LA CAJA COMUNAL
La unión de los chalanes partía del hondo sentir que dichas tierras eran nuestras de un modo natural y justo. Creíamos que la tierra pertenece a quien la trabaja y vive en ella, aunque esta suposición contrastara con la realidad. En Perú Nuevo ningún vecino poseía el título de propiedad de su lote, pero esto no impedía que cada cual se sintiera propietario del retículo que habitaba. A nivel social, los vecinos vivíamos unidos como un gran todo, buscando sobrevivir con lo poco que teníamos, tratando de ser felices a nuestro modo, deseándonos la prosperidad en todos los aspectos de nuestras vidas.
LA CAJA COMUNAL
La unión de los chalanes partía del hondo sentir que dichas tierras eran nuestras de un modo natural y justo. Creíamos que la tierra pertenece a quien la trabaja y vive en ella, aunque esta suposición contrastara con la realidad. En Perú Nuevo ningún vecino poseía el título de propiedad de su lote, pero esto no impedía que cada cual se sintiera propietario del retículo que habitaba. A nivel social, los vecinos vivíamos unidos como un gran todo, buscando sobrevivir con lo poco que teníamos, tratando de ser felices a nuestro modo, deseándonos la prosperidad en todos los aspectos de nuestras vidas.
A veces, sin poder evitarlo, nos sumergíamos en la visión fascinante de nuestro bajío transmutado en una ciudad cosmopolita, con calles formadas por edificios de ocho o diez pisos, con postes de alumbrado eléctrico, semáforos, buzones de correspondencia, cabinas telefónicas, vehículos de alta velocidad deteniéndose a la puerta de cinemas, cafés teatros, bingos, salas de baile, terrazas de bares o autocares saliendo de los parking de hoteles de varias estrellas y de grandes tiendas comerciales. Soñábamos con la hora del progreso, con los tiempos futuros. Mas cuando despertábamos veíamos con pesar que no éramos más que una tribu cholindia que se aferraba a la vida gracias al espíritu de resistencia y lucha de nuestra gente en medio de una escasa providencia material.
Éramos los hijos ilegítimos de una Sociedad cuyos gobernantes se dedicaban a desfalcar la hacienda pública en favor propio, en malgastar los fondos provenientes del Banco Mundial o el Fondo Monetario en la compra de lujosos apartamentos y vehículos, en atiborrar de dólares sus cuentas abiertas en paraísos fiscales como en la Isla del Caimán o en Bancos suizos, y no les importaba propiciar el desarrollo del país.
El dinero que nuestros vanagloriados Padres de la Patria debían destinar a sectores claves como el de salud, trabajo y alimentación que permitiera al menos sobrevivir a nuestra sufrida población, se esfumaba tanto en el exterior como en el interior del país, malgastado en finos cigarrillos, licores, celebraciones y parrandas con mujeres de alto standing.
Y mientras, debíamos seguir pagando la culpa de haber nacido en el trastero de una Sociedad cruel y corrompida, cuyos representantes nos consideraban chusma provinciana, pobres diablos, invasores de tierras, o indios apestados. Sin más derechos que los espirituales, que felizmente nos distinguía de los animales, y sin más remedio que seguir luchando a brazo partido contra los obstáculos que impedían nuestro avance; en medio de una enorme necesidad, buscábamos el progreso, a partir del trasvase de nuestra cultura heredada de la noche de los tiempos incaicos hacia el alborear de una nueva civilización.
Y, lógicamente, para que nuestro pueblo desarrollara debíamos atraer el capital, nacional y extranjero, pero en condiciones dignas para todos; se requerían fuertes inversiones en infraestructura y construcciones urbanísticas. Debíamos captar también el interés de los empresarios industriales y comerciales para que instalasen fábricas y centros comerciales en nuestra campiña y de este modo crearan puestos de trabajo favorable a mucha gente que estaba sumida en la desocupación.
Y, además, como sabíamos que el auge material de un pueblo debe marchar unido a su cultura, debíamos atraer a compañías de teatro, a promotores de festivales artísticos y otros espectáculos que despertarían el interés en la población limeña y los turistas por visitar nuestra esperpentosa comunidad costeña.
Pero, mientras tanto, debíamos continuar trabajando en condiciones infrahumanas, casi descalzos, envueltos por el hambre, la sed, el polvo, la calor, intentando arañar esperanza al infortunio y moldear pedacitos de tierra en la naturaleza, como los picapiedras, o como las bestias de carga arrastrando pesadas carretas o llevando en hombros sacos apilados y canastas que nos hacían resoplar y pujar, hasta los límites del esfuerzo humano, aunque sin dejar nunca de tararear la letra de ese hermoso himno comarcal que cantaba a nuestro pueblo luchando por un cambio sustancial de su destino.
