TE ESPERO EN PARIS

               TE ESPERO EN PARIS

Un día de Junio, cuando el otoño limeño maduraba anunciando la proximidad del invierno, Miriam, mi linda enamorada, me comunicaba su decisión de marcharse al extranjero. Enmudecido, con mi corazón lleno de angustia, buscaba sus ojos tratando de entender el motivo de su repentina determinación.

               TE ESPERO EN PARIS

Un día de Junio, cuando el otoño limeño maduraba anunciando la proximidad del invierno, Miriam, mi linda enamorada, me comunicaba su decisión de marcharse al extranjero. Enmudecido, con mi corazón lleno de angustia, buscaba sus ojos tratando de entender el motivo de su repentina determinación.

–Se me presenta la oportunidad de viajar y me voy –dijo, con voz grave–. Mi hermana que vive en Francia me dice que allá hay posibilidades de trabajo para mí.

–No te vayas, cariño –la abracé con desesperada vehemencia– Te amo y estoy dispuesto a todo por ti. Te propongo casarnos. Solo viviré para ti…

–Lo siento Pepe –repuso con suavidad–mi decisión está tomada. No hay vuelta atrás.

Al verme compungido, ella trató de animarme con palabras llenas de dulzura y esperanza:

–No creas que me voy porque no te quiero. Estoy loca por ti. Pero sabes que nuestra situación aquí es difícil. Sin trabajo ni dinero no podemos hacer planes para el futuro. Si me voy a Europa es a trabajar, a ganar plata. Pepito, prometo ayudarte a terminar tus estudios en la universidad. Y cuando obtengas tu título de ingeniero viajarás a reunirte conmigo. Te espero en Paris.

Yo creía en ella en sus promesas siempre cumplidas y sobre todo en su sana ilusión de que pronto volviéramos a estar juntos. La abracé con tierna emoción mientras las lágrimas bañaban mis mejillas.

–Te extrañaré, mi amor–le susurré al oído–. Mi consuelo será  pensar que  iré por ti después.

En nuestra despedida hicimos el amor con más ardor que nunca. Miriam llorosa repetía que me amaba más que a nadie en el mundo. Tal vez presentía que sería la última vez en la vida que me tendría entre sus brazos.

Días después fui a despedirla al aeropuerto Jorge Chávez, donde me topé con sus padres, una pareja arrogante que recelaba de mí al considerarme un mal partido para su hija. Les saludé tímidamente, y con mi rostro empañado de tristeza me acerqué a Miriam que se fundió conmigo en un interminable abrazo. Tras un emotivo beso de despedida, ella se despidió también de sus padres y luego, maleta en mano, subió por la escalera que la conduciría al avión. Mi amor se iba, tal vez para siempre, y yo me quedaba solo y con el corazón deshecho.

Mientras ella se perdía en la distancia, levanté la mano para darle mi último adiós. Casi en silencio, musité: “Que te vaya bien, mi amor. Ya nos veremos.”

Tras el viaje de Miriam, me quedé huérfano de amor. A todas horas pensaba en ella y no podía concentrarme en mis ocupaciones diarias. La añoraba tanto que daría cualquier cosa por tenerla a mi lado un instante. Ella lo había sido todo para mí: mi amor, mi vida, mi esperanza.

Mi único consuelo eran sus cartas que enviaba cada semana. En la primera, juraba que pensaba en mí todos los días. En otra, me contaba que Paris era una ciudad limpia y ordenada, y que había ido con su hermana a visitar la tour Eiffel. En otra misiva, decía que había conseguido trabajo como auxiliar de limpieza en una empresa y ya estaba ganando plata. Y, pronto, fiel a su promesa, envió un dinero que acepté con agrado, pero luego, cuando le dije que ya no me enviara porque creía que ella lo necesitaba más que yo, se enfadó conmigo, dijo que no esperaba mi desprecio a su ayuda y me cortó la comunicación.

