LA BALADA ESTETICA DE WILDE
LA BALADA ESTETICA DE WILDE
Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació el 16 octubre de 1854 en Dublín. Hijo de William Wilde y de Joana Elgee. Estudió en la Portora Royal School, el Trinity Collage de Dublín y el Magdalen Collage de Oxford. Con frecuencia viajaba a Francia, a pasar vacaciones junto a su madre –poetisa traductora de poetas franceses–. En el país galo leyó e interpretó a su peculiar modo a Verlaine, Gautier y otros exponentes del decandentismo francés. Mezcló estas influencias con las ideas estéticas de Ruskin y Walter Pater que aprendió en Oxford y empezó a escribir poemas juveniles. Mientras estudiaba en la universidad publico su poema “Ravena”, por el que recibió el Premio Newdigate de poesía, una especie de bautizo literario que lo convirtió en afamado poeta novel y determinó su ingreso, por la puerta grande, en el mundillo intelectual londinense.
Paseó su apoteósico triunfo por la ciudad de Londres, derrochando por doquier ingenio verbal y literario. De carácter excéntrico, vestía levita y pantalones de montar, llevaba el pelo largo y suelto; se desenvolvía con sobriedad, tanto en la calle como en los salones aristocráticos, en una postura de dandy, litigante portador de ideas estéticas sobre arte y moral, con frases brillantes que causaban sorpresa y asombro sobre todo en las elites conservadoras de la sociedad de su época.
Exponía su arte literario a través de periódicos y revistas. En 1881 publicó “Poemas”, y poco después inspirado en las obras de V. Sardou y Víctor Hugo publicó sus primeras piezas dramáticas: “Vera o los nihilistas” (1882) y “La duquesa de Amalfi”. En París escribió “Salomé”, pieza dramática que llevó al Teatro francés la actriz Sarah Bernhardt. El escritor quiso representarla también en Londres, pero el Lord Chambelán censuró su estreno con el pretexto de que atentaba contra las costumbres morales de la sociedad. De todos modos, Wilde se abrió espacio entre los escenarios teatrales ingleses, con sus obras “El abanico de Lady Windermere”; “La importancia de llamarse Ernesto”; “Un marido ideal”; “Una mujer sin importancia” que son adaptaciones fustigantes de la hipocresía vigente en la Inglaterra contemporánea.
Wilde llevaba una vida de intensa actividad. Además de escribir se reunía asiduamente con los dramaturgos de su generación, y realizaba continuos viajes por Europa. A Estados Unidos también llegó con sus publicaciones literarias y sus discursos sobre arte y estética. En 1887 editó una revista de corte feminista: Woman´s Word; en 1988 publicó un libro de cuentos: “El príncipe feliz”. En 1891 salió a luz: “El crimen de Lord Arthur Saville”; y luego reeditó su novela “El retrato de Dorian Gray”, que causó críticas destructivas contra su persona por parte de los puritanos, religiosos y otros sectores conservadores a causa de su pecadora ocurrencia sobre el tema de los pactos humanos con el demonio.
Wilde respondió a los puritanos, a través de sus escritos, con frases punzantes, como: “Lo que se llama pecado es un elemento esencial del progreso. Sin él, el mundo se estancaría, envejecería o se volvería incoloro. Con su curiosidad el pecado acrecienta la experiencia de la especie.”(El Crítico como artista).
Wilde fue un acérrimo divulgador del valor del arte y la literatura Para él la literatura es luz, palabra, acción, es –como las aguas del mar cuando se retiran mostrando a los peces encabritados– la que nos muestra al individuo y a la sociedad en su plena desnudez, la forma estética que nos desvela el alma de un mundo nuevo, si así lo quiere el artista, o el que ya conocemos purificado por el fino instinto de aquel dotado de capacidad para hilvanar, con retazos de tosca realidad, con temas de poca importancia y figuras insólitas, bellas formas y colores, el que hace visible la perfección de su arte en momentos en que su alma está regida por la desbordante pasión y el ensimismado pensamiento.
