ARDE PERÚ NUEVO

 ARDE PERU NUEVO

 ARDE PERU NUEVO

Era una noche fresca y con estrellas en el firmamento. Los vecinos estábamos sentados en sillas y banquetas a la puerta de nuestras casas, charlando acerca del progreso de nuestro emporio y de la bonanza familiar. Algunos pampeanos animaban sus cuentos y ocurrencias con tragos de cerveza o chicha de jora. Otros alegraban la verbena vecinal ensayando pasos de baile al son de sus templadas guitarras. Mientras, los jovencitos que despertaban al amor iban por detrás de las chiquillas que cruzaban la calle moviendo el cuerpo con coquetería. De pronto, una vibración estruendosa hizo volar por los aires el tocadiscos del vecino Ciro Huallpa cuya melodía romántica había estado deleitándonos.

El pánico se apoderó de la gente que abandonó sus asientos y empezó a correr de un  lado a otro llamando a sus parientes. Yo entré corriendo a casa en busca de mi familia. De pronto, una nueva potente detonación estremeció la tierra entera. Y como si hubieran sido impulsados por una fuerza invisible, los platos, las lámparas y otros enseres caseros de vidrio y poco peso saltaron por los aires hecho añicos.

-¡Ruli! ¡Julián! –Llamé a mis hijos con desesperación–¿Dónde están?

¡Estamos aquí!

 Oí el grito de Flor de María que pálida y desencajada salía apresuradamente de una habitación tirando de cada mano a nuestros hijos. Llegué enseguida a su lado y la ayudé a salir con ellos a la calle.

Afuera el miedo paralizaba a mujeres y niños que cogidos fuertemente del brazo parecían fundirse en un solo ser, mientras los varones plantados delante de ellos pretendíamos protegerlas de algo desconocido que parecía terrible. Del cielo enrojecido caían –como en las profesías de Nostradamus– chispas y otras llamaradas incandescentes.

En la relampagueante noche, nos dimos cuenta luego que una torre de alta tensión localizada por el punto cardinal Sur ardía consumiéndose en medio de un pavoroso fuego.

– ¡Han sido los de Sendero! ¡Viene la policía! –se oyeron voces.

Los vecinos echamos a correr, como gallinas asustadas, buscando escondites.

–¡Tranquilos! ¡Es peor correr!

La dirigente Enriqueta Moyano intentaba calmarnos. Algunos le hicieron caso, sin imaginarse lo que les sucedería. Los guardias comenzaron a golpearlos con sus palos, sin mediar ninguna justificación. Ante esto, yo eché a correr y, esquivando los balazos que silbaban por mis orejas, logré ocultarme debajo de un cilindro vacío.

Allí permanecí en cuclillas y conteniendo la respiración, hasta que mi mujer me advirtió: “Ya se fueron.” Al salir de mi escondite, pude oír los lamentos de varias vecinas cuyos maridos habían sido detenidos por la policía.

– ¡Esto es un abuso que debemos denunciar!  ¡Ya no podemos vivir en paz! –dijo una anciana histérica-. ¡Los terroristas, la policía y el gobierno nos matan de hambre, dolor y desesperación! 

El clima de terror se acentuó dos días después de este incidente cuando, en un ataque cobarde, los sediciosos volaron con dinamita el portón de la Escuela Comunal dejando herido de gravedad a un niño de siete años. Y luego con la aparición del vecino Tulio Mamani con el cuerpo visiblemente torturado. “Dos tipos enmascarados me atacaron cuando volvía del trabajo –dijo el herido–. Me amenazaron diciéndome que iba a morir por soplón. No recuerdo qué pasó después. Creo que me desmayé a causa del dolor. Cuando desperté, todavía adolorido, me di cuenta que tenía las manos y las piernas atadas con sogas. Felizmente un vecino me encontró y me ayudó.”

Este testimonio y el anterior atentado encandilaron el espíritu indómito de la dirigente Enriqueta Moyano que de inmediato invitó a los periodistas al local de la Federación de Mujeres para una conferencia de prensa. “¡Detestamos –dijo– que las fuerzas de seguridad del estado se valgan de simples sospechas de terrorismo para justificar su represión violenta contra gente inocente y desprotegida! ¡Ellos deben, al contrario, proteger a los ciudadanos, ya que nuestro país forma parte de la Convención de la ONU que está en contra de las torturas inhumanas! ¡Nosotros condenamos la agresión cometida contra un vecino indefenso y los ataques alevosos que está sufriendo Perú Nuevo! ¡Rechazamos enérgicamente el terrorismo de Estado!…”

Un periodista la interrumpió para preguntarle si reconocía que eran los senderistas los que estaban causando mayores daños en la población.