Un mes después, envió unas líneas que me causaron preocupación. Decía que su hermana le había presentado a un francés de edad madura, aunque soltero y ricachón, que la llevaba a cenar a restaurantes lujosos, a oír música clásica en los más renombrados teatros parisinos. Y ella no sabía qué hacer, con tanta atención, si echarlo a la calle o seguir aceptando sus invitaciones, Yo leía con rabia e impotencia aquellas líneas que Miriam me enviaba y daban a entender que había otro hombre interesado en ella. ¿Y si ella sucumbía a los galanteos de ese maricón francés? Los celos incontenibles aguijoneaban mi alma y me impedían llevar una vida normal. Ya no podía concentrarme en nada que no fuera ella y el modo de llegar a su lado. Juré entonces que me iría a Paris, en barco, en avión, en lo que fuera, para salvar a mi amor en peligro.

Le escribí a Miriam rogándole que no hiciera caso a nadie, que pusiera resistencia a todo, que pronto emprendería viaje para llegar a ella y volver a estar juntos. Pero la realidad era diferente a como me la imaginaba. En la última comunicación que tuve con Miriam, por teléfono, me dijo implorante que viniera corriendo a su lado, que ya no podía más, toda su familia le instaba a que aceptara como novio a Patrick.

–Dicen que si me caso con él dejaré de ser inmigrante y tendré mi vida arreglada en este país.

– ¡Ese francés de mierda!– grité desesperado

–Tampoco quiero defraudar a mi familia que me ha ayudado económicamente.

– ¡No te vendas! –Exclamé– No seas tonta.

Miriam se puso a llorar mientras me pedía perdón por su cobardía. Y luego me rompió el corazón cuando a través del hilo telefónico me dijo:

–Me casaré con él, sólo por conveniencia. Pero te juro que siempre vivirás en mi corazón y mi mente como el amor que siempre he querido tener. Perdóname…

– ¡No te cases, por favor! ¡Lucha por lo nuestro!

Ella colgó el auricular dejándome destrozado por completo. Yo no sabía qué hacer. Si quería evitar esa boda debía volar hacia París. Pero, ¿dónde iba a conseguir plata para comprar mi billete de viaje? Tuve una idea y salí corriendo del locutorio. Fui a ver a Lucho, un compañero de la universidad que estaba bien posicionado. Su familia tenía dinero y él trabajaba en una empresa de seguros en Lince. A principio se sorprendió cuando le pedí dinero prestado para viajar al extranjero.

– ¿No vas a terminar tus estudios? –me preguntó.

–Lo prioritario es mi viaje –respondí–. Necesito enfrentarme a una realidad que por más dura que sea está ligada a mi vida. No quiero lamentar después el no haberlo intentado.

Por suerte Lucho me prestó mil dólares y adjuntando a este dinero unos ahorros míos me dirigí a una agencia de viajes. Reservé sin problemas un billete de avión a Paris. Pero al momento de la cancelación del billete, una empleada de la agencia advirtió que en mi pasaporte no figuraba el visado correspondiente de entrada a Francia. Me puse pálido y no sabía qué hacer. Empecé a mal decir a los franceses. De pronto, alguien que andaba por allí y me había oído, me comentó que había un modo de llegar a la ciudad luz. Era un hombre joven y bien vestido. Me explicó su propuesta:

–Te consigo billete y visado de turismo a Francia. Todo por tres mil dólares.

Todavía incrédulo, aunque pensando en cómo haría yo para conseguir ese dinero, le pregunté al tipo:

-¿Pero no es la embajada de ese país la que expide el visado?

–No tienes que preocuparte de nada. Solo me dejas tu pasaporte y te lo entrego sellado con la visa

Un negocio turbio, pero me permitiría cumplir con mi objetivo. Acepté pues la propuesta del mafioso y en un rincón de aquella agencia le entregué mil dólares de adelanto y mi pasaporte. Lo difícil era conseguir el resto del dinero que posibilitaría mi viaje. Pensé en mi familia pero ellos no podían ayudarme. Mis padres eran casi ancianos y sobrevivían con una escasa pensión y por otro lado mis hermanos eran gente humilde que vivía con sus familias apenas con lo necesario.

