LA PAZ SEA ENTRE VECINOS Y COMERCIANTES

 

LA PAZ SEA ENTRE VECINOS Y COMERCIANTES

Una fresca mañana de otoño, Olga, sin clientes a la vista, se acercó a su carreta, que más bien era un fragmento de carreta comparada con otras de mejor aspecto estacionadas dentro de otros puestos comerciales o junto al pase peatonal.

 

LA PAZ SEA ENTRE VECINOS Y COMERCIANTES

Una fresca mañana de otoño, Olga, sin clientes a la vista, se acercó a su carreta, que más bien era un fragmento de carreta comparada con otras de mejor aspecto estacionadas dentro de otros puestos comerciales o junto al pase peatonal. Este armatoste de madera decrépita, sin eje direccional ni ruedas, formaba un conjunto aplastado y deforme, como podrían ser los restos de una balsa tras un naufragio, lo había encontrado tirado en la calle, años atrás, en una noche sin luna, mientras buscaba algo útil para su hacienda doméstica.
Ella lo había relimpiado a fondo con agua y detergente y luego lo había pintado de color verde esperanza. Pensaba que esta chatarra de todos modos le iba servir para almacenar su mercadería y además protegerla de la furia de la naturaleza y de los ladrones.  Luego, para hacerla imperdible, había colocado un pequeño rótulo en la parte delantera de la carreta, con la inscripción: “Propiedad de la familia Castillo.” Y, finalmente, con la ayuda de unos colegas, la había arrastrado hasta el retículo callejero que, desde la fundación de la Asociación de Comerciantes, venía ocupando en aquel punto del jirón Ucayali.
Contemplaba con satisfacción su valiosa joya, a pesar del sonido estridente que producían sus portezuelas cuando ella las manipulaba, un ruido crucial como de algo que se está rompiendo. Era un bien material que le servía como cajón anexo al tablero comercial, depósito de sacos de verdura y utensilios domésticos y como lecho para sus pequeños hijos. Además, durante el día cubría por detrás las pequeñas secciones de corte de zapallos, nabos, tomates y de confección de bolsitas de verduras picada y propiciaba una acogedora sombra que evitaba la caída de los rayos solares sobre el largo tablero rectangular donde se exhibían los atractivos productos terminados.
Olga hablaba maravillas de su carretón que atiborrado de cosas pesadas y resquebrajado por los años y sin piezas adecuadas para su movimiento se veía anclado cerca a uno de los pasadizos del concurrido mercadillo. Ella decía que nada era tan agradable y de máxima importancia para su negocio como este carromato, que por lo demás guardaba sus mejores sueños mercantiles.
 Olga había levantado la tapa del pesado chirrión, hasta una altura tal que le permitía introducir su ancho busto en el interior del cajón. Removió con la mano su vieja cocina de dos hornillas, el juego de ollas cenicientas, los pocillos y las cucharas que en pocas horas de desuso se habían llenado de cucarachas, chanchitos y otros bichos fértiles en la humedad y suciedad. Por fin, en el rincón más oscuro y poluto del cuadricoche encontró su megáfono. Pensó que debía darse un tiempo para limpiar su mobiliario. Tras cerrar la tapa del móvil se volvió hacia su hijo que le acompañaba en ese momento: “Vuelvo en  un cinco, Chanan”. Y, con su bocina en la mano, alargó el paso hacia el centro del mercadillo.
– ¡Atención! –vociferó–. ¡Se cita a todos los compañeros para mañana a las cuatro de la tarde en nuestro local del jirón Amazonas! ¡Se va a hablar de los decomisos de mercadería y las sanciones que nos vienen aplicando los policías municipales y sobre el alza excesiva del pago por derecho de ocupación de la vía pública! ¡Se advierte señores, la asistencia a esta reunión es obligatoria! ¡Al socio que falte a la asamblea se le aplicará una multa de mil soles! ¡Hasta entonces, compañeros!
Mientras volvía a su puesto de trabajo, rodeada por decenas de vendedores ambulantes que la acosaban con preguntas acerca de la última convocatoria, notó que una vitrina comercial sobresalía en el pasillo obstaculizando el pase peatonal. Se acercó al dueño del puesto para recordarle que debía respetar los límites establecidos para cada área de trabajo.
