UN SANTO PATRON EN LA BARRIADA
“Bienaventurados los que sufren, porque de ellos será el reino de los cielos”. Era la tonada del joven reverendo Otoniel, desde que pisó por vez primera la tierra peruvina. Los niños más que al rostro le miraban su breviario, preguntándose quizás si éste contendría dulces o monedas. Las mujeres y los ancianos, por su parte, concientes de lo importante que era la presencia de un sacerdote a fin de estatuir el orden espiritual entre la gente le sonreían con simpatía. Los varones, en cambio, le observábamos de reojo; desconfiábamos de su sotana más que de sus buenas intenciones. “Gracioso el frailecito –dijo con tono burlón un salchipapero–. A ver si tiene agallas, y no huye de aquí mañana mismo.”
UN SANTO PATRON EN LA BARRIADA
“Bienaventurados los que sufren, porque de ellos será el reino de los cielos”. Era la tonada del joven reverendo Otoniel, desde que pisó por vez primera la tierra peruvina. Los niños más que al rostro le miraban su breviario, preguntándose quizás si éste contendría dulces o monedas. Las mujeres y los ancianos, por su parte, concientes de lo importante que era la presencia de un sacerdote a fin de estatuir el orden espiritual entre la gente le sonreían con simpatía. Los varones, en cambio, le observábamos de reojo; desconfiábamos de su sotana más que de sus buenas intenciones. “Gracioso el frailecito –dijo con tono burlón un salchipapero–. A ver si tiene agallas, y no huye de aquí mañana mismo.”
Otoniel decía descender de españoles que habían colonizado Sudamérica aunque aclaró que de ningún modo aprobaba el saqueo de la riqueza incaica, ni el exterminio de los indios autóctonos ni los demás atropellos cometidos por sus antepasados a quienes calificaba de “culpables de no haber sabido construir en las Indias una gran civilización”
El cura se granjeó el afecto de las parentelas desde el mismo día en que, bajo una carpa sucia y hecha jirones, inapropiado quizás para su regia investidura, celebró su primera eucaristía en el barracón. Su verbo refinado y su mirada angelical persuadían a la gente que empezó a seguirle con el único fin de contarle sus problemas o confesarle sus pecados. El curita, que durante las misas demostraba gran sabiduría y capacidad privilegiada para conmover a sus oyentes, cuando andaba por la calle se comportaba de una manera sencilla y campechana; dialogaba con todo el mundo, manteniendo siempre esa sonrisa que dulcificaba su cara, blanca como la nieve, y hacia más agradables sus palabras impregnadas de acento español. Pero lo que más llamó nuestra atención fue ese apasionado afán con que se entregó a la tarea de construir su casa eclesiástica. “Mientras lleguen los recursos de la iglesia –había dicho–. Pongamos mano en la obra”. Con inquebrantable fe en su labor y con la fuerza de sus propios brazos abrió zanjas en el lote baldío que la vecindad había designado para que él fundara allí una Casa de Dios. Después se le vio trayendo en un carro las esteras que él había adquirido con su propio peculio, y cargando agua en latas desde los grifos del arrabal vecino y luego manipulando una carretilla con adobes que le habían obsequiado algunos feligreses. El cura iba y venía concentrado en su trabajo de hormiga; a ratos silbaba o decía “¡aleluya!” y aprovechaba su descanso para rezarse un padrenuestro.
Días después, los vecinos veíamos con asombro que allí donde hace poco había un basural se erigía orgullosa una escuálida parroquia. Con su fachada astrosa, sus muros de barro altos y picados con claraboyas pequeñas en la parte superior, su campana latosa que colgaba de un madero tosco y deforme y su cruz de bordes puntiagudos en lo alto de la azotea, ubicada además en la peor calleja del barrio, carente en su interior de servicios higiénicos y de suministros de agua y luz, allí dentro pese a todo, entre un mar de velas encendidas, biblias entreabiertas, rosarios, crucifijos y un paquete de hostias que el párroco ofrecía a quienes cabizbajos y con la rodilla pegada al suelo murmurábamos sagradas oraciones, nuestros atribulados espíritus recobraban la fuerza necesaria para seguir adelante.