La función de la literatura es crear, con la materia prima o el insumo de la existencia real, un mundo maravilloso, más perdurable y auténtico que el mundo contemplado con la mirada corriente de los mortales, y a través del cual las naturalezas comunes procuran lograr su perfección. La literatura nos revela el cuerpo estático o en movimiento y el alma en su efervescencia o puro desasosiego. El poeta, por ejemplo, le canta a la vida en su plena integridad, con sus versos evoca la belleza visible y la percibida por el oído, las gracias de la forma y el color mediante el ciclo esférico de sus sentimientos, sus pasiones y pensamiento. El poeta, artífice intelectual, tritura las evidentes groseras e imperfectas formas y sonidos que pueblan el mundo, las reestructura, les da nuevo rostro y significado y con ellas retoma el arte y la belleza, azuzando nuestro sentido estético, nos sugiere impresión, cavilación, gran imaginación.
Mediante el arte se documenta nuestra propia vida, el arte que es tan fascinante como la Historia y tan deliciosa como la Filosofía. El alma del artista habla con un lenguaje especial, con elevada pasión y pensamiento, con inquisición imaginativa y precisión poética. Los secretos de la vida y la muerte pertenecen solo a aquellos a quienes afecta la sucesión del tiempo, y que poseen no solo el presente sino también el futuro y pueden subir o caer desde un pasado de gloria o de vergüenza, las dos caras de la vida.
Wilde reclama a la vez la libertad del artista, que no debe verse turbado por el chirrido de las críticas de quienes equivocan la simple definición de arte, carecen del delicado instinto de selección, desconocen el sentido del arte y desestiman el valor de una obra creadora, más por celos, envidia o incapacidad creativa ya que tampoco saben ni pueden crear nada artístico. El artista en sí puede llegar a ser su propio crítico, a partir de las enseñanzas de Platón, por ejemplo, que perdura como crítico de la belleza, de Aristóteles como crítico del arte, Goethe como examinador de la belleza artística. Recoger el legado de estos gigantes del pensamiento humano, y a la par de la realización de su obra, analizar, investigar, examinar el arte y la belleza de su obra en su concreta manifestación, si es poeta por ejemplo con el poder instrumental de la palabra y el idioma, debe vislumbrar la unidad, percibir el tono y la armonía, con presupuestos lógicos, así, calibrando el valor estético de su obra, le añadirá un sentimiento espiritual más al arte, esencia estética de la propia vida. Y sostiene que no hay arte bello sin conciencia de nosotros mismos, y, la conciencia y el espíritu crítico son una misma cosa. Para los que caminan en la epopeya, el drama o la obra romántica siempre hay claridad, nunca anochece.
Wilde, a pesar de sus quehaceres literarios y de incansable expositor de ensayos sobre arte y estética, consideró oportuno fundar una familia. Por ello, en 1884 contrajo matrimonio con Constance Mary Lloyd, con la que llegó a tener dos hijos que colmaron de alegría su hogar. Su felicidad familiar, sin embargo, fue rota por el escándalo en que se vio envuelto a raíz de una denuncia suya contra el marqués de Queensbery que le había tildado de sodomita por mantener una relación sentimental con su hijo el lord Alfred Douglas Instigado por éste, el escritor se convirtió en víctima del abierto enfrentamiento entre un padre y un hijo obstinados en no darse la razón el uno al otro. En el litigio judicial Wilde respondía con desparpajo, con frases hilarantes contra la moral imperante y reclamando la libertad del individuo para exteriorizar sus preferencias sexuales, ocurrencias insólitas que irritaban a los representantes de la puritana sociedad inglesa.
El literato pasó de acusador a acusado, y de este último banquillo salió mal parado. La falsedad e hipocresía que reinaba en todos los ámbitos de la Bretaña victoriana se impusieron al espíritu fino y cultivado de Wilde. Los jueces imperiales lo acusaron de sodomita y lo sentenciaron a dos años de trabajos forzados en la Cárcel de Reading. Ahí pasaría días de sufrimiento que trastocaron los sentimientos de su anhelante corazón y la agudeza de su alma. El artista lo perdió todo, su fortuna, su familia, sus amigos. Lo hundieron en la ignominia y la triste soledad de una prisión. Sólo le quedó el consuelo de la redención a que se aferró con todas sus fuerzas. En su Balada X de la Cárcel de Reading, expresa, su agradecimiento a Dios, por haberle hecho conocer la piedad. Dice: “Entré en la prisión con un corazón de piedra y pensando sólo en mi placer, pero ahora mi corazón se ha roto, y la piedad ha entrado en él”
El genial artista fue aplastado como un gusano por los obscuros representantes de una sociedad a la que no le convenía reconocer la supremacía intelectual, la maestría estética, el valor de la obra de quien ya gozaba de popularidad en los círculos literarios de la época. Por ello, a la simple oportunidad, lo juzgaron y ensuciaron su nombre, decidieron acabar con las pretensiones artísticas de aquél gay con mentalidad socialista, con aquel escritorzuelo que hacía dura crítica contra las costumbres que sustentaban la vida del Imperio. Eliminaron al autor de “El Retrato de Dorian Grey”, porque no acataba las reglas impuestas por la autoridad imperial e intentaba renovar la visión estética del arte y la literatura.