– ¡Caballero, no debe alargar tanto su quiosco! No dé mal ejemplo. Los demás podrían hacer lo mismo y esto va a parecer un laberinto en vez de un mercado.
– ¡Señora, no veo ninguna señal pintada en el suelo que indique el límite de mi parada! –Le respondió el otro en voz alta. Pero Olga volvió a amonestarle:
– ¡Aquí se respetan los acuerdos de la asociación, señor! ¡Y aquel que tenga más espacio de calle del que le corresponde será multado! ¡¿Ha entendido usted?!
 El negociante no quiso rebatir más a la dirigente y de mala gana arrimó unos centímetros hacia atrás su tablero comercial.
Olga retomó su camino, pensando que algunos negociantes se creían los dueños del mercado. Era gente egoísta que solo miraba para sí y no le importaba el orden establecido en la organización. Sus ocurrencias se diluyeron ante un enorme canasto repleto de cabezas y tripas de pescado. El olor pestilente y el enjambre de moscas que revoloteaban alrededor del cesto, hacía arrugar las narices del público que hacía compras por el lugar. Tapándose la nariz se acercó a la dueña de los desperdicios.
– ¡Compañera, estos desperdicios dan mal aspecto en la comunidad de pequeños comerciantes! ¡Le aconsejo que los haga desaparecer o los cubra con algo!
 La interpelada, una joven pescadera con cara de pocos amigos, dejó en su tablero el cuchillo de trabajo y el pescado que en ese momento estaba cortando y de un salto abandonó los tacos de madera donde había tenido apoyados los pies. Cogió las asas del maloliente canasto y lo arrastró por debajo de su mesa comercial. En seguida dio otro salto y volvió a su posición inicial.
– ¡Jurelcito casera! –Rechistó con sarcasmo–. ¡Y también tengo frescas hueveras, para la gente bien hueveras!
Olga dejó de prestar atención a la pescadera y enrumbó hacia su toldera. Venía con el ceño fruncido, pensando en las últimas desagradables incidencias, cuando, de entre la confusión de quioscos y gente, surgió su hijo para avisarle que metros delante, en el pasillo del mercado, se había armado una trifulca entre algunos vendedores ambulantes y un grupo de vecinos del jirón Andahuaylas.
Tras recomendar a Chanan que volviera al negocio familiar, apuró sus gruesas piernas hacia el lugar de los hechos. Con su andar bamboleante se abrió paso entre la gente bulliciosa que rodeaba a dos hombres que se trompeaban furiosamente. Jadeante llegó al centro del cuadrilátero callejero, sacó de su blusa un silbato de árbitro y colocándoselo en los labios comenzó a pitar, mientras con manos enérgicas empujaba en direcciones opuestas a los púgiles, los cuales, sorprendidos de verse llamados al orden de tan escandalosa manera, detuvieron su lucha para atender a la señora impetuosa:
– ¡¿No les da vergüenza estar peleándose como animales?! ¿Dónde está la educación recibida en el colegio? ¿Por qué usted señor de nuestra asociación y usted que parece un vecino respetable del barrio, rompen de modo tan chabacano la concordia y convivencia pacífica que existe entre hermanos de un mismo pueblo?
Uno de los participantes en el pleito, que decía ser el presidente de la Asociación de Vecinos del jirón Andahuaylas, le aseguró que él y otro dirigente habían venido al mercadillo con la sola intención de hacer saber a los comerciantes que muchos vecinos se quejaban de no poder dormir durante la noche por causa de los sonidos estridentes, martillazos, ruido de gritos y voces desaforadas lanzadas por los comerciantes que pernoctaban en los quioscos estacionados cerca de sus casas.
–Y además del ruido causado por los comerciantes que en horas de la madrugada  arreglan sus quioscos o repararan sus carretas, el vecindario entero siente molestia por las murallas de basura que se han formado en las esquinas, donde el olor ocasionado por el pescado descompuesto y las frutas podridas es realmente nauseabundo.
