PITUFA
Por algún punto del impresionante mare mágnum de gente, vehículos y quioscos que inundaban las calles anexas al Mercado Mayorista de Lima, emergió la recortada figura de una niña de diez años. Llevaba en la espalda un enorme saco de verduras, cuyo peso le hacía caminar con dificultad. De cuando en cuando, la pequeña estibadora detenía su andar un instante para enderezar su tierno espinazo y pedir permiso a quienes obstaculizaban su avance por aquella larga vereda limeña. Luego retomaba su marcha, con el rostro entero bañado en sudor y desplegando un gran esfuerzo físico.
PITUFA
Por algún punto del impresionante mare mágnum de gente, vehículos y quioscos que inundaban las calles anexas al Mercado Mayorista de Lima, emergió la recortada figura de una niña de diez años. Llevaba en la espalda un enorme saco de verduras, cuyo peso le hacía caminar con dificultad. De cuando en cuando, la pequeña estibadora detenía su andar un instante para enderezar su tierno espinazo y pedir permiso a quienes obstaculizaban su avance por aquella larga vereda limeña. Luego retomaba su marcha, con el rostro entero bañado en sudor y desplegando un gran esfuerzo físico.
La niña, sin saberlo, formaba parte de los dos millones de niños peruanos que cada día salían a la calle en busca de algún dinero para ayudar a sus familias. Muchos de ellos se desempeñaban como cargadores de papas, vendedores ambulantes de caramelos, recolectores de botellas, ropa vieja, chatarra y de sobras de comida, fruta y verduras por entre los quioscos comerciales. Estos pequeños trabajadores, con algunos de los cuales se cruzaba en el camino la menor descrita, constituían en el Perú mestizo de finales del siglo XX una realidad verdaderamente dramática.
Pero Pitufa estaba ya mentalizada para cumplir a cabalidad con su trabajo; lo hacía por necesidad, ya que carecía de un padre que pudiera brindarle no sólo el apoyo material y el cariño espiritual necesarios para su corta edad sino que además pudiera protegerla de los peligros y de las miserias latentes en el mundo. Por desgracia, el hombre que la había engendrado, un tipo vil y sin corazón, no había tenido el menor reparo en dejarla abandonada, junto con su madre, cuando era una bebé y todavía usaba pañales. La niña no había vuelto a saber nada de su padre, y tampoco deseaba verlo jamás. Por tal motivo, cuando a ella alguien le preguntaba por su progenitor le respondía secamente que ese hombre se había muerto en un accidente de tránsito.
“Trabajar y estudiar”, repetía ella siempre en su mente los consejos del único ser que le obsequiaba el cariño y la orientación necesaria para su vida. La niña consideraba a su madre la mujer más buena del mundo, a pesar de que ésta no podía satisfacer a plenitud sus pedidos de ropa deportiva, buzos, zapatillas y otros útiles escolares que a menudo le exigían sus profesores en la escuela, y a pesar de que ésta tampoco le permitía tener más tiempo libre que el justo necesario para estudiar sus lecciones. La niña veía que de su madre brotaba el amor a raudales, y que se preocupaba por brindarle a ella y su hermano menor lo mejor de todo lo que tenía y por enseñarles además el lado bueno de la vida.
La niña correspondía al cariño y al esfuerzo materno trabajando duro y parejo para ayudarla en el sostenimiento del hogar. Entendía que su familia era pobre y vivía en un piso de alquiler. Sabía que su madre era una modesta trabajadora ambulante y que sólo ganaba el dinero justo para adquirir la comida casera. Por tal motivo, y en su condición de hija mayor, se empeñaba en prestarle su ayuda y compartir con ella la preocupación por cubrir los pagos de la renta del piso, del consumo de agua y electricidad, así como de otros servicios básicos del hogar. Lo hacía con una responsabilidad adquirida en su más tierna edad; desde que había descubierto que la pobreza golpeaba con furor la vida familiar, que su destino junto a los suyos era una confluencia de severos padecimientos tanto humanos como materiales.
