AVENTURA DE AMOR DE UN CANILLITA

AVENTURA DE AMOR DE UN CANILLITA

AVENTURA DE AMOR DE UN CANILLITA

Una tibia tarde de Marzo, Ollanta, vendedor ambulante de periódicos y revistas, iba por el jirón Pomabamba ofreciendo su mercadería a los transeúntes cuando una joven vendedora de empanadas que vestía un blanco delantal seductoramente abultado a la altura de los senos llamó su atención. Ella estaba parada, sosteniendo con un brazo su pequeño mostrador mientras atendía al público con una gracia y simpatía fuera de lo común. Ollanta miraba cautivado los suaves y femeninos gestos de la cholita a la que sólo le faltaba una corona dorada en lo alto del magnífico pelo trenzado que le llegaba hasta las poderosas caderas. Exhaló un suspiro a la vista de aquella magnífica Eva.

 Al verla sola en aquel punto callejero, se le acercó con cara de cliente amistoso. Le pidió una empanada de carne fijando sus ojos miopes en la hermosa pupila juvenil. Y mientras esperaba su pedido, le guiñó un ojo y le sonrió complacido. Sentía fuerte atracción por la chica y dejándose llevar por un impulso incontrolable, la cogió del brazo con suavidad y le preguntó sin dilación:

– ¿Cómo te llamas, preciosa? ¿Qué edad tienes? ¿Dónde vives?

 Pero su intrepidez fue literalmente rechazada por la moza comerciante.

– ¿Para qué quiere saber mi nombre? ¿Es usted periodista o un galán de parada?

–Disculpa, no es mi intención causarte molestias.

La chica dejó de atenderle para centrarse en la venta de sus empanadas. Ollanta, sin dar importancia a la empanada que humeaba en su mano y con inexplicable ímpetu se plantó delante de quien tenía algo especial que le atraía. Convertido en espontáneo pretendiente de la joven vendedora, empezó a decirle cosas bonitas como para que se fijara en él. Pero ella, sin hacerle caso, estiró el cuerpo y echó a correr hacia  una dama bien vestida que le hacía señas desde la puerta de una tienda comercial. Viéndola atender a la clienta, con aquella dulce manera de hablar, aquella sonrisa permanente en los labios y aquellos ufanos movimientos de cadera, Ollanta sentía latir en su corazón la ilusión del amor.Estaba envuelto por una felicidad inexplicable. El sabor de la empanada adquirida de aquella reina chola era exquisito y le hizo relamerse a gusto. Pero, de pronto, ella desapareció de su vista. Reaccionó con preocupación. Y, aún con las migas de su manjar pegados en los labios, echó a andar en busca de su amor perdido. Con suerte, la avistó por una esquina de la avenida Alfonso Ugarte. Volvió a sonreír y, sin despegar del brazo su pequeño lote de periódicos, se aproximó a ella poniéndole una cara de inocente. La muchacha de la trenza larga, al verle de nuevo, frunció sus espesas cejas negras. “¿Usted otra vez? –le dijo–. ¿Por qué me persigue? ¿Acaso es un  perro faldero?”

–No te enojes, chinita. Sólo quiero acompañarte. Dime, ¿a dónde vas ahora?

– ¡Empanadas rellenas con pollo, casera! Oiga, yo no me llamo chinita sino Panchita. Y ahora me estoy yendo a mi casa. ¿Puede hacer el favor de retirarse de mi lado?

De pronto las luces de la ciudad vencían la oscuridad que amenazaba ocupar todos los espacios visibles. Por las arterias callejeras, el ruido de gente y vehículos aumentaba con estrépito. Al pasar por la vereda adjunta a la denominada Casa del Pueblo, notaron a unos muchachos con camisas blancas y boinas rojas en la cabeza que estaban formando en columnas disciplinadas mientras lanzaban consignas y vivas a su partido político.

En la esquina formada por la avenida Venezuela y Alfonso Ugarte, la simpática vendedora de empanadas, que parecía fastidiada por el acoso de Ollanta, detuvo su marcha y buscó un punto adecuado donde ubicar su mercadería. Por fin se estacionó al lado de un triciclo repleto de paltas, cuyo dueño, un tipo de rostro colorado en ese momento se entretenía lanzando piropos a las mujeres que pasaban por allí. El tipo saludó a Pancha con la mayor frescura y se puso a charlar animadamente con ella.