– ¡Lo reconozco, por su accionar sanguinario! –respondió enfática. Y añadió–: Pero frente a ellos nuestro pueblo va a cerrar filas. Vamos a rechazar el avance de los maoístas. A éstos les decimos que se quiten los antifaces, que no sean cobardes y muestren sus caras al pueblo. ¡Así podremos decirles que jamás quebrarán la lucha de los pobres por un mundo mejor!

La enfática proclama de la dirigente federada removió nuestras conciencias. Pensábamos que los senderistas ya no atacarían Perú Nuevo. Pero, estábamos equivocados. A los pocos días, los terroristas dinamitaron el Almacén Comunal que abastecía de alimentos al Comedor Popular. Ante este hecho, Enriqueta Moyano volvió a llamar la atención de la prensa.

– ¡Ahora nos quedamos sin comida –dijo– por culpa de esa gente que quiere destruirnos sin piedad! ¡Pero quiero que sepan que en esta comunidad nadie apuesta por la venganza, ni por devolver violencia a la violencia! ¡Vamos a seguir trabajando por la alimentación de nuestras familias!

Afirmación ejemplar de la líder de la Federación de Mujeres de nuestra comunidad que provocó la reacción inmediata de los subversivos, que pusieron en circulación volantes con serias amenazas de muerte para ella.

Hacia finales de la década de los ochenta, Lima era un infierno a causa de la escalada terrorista. Y la que más sufría los daños era la población. Los continuos bombardeos senderistas al Canal de la Atarjea venía ocasionando retrasos en el abastecimiento del agua potable, que llegaba a los grifos familiares solo durante una hora al día y trayendo un color oscuro entremezclado con un pestilente olor, motivo por el cual la gente debía apresurarse en depositarlo en sus recipientes y purificarla a base de cloro y hervidos antes de utilizarla.

Este problema estaba haciendo rebrotar a gran magnitud la enfermedad del cólera y los más afectados eran los niños mal nutridos que vivían en las barriadas.

Por otro lado, las voladuras de torres de alta tensión de la Central Hidroeléctrica que suministraba fluido eléctrico a la población limeña, ocasionaba reiterados apagones en la ciudad. La gente sentía fastidio aunque más sentía temor a la oscuridad, por eso muchos ya no salían de casa de noche para no exponerse a las balas de los grupos armados.

Yo le decía a mi mujer: “Ten mucho cuidado cuando vayas a tus reuniones de dirigentes. No lo soportaría si te hicieran daño.”

Vivíamos una realidad social con visos de catástrofe. La violencia desatada en el país desde hacía una década venía ocasionado hasta la fecha cincuenta mil muertos, millares de desaparecidos y otros tantos miles de desplazados y gente que había quedado lisiada para siempre. Y era en la Sierra donde más azotaba el huracán senderista, allí pueblos enteros venían siendo atacados cruentamente, la población joven era reclutada para que sirviera en las filas maoístas y las mujeres que se resistían eran violadas ante la vista horrorizada de sus parientes.

Y no sólo sufrían daño las personas, también los animales; las llamas, vicuñas y otros nobles auquénidos eran sacrificados para acallar el apetito caníbal de aquellos desalmados que asimismo destruían empresas de producción de leche, queso y lana, acabando con puestos de trabajo necesarios para el desarrollo de las regiones y ahuyentando a los campesinos hacia las ciudades. La situación empeoraba en todo el país.

Las detonaciones de bombas y los metrallazos perdidos  por las calles se oían a cualquier hora del día y de la noche. Por este motivo en muchos hogares había una prohibición absoluta a meterse en política o a participar en manifestaciones de protesta. Al no estar garantizada la seguridad de nadie, cualquier cosa podría sucederle a un transeúnte por la calle. La Iglesia católica emitió un comunicado reprobando el execrable asesinato de una monja y dos sacerdotes en Ayacucho. “¡Son enemigos de Cristo –dijo el arzobispo local– Que la opinión pública sepa que estamos dispuestos a luchar contra esos criminales!”

También los intelectuales, artistas y pensadores, que siempre han detestado los abusos del imperialismo, criticando la escandalosa promiscuidad en que hoy conviven en el planeta el superfluo bienestar y la trágica pobreza, se pusieron en pie de lucha contra los portadores de la barbarie. A través de la prensa  hablada y escrita denunciaron que el último año en las comunidades arrasadas de Ayacucho, Apurímac y Huancavelica más de dos mil niños en edad escolar habían sido raptados por las hordas de Gonzalo y luego utilizados como “niños bombas”. Estas criaturas, obligadas a llevar en sus manos un encargo maldito, habían explotado por los aires en mil pedazos pagando así con su sacrificio la sed de sangre de los vampiros terroristas. 