Al salir de la cárcel, Wilde solo era una sombra de sí mismo. Había sido triturado por las fuerzas brutas del imperio victoriano. Al ave fénix de las letras británicas, que solía reír con Píndaro, pasear con Dante, dialogar con Platón, le cortaron las alas y cayó desplomado desde su montaña intelectual al trastero de un mundo incomprensible donde le tocó sufrir su pasión de hombre, intelectual de avanzada, acusado por una sociedad anticuada que lo detestaba y por eso lo condenó a una muerte en vida, a un lapidario encierro. La injusticia se ensañó con Wilde, que pagó caro precio por un craso error humano.
Sería estremecedor calcular el daño moral, físico y psicológico sufrido por el artista durante su estancia en prisión. Entre los muros asfixiantes de Reading fenecieron todas sus pasiones e ideales, nada quedó del refinado pensador de su tiempo, del poeta, crítico literario y autor teatral, máximo exponente del esteticismo, del defensor del arte por el arte, del gran escritor que con su sabiduría e imaginación vivía más alto que la propia reina Victoria. Mientras ésta amparada en sus cañones tragaba ansias de poder material, Wilde degustaba, con exquisito paladar los aromas del arte y la sabiduría de todos los tiempos, desde la lírica de los griegos, parafraseando a Homero y Virgilio, cincelando rimas como Ovidio y expresando sus ideas en voz alta y pasión desenfrenada contra la mediocridad de las formas, fortalecía su espíritu charlando con las musas, evocando a Hermes, Cicerón o Shakespeare.
Gran Bretaña tiene una deuda moral con Wilde. Y para reivindicarlo ante la sociedad que lo condenó, se debería oír el clamor de muchos que proponen erigirle un monumento precisamente a la entrada del presidio donde el dolor extirpó su libertad y acabó con sus sueños literarios y el vuelo alado de su espíritu que amaba el arte y la estética por sobre todas las cosas. Se haría justicia para quien, adelantado en su tiempo, pensaba además que un artista debe ser valorado por su arte y no por su sexo ni su forma de vestir o actuar, porque el arte en sí no tiene fronteras, ni religión, ni mucho menos sexo, atuendos o posturas convencionales.
En 1897, al salir de la cárcel Wilde estaba física y espiritualmente extenuado. Decidió cambiar su nombre mancillado por el de Sebastián Melmoth y emigró a Paris, donde padeció de hambre, abandono, y continuos quebrantos de salud. Finalmente, en 1900 el otrora glorioso escritor falleció víctima de una aguda meningitis a la edad de 46 años. Antes de marcharse de este mundo Wilde dijo: “No deploro ni un solo instante de los que he dedicado al placer. Lo hice plenamente, como deberíamos hacer todo lo que hacemos. No hubo placer que yo no experimentase; eché la copa de mi alma en una copa de vino, descendí por el sendero florido de margaritas al son de las flautas, viví de panales de miel. Pero continuar por la misma vida habría sido un error, habría sido una limitación. Debía seguir adelante, la otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí”.
En los años sucesivos a su muerte la crítica literaria se ha encargado de valorar la obra de Oscar Wilde. Sus libros se han traducido a varios idiomas en todo el mundo. Se reconoce su legado y se le ubica en una posición de avanzada en la galería de los genios de la palabra escrita, que contribuyeron a ser más expectante la historia de la literatura universal.
Barcelona 13 abril 2014