Unos celos inauditos lo obligaron a aproximarse a Pancha para insinuarle al oído que se hallaban en mal sitio y que era preferible que ellos se fueran cuadras abajo. Pero la joven, lejos de hacerle caso, lo mandó a paseo: “Oiga, limpie su luna. Ya me tiene hasta la coronilla”. Ollanta, colorado de pura vergüenza iba a retirarse, resentido por el despecho. Pero, a causa de una súbita necesidad corporal pidió a Pancha, con todo respeto, que le cuidara su manojo de diarios.

–Solo cinco minutos, por favor.

Ella le puso una cara de hastío.

–Bueno. Y si no vuelve en ese tiempo no respondo de su encargo.

 Ollanta observó con desagrado que el tipo de las paltas le sacaba mofa a través de la mirada. Con el rostro serio por la actitud del guasón, colocó sus revistas junto a la canasta de la muchacha y desapareció del lugar.

Junto a una tienda de ropa, descubrió una cantina por cuya puerta entró a todo andar. Dentro el local, grupos de parroquianos sentados en torno a mesas redondas bebían y se carcajeaban sin dejar de jugar a las cartas. Ollanta, con toda tranquilidad, pasó esquivando las mesas repletas de botellas de cerveza y gente ruidosa y se fue directo al baño. Y luego, con la misma cara de confianzudo, que a nadie le importó, volvió a salir del baño y abandonó el local.

Al retornar a la vereda susodicha no veía rastros de su pequeña Musa ni del odioso vendedor de paltas, aunque su manojo de revistas y publicaciones políticas estaba en el mismo sitio donde lo había dejado. Mosqueado, y casi convencido de que Pancha y aquel tipo eran novios, recogió su mercadería y echó a andar hacia el local de la Federación de Ambulantes. En pocos días iba a celebrarse allí una importante reunión de delegados de bases de trabajadores, y para tal efecto debía preparar las carpetas de trabajo, ultimar el informe directivo, reanotar los datos de interés general, y entre otras cosas redactar un sinnúmero de cartas para los líderes de las organizaciones afiliadas a la Federación.

Venía pensando en este asunto, un tanto preocupado, cuando, por una de las aceras próximas al Ovalo de Plaza Dos de Mayo, divisó aquella linda carita trigueña, aquel largo y moreno pelo trenzado, aquel claro mandil que ondulaba ajustado a las voluminosas caderas de Pancha. Corrió hacia ella con la intención de preguntarle por qué motivo lo había abandonado en aquella esquina callejera. La vendedora de empanadas, haciéndose la que no le oía ni veía, se deslizó entre la enorme cola de personas que aguardaban los ómnibus con destino al balneario de Ancón. Ollanta, obstinado en llamar su atención, volvió a cambiar de mano su atado de periódicos y revistas y con desaforado ímpetu le dio alcance y la cogió ligeramente de la chompa. Ella se volvió enfadada y, le asestó un manotazo: “Oiga, ¿qué le pasa? ¡Atrevido!”. Y, con rapidez, colocó su canasta de trabajo entre ella y el cuerpo de su acosador.

–Vamos, china. Sólo quiero ser tu amigo. No me tengas miedo. ¡Caramba!, ¿de dónde eres tú? ¿Serás de la Sierra? Lo digo por tus hiladas trencitas, por las ricas chapitas  que tienes en la cara.

– ¿Qué dice? ¡Cuidadito nomás con insultarme! ¡Su abuela tendrá ricas chapitas! ¿Así es usted de fregado, siempre? ¡De repente con otras mujeres es un huacho atontado!

La gente que esperaba el ómnibus en el paradero se divertía con la especie de función teatral que ofrecían al aire libre el par de vendedores ambulantes. Algunos lanzaban carcajadas al oír las ocurrencias de Pancha. No obstante, desde un ángulo de la calle, un vendedor de berenjenas interpeló a Ollanta: “¡Más respeto con la señorita, joven! ¿Le gustaría que hagan eso con su hermana?”

Ollanta le aconsejó que no hiciera caso a la gente chismosa. Y, en seguida, le insinuó “déjame acompañarte a tu casa”.

– ¡Ni Dios lo permita! ¿Es que pretende aprovecharse de mí? Para que sepa, ¡no soy cualquier cholita!

–No seas tonta. ¿Dónde vives?

–Vivo lejos. Por el  kilómetro veinte de la carretera Panamericana.