–Entiendo sus quejas  –suspiró Olga
–Nosotros –añadió el hombre– reconocemos el servicio que nos prestan al traer a las puertas de nuestras viviendas los alimentos de primera necesidad y los productos fabricados en otros lugares. Pero, también es claro que deseamos haya tranquilidad, orden y limpieza en nuestra comunidad
Olga, atenta al sentir del dirigente barrial, le pidió disculpas por la errónea interpretación que habían hecho de la demanda vecinal algunos compañeros de su base. Le dijo que en realidad los ambulantes eran gente buena, sólo que se ponían nerviosos cuando algún rumor les hacía creer que iban a ser desalojados de sus puestos de trabajo. Luego, entre la ovación del público apiñado en el lugar, consiguió que el agredido y el trabajador ambulante propiciador de la pelea se dieran un emotivo abrazo.
–La paz sea entre vecinos y comerciantes – dijo Olga
Tras el protocolo, Olga invitó a los dirigentes vecinales a una pequeña reunión con los dirigentes ambulantes del jirón. Ellos aceptaron de buen talante y, tras un gesto indicativo de Olga, la siguieron por el pasillo del mercado. En el camino, ella iba llamando a gritos a los miembros de su junta directiva. Y, cuando llegaron al final de la calle, toda la plana mayor de la asociación estaba allí presente junto a los dirigentes vecinales. El grupo, a petición de estos últimos, que preferían un lugar cerrado y privado donde poder charlar con tranquilidad, se dirigió a un bar.
 Se sentaron en dos mesas juntas, casi al fondo del local, y cada cual pidió al camarero la bebida de su preferencia. Olga, con su habitual perspicacia, preguntó a los vecinos si habían cursado algún escrito a la alcaldía o se habían reunido con concejales para alcanzarles sus quejas contra los trabajadores ambulantes. La respuesta de sus interlocutores fue negativa. Ella les agradeció por su sensatez, aunque les comentó que sabía que algunos comerciantes dueños de tiendas estaban negociando con los municipales para la erradicación definitiva de los trabajadores ambulante del centro de Lima.
El líder del gremio vecinal dijo que dentro su entidad había diversas opiniones sobre el tema aunque de momento nadie apostaba por la expulsión del comercio ambulante de la zona. En primer lugar, porque varias familias se dedicaban a esta actividad que era una forma de ganarse el pan en tiempos de crisis, en segundo lugar, los pequeños comerciantes abastecían de víveres al vecindario, y en tercer lugar, los vecinos no veían con buenos ojos a los dueños de grandes tiendas que residían en zonas ricas de Lima y que habían establecido sus cadenas comerciales en este sector para vender sus artículos a los mismos precios que en las tiendas de Camino Real, es decir carísimo.
El portavoz vecinal volvió a destacar la labor de servicio de los trabajadores ambulantes en favor de la economía del pueblo. Dijo, además, que ellos encontraban en los pequeños comerciantes a una fuerza social abierta al diálogo, asequible a las solicitudes del vecindario, y esto era bueno porque los vecinos y comerciantes podrían alcanzar acuerdos conjuntos en bien de la colectividad limeña.
Al concluir una ronda de gaseosas, se inició otra de cervezas heladas. Estaban entusiasmados con la idea de promover actividades que sirvieran para fortalecer los lazos de unidad entre ambos sectores y asimismo luchar juntos por los intereses del pueblo. Llegaron a hablar de un gran movimiento social que fuera capaz de hacer retumbar las vetustas paredes del palacio de Gobierno. Hacían proyectos contagiados por la agradable compañía y el licor. Alguien aconsejó ser realistas e ir de a pocos. Entonces, para empezar, acordaron llevar a cabo una actividad conjunta con motivo del aniversario de la fundación de Lima.
El dirigente vecinal expuso una idea general y luego todos aprobaron el bienvenido designio. Y, como el tiempo les quedaba corto, acordaron reunirse al día siguiente. Así fue, y tras varias asambleas de delegados, comenzó la preparación de la fiesta mayor. Los comerciantes más entusiastas, con el fin de ofrecer una mejor presentación de sus pequeñas tiendas durante la fiesta, se esmeraban en pintar sus tableros, los palos de sus carpas y la parte exterior de sus carretas empleando para ello colores que hacían juego con los vivos tonos de las fachadas de las casas próximas al mercadillo cuyos titulares desde ya venían alistándolas  para el venidero acontecimiento.