En mi desesperado afán volví a hablar con Lucho. Le prometí devolverle el doble del total del préstamo en un lapso de cinco meses. Pero se sinceró conmigo y me dijo que no tenía para prestarme los otros dos mil dólares.

– Loco, no sé qué ideas tienes en la cabeza –resopló–. Pero bueno, como eres mi compadre te voy a ayudar. Te serviré como garante ante un conocido mío que es prestamista de dinero. Tendrás que negociar con él. Sólo te pido que no me hagas quedar mal y cumplas con tu palabra.

–Juro no defraudarte, amigo. Gracias.

Me dio el teléfono de un tal Jesús, con quien intercambié luego algunas palabras de interés para ambos. Por suerte, llegamos a un acuerdo. Me daría dos mil dólares a cambio de devolverle tres mil en el plazo de un año. Es decir 83,33 dólares demás cada mes, o el 4.17% de interés mensual en ese período de tiempo. Tras la cita con mi proveedor de plata, en algún punto de la ciudad, fui a ver al tipo de la agencia y finiquité mi acuerdo con él. Al día siguiente ya tenía mi pasaporte con el visado respectivo en la mano.

A excepción de Lucho y mi familia no avisé a nadie más de mi viaje, por lo que no tuve despedida de amigos. Tal vez era mejor así; me habría costado despedirme de mis patas conocidos con los que había jugado desde la infancia por las polvorientas calles del barrio. Iba a dejar atrás mi hogar, mi familia, todo aquello que me era tan querido. Me llevaba los más nobles sentimientos de amor en el corazón y mil recuerdos en la mente.

A la hora de mi partida al extranjero, vino lo más triste. Mis padres me abrazaron con más anhelo que nunca. Y no pude evitar las lágrimas cuando mi anciana madre tras darme su bendición se puso a llorar en mi hombro diciéndome: “Ojalá Dios me dé vida para volver a verte, papito.” Mi padre, también emocionado me dijo: “Nunca te olvides de tu familia, hijo”.

–Nunca me olvidaré de mi gente. Los quiero a todos. –gemí emocionado.

Las imágenes de aquella despedida quedarían grabadas en mi corazón, y las conservaría siempre como un blasón interior que me daría fuerza para luchar y enfrentarme al futuro incierto. Tras el chek-in en una caseta de la aerolínea, en la planta baja del aeropuerto, subí al primer piso e hice mi cola delante de una ventanilla donde aboné una tasa de 25 dólares por mi salida del país. Luego avancé hacia la zona de revisión policial. A mi turno, un agente me inspeccionó de pies a cabeza, otro revisó mi pasaporte y el contenido de mi pequeña maleta. Y como todo estaba en orden, me dejaron ir hacia la puerta de embarque.

Sentí escalofrío cuando subí al avión y luego temor cuando éste alzó vuelo y se situó en un punto del cielo. Era la primera vez que viajaba en avión y estaba impresionado por la vista de la tierra empequeñecida desde aquella altura. Admiraba a los conquistadores del espacio, a los pilotos por sus nervios de acero y a las azafatas por su empeñoso afán de servir a los pasajeros. Aunque el viaje se volviera agotador por la cantidad de horas acumuladas en el trayecto. Después de trece horas de vuelo llegamos a nuestro destino.

Por suerte, no tuve ningún problema al pisar territorio galo. En el aeropuerto Charles de Gaulle, que parecía un enorme mercado saturado de gente bulliciosa que andaba por los pasillos empujando sus carritos con maletas en busca de las casetas de facturación, las puertas de embarque de sus aerolíneas, o las puertas de salida a la calle, hice un pis, me lavé la cara y tras conseguir un mapa de la ciudad estudié el modo de llegar a la zona céntrica. En realidad estaba desorientado y no sabía en qué dirección seguir. Pedí ayuda a una pareja de aspecto sudamericano que merodeaba por el pabellón del aeropuerto y ellos me indicaron el modo de llegar al Metro.

