LA OFRENDA DE LOS ENAMORADOS

            LA OFRENDA DE LOS ENAMORADOS

El señor oyó mis súplicas y el milagro esperado se produjo  justo el día de San Valentín. Yo estaba parado junto al mostrador de la jugüería, sorbiendo un surtido de frutas, mientras pensaba en lo feliz que sería mi vida junto a la misma que de pronto se acercó a mí para decirme que le gustaría que saliéramos como amigos.

            LA OFRENDA DE LOS ENAMORADOS

El señor oyó mis súplicas y el milagro esperado se produjo  justo el día de San Valentín. Yo estaba parado junto al mostrador de la jugüería, sorbiendo un surtido de frutas, mientras pensaba en lo feliz que sería mi vida junto a la misma que de pronto se acercó a mí para decirme que le gustaría que saliéramos como amigos.

Sorprendido levanté la mirada y descubrí en sus ojos una dulce insinuación. Cerca de ella la otra dependienta del quiosco me miraba con una sonrisa cómplice. Y merced a este clima favorable, convencí a Flor de María para vernos el fin de semana.

El domingo, hacia las cuatro de la tarde, me dirigía presuroso a mi esperada cita. Mi corazón retumbaba y todos mis pensamientos estaban puestos en ella. Yo presentía  mi suerte, al notar que el microbús volaba y que la gente se apartaba de mi camino ayudándome a llegar hasta mi amada. Y, a la vista de su majestuoso perfil, exclamé: “´Gracias a Dios que esta belleza limeña se ha fijado en un migrante provinciano como yo.”

La saludé con un beso en la mejilla y le propuse pasear por el casco antiguo de la ciudad. Echamos a andar, sorteando a los vendedores ambulantes y a los transeúntes que no sabían nada sobre lo nuestro. Yo la notaba hecha una princesa, con sus hermosas mejillas encendidas, la frescura de sus gestos y su rizado pelo moreno jugando al compás del viento. Ella echaba a perder la Lima que nos rodeaba. Su encantadora mirada penetraba en mi ser haciéndome soñar despierto. Me sentía realmente feliz, mientras paseaba por Lima acompañado de una mujer que brillaba en la noche como si fuera una estrella escapada del firmamento.

Las campanas de la Catedral de Lima, que anunciaban las veinte horas con su repique prolongado, nos hicieron levantar la mirada; en la inmensidad nocturna, superando la luz proveniente del Cerro San Cristóbal, destacaba una hermosa luna llena. Embriagado por el romántico paisaje, aproximé mis labios a los de mi Dulcinea y estampé en ellos un beso apasionado. “Eres el amor que yo soñé”. Se lo dije bajo el aura de atracción que a los dos nos envolvía. Ella solo atinaba a mirarme, con su linda carita embriagada también por el sabor de mis besos.

De este modo entró en mi vida la mujer de la cual yo estaba perdidamente enamorado. 

Y, como era de esperarse, aquel tipo con cara de fumón que se pavoneaba de ser el novio de Flor de María me buscó con insultos y amenazas. “¡Serrano del diablo! –me dijo–. ¡Ya verás quién soy!” Quería vengarse de mí por haberle robado a su novia de un modo imprevisto. Yo me enfrenté a él, dispuesto a defender mi amor si fuera posible hasta la muerte.

– ¡Soy el marido de Flor de María! –volvió a gritarme–. ¡Pregúntaselo a todo el mundo!

– ¡No me interesa! –le repliqué–. ¡Yo confío en lo que ella siente por mí!

Nuestra discusión verbal pasó a convertirse en pelea de gladiadores cuando el tipo me lanzó un puñetazo que afortunadamente débil hizo poca mella en mi rostro bravío. Enfurecido, como un león, salté sobre él y le propiné una tanda de golpes demoledores. Mi rival retrocedió en el terreno, y luego maltrecho y acobardado, huyó del escenario del pugilato.

Aquel pesado hippie nunca más se atrevió a ponerme la mano encima, aunque me odiara tanto que daría cualquier cosa por verme aniquilado o muerto. Yo no  le tenía miedo, sabía que era un simple motorista que andaba por el mundo con su lema de paz, amor y libertad, y que carecía del poder y el carácter suficiente para destruirme. Y las pocas veces que nos cruzábamos por la calle solo nos mirábamos de soslayo. Yo sabía que nada existía ya entre él y Flor de María, lo cual henchía de orgullo mi corazón.  

Pero quien sí vino a darme un susto de muerte fue el padre de mi adorada. Tan pronto se enteró de que yo salía con su hija, me buscó para decirme: “¡Búrlate de mi hija y te mato, desgraciado!”. Me quedé desconcertado ante la feroz advertencia de aquel hombre, de contextura alta y gruesa, que parecía un gorila celoso del amor que yo prodigaba a su hija. Quise responderle, pero enseguida pensé que era preferible no  pelearme con mi futuro suegro. Así pues decidí hacer oídos sordos a sus insultantes palabras.

Mas un hecho imprevisto aceleró el curso de los acontecimientos. El padre de Flor de María, que se dedicaba a la confección de zapatos, precisamente estaba  buscando gente para que trabajara con él. Y mi tío, que le conocía por ser su vecino de barrio, con toda su buena fe, le ofreció mis servicios. “Aquí tiene a mi sobrino –le dijo–. Es un chico listo y responsable” De buenas a primeras este señor no accedió a la solicitud de mi pariente. Le dijo que tenía la gente completa en su taller. Pero luego, ante la sorpresa de todos, mandó decirme con su hija  que había aceptado contratarme. Yo supe después que tanto Flor de María como su madre habían influido para que él cambiara de opinión.