Olga, entusiasmada, acompañó a los dirigentes vecinales al local del ayuntamiento donde se tramitó el permiso necesario para celebrar la actividad que tendría un marcado carácter cultural, y de paso, ellos aprovecharon para solicitar al alcalde una subvención para cubrir los gastos de realización de la misma. El burgomaestre de Lima, recién venido de las Olimpiadas de Seúl, atendió la primera solicitud, pero desestimó la segunda con el argumento de que su alcaldía aún no había recibido la partida anual del gobierno central y no disponía de fondos para fomentar actividades culturales. “Se habrá gastado el presupuesto de su gestión en viaje de placer a las olimpiadas”, dijo Olga a sus acompañantes, en son de broma.
Para costear la actividad, los interesados promovieron una colecta pública de dinero, la cual desde el inicio tuvo un éxito rotundo. Aquellas almas buenas, siempre unidas por el compañerismo, actitud que les hacía sentirse bien, sacaban las monedas de sus bolsillos o alcancías y, con una sonrisa de Monalisa, las depositaban en el enorme sombrero que portaba en manos el recaudador, un joven dirigente que pasaba una y otra vez por delante de los quioscos animando a los trabajadores a hacer sus donativos. Todo el colectivo de pequeños comerciantes colaboró durante la campaña y posibilitó la recaudación de una apreciable suma de dinero, que fue entregada luego al presidente de la comunidad de vecinos.
Pero, de un momento a otro, sucedió algo inesperado. Los cabecillas de una litigiosa Central de Vendedores Ambulantes, que no tenían participación en el sonado proyecto, hicieron correr la voz en todo Lima Cuadrada de que la señora Olga y los de su junta directiva era gente corrupta ligada a una entidad que nada tenía que ver con los intereses de los trabajadores ambulantes. Se inventaron el cuento de que ella y su grupo tampoco pasaban de ser cuatro gatos pelados dando vueltas alrededor de unos quioscos ubicados en espacios públicos prohibidos y que carecían de autoridad en el sector; dijeron que ellos, en cambio, eran los verdaderos representantes de este movimiento social.
Se generalizó el desconcierto entre los vecinos que habían mordido la manzana de la discordia alcanzada por aquellos bribones. Los delegados vecinales buscaron a Olga para decirle que no entendían el divisionismo existente entre los trabajadores ambulantes y que ahora estaban confundidos y ya no sabían a quiénes representaba ella en realidad y a quiénes los otros de la susodicha Central. Mostraron su enfado y decidieron romper el acuerdo verbal alcanzado hasta que se aclarase la cuestión de la representatividad gremial de los comerciantes de la zona. Quedó en suspenso también la devolución del dinero aportado por los comerciantes que ya había sido invertido en la contratación de los artistas de radio y televisión que iban a actuar en la fiesta, aunque los vecinos prometieron volver pronto con una cantidad efectiva para saldar cuentas.
Olga lamentaba que por causa de gente envidiosa se destruyeran los lazos de amistad y confianza alcanzados entre pequeños comerciantes y vecinos del centro de Lima. Les dijo, con pesar, que no debían preocuparse por la devolución del dinero donado por los ambulantes, pues lo habían recolectado con el fin de que se empleara en la actividad. No obstante, ella exigió respeto y consideración para los comerciantes que iban a participar en la fiesta. “Y no pasa nada, paisanos. Sigamos con nuestros planes”, sentenció, con lágrimas en los ojos.
A pesar del fracaso de su asociación como co-organizadora de la actividad, Olga quiso animar a sus compañeros y propuso establecer un premio, sencillo pero significativo, para quien hiciera la mejor presentación de su tienda durante los días festivos. Los trabajadores estaban de acuerdo con el premio que consistiría en una atractiva toldera de cinco metros cuadrados. Pero lo que no les parecía bien, recalcaron, era la actitud oportunista de algunos vecinos que desde ya habían montado en los pasadizos del jirón enormes quioscos de venta de comida, bebida y golosinas.
Por ironía, los trabajadores ambulantes habían perdido espacio en su propio mercadillo. Estaban hacinados, sin poder disponer más que de unos cuantos metros de área para realizar su actividad. Y además estaban enfadados, porque debían abstenerse de vender comida y bebida mientras durase el festival ya que de este negocio se ocuparían los vecinos. Olga intentó reanimar a sus colegas con frases ligeras. “No hay celebración –dijo– que dure más de una semana”. Y arengó a todos para que ultimasen sus preparativos para la fiesta.