Hasta que una mañana soleda de otoño, tras vencer los obstáculos surgidos en el camino, merced a la osadía de una junta de ramperos que habían bregado duro por llevar a cabo el proyecto, se inauguró, en solemne ceremonia, la Caja de Ahorros Comunal, entidad pecuniaria que había sido fondeada con el limitado aporte de las familias, los insípidos remanentes dinerarios de la CUAPEN y la suerte de un efectivo recibido del Banco de la Sierra, previo contrato entre dirigentes barriales y bancarios. Evidentemente, la Caja venía a constituirse en la mejor alcancía y fuente de crédito para las familias y al mismo tiempo un medio de financiamiento económico para los cuantiosos proyectos de desarrollo comunal que aguardaban su turno en las carpetas arrinconadas al fondo del local.
Aunque llovieron críticas adversas a la Caja Barrial, a través de aquellos medios de comunicación manipulados por los grandes banqueros y magnates del sistema financiero central, que publicaron en sus portadas y editoriales: “Crece la banca informal” “Nace en Lima una mutua de ahorros contraria a la ley, sin autorización para funcionar.” Y además por las habladurías de la gente de los burgos acomodados que intentaron ridiculizarla a los ojos de la opinión pública. “La indiada –dijeron–. No sabe ahorrar en bancos por eso ha creado su Caja de Indios”
Pero nosotros no hicimos caso de aquellas ásperas críticas y frases chabacanas; es más, los vecinos de Perú Nuevo levantamos la frente con orgullo y quedamos contentos con nuestra Caja.
-Son gente egoísta que envidia nuestro progreso –dijo un petatero–. Allá ellos que se hacen problemas. Nadie trabajaba por las puras alverjas. Hay que tener ahorritos que vayan creciendo.
Nos movíamos a engaño, sin embargo, al pensar que nuestra Caja podía ser administrada aplicando los acuerdos colectivos. Con el mete y saca de manos en las cuentas cajeras por parte de nuestros compadres que decían saber más de administración de empresas que sus ahijados y de éstos que decían ser más hábiles que sus cuñados, la situación económica y financiera de la aludida decayó, por la mala gestión y además por el incremento de la inflación que provocaba la devaluación de la moneda y el pago de los intereses a la entidad prestamista. Y al final del año, los balances de situación y las cuentas de resultados arrojaron saldos negativos.
– ¡Es inútil! –Resopló un joven carbonero–. La Caja de ahorros no puede ser manejada como si fuera una chacra. Se necesita profesionales que la administren bien y hagan aumentar sus ganancias.
El resto de vecinos le dimos la razón. Y, tras el acuerdo, los responsables de la Caja se apuraron en contratar a dos licenciados, uno en contabilidad y el otro en administración de empresas, para que cogieran el mando de la Caja y aplicaran sus técnicas de gestión empresarial. Aquel par de eruditos empezó por ordenar los papeles que se veían amontonados en las bandejas, separaron luego de un plumazo los activos fijos de los circulantes, actualizaron los estados de flujo de fondos, abrieron nuevos frentes de crédito en las sucursales del Banco proveedor, pusieron en oferta para sus clientes productos financieros a corto y medio plazo y además buscaron la interrelación de la Caja con mutuales de seguros, centrales de crédito y otras compañías financieras. Nuestros gerentes cajeros realizaban un buen trabajo, aunque sus sueldos no eran precisamente elevados. Además, durante las asambleas generales, los vecinos les pedíamos que nos dieran explicaciones detalladas de la procedencia y el destino exacto del dinero que habían movido en los últimos períodos. Ellos siempre daban la cara, y nos envolvían con sus palabras técnicas como ratios de tesorería, índices de rentabilidad, apalancamiento financiero, período de maduración económica, cash flow y otros términos que tratábamos de entender mientras leíamos los formatos fotocopiados que nos habían alcanzado para que siguiéramos de cerca sus exposiciones.
–Son tromes estos gerentes –opinó un cachivachero–. Pero hay que vigilarlos. Pueden hacerse los locos y tirarnos cabezazo con desfalco de Caja.
Drástica y grosera era la medida que los accionistas pueblerinos empleábamos para controlar a los espabilados cajeros de nuestra entidad financiera que en la actualidad gozaba ya de una garantía ampliamente demostrada motivando al público a abrir cuentas de ahorros y solicitar créditos particulares. La Caja destinó también préstamos a los dirigentes comunales para las obras que debían emprenderse en la hollada región peruvina.