En su memoria tenía grabados el llanto amargo de su madre recordando el abandono del marido, los granos de arroz tostado con los que ella solía alimentarles en frías noches de invierno, las riadas de carretas y de quioscos ambulantes que llenaban la cuadra donde estaba ubicado su pequeño puesto de verduras. A la edad en que otras niñas aún jugaban con muñecas u otros juguetes infantiles, ella poseía ya la mentalidad de una joven madura. Era una niña muy inteligente y captaba al vuelo todo aquello que sucedía a su alrededor.
Sabía que en el mundo había niños afortunados que vivían con sus padres en residencias lujosas, que comían bien todos los días, que vestían ropa nueva y bonita. Pero ella, de ningún modo envidiaba la suerte de estos niños, muchos de ellos engreídos desde la cuna, malcriados y rebeldes contra sus padres, que además preferían matar el tiempo en tonterías a aplicarse en los estudios o a cumplir con el duro y responsable trabajo. A su entender todos los niños eran iguales, ya fueran ricos o pobres y debían respetarse y ayudarse en todo momento como compañeros. Todos los niños del mundo deberían tener sentimientos nobles y actitudes sanas.
Ella vivía con su madre y su hermano menor en un pequeño y hacinado tugurio, y no se lamentaba de vivir en estas condiciones, ni de no poder comer carne ni tomar leche todos los días, ni de no tener una cama adecuada para dormir ni de no poder reemplazar por otras nuevas su recosida chompa de alpaca y sus viejas zapatillas blancas.
Pero sí era una niña demasiado perspicaz y decidida para su edad. A menudo, sobreponiéndose a la estrechez en que vivía, se daba valor y juraba por Dios que algún día vencería a la pobreza que rodeaba a su familia. Aún siendo pequeña había trazado ya su ideal, y estaba dispuesta a consagrar su vida a alcanzar esta quimera entrevista. Eso sí, mantenía en reserva sus pensamientos y no los confidenciaba más que consigo misma.
Sin desprender del hombro su voluminoso atado de verduras, la niña dio alcance a su madre, que estaba ya esperándola en el paradero de la esquina. Quiso hacer un pequeño descanso, pero la aparición del microbús que estaban esperando no le dio tiempo más que para levantar las piernas y subir en éste a la volada. Se acomodó, junto a su madre, en un asiento trasero del móvil; con su costal sujeto de la mano y arrimado al cuerpo, se puso a mirar a través de la ventanilla los gigantescos edificios cruzados, la gente que parecía pelearse en las calles, los coches que pasaban raudos como si fueran aviones.
El cansancio venció de pronto la resistencia de su frágil cuerpo y se quedó dormida, con su pequeña cabeza recostada en el saco repleto de verduras. Su madre la despertó de un manotazo, haciéndola reaccionar. Volvió a empuñar con rapidez el cuello atado de su pesado saco y lo arrastró hacia la puerta de salida. “¡Atrás, bajan bultos!”. La gruesa voz de su progenitora, dirigiéndose al conductor del ómnibus, le hizo levantar su mirada de niña asustada. Se fijó en una criatura que jugaba con su muñeca entre los brazos de su padre. Y, aún cuando todavía tenía los pies en el estribo, seguía admirando el bello cuadro compuesto por una pequeña en brazos de su atento y cariñoso progenitor.
La ruidosa aceleración del microbús la sacó de su distracción. Se puso nerviosa ante los gritos de su madre, que desde tierra firme le ordenaba que bajara de una vez del móvil. Entonces, decidida se lanzó a la calle con su paquete en mano. Cayó mal parada en la calzada; perdió el equilibrio y rodó sobre el pavimento lastimándose los brazos.