Andando salvé numerosos pasadizos quebrados y luego hice trasbordos en vagones ferroviarios, uno de los cuales me llevó por fin a la estación de la Place de la République, punto de referencia, cerca a donde vivía mi amada. El traslado desde el aeropuerto hasta aquí me había costado un equivalente a veinte euros. Mi idea era amarrar al máximo mi bolsa de viaje, 300 euros que había traído de Lima tras recibir una oportuna ayuda de mi familia y vender algunas pertenencias mías.

Era ya de noche cuando, tras husmear por la zona con mi maleta en la mano buscando nombres de calles y números de casas, llegué ante la finca donde según los datos que traía anotado en mi libreta de mano vivía Miriam. Respiré aliviado porque su paradero ya no me era desconocido. Con mi corazón henchido de amor y alegría al pensar que volvería a verla después de varios meses, presioné el timbre del tercero primera, piso y puerta que coincidía con el que figuraba en las cartas que ella me enviaba. Por suerte una voz de mujer, a través del intercomunicador, atendió mi llamado:

– Qui et ce que vous voulez.

Le di mi nombre y le expliqué, en castellano, que yo era el enamorado de Miriam que había venido de Perú y quería hablar con ella.

– ¡No tengo ni idea de quién me habla! –me replicó la voz, esta vez con marcado acento español–.Igual era alguien que vivía aquí antes de mi llegada.

La noticia me dejó anonadado, aún así saqué fuerzas de ánimo para seguir hablando

– ¿Usted es la hermana de Miriam, verdad? Por favor, necesito que me diga dónde está ella, déme su dirección o su teléfono ¡por favor!

– ¡Oiga ya basta! ¡Haga el favor de marcharse y dejarme en paz!

La mujer no quiso atender mis súplicas y me cortó la comunicación. Me quedé más consternado y desconcertado que nunca. Permanecí plantado en aquella puerta, intentando hallar una explicación a la desaparición de Miriam. ¿Dónde estaría mi amor? Y, al pensar que ya se habría casado y estaría viviendo con su marido, me quedé helado. Tal vez ella ya no quería saber nada de mí y adoptaba esta actitud. Y seguí sufriendo mi despecho, hasta que el frío de la noche me obligó a movilizarme en busca de refugio.

No sé por cuántas calles caminé, errante, como un alma en pena, hasta que por instinto llegué a la puerta de un hostal. Aquella noche tumbado en un camastro mundano sentía que la soledad de mi vida se alargaba hasta el presente en un país extraño. De pronto reaparecía Miriam con su sonrisa virginal, sus ojos llenos de amor, sus labios sensuales que luego se iban quedando fríos, al decirme que se iba a casar con él. Ella me había roto el corazón tal vez sin darse cuenta. Porque yo la amaba con toda mi alma. Dios mío ¿Cómo podría olvidar a la mujer que adoraba? De ningún modo. Y por ella estaba aquí, en este cuartucho de mierda. Había venido de tan lejos dispuesto a recuperar el amor de Miriam, para llevármela conmigo, para darle mi cariño por el resto de mi vida. Era mi objetivo más preciado.

A la mañana siguiente, tras el aseo personal, volví mis pasos al edificio donde supuestamente vivía Miriam. Toqué el timbre de su puerta con más insistencia que la noche anterior, pero esta vez nadie me respondió. La desesperanza empezó a invadir mi ser. Permanecí ahí parado no sé cuántas horas, viendo entrar y salir de la finca a gente desconocida, hasta que me cansé de tocar. Era ya mediodía cuando el hambre me obligó a movilizarme. Adquirí un bocadillo en una bodega regentada por chicos argelinos que solícitos, en una lengua mezclada con señas, me orientaron sobre el punto donde me encontraba.

