EXPULSADOS DEL MERCADILLO

 EXPULSADOS DEL MERCADILLO

 Aquella tarde la actividad comercial se desarrollaba con normalidad en el mercadillo. Los pequeños comerciantes, ajenos al peligro atendían, como cualquier otro día, al numeroso público que rodeaba sus quioscos extendidos a lo largo de la cuarta cuadra del jirón Ucayali. A la tranquilidad reinante en el ambiente se añadía el buen humor causado por los chistes de un grupo de Cómicos Ambulantes que habían montado su espectáculo junto a la puerta del Mercado Central.

 EXPULSADOS DEL MERCADILLO

 Aquella tarde la actividad comercial se desarrollaba con normalidad en el mercadillo. Los pequeños comerciantes, ajenos al peligro atendían, como cualquier otro día, al numeroso público que rodeaba sus quioscos extendidos a lo largo de la cuarta cuadra del jirón Ucayali. A la tranquilidad reinante en el ambiente se añadía el buen humor causado por los chistes de un grupo de Cómicos Ambulantes que habían montado su espectáculo junto a la puerta del Mercado Central.

Por algún punto del Mercadillo, Olga, que había vuelto al quiosco tras superar el mal que la mantuvo alejada de su negocio durante un tiempo, se encontraba acomodando en el tablero un lote de cebollas que su hijo acababa de traerle.

De pronto se oyó un zumbido, bronco, como provocado por una aplanadora, que paralizó a todo el mundo. Y, en seguida, un ejército de hombres, que parecían clonados por sus semejanzas en la forma de mirar, caminar y actuar, irrumpió en la plaza amenazando con descargar sus palos y armas de fuego contra todo aquel que se resistiera a abandonar el lugar. La gente que rodeaba los quioscos, ganados por el miedo, anulaban sus compras y pedidos y desaparecían de allí a la carrera.

Los vendedores atemorizados también por el repentino ataque de los uniformados empezaron a recoger con rapidez y de cualquier modo sus mercancías. Nadie entendía lo que estaba sucediendo.

– ¡Viene un tractor! ¡Están demoliendo el mercadillo! –Se oían los gritos de angustia de algunos comerciantes que corrían por los pasillos llevando en mano sus cajas de mercadería.

Ante el peligro inminente, Olga apuró el recojo de su mercadería y ordenó a Chanan:

– ¡Ve corriendo a avisar a tu hermana! ¡Yo me encargo del quiosco! 

Vio desparecer a su hijo, entre la gente que corría asustada de un lado a otro. Al oír de nuevo aquel ruido taladrante, volvió los ojos impávidos hacia un ángulo del pasillo y se quedó estupefacta ante aquel monstruo mecánico que venía destruyéndolo todo a su paso. Al reaccionar, lanzó una maldición y una sonora mentada de madre al alcalde de Lima. Y ya con el ánimo caldeado dejó su mercancía a medio recoger y abandonó su quiosco. Se plantó delante del pesado vehículo y con firme ademán le indicó al conductor del mismo que detuviera su marcha. Pero éste, sin hacerle caso, intentaba maniobrar hacia delante. Olga le gritó:

– ¡Sólo pasará sobre mi cadáver!

Al verla, el hombre asomó la cabeza por la ventanilla del tractor y llamó a gritos a los municipales pidiéndoles en voz alta que le quitaran de en medio a esa loca. Al punto, cuatro uniformados vinieron a la carrera y arremetieron contra Olga haciéndola caer al suelo. “¡Abusivos con la pobre vieja!”, se oían protestas en el jirón contra este accionar de la fuerza pública. Una decena de comerciantes varones, al ver caída a su dirigente, detuvieron su huída y con  gestos desafiantes se plantaron delante de sus atacantes. Mostrándoles los puños, decían: “¡Vengan pues, si son tan machos!”

 Los policías, en respuesta al desafío, se lanzaron contra ellos, iniciándose allí una batalla campal. Aquel puñado de osados comerciantes devolvían patadas y puñetazos a los policías, En medio del caos reapareció Olga, propinando furibundos manotazos a sus rivales. Pronto otros comerciantes envalentonados vinieron en auxilio de sus compañeros y entre todos y a la fuerza hicieron retroceder a los gendarmes hacia fuera del mercadillo.