Sus aparatosas caídas y los continuos golpes ocasionados por el transporte diario de cargas comprendidas entre los treinta y cuarenta kilos, le servían, sin embargo, como gimnasia y deporte culturista para su cuerpo. Sus músculos en incesante movimiento iban dejando de ser fofos para ir adquiriendo fibra y consistencia. Los ejercicios físicos que realizaba en su dura labor cotidiana además de fortalecer sus piernas y brazos refrescaban sus ideas y alentaban su espíritu Por eso, la niña iba dejando de tener el cuerpo endeble y el aspecto triste y se iba convirtiendo en jovencita atlética y con una formidable disposición de ánimo.
Y, a los trece años, siendo ya una jovencita hecha para el trabajo físico, todavía sacaba fuerzas de su voluntad juvenil para asistir a sus clases en un colegio nacional. Dentro el aula, sentada en silencio en su carpeta y con la mente siempre despejada de todo vicio o maldad, repasaba los rudimentos de la Geometría, resolvía los cuestionarios de Historia, aprendía las técnicas de la Contabilidad y se familiarizaba con los temas de los otros cursos que impartían sus profesores.
Así iba adquiriendo conocimientos académicos, que fortalecía su educación y desarrollaba su inteligencia. Y, a la par que aprovechaba sus estudios en el colegio, cuando estaba en casa y a escondidas leía con marcado interés los manifiestos de tinte político que guardaba su madre en el viejo armario de su habitación. Y un día, mientras comparaba las estrategias del Comercio Formal, que aparecían explicadas con detalle en los textos estudiantiles, con aquel cúmulo de improvisaciones basadas en el cálculo mental que ella realizaba a diario en su comercio ambulante, descubrió con sorpresa que este tema, de palpitante realidad nacional no figuraba en ninguno de los libros de Comercio que auspiciaba el Ministerio de Educación.
Picada por la curiosidad, una vez en el aula, buscó a su profesor de Ciencias Sociales, que además era abogado colegiado, y le preguntó:
-Doctor, ¿por qué razón el Ministerio de Educación, dentro del programa de enseñanza media, no da a conocer a los estudiantes el concepto básico y las nociones del Comercio Ambulante? ¿Por qué no se explica en los libros el significado y la importancia que tiene este Comercio para la gente de nuestro país? ¿Acaso el Comercio Ambulante, como actividad propiamente dicha, no es semejante al releído y clásico Comercio Reglado? Dígame, ¿dónde se forman y empiezan a trabajar la mayoría de comerciantes de nuestro país? ¿Acaso los trabajadores ambulantes, sólo porque utilizan paradas montadas en la calle y a veces sin permiso municipal, son los peores comerciantes del mundo y por eso no deben ser considerados por la ley? Explíqueme, doctor
El profesor de Ciencias Sociales removía sus anteojos de arriba abajo mientras la escudriñaba con todo el poder de sus ojos miopes. Parecía estar sorprendido, por el fluido discurrir de su pupila. Se llevó una mano a la barbilla y la otra al mentón derecho, en plan pensativo. Tras un intervalo de silencio, se acercó a ella para decirle que el comercio ambulante desde una perspectiva legal no estaba considerado como comercio y que igualmente los vendedores ambulantes tampoco podían considerados como trabajadores por el simple hecho de que ningún Gobierno los había reconocido como tales.
– ¡Se equivoca, doctor! –replicó Pitufa– El comercio ambulante es la actividad típica de una sociedad como la nuestra, subdesarrollada y dependiente, donde las diferencias económicas entre los grupos de poder y el pueblo marginado y empobrecido son cada día más crecientes. Los trabajadores ambulantes, no le digo vendedores callejeros con mentalidad netamente comercial, sino tra-ba-ja-do-res con conciencia social, que pertenecen a una clase de personas que conviven en nuestro pueblo y se organizan en sindicatos y luchan porque el Gobierno les reconozca sus derechos ¡Y de ningún modo son ilegales! ¡Ilegal es el terrorismo de Estado, el blanqueo de dólares y el narcotráfico, la amenaza de un presidente contra la libertad democrática de su pueblo! ¡Jamás será ilegal nuestro trabajo limpio, noble y digno!