Un ingenioso comerciante, valiéndose de tiras de carrizo, trozos de cartón y pegamento, confeccionó un curioso muñeco y le bautizó con el nombre de “El Gran Integrador”. El hombre pretendía que durante la fiesta su irrisoria creación representase el espíritu de integración entre vecinos y trabajadores ambulantes. El fantoche, que tenía ojos achinados, boca grande, nariz de Pinocho y lucía un traje hecho de papel de lustre y unos zapatos de payaso, salió en hombros de la multitud de la tienda de su fabricante y fue ubicado en una silla junto a una de las puertas de entrada al Mercado Central. La gente que pasaba por allí se reía al verle sentado con su cigarrillo en la boca, el pecho levantado y las piernas cruzadas con una apariencia de gran personaje.
Entre tanto, los comerciantes comisionados terminaron por adornar los pasillos del mercadillo con cadenitas de papel, globos inflados, figurines de cartón y serpentina. Y, por fin, el 15 de Enero, al caer la noche más veraniega de la temporada, se desató la alegría popular. Varias descargas de cohetes luminosos se elevaban sobre los techos de los edificios y reventaban en concierto por diversos puntos del cielo. Los haces de luz que caían a tierra formaban un agradable espectáculo, motivando el aplauso de la gente que los veía de lejos y de los que estaban apostados junto a los tabladillos en espera de la función artística. El mercadillo y las calles que lo rodeaban parecían vibrar con la emoción de quienes celebraban un aniversario más de la fundación de Lima.
Por detrás del telón levantado sobre el tabladillo central, la oronda Olga animaba a los artistas que iban a representar una pequeña obra teatral. En el grupo estaban los guitarristas y el elenco de baile, pero faltaba la actriz principal que debía hacer el papel de vendedora ambulante. Los comediantes estaban preocupados por la ausencia de su compañera. Ante esta situación, Olga, con su gracia natural, se dirigió a ellos: “No más caras preocupadas –dijo–. Yo reemplazo a la nena que falta”. Y, presta, pidió un pañuelo de gitana y se lo envolvió en la cabeza, asió la canasta ya preparada con frutas de plástico y lo enganchó en un brazo y además con ágil  mano cogió un abanico abierto que empezó a utilizar.
Y, ante la sorpresa de todos, Olga irrumpió en el escenario como componente del elenco teatral. Empezó a dar vueltas por el entablado exagerando su andar quimboso, sus gestos de provinciana picara y su voz de cantante de ópera: “¡Frutas, madrecita! ¡Frutas, caballero! ¡Todas frescas y sabrosas como las mozas de mi pueblo!”. Uno de los actores se acercó y le estampó un beso sonoro en la mejilla. La vendedora, colorada hasta las orejas, echó a correr por detrás de su galán propinándole pataditas falsas que apenas le rozaban el pantalón.
Ante las risas del auditorio, ella, sin soltar el abanico y la canasta mercantil, se puso a coquetear con otro actor que se movía en el tabladillo. Le insinuaba que quería bailar con él, provocándolo con suaves meneos. El otro aceptó encantado. Y, pronto, Olga meneaba su cuerpo rechoncho, con la rapidez de un trompo, alrededor de quien danzaba con ella a igual ritmo un típico huaylas peruano. Y entre ambos formaban una alegre pareja de bailarines que recibía la ovación del público.
 Por instantes, al compás de la música vernácula, la bailarina se acercaba a su galán y le sacaba la lengua, o se agachaba para mostrarle las posaderas, o le mandaba manotazos volados. Se movía en el escenario, con tal gracia y soltura de cuerpo que parecía una actriz profesional. Entre tanto, la gente, venida de distintos puntos de la capital, gozaba con la función expuesta al aire libre. Al término de la actuación del elenco, Olga y los jóvenes artistas aficionados pertenecientes al Grupo de Danza Teatral “Crepúsculo”, recibieron interminables aplausos por parte del público.