-Es curioso –dijo un salchichero–. Venimos a misa alterados y salimos convertidos en pacíficos angelitos”.
En las misas dominicales Otoniel entonaba himnos celestiales y pronunciaba frases tan sugestivas que algunas mujeres rompían a llorar de emoción. Nos hablaba de los pecados capitales y de la salvación del alma, de la vida y pasión de Jesucristo y de la fe en Dios que todo ser humano debía tener presente en la vida diaria; su verbo exquisito atraía también a los niños, que le perseguían antes y después de las misas para oír sus clases gratuitas de religión y catequesis. Otoniel agrupaba a los niños que contaban con el consentimiento de sus padres y formaba con ellos grupos de coro e interpretación teatral y además instruía personalmente a quienes estaban interesados en convertirse en asistentes de parroquia o sacristanes. Aparte de darse íntegro al funcionamiento de su cofradía, Otoniel asistía con frecuencia a las asambleas vecinales donde, sin despegar de la mano su Biblia y resoplando aves maría purísimas ante la concurrencia, presentaba con vivacidad sus proyectos humanitarios. Así él daba a entender que buscaba el apoyo de todos para llevarlos a cabo. Uno de sus propósitos era precisamente la ampliación del local parroquial a fin de crear allí una casa misionera
–Es un proyecto social muy útil –dijo–. Allí podrán instalarse micro talleres de tipo artesanal, aulas pre-escolares para niños, un comedor para la gente sin recursos y algún otro servicio útil para la comunidad
–Reverendo –le dijo un ropavejero–. Vemos que usted ha venido a la barriada dispuesto a trabajar, sufrir y construir al lado de los pobres.
–Mi labor entre vosotros no sólo será catequística –respondió– sino también educativa y asistencial.
Pero muy pronto la linda promesa del párroco de la juvenil sonrisa, vino a trocarse en un riguroso sermón de la montaña. Montado en cólera, nos dijo:
– ¡Por Cristo! ¡No caigáis en la tentación de adorar a becerros del mal! ¡Sois un pueblo de Dios!
Su intención era acallar aquel rumor proveniente de un grupo de idólatras de la manzana H, cuyo delegado don Ingenuo Hualparimache venía diciendo precisamente ahora en la asamblea vecinal:
–Si las fiestas conmemorativas del santo patrón que dejamos enterrados en la provincia son reproducidas en Lima por grupos de amigos y círculos cerrados de parientes, entonces ¿por qué nosotros no celebramos el aniversario de fundación de la comunidad con una fiesta pública y eligiendo a un patrón propio de nuestra comunidad?… ¡Un Santo Perucho!
– ¡Viejo loco! ¡Quiere meternos a todos en pecado!
Algunos rurales, influenciados por el sacerdote, hacían desabridas críticas a quien, ni corto ni perezoso, retomó su discurso dispuesto a batir las objeciones:
– ¡Valientes colonos! ¡Permitan que la alegría venga al pueblo! ¡Sabemos que estamos jodidos! ¡Por eso mismo tengamos siquiera un día de felicidad!
– ¡Basta! –dijo una matrona con voz enardecida–. ¡Si quiere fiesta don Ingenuo hágala usted mismo!
Y, sin mucha emoción, don Ingenuo y un buen número de acampados, se dispusieron a tirar adelante el alegórico proyecto.
Nuestro desairado cura, sin embargo, no se dio por vencido. Haciendo sonar más fuerte que nunca la solitaria campana de su parroquia y con el visto bueno de su congregación se lanzó, como Jesucristo contra los mercaderes del templo, a dar bandazos contra los impíos. Atacó con toda la fuerza de su religión al fetiche que desde ya aquellos infieles venían alistando en un pajar pantanoso de intramuros. Hizo lo mismo con su rival el sempiterno don Ingenuo Hualparimache, al que acusó de “anticristiano”. Este señor, sin embargo, salió en defensa de los suyos reprobando la actitud del sacerdote a quien acusó de querer imponer a la gente sus creencias traídas del extranjero.