El maestro, que parecía no tener más argumentos para contradecirla, daba pasitos de filósofo ante el murmullo de los otros colegiales que observaban a su compañera con signos de admiración y respeto. Todos en el aula sabían ya que Epifanía Chusqui Castillo, más conocida como Pitufa, además de poseer una labia doctoral, era una orgullosa trabajadora ambulante. Desde el púlpito, el colegiado se dirigió a toda la clase:
-Es evidente, jóvenes. La calle enseña mucho. Su compañera ha aprendido todas esas cosas en la universidad de la calle. Punto, ahora continuaremos con nuestra lección.
Obviamente, cuando Pitufa no asistía al colegio se entregaba con pasión desenfrenada a la venta de verduras en el quiosco familiar. A veces, al ver que su madre se bastaba sola para atender a la clientela, acomodaba dentro de una pequeña caja de cartón, que improvisaba así como muestrario portátil, las docenas de bolsitas con verdura picada y, en seguida, con el permiso de la titular del negocio se iba a venderlas por las inmediaciones.
¡Verdura fresca para el caldo, casera! Gesticulaba, mientras, con su mercadería en la mano, iba persiguiendo a las amas de casa. A ratos se estacionaba por delante de los quioscos callejeros, y desde allí, estiraba los brazos hacia las narices de los transeúntes mostrándoles con marcado ímpetu sus transparentes bolsitas con rodajas de tomate, trocitos de cebolla, pedacitos de zanahoria, zapallo y de otras hierbas picadas. Así lograba clientes y obtenía buenas ventas diarias, lo cual constituía la mejor recompensa a su dedicación comercial.
Pero las ganancias económicas de ningún modo hacían disminuir su interés por los estudios. Por eso, hacia la una de la tarde daba por concluida su jornada laboral y procedía a guardar su mercancía. En la misma caja de cartón acomodaba con suavidad los frágiles paquetes de verdura colocando los más grandes debajo y los más pequeños encima y una vez comprobado que todo estuviera en completo orden cerraba las tapas de la caja. En seguida volvía al quiosco de su madre, le rendía las cuentas respectivas de las ventas realizadas ese día y en recompensa recibía de ésta sólo un dinero justo para que pudiera comprarse un helado que a ella tampoco le desagradaba saborear.
Una vez desocupada del trabajo, se preparaba para almorzar; a veces, cuando su madre no cocinaba en el quiosco, se iba donde la carretilla expendedora de una conocida vendedora de comida que solía preparar el plato que ella prefería: el lomo saltado. Después de comer, volvía al quiosco familiar; recogía sus libros y cuadernos de apunte y con éstos bajo el brazo se iba embalada al colegio.
Tal era su rutina diaria, y nunca daba muestras de cansancio o disgusto.
***
Hacia mediados de la década de los noventa, el mercado laboral limeño ofrecía un panorama desalentador. La oferta de puestos de trabajo por cubrir era reducida, y en cambio iban en aumento los despidos de trabajadores por parte de empresas que habían quebrado y estaban cerrando sus puertas, y de otras que estaban a punto de quebrar y para afrontar la crisis económica reducían al mínimo su número de empleados y de otras que al haber sido privatizadas preferían mantenerse en activo con una plantilla altamente cualificada.
La gente en edad de trabajar culpaba de esta situación a la incapacidad del gobierno para crear más puestos de trabajo. Se criticaba además al Gobierno de Fujimori porque estaba dejando vía libre en el mercado a poderosas multinacionales que al absorber a numerosas empresas locales y hacerse de sus derechos legales imponían su política de despido en masa de los trabajadores de estas empresas. Todos estos contingentes humanos despedidos se apiñaban en las oficinas del Ministerio de Trabajo, exigiendo a gritos que el Gobierno los reinsertara en la denominada “Población económicamente activa”. A ellos, se sumaban otros miles de parados que a diario, mientras repasaban las demandas de empleo publicadas en los periódicos, hacían colas interminables ante las fábricas, las tiendas comerciales, las compañías de servicios diversos, y sobre todo ante las puertas de las Agencias de “trabajo temporal”.