Sentía que ella lo observaba de arriba abajo, con cierta desconfianza. Sin embargo, cuando le comentó que él ocupaba un cargo importante en la Federación de Trabajadores Ambulantes de Lima y Callao, la chica le sonrió con coquetería:

– ¿Ah sí? Ji, ji. En ese caso, acompáñeme. Pero se me porta bien, ¿sí? ¿Cuál es su gracia, señor?

–No me llames señor, me haces sentir más viejo. Llámame Ollanta

Antes de subir al ómnibus, la muchacha cubrió su canasta comercial con un retazo de tela blanca, Ollanta, por su parte, metió su pequeña mercadería en una bolsa plástica que luego acomodó bajo el brazo. El encargado de llenar el vehículo de servicio público, al verlos estacionados en medio del pasillo repleto de gente, les gruñó: “¡Avancen, al fondo hay sitio!” Mientras se abrían paso entre los pasajeros, volvía a sentirse atraído por las impresionantes caderas, el busto de senos pronunciados y la carita angélica de Pancha.

Un deseo varonil recorrió todo su cuerpo, que sentía fuerte como un roble macizo. Con aires de don Juan Tenorio, apegó los labios al oído de su dama, para susurrarle: “Me fascina mirarte, florcita incaica” Su romántica inspiración vino a ser importunada por el soberbio empujón que le propinó un gordo pasajero, además de las risotadas y diálogos en voz alta que intercambiaban otras personas, así como la repentina música de radio que invadía el interior del atestado microbús.

Allí, se oía: “¡Yo salí de mi tierra con poncho y sombrerito, y al llegar a la costa me llamaron serranito! ¡Era muy pobrecito cuando te conocí, en aquel tallercito donde te hice mujer! Bis” “¡Control! ¡Avisen con tiempo!” “¡Úf, que tales sobacos de estos indios!” “¡A Zapallal, sale carro vacío!” “¡Oiga, cobrador! ¿Acaso no ve que este ómnibus está lleno? ¿Adónde va a meter más gente?” “Ay, joven, deje de hacerme cosquillas, já, já” “¡Uf! ¿Hueles mi amor? Parece que hay gente cochina que no se baña.” “Te estoy queriendo negrita, por mi madre” “¡Chicles! ¡Cigarrillos!” “¡Atrás bajan! ¡Puente Piedra! ¡Ábrete a la derecha, cuñadito!” “¿Ves a ese tipo que está metiendo la mano en el bolsillo de ese hombre? Chitón, hijo, tú no digas nada”…

–Me enloqueces, Panchita.

– ¿Sí?  ¿Y qué puedo pues hacer yo? Bueno, págame el pasaje, tacaño. Ya vamos a bajar.

Ollanta pagó el pasaje de Pancha antes de bajar del ómnibus; luego, a la carrera y sonrientes, ambos se hundieron en la penumbra del lugar. Ollanta consiguió atraparla por la cintura de sirena y, tras dejar caer al suelo sus revistas, se plantó ante ella para decirle: “me gustas, cholita” y, en seguida, la besó con ardor en la boca. Desfalleciente, la joven soltó también su canasta y correspondió al beso robado.

–Haz entrado en mi vida con fuerza –le dijo–. Lo daría todo por ti.

 Ella posó suavemente sus dedos en los labios del galante caballero y le dijo melosa:

–Ay, papito. Eso tan bonito que dices, se lo habrás dicho a tantas mujeres.

Después, mientras caminaban cogidos de la mano, ella le explicaba que estaba viviendo en esta Invasión alejada del centro de Lima por que su familia era pobre y no tenía dinero para  pagarse un piso en la ciudad. Le dijo que esta tierra, arenosa y con declives en algunos tramos, pertenecía a la Asociación de Pobladores de Santa Margarita, un asentamiento humano que se había fundado hace varios años. Le comentó además que actualmente los pobladores estaban en pie de guerra contra unos grandes propietarios urbanos que pretendían expulsarlos del lugar con la intención de vender los lotes al mejor postor. “Tenemos pleito con esa gente rica”, dijo ella con gesto serio.

Doblaron por una oscura callejuela, y a la luz de la luna distinguieron a un grupo de personas sentadas a la puerta de una vivienda. “Mire. Ahí están los del comité de lucha –dijo Pancha–. La gorda que está hablando con los otros es la presidenta. Ella vende cachangas con dulce en el mercado de Puente Piedra”La chica se detuvo ante una puerta sombría y la empujó suavemente con el brazo para quitar el palo que por detrás le servía de tranca. Le dijo que la esperase allí, en la entrada, mientras iba en busca de una vela para iluminar el aposento. Reapareció al minuto, acompañada de una anciana flaca que sostenía en la mano una pequeña lámpara a querosén.

