¡AGUA QUE NOS DAS LA VIDA!
¡AGUA QUE NOS DAS LA VIDA!
Con el impulso de algunos entusiastas vecinos un día se formó en nuestra comunidad la Comisión de Obras que, rauda, empezó a hacer diligencias ante las autoridades y empresas pertinentes a fin de conseguir agua potable, servicio básico para nuestra población. Los empeñosos buscaron además el asesoramiento de un ingeniero experto en la instalación de tuberías de agua, quien les confirmó lo que ellos ya sospechaban, que era posible el tendido de una red tubular bajo la superficie callejera.
–Pero se debe construir un pozo hidráulico en algún punto del terreno para conseguir la retroalimentación constante de la red- –dijo el profesional
– ¡Pues que se construya el pozo! –opinó la plebe exigente. ¡El agua es vital!
De inmediato, los comisionados mandaron diseñar una serie de planos relacionados con el proyecto y la presentaron a la Empresa de Agua de Lima que, tras un período de negativas, aceptó revisar el proyecto aunque sin prometer nada. Felizmente, medio año después, dicha entidad les envió una carta informando que habían aceptado la solicitud, aunque exigían una elevada fianza bancaria y el permiso escrito del alcalde de la jurisdicción para llevar a cabo la obra.
Ante la excelente oportunidad, la Comisión se dirigió a la junta de administración de la Caja Barrial, que tras breve negociación con el Banco Central, su máximo patrocinador financiero, consiguió el aval requerido. Asimismo, gracias a la amistad que mantenía un comisionado con el alcalde de Los Olivos –ya que el del Callao se negaba a concederles el documento alegando que el barrio de Perú Nuevo no estaba registrado en los libros del consejo –se consiguió el permiso anhelado
Los integrantes de la Comisión de Obras, en el límite del paroxismo por la buena marcha de sus gestiones, enviaron, por si acaso, una copia anillada del ambicioso designio al apalancado Instituto de Inversiones Sanitarias y otra a la inexorable Sociedad de Aguas y Alcantarillado. Creían que si por un milagro de Sarita Colonia estos poderosos organismos públicos llegaban a interesarse en el auge de nuestro refundido poblacho, entonces cabía la posibilidad de que además de agua tuviéramos desagüe, asfalto y luz eléctrica.
– ¡Ya llega el agua!
Rumor insólito que descorrió el espejismo de la tarde yerta, convirtiendo nuestro nidal en una nueva visión: La Ciudad de la Alegría.
A los pocos días, los vecinos veíamos con expectación a un grupo de hombres uniformados, recién llegados a Perú Nuevo, que picaban la tierra y abrían zanjas de mediana profundidad a lo largo de las calles principales. Todos nos deleitábamos con el trabajo de aquellos operarios a los que asimismo aplaudíamos y alabábamos como si fueran los reyes magos venidos para asistir a nuestro pueblo.
Tras la apertura de zanjas necesarias –que corrían en paralelo a las casas–los técnicos colocaron en ellas tuberías macizas, más parecidas a piedras, que se interconectaban entre sí por sus bordes circulares y luego las taparon con la misma tierra extraída del subsuelo, aunque dejaron aberturas en puntos estratégicos para facilitar las conexiones domésticas.
Y apenas la Empresa de Agua puso límite a la primera fase de la obra, los impacientes villanotes nos amontonamos en las trochas con la firme intención de abrir zanjas perpendiculares a nuestros bohíos. Con la ayuda de picos, barretas y otros instrumentos de cavar –que durante los descansos nos prestábamos unos a otros– conseguíamos perforar la tierra, envueltos por el polvo y los rayos del sol, que hacían más agobiante nuestro esfuerzo. Todos trabajaban, incluso los niños y ancianos que ganados por el entusiasmo empuñaban azadas, punzones, navajas u otras piezas cortantes recogidas del monte para picar el reseco suelo peruvino. A ratos, cuando oíamos ruido de aeroplano, hacíamos un alto a la labor y nos erguíamos para buscar en el firmamento la silueta insectil de algún avión proveniente de lejanos mundos.