El taller de don Fausto no era más que una pequeña pieza ubicada en la parte posterior de su casa. Allí no había ventanas, sólo una puerta por donde se entraba y salía. Los operarios debíamos usar abanicos para ventilarnos, recurrir a linternas para buscar las cosas, andar pidiéndonos permiso entre nosotros y evitar toparnos las rodillas con las máquinas y los bordes de las estanterías donde reposaban los materiales. En este local, inadecuado para trabajar, tampoco había sillas en que sentarse, solo una mesa alrededor de la cual los empleados debíamos permanecer la mayor parte de las ocho horas que duraba la jornada con la espalda encorvada y nuestra atención metida en el corte y la confección de los calzados.

La faena en tales condiciones era agobiante, aunque yo trabajaba con ilusión pensando en lo que recibiría al final de mes y además porque me era grata la compañía de otros dos muchachos que entre bromas  y sonrisas me prestaban sus herramientas o me orientaban cuando era necesario para cumplir con mi tarea. Con mis compañeros me llevaba muy bien, pero no con mi jefe que desde un principio se las cogió conmigo. De un modo autoritario pretendía enseñarme su oficio. “¡Bruto! –Me rezongaba delante de los otros chicos–. ¡Te he dicho que no desperdicies la badana ni el charol necesario para la confección de los zapatos! ¡El material a mí no me lo regalan!” Su modo de tratarme fue colmando mi paciencia, hasta que, a los quince días de estar trabajando para él, cuando vino a decirme: “¡Animal! ¡Te pago para que me hagas bien las cosas!”, me planté ante él y le encaré:

– ¡Basta! ¡Sé que me lleva bronca porque estoy saliendo con su hija! ¡Pero esto no le da derecho a humillarme durante el trabajo! ¡Yo no tengo por qué aguantarle sus majaderías! ¡Le advierto señor: la próxima vez que me falte el respeto me largo de aquí!

Noté que mis palabras le habían dejado mudo y pensativo. Al parecer le había tocado algún punto de su ser racional. Luego, don Fausto dio media vuelta y se metió en la habitación adjunta que le servía de despacho. Cinco minutos después, él me hizo llamar con uno de sus empleados. “Tranquilo, compadre”, me aconsejaron los muchachos que trabajaban allí conmigo. Pero yo de antemano sospechaba que aquel ogro me despediría de su taller.

Cuando estuve frente a él, me sorprendió su careta de amabilidad que de ningún modo encajaba en su carácter. “Siéntese joven”, me dijo con gesto accesible. Y añadió: “He notado que usted se toma a pecho la justicia. Pero ha de saber que no sólo de ideales vive el hombre”

–Háblame claro y sin rodeos –le dije, observándole con desconfianza.

–Está bien. Yo no apruebo la relación que mantiene con mi hija. Usted es un pobretón y no podría darle las comodidades a las que ella está acostumbrada. El viejo se acomodó en su asiento, sin dejar de escrutarme con sus ojos de lobo.

–Quiero que se aleje de mi hija –me dijo con voz intimidante. Y añadió–: Estoy dispuesto a darle algún dinero a cambio si es preciso. 

Me levanté de la silla con ganas de estrangularlo. Pero me contuve, al recordar que era el padre de mi enamorada. De todos modos le grité:

– ¡Cómase su plata! ¡Mi amor por Flor de María está lejos de sus puercas intenciones! ¡Y le guste o no, yo seguiré amándola con limpieza y desinterés! ¡Y ahora me largo, no quiero seguir viéndole su cara de Taifás!

Dando un portazo abandoné aquel lugar que me parecía plagado de un hedor nauseabundo. 

Dos días después de haberme marchado del taller de don Fausto, recibí una noticia que haría cambiar radicalmente el curso de mi existencia. “Sí, estoy embarazada”, me lo repitió al oído mi pequeña Flor de María.

– ¿Qué dices? No es posible…

Sin darme cuenta la zarandeé entre mis brazos, varias veces, tratando de entender aquello que me parecía una gran mentira.

–Tengo miedo, Julián. ¿Qué voy a hacer ahora? Mi padre me matará cuando lo sepa.

Se echó a llorar aferrado su blando cuerpo al mío. Mientras, a mí se me revelaba el malvado rostro de su padre, buscándome para que le rindiera cuentas de mi humana falta. De pronto trataba de imaginarme cómo sería mi vida junto a Flor de María, lejos ya de mis tíos, más lejos aún de mis queridos padres. No sé en qué momento percibí su mirada de mujer desesperada y su voz diciéndome como un ruego:

–Te necesito, cariño. No me dejes sola. Si te vas, llévame contigo.

La sublime ofrenda tuvo feliz efecto en mi corazón. La ilusión de compartir el resto de mis días con la mujer que adoraba hizo que decidiera al instante mi futuro. Enternecido, le dije:

–Mi amor, nunca te dejaré sola. Y, si es posible, nos iremos de aquí. Hallaremos un rincón donde podamos amarnos con libertad. Allí fundaremos un hogar y aunque no estemos casados seremos felices ya lo verás.

A los pocos días, Flor de María y yo nos fugamos del  barrio sin despedirnos de nadie.