 Los componentes de la Asociación de Vendedores Ambulantes de aquella cuadra volvieron a sus puestos y, reanimados por las arengas de sus familiares, potenciaron la resistencia. Por su parte Olga arregló cuentas con el tipo del tractor. Lo hizo bajar de su cabina con la ayuda de varios comerciantes y, jalándole fuertemente de una oreja, le dijo:

–Tienes un segundo para desaparecer de aquí, o te hago cortar la cabeza.

El hombre, orinándose de miedo, huyó a la carrera del lugar.

Ante los hechos, un contingente de la policía nacional llegó en apoyo de las fuerzas municipales y entre ambas tropas atacaron a los ambulantes arrojándoles contundentes bombas lacrimógenas y asimismo prendiendo fuego a las carretas, tableros y otros mobiliarios aún presentes en el mercadillo. El pequeño ejército de comerciantes, lejos de amedrentarse ante la dura represión, se mostraba envalentonado con los policías y seguía lanzándoles proyectiles y todo tipo de improperios.

 Mientras tanto, por el otro lado del mercadillo, el gigantesco tractor, conducido por un nuevo chofer, había reiniciado su marcha. Olga, a pesar de sus heridas, volvió a plantarse ante el tractor; estaba dispuesta a inmolarse si fuera preciso. Pero, en cuestión de segundos, tres serenos arremetieron contra ella, la empujaron con fuerza haciéndole caer al suelo y allí la dejaron llorando de dolor, rabia y desesperación.

Olga quería volver a ponerse en pie, pero un intenso dolor corporal se lo impedía. Por fin, haciendo un gran esfuerzo, logró sentarse, y así se mantuvo, con una mano apoyada en el suelo mientras con la otra arrojaba todo lo que podía arrojar a sus atacantes. Como un militar bravío que nunca se rinde, ella defendía su plaza, aunque, en vez de lanzar pistoletazos a sus enemigos les arrojaba zanahorias, nabos y tomates aplastados. Estaba firmemente convencida de que era un deber sagrado luchar por la defensa de su quiosco. Y así lo hizo, hasta lanzar su última verdura y quemar su postrera energía. Después cayó desmayada.

La gente corría hacia todos lados; en medio de la confusión, se oían disparos, gritos, mentadas de madre, lamentos. Las llamas que envolvían el mercadillo pronto llegaron hasta el quiosco de la desvanecida Olga y empezaron a devorar el stock de pimientos que aún quedaban en una cesta y las cebollas esparcidas por el lugar a causa del aluvión de policías, agua y fuego. 

El humo invadía el ambiente imposibilitando ver y respirar con normalidad. Aún a costa de esto y de los palos furibundos que recibían de la gendarmería, algunos grupos de minoristas, formados por fruteros, carniceros y zapateros de las cuadras adyacentes al jirón, seguían defendiendo sus intereses con pundonor.  

Mientras, el tractor seguía dando vueltas por el mercadillo, haciendo crujir las carretas, los bancos, los cajones y otros mobiliarios que habían dejado abandonados algunos comerciantes al huir en estampida. El pesado vehículo iba aplastándolo todo a su paso: ropa, zapatos, carteras, frutas e incluso bragas, muñecas y biberones para bebés.

El bloque municipal-policial se impuso en la confrontación con los aguerridos comerciantes que vencidos tocaron a retirada.

Mientras el fuego propiciado por los atacantes seguía expandiéndose hacia los jirones Andahuaylas, Huallaga y Ayacucho. Y pronto sólo quedaban cenizas del surtido y pintoresco mercadillo que durante treinta años había rodeado el Mercado Central.

A esa hora, probablemente, el alcalde provincial de  Lima estaría satisfecho. El señor Andrade estaría como Nerón, tocando la lira mientras la histórica ciudad se quemaba por orden suya.   

No muy lejos de allí, ajena a los acontecimientos, Pitufa se encontraba charlando con una compañera de trabajo. De pronto se le apareció su hermano menor, con el semblante desencajado y la ropa hecha jirones. “¡Nos están botando del mercadillo! –le dijo– ¡los policías municipales!”