Se armó una feroz confrontación verbal entre ambos hombres mientras los sorprendidos vecinos formábamos abanico alrededor de ellos. En un instante, don Ingenuo bajó su vozarrón de irreverente coquero para decirle a su rival:
–Oiga curita, compréndame. Nosotros descendemos de una raza muy orgullosa, somos gente que amamos con exceso nuestros orígenes. Usted sabrá que antiguamente nuestra tierra era un paraíso, con toda clase de recursos naturales; teníamos incluso mucho oro y mucha plata. Éramos ricos, señor. Pero ¿qué pasó? Pues que un mal día la tierra empezó a secarse, hasta quedar convertida en un inmenso páramo. La mama pacha no volvió a producir más a pesar que la labrábamos con el sudor de nuestra frente. Se abrieron entonces nuestros ojos, vimos que ya no se podía vivir allí y decidimos abandonarla con mucha pena en el corazón. ¡Qué sabe usted padre!, bajar de la Puna pasando hambres, fatiga y de sed con nuestras familias, andar errante por las quebradas andinas, llorando de pena por el querido terruño dejado atrás. Pensábamos que el desastre de la naturaleza era un castigo de Pachacuti, dios destructor del universo, bien merecido para los cholos abigeos y los blancos ladrones de tierra, pero no para nosotros que éramos gente honrada y trabajadora. ¡Qué sabe usted padre!, sentirse arrojado de su propia tierra por fuerzas que uno no puede entender, pasarse las noches lamentando el haber retrocedido como en los tiempos en que el inca Manco Cápac y su mujer buscaban un lugar donde echar su simiente… En fin, ahora ya somos residentes en este joven pueblo y creemos en su prosperidad…
–Yo he venido precisamente aquí –le interrumpió Otoniel– adonde no llega el agua que da la vida, ni la luz eléctrica que convierte la noche en día, ni los múltiples servicios que ofrece la actual civilización para salvar vuestras almas del sufrimiento y ayudarlos a construir un pueblo mejor. Yo he venido aquí por voluntad propia y como mensajero de la palabra del Señor
–Escuche, frailecito –le dijo don Ingenuo–. Es evidente que usted viene de un mundo más desarrollado que el nuestro. Cuando le oigo pronunciar palabras como microondas, cajero automático, metro, vaticano y otros nombres desconocidos en esta pampa, pienso que usted habrá nacido en un país donde reina la comodidad. Entonces, le pregunto ¿por qué un hombre blanco, culto, educado como usted ha venido a vivir a nuestra Tablada?
–Es el mejor modo de servir a Dios –respondió el párroco–. Y una manera de demostrarle a la gente de los países capitalistas que la Iglesia no es burócrata ni ostentosa, que por el contrario presta atención a los pobres de los países subdesarrollados… ¡Sabréis que hay en el cielo una vida mejor que la prometida en la tierra!–
¡Un momentito, padre! –protestó el otro–. Nosotros ya pisamos esa tierra prometida de la habla usted, y ahora la estamos enriqueciendo con los legados recibidos de nuestro Incario. Tampoco tenemos por qué avergonzarnos de esto…
Discutían los dos hombres de un modo interminable, mientras los vecinos permanecíamos callados sin saber si ponernos de parte del que proclamaba el resurgimiento de la filosofía incaica o a favor del religioso chapetón que pretendía reinculcarnos las enseñanzas de la cultura española. Por fin, ante el pedido de alguien, la polémica fue llevada al tribunal supremo de la asamblea general de pobladores, cuyo máximo representante, don Juvenal Condori, encaró a ambos:
–Tendrán ustedes la razón hasta cierto punto. A partir de aquí los vecinos tenemos derecho a decirles: ¡Basta señores! ¡En vez de perder el tiempo en discusiones inútiles vayamos a la acción social! ¡Echemos rienda hacia el progreso material de nuestra rampa!La polémica quedó zanjada aquel día.