Pitufa, ahora convertida en una señorita de imponente belleza, estaba dispuesta a realizar importantes cambios en su vida; ella quería conseguir un trabajo que fuera acorde con su preparación académica y a la vez le sirviera de trampolín hacia el éxito. Pero, cada vez que se presentaba a una empresa para solicitar un puesto de trabajo, comprobaba con disgusto que su “currículum vitae” enumerado por los entrevistadores, tras difíciles pruebas psicotécnicas y de conocimientos generales, en las que competía con otras mil muchachas, tanto o más preparadas que ella, se perdía inevitablemente entre los legajos de papeles próximos al cubo de basura de la oficina de selección de personal. Desanimada por esta desconsideración hacia ella, renunció a las posibilidades que aún tenía de colocarse como empleada de tienda y tomó una decisión: volver al comercio ambulante.
No pensaba por cierto dedicarse más al negocio que le había enseñado su madre. La venta de verduras implicaba demasiada inversión de tiempo y arduo trabajo corporal; era preferible cambiar de giro comercial; podría dedicarse por ejemplo a la compra y venta de alguna mercadería ya fabricada, de poco peso, fácil transporte y con gran demanda en el mercado. Su intención era obtener ganancias rápidas, con el menor desgaste físico posible en la tarea.
Del mismo modo, ella quería un trabajo con libertad de horarios e independencia de movimientos. Deseaba mantener la cabeza despejada y el espíritu apto para poder continuar sus estudios. Actualmente, en sus horas libres y por cuenta propia, estaba preparándose para postular a la universidad. Su sueño dorado era convertirse en una abogada de prestigio, que fuese solicitada por todo el mundo para dar conferencias sobre su especialidad profesional.
Por desgracia, sus magníficas ideas y su buen estado de ánimo se trocaron en honda preocupación cuando su madre, de cuarenta años, a la que solía decirle en broma “la dama de hierro” por su buena disposición física y mental, vino a caer en cama atacada de intensos dolores en las articulaciones y en los músculos del cuerpo. Y, como estos dolores iban en aumento, ella optó por trasladar a su madre al hospital. Allí los médicos la examinaron con sus aparatos clínicos y le diagnosticaron una insuficiencia renal complicada con anemia.
Pitufa adoraba a su madre, porque era una mujer realmente buena: tenía integridad, bondad infinita y además valentía. “La pobre ha trabajado duro para que yo y mi hermano pudiéramos comer, vestirnos, y además recibir educación”, pensó Pitufa, apenada. Luego reaccionó y le dijo al galeno encargado de atender a la enferma que ella estaba dispuesta a pagar todo lo que fuera necesario con tal de volver a ver a su madre completamente sana y buena.
En los días siguientes, durante las visitas a la autora de sus días, trataba de animarla con palabras positivas: “Tranquila, mamá. Saldrás de aquí pronto. Y no te preocupes por Chanan. Yo me hago cargo de él.” Con gesto decidido le dijo a Olga que ocuparía su lugar en el hogar familiar, que iba a trabajar duro para que en casa nadie se quedara sin comer. Luego la abrazó y besó con cariño, disimulando la pena que le causaba aquella separación temporal de la familia. “Te voy a extrañar, madre” le dijo, mientras una tristeza inevitable compungía su joven rostro.
Había llegado la hora de redoblar sus esfuerzos, tanto para sacar adelante a su familia como para continuar sus estudios preuniversitarios. “Asumiré la responsabilidad –enfatizó, con una mentalidad ganadora–. Aunque tenga que sacrificarme, alcanzaré mis objetivos”. Y en sus dieciocho años primaverales, se armó de valor para lanzarse al mundo en solitario, con la sola fuerza de su juventud y sus sueños de grandeza.