Después entré en una tienda de nombre "El Inti" donde por suerte un paisano mío me informó con amabilidad sobre como movilizarme para llegar pronto a los sitios más concurridos de la ciudad. Me regaló un mapa de París y me dió datos de lugares frecuentados por gente peruana. Le dí las gracias y le prometí volver en otra ocasión 

Después, cabizbajo, pasé por calles sombrías, algunas de las cuales se empinaban hacia el barrio de Montmartre, poblada colina coronada por la Basílica de la Sacré Coeur y otras bajaban en perpendicular hacia Saint Germain o Montparnasse. ¿Dónde estaría Miriam? Mis pasos, casi perdidos, me llevaron por los bulevares del barrio latino y luego por las riberas del Sena. De pronto, recordé a Vallejo, el poeta, y me pregunté si él también habría recorrido estos senderos hilvanando versos para algún amor perdido. ¿Cuál sería mi destino en un país donde no tenía pan, ni techo ni amor? Me estremecí al pensar en lo que haría cuando se agotara mi dinero.

Botes turísticos o bateaus, repletos de gente, se cruzaban sobre las pacíficas aguas del río. La bandera francesa rotulaba la frente de un alargado bote que avanzaba por allí destilando voces humanas y las notas de un acordeón. Una dulce brisa de estío envolvió mi rostro haciéndome recordar a Miriam. Levanté la mirada buscando una esperanza en el cielo y, desde aquel ángulo y a cierta distancia, divisé Notre Dame, con su fachada gótica que era una reminiscencia de la era medieval. Subí por una escalerilla que conectaba aquella ribera del Sena con las calles céntricas de la ciudad y me acerqué a dicha iglesia por cuyas inmediaciones numerosos turistas se hacían tomas fotográficas o rodeaban las carretillas para adquirir postales, pequeñas réplicas de la catedral o algún irrisorio Quasimodo legendario personaje de la novela “Nuestra Señora de París” La gente formaba larga cola con el afán de ingresar al interior de la vetusta aunque famosa iglesia Admiré las torres, el campanario y las cruces de la iglesia y luego entre un río de transeúntes me perdí por bulevares saturados de boutiques con artículos de lujo y a la vez de quioscos con cachivaches variados.

Caminé por vias quebradas que me hicieron desembocar en la plataforma exterior del Museo del Louvre donde la gente se hacía fotos para el recuerdo; algunos portaban en la mano postales con el retrato de la famosa Gioconda pintada por Leonardo da Vinci.

Yo no era un buen turista, lo confieso; sin cámara fotográfica ni vestimenta adecuada, y además con semblante apático. En realidad no había venido aquí en plan de hacer turismo, sino para reencontrarme con la mujer que hacía palpitar con fuerza mi corazón, Pero mientras buscaba a Miriam, y a pesar de mi tristeza por lo sucedido, en una ciudad llena de turistas, no me quedaba otra cosa que hacer turismo.

Más tarde, huroneaba por la frondosa e iluminada avenida de les Champs Eliysses, zona neurálgica de la ciudad, cuyas veredas rebozaban de gente que iba, venía, o se detenía junto a tiendas, restaurantes y cines con el afán de comprar regalos, degustar algo o distraerse. Al borde de una céntrica acera un cuarteto de muchachos, de aspecto sudamericano, exponía su arte al público aglomerado que les recompensaba con monedas que dejaban caer en un sombrero recolector ubicado en el suelo junto a un parlante. Las notas de “El Cóndor Pasa”, tocaron las fibras de mi corazón devolviéndome a mi barrio, erigido en las faldas de un cerro, ocupado por gente humilde, en su mayoría venida de la Sierra, que había construido ahí sus moradas. Mi padre, uno de los primeros habitantes del El Agustino, me contó la historia de fundación del distrito, plagada de lucha social y sufrimiento humano. “Eran otros tiempos –decía–.Por entonces no había agua ni luz en el poblado y para trasladarnos a la ciudad debíamos andar varios kilómetros. La gente cogía enfermedades en el descampado y algunos morían por falta de atención médica. Era dura la vida. Pero ahora todo es diferente, hay agua y luz todo el día, hay mercadillos, postas médicas y otros servicios y además por aquí pasan los ómnibus a cada rato. De aquel arrabal donde vivíamos ya queda poco. Nuestro pueblo ha salido adelante gracias a la unidad de los vecinos que hoy miran con optimismo hacia la modernidad.”