Aunque don Ingenuo, obrando con astucia, se autonombró Encargado Mayor de la próxima Fiesta Comunal –responsabilidad que él también se la dio– y empezó a ir de casa en casa, en compañía de sus colaboradores, con cara de mojigato y un inédito canturreo: “una colaboracioncita para alistar a nuestro santo patrón”. Lo decía sin tapujos, porque todos sabíamos ya –incluso el cura Otoniel–, que en un corredor poluto un santo de madera aguardaba su oportunidad de mostrarse al mundo Al fantoche sus creyentes le confeccionaron una camisa blanca de seda adornada con botones de áureo tono, un faldón marrón de cuero charolado para que cubriera los pudores del santo revestido y una brillante capa de franela roja con pliegues bordados desde el fino cuello hasta los extremos de la zurcida basta.
Se veía guapo el advenedizo muñeco; sólo le faltaba una nariz larga para que se pareciera a Pinocho vestido de Papa Noel. Y la gente, que para evadirse de la miseria prefería creer en santos y cosas sobrenaturales, empezó a congregarse en torno suyo para pedirle milagros que favorecieran a sus familiares y amigos. Cientos de personas empezaron a llegar a la arcana capilla de “San Perucho” atacados por ese fervor con que se persigue a un mito. Y el ejemplo lo daba el chistoso don Ingenuo, que cuando se acercaba al ídolo lo hacía siempre de hinojos, persignándose y denominándole: “El milagroso patrón de nuestra comunidad”
A la recaudación proveniente de colaboraciones familiares se sumó la ganancia de una rifa de patos y los fondos conseguidos en la celebración de una picaronada bailable, que fueron actividades de “pro-fondos” para la festividad mayor que se avecinaba. El dinero sonante fue puesto en las barbas de quien, según los rumores, habría pretendido quedarse con parte del dinero, aunque esta versión no parecía ser cierta porque según los adjuntos del pecaminoso Encargado Mayor, éste había tenido que desembolsar más dinero del recolectado, porque la banda de músicos y los cantantes, bailarines, payasos y otros comediantes arma fiestas le exigieron, aparte de un pago efectivo en dólares, una cantidad considerable de cerveza, comida y el compromiso de recibir buena propina si obtenían el multitudinario aplauso.
Mi mujer y yo, envueltos también por la marejada reinante en el poblado, decidimos participar en calidad de encargados menores en la promocionada fiesta. Flor de María se apuntó en la lista de las mujeres que iban a preparar la comida. Yo me comprometí para hacer labor de vigilancia durante la fiesta y evitar así los conatos de violencia entre los asistentes.
Por fin, el veinticuatro de junio, coincidente con la fiesta central del Inti Raimy cuzqueño, los ermitaños sacaron en procesión a la recién popularizada Imagen. En medio de ferviente expectación, con gente venida de todos los rincones de la zona norte de Lima, el arropado maniquí sostenido en hombros de sus cargadores –que de vez en cuando tambaleaban a causa de la desnivelada superficie callejera–, hizo su aparición en la conglomerada avenida principal de Perú Nuevo.
Adelante, luciendo polleras típicas, sombreros decorados con cintas, sandalias y pulseras con grabados incaicos, venían las “pallas”, muchachas buenamozas que danzaban suntuosas al compás de la música producida por los instrumentistas de una banda de colegiales. Por detrás de las danzarinas y marcando el mismo paso venían los “angelitos”, graciosos niños vestidos de ropa blanca cuya candidez causaba irritación a los “diablillos”que venían por detrás de ellos, con sus cachudas máscaras, sus pezuñas animalescas y sus látigos que hacían culebrear sobre el suelo de nuestra Gran Vía.
Tras dos horas de recorrido, el pomposo desfile se detuvo frente a la casa del “Padrino”, como llamaban ahora a quien entre el aplauso de la multitud se apareció de pronto luciendo poncho, sombrero y ojotas. Don Ingenuo saludó a todos con el brazo en alto y mirada sobria dándose unos aires de monarca inca, miró al cielo y dijo: “¡kunan punchau Perú Nuevo!” que en lengua quechua significa “nuevo amanecer en Perú Nuevo”, y luego sonriendo a su pareja, una jovencita vestida de princesa india, la tomó de la mano y empezó a bailar con ella.