“Mi amigo, mamá –dijo Pancha–. Es un dirigente importante de vendedores ambulantes.”

Ollanta saludó con caballerosidad a la arrugada mujer. “Pase nomás. –le dijo ésta. Y le preguntó–: ¿Cuál es su gracia, señor? ¿Dónde vive usted?”. Le dio su nombre y dirección a la doña que caminaba por su delante moviendo palos, bancos y otros muebles de la choza. “Ponga sus cositas por acá”, le señaló el rincón más triste de la sala. “¿Ha comido ya? Le traeré un platito de frijoles, que le gustará”. La anciana le hizo un gesto con las manos y desapareció por uno de los cuartos adjuntos.

–Tu madre es muy amable, Pancha. ¿Vives sola con ella?

–Tengo dos hermanitos que ya están durmiendo. Mañana salen temprano al colegio.

La anciana de rostro diseco volvió trayéndole un plato de comida. “Cómase señorcito mi guisado –le dijo–. Panchita no come de noche por no engordar.” La arrugada dejó de atenderle para comunicar a su hija que la directiva de la asociación tenía ya todo listo para la marcha del día siguiente, que cada familia debía portar un cartelón con letras grandes y que mañana a partir de las siete se iban a reunir por grupos junto al Comedor Popular. Pancha aconsejó a su madre que no participara en la manifestación y mejor se quedara en casa, descansando y aplicándose el medicamento contra el dolor de huesos que le había recetado la enfermera de la Posta Médica. Le dijo además que sus hermanos menores tampoco estarían presentes en la marcha y por lo tanto ella, aunque seguramente acompañada por su bienvenido huésped, representaría al clan familiar.

 Ollanta la vio venir, dando saltitos y gesticulando como una niña. Pancha le pidió algo que él ya suponía que iba a pedírselo Y, tanto por complacerla como por su deseo de contribuir a que se hiciera justicia con aquella gente afectada por los magnates de la propiedad privada, él aceptó participar en la marcha que tenía programada la población vecinal hacia la alcaldía de Lima metropolitana. Le sorprendió de pronto el brinco que pegó la madre de Pancha, que vino a decirle con gesto reverencial que algún día Dios le recompensaría por sus buenas acciones. La doña le llenó de cumplidos, le invitó a quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera, e incluso le dijo con voz confidencial: “Yo consiento que Panchita le haga caso a usted, que parece serio y responsable.”

Ollanta, demudado por los repentinos acontecimientos, sólo atinó a dar las gracias a la locuaz anciana.Pancha volvió trayendo un colchón pajoso. Lo acomodó en el suelo, y le invitó a que se echara a descansar. Desestimó de momento la amable invitación. Aguardó con paciencia, hasta que la señora le dijo “buenas noches” y desapareció de la sala. Entonces, meloso atrajo hacia sí a Pancha.

 “¿Qué haces? No me aprietes. Ayáu, suelta sonso”, protestó ella haciéndose la inocente. Estaba ansioso de hacerle sentir su calor de hombre, de trasmitirle su creencia de que la dicha existía en aquel instante. Consiguió seducirla, con suaves caricias; le bajó la pollera con rápida mano; y luego ambos rodaron sobre el jergón, dándose de besos como dos enamorados principiantes. Hicieron el amor, a pesar de que ella le dijo que estaba con la regla y no quería mancharlo de sangre. En aquel rincón de extramuros, Ollanta consumó su pasión de hombre enamorado.

A la mañana siguiente, unos ruidos ensordecedores provenientes de la calle le despertaron. A su lado dormía Pancha sin enterarse todavía de la bulla exterior. Se levantó del jergón dando bostezos y desperezándose con desparpajo. Al darse cuenta que andaba desnudo, temió que la mamá de Pancha se apareciera y lo confundiera con Adán paseando en el paraíso. Cogió su ropa de la silla y se la puso de inmediato. Mientras se abotonaba las mangas de la camisa asomaba las narices por la rendija de la puerta para enterarse de lo que sucedía afuera.