Aún estaba fresco el horrible asesinato de la Coordinadora General del Vaso de Leche del distrito de Vitarte. Según la noticia publicada en los periódicos: “Cuando ella salía de su domicilio, ubicado en un asentamiento humano, tres individuos la apabullaron a tiros matándola en el acto”. Todavía recordábamos con temor el último ataque senderista a un puesto de servicio de nuestra comunidad, a pesar de los esfuerzos que hizo nuestro recién conformado Frente de Defensa por repeler a la banda armada, cuando una mañana, sobre las siete, tres potentes disparos de cañón no identificado nos arrancaron de nuestros catres.

Al salir de nuestras casas para ver qué ocurría, alguien nos advirtió: “¡Cuidado, están armados!” Mientras corría yo alcancé a ver a tres tipos enmascarados que a la carrera ganaban el automóvil que les esperaba con el motor encendido y acto seguido desaparecieron del lugar.

– ¡Han matado a Enriqueta Moyano!

La noticia me dejó anonadado, aunque pronto reaccioné y eché a correr hacia la vivienda de la nombrada. Oh!, nunca olvidaré el horrible cuadro que presenciaron mis ojos: en medio de la habitación, tendida en un charco de sangre, yacía Enriqueta con su esbelto cuerpo destrozado por las balas de aquellos asesinos. A su lado lloraban de modo inconsolable su marido y sus dos menores hijos. “¡Llevémosla pronto al hospital!”, grité desesperado. Así lo hicimos. Pero en el hospital del Callao nos confirmaron su deceso.

–Todo fue repentino y violento –decía entre lágrimas el esposo de la malograda dirigente–. Yo iba a salir a comprar el pan, mientras Enriqueta todavía seguía en la cama. Pero al abrir la puerta que da a la calle todo lo que vi fue cañones apuntándome a la cara. ¿Dónde está esa rata asquerosa?, oí que dijo uno de los tipos que tenían el rostro cubierto con pasamontañas. Eran tres, y me empujaron hacia la sala; allí uno de ellos que tenía cuerpo de mujer se quedó apuntándome con su pistola mientras los otros dos se metieron a las habitaciones. Al darme cuenta del peligro que corría mi mujer, le grité: ¡Huye Queta! ¡Quieren matarte! En mi desesperación empujé a la enmascarada que tenía delante y la hice caer al suelo. Aproveché la situación y salí corriendo a la calle. En eso, ¡pam! ¡Pam!, se oyeron balazos. Ay, vecinitos, ¿por qué la mataron?…

Nadie podía contestar a la pregunta del condolido esposo de Enriqueta Moyano. Y nadie tampoco podía entender la magnitud del sufrimiento del pobre hombre.

Al día siguiente por la tarde, más de treinta mil pobladores peruvinos nos disputábamos el honor de llevar en hombros el ataúd con los restos de quien había dado la vida por nuestra comunidad. Como la presión de la multitud era desbordante, se tuvo que establecer un máximo de tres minutos para cada cargador.

Las miles de integrantes de la Federación de Mujeres –que Enriqueta había dirigido–, a pesar de tener los rostros marcados por la tristeza, vociferaban a voz en cuello “¡Queta tú no has muerto! ¡Vives con tu pueblo!” Una rara garúa ensopaba las cabezas de la muchedumbre apesadumbrada, cuyo desfile se detuvo frente a la Parroquia para la misa de cuerpo presente. El cura Otoniel ofició la misa y oró ante el féretro de la extinta dirigente. “Señor –dijo–. Recibe en tu seno a esta ejemplar madre y luchadora social, amén”.

Mi mujer completó el réquiem a la compañera caída diciéndole consternada: “Pobre Queta. Has muerto por defender nuestra comunidad y por construir la paz con justicia social. ¡Dios te bendiga siempre!”

El cortejo fúnebre se dirigió hacia Las Lomas. Ante la gran cruz del desparecido cementerio, los plañideros confrontamos a la malograda dirigente con el recuerdo del mártir Eugenio Maqui. “¡La sangre derramada! –evocaron– ¡Jamás será olvidada!” El ataúd fue introducido en una carroza y luego, escoltado por un mar humano, se dirigió al cementerio El Ángel. Ya para eso, la garúa se había convertido en lluvia que caía copiosamente en la tarde crepuscular.

Durante mucho tiempo, bajo el resplandor de la estela del Norte, recordaríamos la palabra franca y al mismo tiempo rebelde contra la injusticia y el terror de nuestra asesinada dirigente. Y para que ella estuviera siempre con nosotros en las luchas vecinales, a los pocos metros del lugar donde fue asesinada se fundó una plaza con su nombre y, en el centro de la misma, se erigió un monumento, en cuya placa se lee: “A la mujer del Pueblo”