“¡Fuera los animales!” Asustados por los gritos, los impertinentes pavos, perros y gatos huían en desbande del lugar donde sus dueños estaban abriendo surcos y otras concavidades. Durante las jornadas de trabajo no faltaban incidencias que movían a risa, como la de una moza desprevenida que resbaló, al pisar un charco que ella misma había formado al regar la tierra, y se deslizó, como sobre un tobogán, hasta el fondo del zanjón que estaban abriendo sus padres. La muchacha pegó un grito al caer, pero en seguida se levantó, y, al notarse envuelta por el barro, salió del hoyo de un brinco y avergonzada corrió a esconderse en su casa mientras los otros carasucias disfrutaban con el espectáculo.
Con el decurso de los días las calles de nuestro barracón, empezando por la Rambla de los Desesperados –como llamábamos a nuestra avenida principal–, se convirtieron en abiertas conejeras en cuyos interiores los rabaleros provistos de serruchos metálicos, llaves inglesas, alicates de corte y otros utensilios de fontanería buscábamos con tembloroso pulso y respiración contenida el punto conveniente en los macizos tubos cilíndricos para abrir allí la hendidura que nos permitiera la colocación y ajuste de los codillos de enlace con las delgadas tuberías particulares que habían sido tendidas de antemano y cuyo largo y quebrado circuito terminaba en la boca de mangueras o grifos caseros improvisados a la ligera en los aún inconclusos lavaderos familiares.
Los regnícolas, reservándonos la alegría que sentíamos, trabajábamos como autómatas llevando en brazos o carretillas bolsas de cemento, montones de arena, ladrillos arcillosos. Como la mayoría estábamos concentrados en la instalación de los excusados familiares, nos causaba sorpresa ver que otros venían ya de vuelta al redil portando cubetas de loza, azulejos vidriados y juegos de baldosas. A un vecino que traía en el hombro un bonito lavadero, le pregunté donde lo había comprado y cuánto le había costado. El muy fresco me respondió: “Lo compré en Tacora, jó. Me costó una bicoca.”
La emoción volvió a embargar nuestros corazones cuando la consabida Empresa de agua, que había empezado ya la segunda etapa del proyecto, reunió a sus trabajadores en un punto de las Lomas y les ordenó taladrar allí hasta profundidades inexplicables, con el objeto –según dijo el ingeniero responsable de la obra– de construir en el lugar nada menos que un reservorio de agua. Mucha gente alborotada, sobre todo los niños, se agolpaba a diario alrededor de aquel terreno ahuecado cuyo contorno había sido cercado con alambres, para apreciar el trabajo de los obreros.
Pero se tuvo que esperar tres meses todavía para que aquella gigantesca mole enjalbegada, en cuyo interior un manantial de agua burbujeaba al impulso de bombas hidráulicas que impelían el vital líquido desde los intestinos de la tierra hasta el estanque cristalino, empezara a funcionar tal y como lo querían sus creadores.
Y cuando el ingeniero de la obra anunció al vecindario que se iban a abrir las compuertas para permitir el paso del agua a través de las tuberías instaladas en los zócalos callejeros, los vecinos estallamos de alegría. Y más aún, cuando vimos salir el agua a borbotones tanto de los grifos hogareños como de las mangas de riego comunal, hubo conmoción general. Muchos nos bañamos con ropa y todo llorando de alegría. “¡Agua que nos das la vida, que rica eres!” Otros la bebieron a filo de manguera ahogándose de puros golosos, sino la desparramaron sobre las cabezas resecas de sus familiares o los lomos áridos de sus animales domésticos anegando de paso el suelo de los compartimientos terreros de sus jacales.
El agua potable que hoy llegaba a nuestro cortil venía a calmar la sed padecida durante muchos años.