Un montón de gente, de toda edad y sexo, portaban en manos sendos carteles alusivos a su pregonado movimiento. Formaban en grupos, a una corta distancia entre ellos, con la idea de mantener el orden durante el desplazamiento. De su memoria surgieron imágenes de alguna manifestación de trabajadores ambulantes. Hizo una ligera reflexión sobre la lucha de estos pobladores contra las autoridades locales; consideraba que el motivo principal que los inducía a la acción social era el mismo que encendía los ánimos de los trabajadores ambulantes, es decir: evitar el desalojo.Dio el buenos días a Pancha, que andaba por su delante con el pelo revuelto y los ojos lagañosos.

Envolvió el jergón, donde había dormido a placer tras el dulce juego del amor y, por indicación de la madre de Pancha que había irrumpido en la sala, lo llevó al corral. Acomodó el camastro junto a una empolvada jaula de gallinas. Por allí volvió a ver a su amada; tenía el rostro metido en un ancho lavador de plástico mientras iba dejando caer de a pocos sobre su largo y hermoso pelo moreno el contenido líquido de un jarrón que sostenía con la mano. Esperó su turno para lavarse y luego para ocupar el único retrete casero. Después de hacer sus necesidades y asearse un poco el cuerpo volvió a la sala.

Pancha le dijo que cogiera la taza de avena y el pan que había en la mesa. Durante el desayuno, ella le explicó algunos pormenores de la movilización que iban a realizar.

La dueña de casa volvió acompañada de una mujer alta y gruesa, la cual se presentó a él como la presidenta de la Asociación de Pobladores.

–Nuestro Comité de Lucha –le dijo– agradece a usted que, según nos comentan, es un experimentado dirigente de vendedores ambulantes, por su decisión de participar con nosotros en la marcha hacia el municipio.

– No tiene por qué darme las gracias. Entiendo que tanto los pobladores de asentamientos humanos como los trabajadores ambulantes formamos parte del mismo pueblo y tenemos en común el sentimiento de lucha contra los abusos de los poderosos.

Ollanta y la dirigente barrial dialogaron unos minutos sobre otros temas y luego acompañados por Pancha y su madre salieron del bohío y se perdieron entre el gentío que comenzaba a desplazarse con dirección Sur. A los gritos de: “¡Viva el Pueblo Unido! ¡Mueran los Terratenientes urbanos!”, los marchantes invadieron un tramo de la carretera Panamericana imposibilitando el tránsito de los vehículos en ambas direcciones.

Ollanta avanzaba junto a su joven Galatea con el puño en alto y lanzando a los cuatro vientos su potente voz. En un instante de emoción llegó a pensar en la posibilidad de que algún día los miles de trabajadores ambulantes de Lima se movilizaran unidos con los centenares de miles de pobladores de pueblos jóvenes y barriadas. De pronto, a la altura del cruce de la carretera Panamericana con la avenida Universitaria, una imprevista muralla de policías les franqueó el paso.

Se oyó un disparo de fusil, que vino a causar confusión y desorden en los manifestantes. Nadie sabía qué hacer ante la situación embarazosa que se vivía en el frente. Los dirigentes, a fin de evitar un enfrentamiento con la policía, ordenaron el repliegue a los grupos: “¡Hacia atrás, compañeros!” Pero entonces, una cuadrilla de revoltosos, a quienes nadie podía reconocer por que se cubrían el rostro con pañuelos, comenzó a lanzar piedras a los guardias civiles. Y éstos, en respuesta al repentino ataque, entraron en acción.Se armó una inesperada trifulca callejera. Los manifestantes corrían por todos lados esquivando a los gendarmes que los atacaban con palos, pistolas y bombas lacrimógenas.

 En la confusión, Ollanta vio a Pancha tendida de bruces sobre una mata de hierbas campestres hacia un costado de la carretera. A toda prisa llegó hasta ella y, como no reaccionaba, la acomodó en sus brazos y se la llevó consigo. Andaba con dificultad mientras sus ojos asustados recorrían las calles de aquel poblado buscando un lugar seguro donde recostar su humana carga. De pronto, al sentir una especie de líquido caliente en las manos, se detuvo. Examinó la ropa de su enamorada, empapada por unas extrañas manchas rojas, y entonces comprobó, con espanto, que ella estaba herida. Su voz angustiada pidiendo auxilio llegó a los oídos de un manifestante que andaba por allí tras huir del ataque policial. El hombre, al ver a la mujer que Ollanta sostenía en brazos, exclamó: “¡Han herido a la compañera Pancha!”, y a toda prisa desapareció del lugar.