 Pitufa, sobresaltada, cogió de los hombros a Chanan y zarandeándolo ligeramente, le dijo: “¡Dime  que no es cierto!”  Pero al verificar la certeza de la dura noticia en los gestos desesperados de quien se la transmitía, apuró el cuerpo hacia la avenida. Con los brazos en alto y lanzado gritos histéricos hizo parar un taxi y en él se subió con Chanan. Ordenó al taxista que los llevara volando hacia el mercado central.

Al llegar al lugar donde se erigía el mercadillo se quedó consternada. Un grupo de gente, con aspecto de damnificados, intentaba recuperar sus pertenencias en medio de quioscos despedazados, carretas aplastadas, tableros quemados y un basural de géneros de todo tipo que parecían haber sido desperdigados en la calle por un fuerte huracán.

“Nos ha quitado el pan diario”, oyó quejarse a una anciana llorosa. Pitufa, sobreponiéndose a la impresión, echó a  correr por detrás de su hermano y llegó al quiosco de su madre. 

El corazón le dio un vuelco, al verla desvanecida junto a su tablero descuartizado; posiblemente había recibido un fuerte golpe en la cabeza. Tenía el rostro apoyado sobre pedazos de zapallos chamuscados y los pies metidos en un charco de agua con restos de verdura quemada.

“¿Qué tienes, madre? ¡Madre!”. Los gritos de angustia de Chanan ablandaron su recio carácter y no pudo contener las lágrimas. Le causaba hondo pesar ver a su madre en tal estado, aniquilada por su ingrato destino. 

Pitufa y Chanan levantaron a su madre del húmedo suelo y la llevaron hacia un lugar más seco. La tendieron sobre unos costales, le limpiaron la cara con trapo húmedo, le dieron ventilación con un abanico de cartón y unos suaves masajes en las partes principales del cuerpo. Pero como ella no reaccionaba, Pitufa perdió la paciencia y, sin pedir ayuda a Chanan, levantó a su madre en vilo y la acomodó en sus brazos. Lamentando el desmayo de su progenitora, echó a  caminar aunque con dificultad, debido al peso que llevaba.

Mientras cruzaba el derruido mercadillo, iba reconociendo a aquellos que parecían haber sobrevivido a una terrible catástrofe: notó el semblante abatido de la vecina que vendía tamales junto al quiosco de su madre, el rostro lloroso de la doña expendedora de comida al paso en cuya carretilla solía almorzar antaño antes de irse al colegio, el perfil triste y maltratado de otros viejos comerciantes, a los que conocía desde su niñez.

Ellos recogían lo que quedaba de sus quioscos, con la ayuda de sus hijos y nietos. Pitufa rechinaba los dientes y ardía de rabia al pensar que los verdaderos culpables de este brutal desalojo eran los obtusos dirigentes de la zona, que habían traicionado a los trabajadores con sus falsas promesas, que había manipulado a los gremios de ambulantes para luego dejarlos solos frente al látigo de la abusiva autoridad local. “Si los trabajadores hubiesen atendido al llamado de su Federación, nunca hubieran sido maltratados de esta manera”, suspiró con pena. 

Al percatarse de que su madre movía ligeramente el rostro, la recostó sobre unos cartones, al borde de la vereda. Con una nueva dosis de pequeños auxilios logró reanimarla. Olga tenía la mirada triste y parecía una niña ávida de amparo; se incorporó lenta y pesadamente de la improvisada camilla y empezó a moverse arrastrando sus lastimados pies descalzos.

Pitufa le tendió la mano con alegría y, pronto, se estremeció al sentir el efusivo abrazo maternal. Olga abrazó también a Chanan con emoción. Tras ello, recogió con la mano herida el pelo revuelto que le tapaba la cara llorosa y, como si nada hubiese pasado, echó a andar hacia su quiosco.

Pituifa avanzó hacia su madre y la detuvo:

-¿A donde vas?. No puedes enfrentarte sola a la policía. Cálmate

-Hija, déjame morir luchando- dijo Olga ahogada en llanto.

En ese instante llegó Intia, con el rostro espantado. Le avisó a Pitufa que un escuadrón de municipales estaba desalojando a los trabajadores ambulantes de Plaza Unión. “¡Carajo, también a nosotros! ”, dijo Pitufa enfadada. Y, tras aconsejar a Chanan que cuidara a su madre, salió corriendo hacia la avenida Abancay acompañada de Intia. Ambas cogieron un taxi, con la idea de llegar pronto a dicha Plaza.

