casarse con él. “Por suerte el chico es médico, y gana lo suficiente como para no dar mala vida a mi hija y a mi nieto”; ella lo dijo en un tono sarcástico aunque su ligera crítica ya no aludía ni siquiera de manera indirecta a mi persona puesto que mi situación económica había mejorado. En fin, el que tuviéramos infrecuentes visitas en casa tampoco nos preocupaba ya que nuestros parientes tenían su modo de pensar y actuar, y lo entendíamos.
Más enfrascados estábamos en la renovación del hábitat familiar, el mejoramiento de la calidad de vida y la consecución del futuro mejor que anhelábamos brindar a nuestros hijos.