Ollanta volvió a pedir ayuda a gritos. Por suerte, el mismo hombre reapareció por allí acompañado de otros dos hombres. Pero, ante su sorpresa, estos tipos, sin decir una palabra, levantaron en vilo a Pancha y se la llevaron consigo. Se quedó perplejo y sin entender la actitud de aquellos que le habían arrebatado a Pancha prácticamente de las manos. Desesperado, al ver que introducían a su yaciente enamorada en el automóvil que habían traído para recogerla, llegó corriendo hasta ellos y les exigió:– ¡Soy el enamorado de Pancha! ¡Déjenme acompañarla al hospital! Pero uno de ellos, gordo, barbudo y con cara de pocos amigos, le respondió tajante:

– ¡De ningún modo! ¡Yo soy el padre político de Pancha y le prohíbo que se acerque a ella! ¡Déjela en paz! Se quedó de piedra. Y, aún más, cuando oyó lo que este hombre le dijo al conductor del vehículo: “Nos vamos al asentamiento, paisano”. En un instante el vehículo, con Pancha y sus raptores en el interior, arrancó a toda velocidad.Ollanta no conseguía entender por qué esta gente en vez de trasladarla a un hospital, para que le curasen su herida, se la llevaba de vuelta al poblado. Ella necesitaba recibir atención médica con urgencia, de lo contrario podría empeorar su estado de salud.

Un mal presentimiento invadió su corazón, y decidió ir a buscarla a su casa. Caminó hasta la avenida y cogió un microbús. Tenía ansias de verla, para decirle lo mucho que la quería.

Pero, al llegar a las puertas de Santa Margarita, los pobladores, que estaban con los ánimos encendidos a causa de los últimos sucesos, no le permitieron  el acceso al poblado. Le pedían que mostrase su carné de socio, pues su nombre no figuraba inscrito en el padrón vecinal. Incluso, uno de ellos se puso violento y le amenazó con descargar su látigo contra él si no se marchaba del lugar.Era imposible convencer a esta gente envalentonada para que le dejaran pasar hacia la casa de su novia.

Nadie lo conocía por allí, a excepción de Pancha, su madre y aquella dirigente obesa con la que había hablado unas horas antes de la frustrada marcha al municipio limeño. Se le ocurrió preguntar por esta última persona, pero alguien le respondió que la compañera se hallaba detenida en una cárcel de Lima.

– ¡Lo siento de veras! –dijo en voz alta. Y añadió desesperado–: ¡Por favor, díganme dónde esta Pancha!

Su insistencia ante aquella muralla humana que custodiaba los límites del barrio atrajo la atención de una anciana menuda que blandía en la mano un enorme palo de punta afilada. Ollanta la reconoció en seguida; era la madre de Pancha. Se alegró al pensar que ésta lo llevaría hacia su amada. Pero, ante su estupor, la anciana le miró con unos ojos inyectados de rabia y le dijo:

– ¿Qué quiere usted?  ¡Ya nos ha engañado! A mi hija la atacaron sus amigos terroristas que estaban en la marcha. ¡Váyase y no vuelva más!

Una frialdad indescriptible se apoderó de su cuerpo.

–No es cierto. Se trata de una confusión…

Quería decirle a la mujer que estaba equivocada, que sus amistades no eran terroristas; quería darle una explicación convincente de los hechos, de modo que la anciana pudiera reconocer su error y pedirle incluso una disculpa, tras lo cual quizá ella le permitiría entrevistarse con su adorada. Pero no tuvo tiempo de hablar más con la anciana, pues aquellos que estaban en pie de guerra, con las caras duras y los gestos mal intencionados, le advirtieron que si no se marchaba de allí  ahora mismo lo iban a lapidar como a San Pablo.

El miedo se apoderó de él y, para no verse maltratado por aquellos bravucones, tocó a retirada. Cabizbajo, dándole vueltas en su cerebro a este asunto engorroso y misterioso, se alejó de la Invasión.

No podía entender lo que sucedía; todo escapaba a su razonamiento e imaginación. Y, para no romperse más la cabeza, aceptó que ellos pensaran mal de él. Se había aparecido por allí una noche y se había enterado de los movimientos de los pobladores. Quizá esta gente habría oído cuando le dijo a su dirigente hoy encarcelada que él militaba en una facción política revolucionaria. Y por este dato, es posible que ellos creyeran que era un espía de los grupos extremistas.