El viejo coquetón dio así por iniciado el baile y la consiguiente comilona general. De un momento a otro los comensales se apretujaban alrededor de las fuentes donde reposaban los tamales, los anticuchos, los ollucos sancochados, la cancha tostada, el ceviche picante, la mazamorra y otros manjares oriundos del país, en un intento desesperado por ser los primeros en recibir su plato preferido. La comida, que venía servida en regular cantidad, aguzaba el apetito explosivo de quienes a mandíbula abierta la consumían asentando cada cucharada con refrescantes vasos de chicha morada o de jora. Los convidados que no encontraban sitio en las bancas comían de pie con sus platos sostenidos en la mano; algunos devoraban el arroz sin dejar de lamer la cuchara untada con rocoto molido y otros chupaban los huesos del pollo hasta dejarlos sin un vestigio de carne. Entre los comensales se veía a los jóvenes músicos que eructaban de tanta papa a la huancaína como de licor consumido en el banquete.
Perú Nuevo era una pantalla colorida y engalanada de flores, globos, serpentinas, muñecos de goma y de papel lustroso que pendían ensartados de largos hilos que cruzaban las calles exhibiéndolos entre una lluvia de papel picado que arrojaba la gente a su paso por la calle. “¡Viva nuestra comunidad!”, era la expresión de jubilo que lanzaban por doquier los alegres cancheros. Una pandilla de mozuelos con el pretexto de “porque no se oye señor a la banda”, acomodaron un tocadiscos y dos parlantes a la puerta de una vivienda y armaron su propia fiesta juvenil. Formando círculos se daban de volteretas vertiginosas equilibrados en un solo pie; a ratos se sacaban las camisas y tras arrojarlas por los aires volvían a cogerlas con ávidas manos. Varios de los integrantes de esta peña tribal, que se contorneaban de la cabeza a los pies en medio de la bullanga festiva pretendían ser los ases de este concurso de nueva oleros exigiendo el aplauso de los espectadores.
En este día de feliz recordación, los vagos e hijos pródigos se reconciliaban con sus amigos y familiares entre abrazos y apretones de mano, sin desaprovechar la ocasión para zamparse una juerga inolvidable. El bailetón se prolongó hasta la noche. Algunos pajareros al darse cuenta de que sus lámparas a querosén no les proporcionaba una luz apta para proseguir con la celebración, improvisaron cables y bombillas desde la alumbrada mansión de don Ingenuo, quien habiendo previsto este inconveniente tenía en reserva casera dos motores capaces de producir luz suficiente como para que él y su pueblo pudieran resistir un sin fin de trasnochadas.
Y he aquí las consecuencias: al amanecer del segundo día una larga fila de celebradores roncaban sobre las bancas, algunos con la cabeza apoyada en los brazos cruzados, otros con sus espaldas recostadas a la pared mientras otros dormían de cubito en el duro suelo. Por la tarde, pasada la tregua de la borrachera, la procesión del ídolo volvió a salir, desde la casa del encargado hacia la capilla y guiada por la todavía embriagada cuadrilla de cargadores. Aquel fetiche inofensivo que carecía de reconocimiento oficial de la Iglesia, era alabado ya como un dios en nuestra planicie.
–El santo que hemos creado sirve para fortalecer nuestra fe y reafirmar nuestra voluntad de erigir en esta tierra un pueblo donde podamos vivir libre y dignamente – dijo un nativo en medio del aplauso de la multitud.
Por fin al tercer día, “cuando el taita Inti asomara en las alturas desde la piedra sagrada Titikala en forma de grandes llamaradas para castigar a los viracochas infames” –según el vaticinio hecho entre nubes de incienso por un enano agorero–, la bárbara fiesta rural decayó. Y los gañanes, ya fuéramos católicos, cristianos, evangélicos o ateos, todos en general, nos fuimos a descansar para retomar más tarde nuestra denodada lucha por la vida.