La actividad que venía desarrollándose normalmente, conforme a un rol de actuaciones que los responsables habían dispuesto con antelación, se empañó de pronto con la irrupción en el tabladillo de un hombre que con una voz estruendosa empezó a decir que esta fiesta la estaban organizando los vecinos del barrio en coordinación con su entidad: la Central de Ambulantes. El tipo echaba flores a su gremio, mientras en la plaza una lluvia de silbidos y abucheos caía  sobre su persona. Por fin, dos vigilantes altos y corpulentos, que habían sido contratados por los organizadores, rodearon al pifiado y se lo llevaron de allí a empujones. Tras la incidencia, el maestro de ceremonia, un tipo bien vestido, anunció la presencia del excelentísimo alcalde de la ciudad.
En medio de la expectativa, el señor Del Castillo se acomodó sus gafas cuadradas y saludó a todos con una sonrisa de cura franciscano; dijo que tenía el honor de presidir la fiesta mayor de este importante sector histórico, turístico y comercial de Lima. Hizo una breve memoria de la fundación de la ciudad y enumeró a los alcaldes que la habían gobernado con anterioridad. Vino a decir luego que la unión de los vecinos con los trabajadores manuales e intelectuales era la mejor alternativa para elevar las  condiciones de vida en la capital del país.
Pasando a otro tema de interés, refirió que no creía conveniente tomar medidas de fuerza para erradicar del centro de la ciudad a la gente que subsistía con su modesto trabajo de vendedor ambulante. Aunque sí confesó que su municipio quería realizar un reordenamiento de quioscos de comerciantes a fin de recuperar la belleza histórica de la ciudad. Se oyeron aplausos entremezclados con pifias por parte del auditorio. El orador, a fin de granjearse la simpatía de todos, resaltó el grado de convivencia que había entre vecinos y comerciantes, cosa que le parecía loable.
El alcalde pasó a exponer un proyecto municipal de cara al mejoramiento de la calidad de vida en la ciudad. Y, al final de su intervención, agradeció a la junta directiva de la comunidad vecinal y a los líderes de la Central de trabajadores ambulantes por su valioso aporte en la organización en esta magna fiesta, para cuya realización, su gobierno, siempre preocupado por el bienestar social y el desarrollo cultural de la ciudadanía, había dispuesto a última hora una respetable subvención.
Cuando el burgomaestre de Lima bajó del tabladillo, los dirigentes de aquella Central, que se veían jubilosos, le pusieron una tarjeta recordatoria en la solapa de su chaqueta y en cada brazo las manos suaves de morenas altas y bien entradas en carnes. Con ellas la autoridad local bailó luego un tondero y una zamacueca, hasta jadear de cansancio. El ilustre invitado gozaba a placer con quienes, además de servirle vasos llenos de cerveza, entre bromas le palmoteaban la espalda, adornaban su cabeza con gorritos alusivos a la fiesta, o le zarandeaban de un lado a otro como si fuera un títere.
Ante los hechos, Olga y su gente sentían rabia y desilusión. Sus rivales, al ganarse la atención del alcalde, habían conseguido su propósito. Pero ella, siempre sagaz y pendenciera, tuvo una ocurrencia. Y, en seguida, acompañada por sus colegas, se dirigió al lugar donde reposaba aquel hilarante pelele que ahora lucía ralo bigote, pequeñas barbas rojas y un habano de papel en la boca; le insinuó: “ahora tendrás un compañero”. Lo levantó en vilo y, seguida por su comitiva, caminó hacia el escenario principal de la fiesta. Se abrió paso entre la gente, que se reía al ver aquel muñeco, y llegó hasta el alcalde. Le saludó con una sonrisa y le dijo que su gremio tenía el honor de obsequiarle el presente juguete, que era obra de un trabajador ambulante, para que con él pudiera decorar su local municipal.
–Lo llamábamos el Gran Integrador de Lima –dijo ella–. Pero a última hora le hemos cambiado este nombre por otro más gracioso: El Gran Pelele
El alcalde, jubiloso a causa del trago y el baile, se alborotó aún más al recibir el regalo. “¡Qué ocurrencia!”, dijo con buen humor y dio la mano a Olga en son de agradecimiento y amistad. En seguida, acomodó al fantoche a su lado y, como si fuese un compañero de parranda, se puso a hablarle. Olga y los de su grupo, que se habían arrimado a un quiosco donde vendían pan con chorizo y bebidas gaseosas, se partían de risa al ver a la autoridad local que, sin darse cuenta de nada, seguía jugando con su regalo de feria.