Reconoció que la culpa de que ellos dudaran de sus buenas intenciones y lo tratasen con animadversión era sólo suya; a veces se le iba la lengua y hablaba más de lo debido. Debía tener pues más cuidado al expresarse, para evitar mal entendidos entre sus oyente, y además cuidarse las espaldas en estos tiempos en que arreciaba el ataque de los senderistas a los dirigentes populares. Pero ahora él sólo quería saber dónde se encontraba Pancha. ¿Qué podía haberle ocasionado la herida en el cuerpo? ¿Sería una bala perdida, disparada por algún gendarme? ¿Sería un contundente golpe de fierro aplicado contra ella por algún fanático de Sendero? ¿O sería un cuchillazo brutal realizado por alguien de su propia comunidad que la odiaba a muerte? Pero, ¿quién podía odiar así a un ser tan gracioso, dulce e indefenso? Caramba, ¿y si el criminal hubiera sido alguien que mantenía relación sentimental con ella? ¿Tal vez un viejo novio despechado?

Mil interrogantes danzaban en su interior, quitándole la tranquilidad deseada. Ollanta tenía un alma transparente y un carácter susceptible y propenso a sufrir por las cosas que afectaban a las personas que gozaban de su aprecio. Primero había sufrido por Mulato, un buen amigo, que por culpa de unos ladrones había ido a dar a la cárcel, después había sufrido por Olga, una buena compañera, que había sido burlada por un tipo miserable, y ahora estaba sufriendo por Pancha, a la que consideraba ya el gran amor de su vida. Ella, con su sangre inocente, estaba pagando el costo de una intrincada lucha social en la que tal vez no tenía culpa.

Y, para averiguar lo que había sucedido con Pancha, comenzó a rondar las fronteras del poblado donde ella vivía. Por las tardes, tras escapar de sus múltiples oficios, se estacionaba por algún punto del camino que conducía a la arenosa Invasión y de algún modo conseguía atraer la atención de quienes pasaban por allí, para preguntarles, con cara de sufrido aunque con aire amistoso, si por casualidad conocían a la dueña de sus sueños. Por suerte, a la caída de un crepúsculo, un niño vestido de escolar le dio, a cambio de una moneda, una valiosa información. El niño le dijo que conocía a una tal Pancha que vivía en la calle principal del poblado y que ayer justamente la había visto paseando del brazo con su enamorado.

– ¡No puede ser! ¡Ella está conmigo! –exclamó, agarrando con fuerza el brazo del pequeño soplón.

– ¡Señor, suélteme que me hace daño! –protestó el niño.

 La duda  atormentaba su alma, haciéndole sufrir. Preguntó al niño si tenía alguna manera de demostrarle que era cierto lo que acaba de decir.

–Sí. Pancha es la amiga de mi hermana –resopló el niño, mirándole con picardía.

Ollanta, sonrió con ironía por aquella coincidencia y le prometió al chiquillo que le regalaría una moneda más grande que la anterior si conseguía hacer llegar a Pancha una pequeña misiva. Ante los gestos afirmativos del escolar, extrajo de la faltriquera su porta documentos; separó de éste una tarjetita blanca por cuyo lado no impreso garabateó con pulso vibrante: “Pancha, quiero hablar conmigo urgente. Te espero, mañana. Ven, por favor. Tu amor: Ollanta”. Besó con emoción el escrito antes de dárselo a quién le aseguró que volvería mañana a la misa hora trayéndole a Pancha.

–Chibolo, si cumples con el recado te voy a regalar cincuenta soles.

 Su pequeño cómplice le sonrió, antes de echar a correr con dirección al Asentamiento.Al día siguiente llegó temprano al punto de referencia, ubicado a las afueras del asentamiento y, con emoción contenida, esperó a que se cumpliera su sueño. Pero las horas pasaron y nada; cayó la tarde y el mocoso del recado tampoco se apareció por allí. Desalentado el pobre iluso, decidió irse a casa para volver mañana; caminó a través del arenal hacia la carretera cuyo negro asfalto destacaba entre unas casitas de esteras y un par de lomas sinuosas por el punto cardinal Este. Tras unos minutos de espera, al borde de la carretera Panamericana kilómetro 20, cogió un ómnibus procedente de la localidad de Huaral que se dirigía al centro de Lima. Esa noche, ya en su guarida, no tuvo apetito de comer y se metió pronto a la cama. Se durmió pensando que tarde o temprano volvería a encontrarla.Al día siguiente, su mensajero tampoco se apareció por aquel camino sinuoso.