La música andina ataba mi mente al pasado. Me veía correteando por las laderas de mi barrio tirando de mi zumbona cometa. Por entonces era un niño y desconocía la dureza de la vida.

Me estremecí otra vez al sentirme solo en un país desconocido. No tenía un amigo con quién hablar o compartir las penas. Era un solitario perdido en las tinieblas. Toda mi vida cruzó, como halo fugaz, por mi mente. Y, al intentar vislumbrar mi futuro, sentí miedo, a la soledad, al fracaso, al sufrimiento que me esperaba en mi condición de inmigrante sin techo ni trabajo y encima endeudado.

“Te espero en Paris” La frase de Miriam resonó en mi mente causándome amarga desilusión. Me quedé observando a los músicos, de facciones similares a la mía, hasta que terminaron de actuar. Entonces me acerqué a uno de ellos, que parecía el mandamás del equipo y le saludé amigablemente. Le dije que su actuación había sido sensacional, que eran buenos exponentes de la música latinoamericana y en seguida, como un ruego, le pedí que me permitiera incorporarme a su grupo. El hombre se quedó mirándome, sorprendido. Me preguntó:

– ¿Sabes tocar la quena, el charango o la zampoña?

–No –respondí- Pero puedo servirles de asistente, para llevar los instrumentos, para cualquier cosita. Paisano, échame una mano. Estoy solo en esta ciudad.

El músico, al que los demás llamaban Bombita, me miraba pensativo con una cara de bonachón mientras se quitaba el poncho del cuerpo.

–Bueno, vente con nosotros –dijo, suspirando- Necesitamos gente.

Presto les ayudé a recoger sus equipos, a limpiar el espacio público donde habían actuado y, luego, al caer la noche, me fui con ellos.

Entonces, mi suerte cambió. Hallé un hogar, compuesto por chicos, oriundos de diversas regiones de mi país, que convivían mancomunados, durmiendo bajo el mismo techo y comiendo del mismo plato, sin recelos ni egoísmos, lo que me sorprendía porque en Perú había visto gente que recelaba y discriminaba a sus propios hermanos. Ellos me abrieron las puertas de su corazón a pesar de que vivían hacinados en un piso subalquilado. Me dieron un colchón ubicado en lo alto de un camarote, y a cambio de techo y comida yo les hacía las compras, les cocinaba y limpiaba el piso.

Yo era el chico de las faenas y los mandados de la gente del popular Bombita, y en esta condición, a que me obligaba la necesidad, debía aguantarme, esconder mi orgullo de aplicado ex- estudiante universitario para otra ocasión. Me había rebajado es verdad, pero era preferible esto a la agonía de no tener nada, a vagabundear o mendigar por la calle hasta caer exhausto o muerto de hambre por algún rincón de la señorial ciudad.

Jecho, mi adjunto de camarote, un pata ayacuchano, tocaba el charango hasta la madrugada y no me dejaba dormir. A principio, me incomodaba su afán desenfrenado por tocar el instrumento. Más cuando supe que lo hacía para ganar destreza ya que era novato, respeté su deseo de superación. Pensé entonces que yo también debía aprender a tocar el charango para así poder incorporarme al equipo titular de Bombita. Y, empecé a prestarle más atención a sus movimientos. Grababa en mi retina las partituras, la forma en que rascaba las cuerdas y hasta los gestos cambiantes de mi paisano. Y cuando él salía de noche, se iba al baño o a llamar por teléfono, yo aprovechaba para pedirle prestado el instrumento. Y, pronto, a pesar de mis desvelos, aprendí a leer en el pentagrama y hacer resonar notas musicales del charango de mi amigo. Entonces le pedí a Bombita que me hiciera jale para su equipo y él me aceptó como suplente de Jecho.