En su alocada carrera contra el tiempo, logró reunir un pequeño capital, gracias a sus ahorros y a un dinero que le prestó una de sus mejores vecinas. Con este efectivo se dirigió a donde suponía que iba a encontrar lo que buscaba, es decir, los más variados géneros de mercadería y a precios más bajos que los vigentes en otras zonas comerciales. Venía visitando, una por una, las tiendas mayoristas de las avenidas Aviación y 28 de Julio. De pronto centraba su mirada de lince en unas prendas femeninas que colgaban de los brazos de una maniquí situada por delante del mostrador de una sala comercial.
“Si estos sostenes atractivos fueran puestos en el mercadillo –conjeturaba– serían como la carne que busca por allí la gente”. Tras un breve examen táctil a los diminutos sujetadores de mujer, decidió aprovechar aquella oferta de temporada y adquirió veinticuatro piezas de los mismos en diferentes modelos, tallas y colores. Luego, con la firme esperanza de venderlos pronto todos a un precio doblemente superior al de adquisición, para así obtener un margen respetable de ganancia, salió del establecimiento portando en la mano su paquete de mercadería. A toda prisa, para evitar a los rateros que merodeaban por la zona, abordó un ómnibus interdistrital cuya ruta cruzaba varios concurridos mercados limeños.
Más tarde, con aquella tanda de sostenes colgados en desorden de sus hombros y brazos, venía ofreciéndolos a las mujeres que hacían sus compras por los alrededores del mercado La Aurora. Algún reloj marcaba las doce del día, cuando se la vio reaparecer por una de las esquinas del jirón Cañete; publicaba a voces su mercadería: ¡sostenes señorita!… Y, en el preciso instante en que ella estaba distraída mirando a un mendigo callejero, alguien le preguntó:
-¿Cuánto dices que cuesta la ropa interior?
Reaccionó de inmediato:
–Dos soles nomás, mamita. Y aproveche en comprarse un parcito, porque subirán de precio a fin de mes.
–Bueno, dame éste de color crema, y este otro rojo. Me los empaquetas, volando por favor –le dijo la mujer que tenía enfrente.
Con rápidos movimientos de cuerpo, descolgó de su original vitrina los sostenes pedidos por la cliente, y procedió a envolverlos con algunas hojas de papel blanco que en un santiamén había extraído del bolsillo trasero de su pantalón. A cambio de su despacho recibió de la otra un billete de diez soles, el cual dobló aprisa por la mitad y lo guardó en el ajustado bolsillo de su blusa. En seguida, bajó los brazos saturados de sostenes e intentó meter una mano en el bolsillo delantero de su tejano con el fin de sacar de éste las monedas necesarias para el cambio del billete. En estas circunstancias apremiantes, no podía evitar que las resbaladizas prendas le cubrieran las muñecas de las manos obstaculizando su labor de empaque.
En medio de su confusión oyó una voz que le decía: “quédate con mi vuelto del billete, muchacha”. Y, mientras levantaba los brazos para provocar un nuevo deslizamiento de su mercadería hacia los hombros, veía que su clienta sonreía de un modo gracioso. Cuando por fin logró su objetivo, buscó a la dama para devolverle el cambio pero ésta había desaparecido del lugar. Se encogió de hombros, y pensó: “Mejor para mí si en este mercado la gente da propinas.”
A pesar de sus nervios traicioneros, Pitufa se ganaba la confianza del público por su simpatía y naturalidad desbordantes. Al menor acercamiento de las curiosas, sus bonitos ojos verdes, que había heredado de su madre, se encendían vivamente para atender las exigencias de quienes finalmente convencidas de su palabreo adquirían las piezas de sostenes que pendían de sus brazos. Luego, con una sonrisa angelical en su faz blanquinosa, despedía a su clientela deseándoles buena suerte.
– ¡Sostenes finos y baratos, casera!
Nuestra tratante vestía con modestia: un ajustado polo de color, el tejano entallado a su esbelto cuerpo, y un par de zapatillas blancas deportivas que le permitían movilizarse con suma facilidad. Con su menuda mercadería en los brazos se aparecía siempre allí donde la gente que hacía el mercado se concentraba por cualquier motivo. En estos puntos estratégicos, ella lograba vender a buen precio varias tandas de sujetadores femeninos. La ganancia obtenida, como fruto del empeño que ponía en el desarrollo de su comercio, la volvía loca de contenta.