Pero a causa de la congestión de tráfico, el vehículo se estancó en la avenida Emancipación. Pitufa, mientras apuraba al conductor con gesto impaciente, reconocía su craso error como dirigente al haberse confiado y creer que el alcalde no iba a ordenar desalojarlos tan pronto de sus puestos de trabajo.

El ataque municipal les había cogido por sorpresa, justo dos días antes de que la Federación concentrara sus fuerzas frente a la alcaldía. ¿Qué hacer en estos críticos momentos? Se acordó de aquellos valientes policías que a través de la prensa habían manifestado su desacuerdo con la autoridad municipal por la violencia empleada en el desarraigo de trabajadores ambulantes de las calles de Lima. Pensó que podría aliarse con ellos y fomentar una contundente réplica a la acción municipal. Pero, ¿dónde iba a encontrar a unos gendarmes que ni siquiera conocía de vista? 

Echó mano de su  intuición femenina y, al considerar el lugar donde podría ubicarlos, indicó al taxista que desviara su ruta hacia la comisaría más cercana. Una vez frente al local, ordenó a Intia que la esperase allí y, a la volada se bajó del taxi y se metió en la guarnición. Al minuto volvió a salir, hablando expresivamente con dos guardias.

Pitufa retornó al vehículo y apuró al taxista para que retomara la marcha. Y el taxi, con ella haciendo señas a los policías para lo siguieran en el coche patrulla, arrancó con dirección determinada. Desde su asiento, Pitufa decía furiosa que los munícipes no iban a poder sacarla tan fácilmente de su puesto de trabajo.

 Al llegar a Plaza Unión, Pitufa bajó corriendo del taxi y arremetió verbalmente contra el escuadrón de municipales que sordos a la airada protesta de la gente, intentaba prender fuego a las chabolas y ramadas que desde antaño servían de puestos de trabajo a los comerciantes.

Los dos guardias que llegaron con ella se enfrentaron físicamente al piquete de municipales incendiarios para hacerles desistir de su objetivo. Y allí también se armó una batalla callejera.

 Los irritados guardias civiles aplicaban golpes cruzados a los municipales que les respondían con patadas y cabezazos furibundos. Los comerciantes sacaron provecho de la trifulca  uniformada y se cuadraron en bloque frente a los atacantes.

Pitufa vio a su enamorado entre el gentío bullicioso y le aconsejó que no actuara hasta que ella le avisara. Jubert, el alto y rubio mercader cuyo rostro, curtido por el sol abrumante, el polvo callejero y las hondas preocupaciones sociales, asomaba sereno pero expectante por entre un par de carretas, se parecía a Lawrence de Arabia aunque sin turbante. Estaba en medio de la tropa de ambulantes, esperando oír la voz de ataque contra sus rivales.

De pronto, mientras ambos bandos con ánimo soliviantado dirimían sus fuerzas para ver quién tenía la razón, se apareció el alcalde de Lima seguido de unos caballeros elegantes y de otra tanda de municipales armados. Se oyó su voz autoritaria:

– ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué la guardia civil obstaculiza el trabajo de la policía municipal? ¡Sargento! –le dijo a uno de los guardias que apoyaban a Pitufa–, el desalojo de vendedores ambulantes lo he ordenado yo, alcalde  de Lima, con la  facultad que mi cargo me confiere. Le exijo a usted y a su subalterno que se retiren. Dejen que la autoridad local resuelva este asunto que le compete.

Apenas terminó de amonestar a los guardias civiles, el alcalde encaró al grupo de vendedores ambulantes con gesto amenazante:

– ¡Señores, tienen diez minutos para desaparecer de la Plaza! ¡En caso contrario, sufrirán las consecuencias!

– ¡Está cometiendo una injusticia! –Protestó Pitufa, plantándose ante el alcalde –: ¡Usted ordena quemar nuestros quioscos sin pensar que está destruyendo nuestra única fuente de ingreso! ¡Nos está quitando el pan diario y sin darnos la oportunidad de recuperarlo! ¿A dónde vamos a ir a trabajar ahora? ¿Quiere que nos metamos a vender en la Municipalidad? ¡Señor, como autoridad elegida por el pueblo, debe entender nuestra demanda y darnos una salida positiva! ¡Señor, ¿por qué no pone a nuestra disposición esos puestos que están abandonados en la primera cuadra de la avenida Argentina! ¿O prefiere que sigan vacíos y llenos de moscas, durante años? ¿O quizá piensa quedárselos para repartirlos entre la gente de su partido político?