En mi condición de auxiliar, acompañaba al grupo por plazas y parques públicos, luciendo poncho, sombrero y ojotas vestimenta típica de nuestro país. Y, para congraciarme aún más con mis amigos músicos, les hacía la coreografía. Convertido en una especie de indio bailarín, me montaba un show tal que atraía la atención del público. Ensayaba pasitos de huayno, mezclados con cumbia y salsa, con algunas turistas espontáneas, al compás de la música vernácula de Karumata. En el corazón de la ciudad luz yo era un saltimbanqui más que pugnaba por sobrevivir de las propinas de la gente que apreciaba con humor nuestro espectáculo.

De lo que obtenía en mis andanzas como suplente de charanguista y show-man musical, unos 13 euros diarios que sumaban casi 400 euros al mes, separaba lo que debía enviar a Lima para ir cubriendo la deuda contraída a raíz de mi viaje, y aparte de otra pequeña remesa a mis padres, todavía me quedaban algunas monedas para gastarlas en mis paseos durante las horas libres ya que los apremiantes gastos de comida y techo los tenía digamos subvencionados por mis benditos amigos.

Cierta tarde, en una de mis actuaciones, en una vereda próxima a Concord Place, saqué a bailar a una espectadora que estaba parada junto a otra chica, entre el público, aplaudiendo a nuestro grupo. Ella seguía mis pasos y se reía emocionada. De pronto, mientras bailábamos me dijo: “Je suis Fabiane” y me dio a entender que estaba feliz de estar allí conmigo, moviéndonos al son de la música andina. No sé cuantas piezas bailamos, entre el aplauso del respetable. Luego permaneció en su sitio mirándome y sonriéndome hasta que terminó nuestra actuación.

En un instante, al reencontrarse nuestras miradas una chispa de encantamiento saltó de ellas. Nos sentíamos atraídos mutuamente con natural disposición. Fue preciso que alguien interviniera para hacernos recordar que estábamos rodeados de gente.

–Bonita chica –me dijo Bombita–Tienes suerte, compadre.

Y, entonces, aprovechando la ocasión me acerqué a mi insinuante admiradora y le propuse ir después a tomar algo. Ella aceptó con la condición de que su amiga viniera con nosotros.

Más tarde, en un bar, mientras tomábamos café nos mirábamos como fascinados uno al otro. Su amiga, que estaba sentada frente a mí al notarse fuera de nuestra atención, se puso de pie y le pidió a Fabiane el cambio de asiento. Así fue y ella más cerca aún de mí volvió a obsequiarme su sonrisa seductora, y luego un suspiro femíneo, una mirada fija, una palabra muda que no obstante significaba mucho para mí. Luego, ya entrados en confianza, nos pusimos a hablar de muchas cosas, como si fuéramos viejos amigos que acababan de reencontrarse. El resto de seres desapareció también para nosotros.

Fabiane era una rubita de veintitrés años, alta y delgada. Chapurreaba algunas palabras en castellano que yo entendía a pesar de su fuerte dejo francés. Tenía unas ocurrencias dispares y una sonrisa encantadora. Con ella empecé a salir, en mis horas libres, tras haberme resignado a no encontrar a Miriam. Acaramelados uno del otro, nos perdíamos unas veces por los añejos bulevares próximos al Sena, otras por el Campo de Marte o el Jardín de Luxemburgo. Y no sé en qué momento y donde, le dije que me gustaba y le estampé un beso en los labios. Ella, con su peculiar frenillo francés, y poniéndome ese brillo celestial en la mirada que me fascinaba me respondió con un: “Je t’aime trop” y un sin fin de besos.