Y en este tren, su mente se concentró en lo puramente económico. Sin darse cuenta, dejó a un lado su preparación para postular a la universidad. Todos los días, al rayar la aurora, repitiendo en su mente “a quien madruga Dios lo ayuda”, salía de La Virreina con su atado de mercadería en la mano, y se dirigía a los mercados de la Gran Lima. Por las inmediaciones de éstos, buscaba algún punto vacío en el borde de la acera, el frontis delantero de un quiosco vacío, o un rincón concurrido de la calzada vehicular, y allí montaba su singular tienda minorista de ropa íntima de mujer.
-¡Saldos de tienda a precio de ganga!
Chillaba, a la vista de las féminas que hacían compras por el lugar. A una curiosa que se acercó a preguntarle cómo era eso de saldo, ella le explicó que era la mercadería que quedaba rezagada en las vitrinas de las tiendas luego del laberinto de las modas de estación. Se abstuvo de decirle, por cierto, que estos saldos escondían pequeñas roturas, pérdidas de color y otros maltratos causados por la continua movilización. A la par que ganaba experiencia en su negocio, iba conociendo las mejores plazas comerciales de la metrópoli. A menudo se desplazaba hacia los diversos mercados distritales, como Magdalena del Mar, Chorrillos, Comas y otros ubicados fuera del casco antiguo de Lima.
A veces viajaba a las provincias del interior del país; de preferencia iba hacia donde había fiestas populares como la Fiesta de las Flores en la ciudad de Trujillo, la Vendimia en la cálida provincia de Ica y a la celebración del Corpus del Señor de Huamantanga en Jaén la tierra natal de su madre, a donde solía ir con seis o siete cajones repletos de mercadería; además de sostenes llevaba polos estampados, medias de nylon, shorts para damas y caballeros.
Este surtido de ropa ligera, debido a su gran demanda durante los días de festejo local, desaparecía pronto del muestrario entre las manos de la gente eufórica que pagaba el precio pedido sin regateos. Su estrategia comercial consistía en sacar precio a la mercadería selecta, y luego en rematar aún por debajo del costo las unidades de ropa sobrantes de los lotes, que además se hallaban deterioradas a causa del traslado de un sitio a otro, los arañazos del público y el polvo de la intemperie acumulado en las telas. Así, con el dinero extraído de estos remates, que se sumaba a las ganancias ya logradas en las ventas a sobreprecio, fortalecía su capital de trabajo destinado a la continua inversión.
Otra de sus estratagemas comerciales estribaba en almacenar regulares lotes de ropa durante las semanas previas a la celebración de la fiesta en donde iba a participar como negociante.Guardaba sus fardos de mercadería en el interior de una voluminosa carreta, a la que había provisto de doble candado en sus portezuelas y de un largo cerrojo metálico cuyas puntas, al moverse por debajo del cuerpo de la carreta, se ajustaban a los rodillos manteniéndolos fijos en su sitio. Su “burrita”, como le decía con cariño, era inamovible de aquel rincón localizado en la planta baja de un descarchado edificio del jirón Chancay. Aquí venía ella, cada vez que necesitaba proveerse de los géneros que mantenía en reserva.
Pitufa impulsaba su pequeño negocio desplegando un esfuerzo físico denodado y manteniendo inagotable su esperanza de crecimiento mercantil. Y ella, a pesar de que acrecentaba a diario su capital de trabajo y su clientela, ambicionaba tener una tienda o un stand propio en una zona donde hubiera gente dispuesta al consumo de sus productos; así ganaría más dinero y podría llegar a convertirse en una acaudalada comerciante. Con esta dulce ambición, abrió una cuenta de ahorros en el Banco más próximo a su domicilio, y allí empezó a depositar sus ganancias cotidianas. Su objetivo a corto plazo apuntaba hacia la compra de un puesto fijo en el interior de algún mercado o centro comercial.