– ¡No sea insolente, señorita! –replicó el alcalde, airado–. Puedo hacer que la metan en la cárcel por faltar el respeto a la autoridad. Soy un alcalde honesto, y nunca he pensado en apropiarme de algo que no es mío. Esos módulos comerciales de que habla los mandó construir el anterior alcalde de Lima y según tengo entendido ya están vendidos. Lo que pasa es que sus propietarios aún no los han ocupado.

– ¡Pues los vamos a ocupar nosotros! –Advirtió ella, entre el rumor de la multitud–: ¡No podemos quedarnos sin puesto de trabajo! ¡Tenemos madres, hermanos e hijos que mantener! ¡Señor alcalde, antes de enviar a sus bravucones para que arrasen con nuestros puestos de trabajo debió llegar a un acuerdo con nosotros para un reordenamiento legal y así hubiéramos fijado nuestros puestos de trabajo en locales apropiados! ¿Acaso no fue eso lo que dijo usted ante la prensa? ¿O ya no se acuerda? ¡Pues ahora se lo recordamos, competente autoridad! ¡Nos da una solución rápida y viable a nuestro problema,  o tomamos esa zona  comercial de la avenida Argentina!

El alcalde tenía las manos en puño y miraba a Pitufa con rabia. Sin decir más, dio media vuelta seguido de su comitiva y se marchó con dirección a la avenida Alfonso Ugarte. Antes de que los municipales volvieran a actuar contra ellos, los dirigentes de la Federación, seguidos de Intia, Olga y Chanan, que habían llegado al lugar con otros grupos de trabajadores ambulantes desalojados del Centro de Lima, procedieron a trasladar sus carretas y cajas con mercancía hacia aquel mercado desocupado, cuyo contorno se veía protegido por alambres que partían de los extremos de delgadas pero macizas estacas plantadas en el sardinel central de las primeras cuadras de la avenida Argentina.

Un comerciante sagaz, provisto de una ganzúa, consiguió abrir una de las puertas del ansiado mercado, que se veía vacío sin gente ni productos comerciables, y en cuestión de minutos la multitud de comerciantes en éxodo, arengados por Pitufa, invadió los uniformes y alineados módulos comerciales y los atiborró de tableros, cajas, sacos, y otros paquetes que contenían mercadería. “¡Nadie podrá echarnos de aquí!”. Chillaba Pitufa eufórica, mientras acomodaba su mercadería en uno de los minúsculos stands. “¡Le ganamos la partida al alcalde!”

Un día después de la toma del Campo ferial, se apareció por allí un grupo de personas que decían ser los verdaderos dueños de los módulos; llegaron acompañados por algún policía; sustentaban su reclamo, contra lo que consideraban injusto, mostrando a los nuevos dirigentes del mercado una tira de documentos firmados por empresas constructoras, bancos hipotecarios, licencias municipales; alguno incluso esgrimía un documento firmado por un juez de paz y otro una carta con el nombre del vicepresidente de la república.

Pero, a pesar de la continua exigencia de la gente foránea, los ocupantes de aquella plaza comercial cuyo contorno había sido cubierto con tablas, cartones y plásticos, para evitar los manoteos de los rateros y vagabundos, no se movían de sus sitios.

Otro día volvieron los supuestos dueños del mercado acompañados por una pandilla de muchachos bravucones que empezaron a armar trifulcas por los pasillos del mismo, ocasionando la protesta de los comerciantes algunos de los cuales perdieron los nervios y se liaron a golpes con los invasores. Hubo posteriores denuncias por ambas partes, y el caso fue llevado ante los tribunales. El juicio por la posesión definitiva del mercado se ha venido prolongado por tiempo indefinido.

 Mientras tanto, los trabajadores ambulantes, con todos sus recursos disponibles, continuaban desarrollando su comercio en esta área comercial que había sido bautizada con el nombre de “Campo Ferial Las Malvinas”