Fabiane era ya mi enamorada cuando el destino, me la jugó, un día, mientras paseábamos por una rue próxima al ayuntamiento, Hotel de Ville, con nuestras manos entrelazadas y besándonos como tortolitos. Ante mí reapareció Miriam, mi amor perdido, con el pelo pintado de amarillo y la cara de blanco. Lucía elegante abrigo de pieles, brillosos pendientes y botas charoladas. La veía venir de frente, por el centro de la acera, cogida del brazo de un hombre alto y rubio, al parecer su marido.

El corazón me dio un vuelco. Yo iba a pasar por delante del amor de mi vida con otra chica apegada a mi brazo. Era increíble, pero cierto. No sabía qué hacer. Y antes de que atinara a girar la mirada hacia el lado de la calzada vehicular, ella, al reconocerme, a su vez había vuelto ya la mirada hacia el otro lado donde encontró el rostro de su acompañante al que sonrió tiernamente. Después de habernos amado tanto, estábamos pasando uno junto al otro sin querer vernos ni hablarnos. ¿Cómo era posible? No, ella tenía que darme una explicación de su actitud, aclarar mis dudas, decirme la verdad a la cara. Era el momento esperado, yo debía ser valiente y afrontar la realidad. Había venido de tan lejos por ella, sacrificándolo todo, y era absolutamente necesario que habláramos, al menos un minuto.

Por suerte, noté una terraza de bar cerca a nosotros. Actuando con rapidez, acomodé en una silla a mi nuevo amor y con un pretexto me desprendí de ella:

–Excuse moi. Voy a llamar por teléfono. Pídeme un café, s’il vous plaít

–Oui, je comprends.

Fabiane asentó con la cabeza y me sonrió tiernamente sin imaginar mi propósito. Le lancé un beso volado y retrocedí apresurado. Y apenas volví la mirada eché a correr por detrás de mi viejo amor.

La llamé dos veces, rogando al cielo que me hiciera caso. Quería que ella me explicara lo que había pasado. Por fin, a mi tercer llamado, se volvió y me miró. Suspiré y me quedé plantado en un punto de la acera, esperándola. Miriam me entendió; habló con su acompañante y luego vino hacia mí. Era el instante anhelado, el reencuentro con la mujer de mi vida. Me estremecí de emoción. Pero, pronto, al verla plantada ante mí con la mirada altiva y luciendo sus lujosas prendas, comprendí que esta no era la mujer que yo había amado un día.

– ¡Hola Miriam!– la saludé con alegría. Y, añadí trémulo–: Te he buscado por todo París. Quería hablar contigo.

– ¡No tenemos nada de que hablar Pepe! Te lo dije por teléfono. Me he casado con Patrick!

– ¿No era un matrimonio de conveniencia?

– Lo era. Pero ahora amo a Patrick y soy feliz con él. Y a ti también se te ve feliz con esa gringüita que llevabas del brazo y debe estar por ahí esperándote ¡no lo niegues! Digámonos pues adiós y cada uno siga su camino.

– ¿Es todo lo que tienes que decirme? ¿Ni siquiera podemos ser amigos?

– ¡No te obsesiones conmigo, por favor! ¡Es mejor así! –añadió tajantemente–. Si nos frecuentáramos sería más difícil olvidarnos uno del otro. Ahora me voy, adiós. 

Miriam giró en redondo y se alejó calle arriba Al verla marcharse, comprendí que ella había muerto para mí no solo como novia, sino también como compañera o amiga. Esto me pinchaba el alma. Me quedé mirándola hasta verla perderse entre la gente. “Te espero en Paris”, la promesa incumplida por aquella mujer que iba al encuentro de su marido, me resultó irónica. Y yo que había creído en ella, sin poder contenerme, lancé una carcajada que terminó convertida en sollozos.

Resignado, entendí que este cuento de amor, iniciado años atrás en Perú, cuando yo era un soñador romántico, se había terminado.