 Ollanta supuso que algo había pasado. Tal vez la resentida madre de Pancha había interceptado el mensaje dirigido a ésta y había roto la carta. O, quién sabe, la carta sí había llegado a su destino, pero era la misma Pancha la que no quería comunicarse con él. Se preguntó: “¿Es que habrá dejado de quererme? ¿Acaso pretende que yo la olvide? Pero ¿cómo olvidarla después de todo lo que ha pasado entre nosotros?”. Se habían amado con pasión una noche, y él pensaba que esto significaba ya bastante motivo para considerar que entre ellos existía una seria relación de amor. Aunque se estremeció luego al considerar la posibilidad de que ella nunca lo hubiera amado de verdad, que sólo hubiera sido una ilusión pasajera en su vida. No, tampoco podía creer que esto fuera cierto.

Sus interrogantes se acentuaron una mañana, mientras cumplía con una diligencia por el interior del mercado de Naranjal. Por delante de un quiosco de golosinas se quedó parado ante una mujer cuyo rostro era muy parecido al de su amada. Se acercó a la vendedora y, con desatada alegría, le dijo: “¡Pancha!”. Pero aquella, mostrándose algo fastidiada, le respondió: “Se equivoca. No soy la persona que nombra. Haga el favor de no tapar mi mercadería con su cuerpo”. Avergonzado, se disculpó ante la mujer y retrocedió. Pero, había vuelto a clavársele la espina de su amor perdidO.

Por eso, tras realizar la gestión que lo había llevado por aquel lugar, decidió insistir en la búsqueda de Pancha. Esta vez iba dispuesto a vencer cualquier obstáculo que le impidiera entrevistarse con quien, de pronto y de un modo tan extraño, había desaparecido de su vida.

Llegó al asentamiento a toda prisa. Por la calle notaba con agrado que la tranquilidad había vuelto a suavizar los ánimos de la gente; incluso algunos pobladores le saludaban con amable gesto. Sin contratiempos, pudo acercarse a la casa de Pancha. Tocó la puerta latosa, conteniendo la respiración. Pensaba que ella saldría a recibirlo con los brazos abiertos: “Me besará con pasión y me diría que no ha dejado de pensar en mí todo este tiempo”. Pero su ilusión se desvaneció cuando vio asomar por la puerta al tipo que le había arrebatado de las manos el cuerpo herido de su amada. Sí, era el mismo que le había dicho que era el padre político de Pancha.

Con forzada moderación, escondiendo su antipatía hacia el tipo que le miraba con una cara de osos furioso, le preguntó por Pancha.

–Ella se casó y está viviendo con su marido –le respondió aquél con voz áspera.

Ollanta comprendió en seguida que este bribón le había engañado. Sin poder contenerse, montó en rabia y le encaró al hombre:

 – ¡Usted me la quitó sabiendo que yo la quería! ¡Se aprovechó de la situación para separarla de mi lado! ¿Qué ha hecho con ella? ¿La ha obligado a casarse con un familiar suyo? ¡Es usted un malvado!

Al oír esto el hombretón se enfadó y asestó a Ollanta un fuerte empujón haciéndole retroceder en el terreno.

 Apenas se repuso, Ollanta respondió a la agresión de su rival, a pesar de que era más bajo y menos fuerte que él. Estaba llevando la peor parte en la lid, cuando oyó a sus espaldas una conocida voz de mujer. El hombretón bajó la guardia y se quedó parado en su sitio. Ollanta hizo lo mismo y volvió la mirada hacia quien pasó como un relámpago por su delante y sin dirigirle la palabra. Y su alegría de verla se convirtió en despecho y angustia cuando la vio aferrarse a los brazos de su contrincante. Sentía que algo de su ser moría por dentro, mientras ella prodigaba su amor hacia aquel tipo. Entonces lo comprendió todo. La propia Pancha, con una frialdad pasmosa, se atrevió a decírselo a la cara:

–Estoy casada con este caballero. Y no le daré más explicaciones, señor. Haga el favor de marcharse.Ollanta no se atrevió a decir nada; bajó la cabeza, sintiéndose castigado y humillado. Su propio amor le había asestado una puñalada que aniquilaba de golpe la hermosa ilusión que anidaba en su corazón. Se marchó de allí con la apariencia de un alma en pena. En el camino iba pensando: “Extraño amor de hoy te quiero y mañana no te conozco…”