LA BALADA ESTÉTICA DE WILDE
LA BALADA ESTÉTICA DE WILDE
Oscar Wilde nació el 16 octubre de 1854 en Dublín. Estudió, entre otros colegios, en el Magdalen College de Oxford. Siendo aún estudiante publico su poema “Ravena”, por el que recibió el Premio Newdigate de poesía, que lo convirtió en afamado poeta novel y determinó su ingreso, por la puerta grande, en el mundillo intelectual londinense.
Paseó su triunfo por Londres, derrochando ingenio verbal y literario. De carácter excéntrico, vestía levita y pantalones de montar, llevaba el pelo largo y suelto; se desenvolvía con sobriedad, tanto en la calle como en los salones aristocráticos, con una postura de dandy, litigante portador de ideas estéticas sobre arte y moral, con frases brillantes que causaban sorpresa y asombro en las élites conservadoras de la sociedad de su época.
Exponía su arte literario en periódicos y revistas. En 1881 publicó “Poemas”, y poco después publicó sus primeras piezas dramáticas: “Vera o los nihilistas” (1882) y “La duquesa de Amalfi”. En París escribió “Salomé”, pieza dramática que llevaría al Teatro la actriz Sarah Bernhardt. Wilde quiso representarla también en Londres, pero el Lord Chambelán censuró su estreno con el pretexto de que atentaba contra las costumbres morales de la sociedad. El escritor tuvo que batallar para abrirse un espacio en los teatros ingleses, con sus obras “El abanico de Lady Windermere”, “La importancia de llamarse Ernesto”, “Un marido ideal”, “Una mujer sin importancia” que son adaptaciones fustigantes de la hipocresía vigente en la Inglaterra contemporánea.
Llevaba una vida de intensa actividad. Además de escribir solía reunirse con los dramaturgos de su generación, y realizaba continuos viajes por Europa. A Estados Unidos llegó también con sus publicaciones literarias y discursos sobre arte y estética. En 1887 editó una revista de corte feminista: Woman´s Word; en 1988 publicó un libro de cuentos: “El príncipe feliz”. En 1891 salió a luz: “El crimen de Lord Arthur Saville”; y luego reeditó su novela “El retrato de Dorian Gray”, que causó críticas adversas a su persona por parte de puritanos, religiosos y otros sectores conservadores a causa de su ocurrente tema de los pactos humanos con el demonio.
Wilde respondió a sus detractores, con frases punzantes, como: “Lo que se llama pecado es un elemento esencial del progreso. Sin él, el mundo se estancaría, envejecería o se volvería incoloro. Con su curiosidad el pecado acrecienta la experiencia de la especie.”(El Crítico como artista).
Para Wilde la literatura es luz, palabra, acción, es la que nos muestra al individuo y a la sociedad en su plena desnudez, es la forma estética que nos desvela el alma de un mundo nuevo, o del que ya conocemos purificado por el fino instinto de aquel ser dotado de capacidad para hilvanar, con retazos de tosca realidad y temas de poca importancia, las más bellas formas y colores, aquel que hace visible la perfección de su arte en momentos en que su alma está regida por la desbordante pasión creativa.
La función de la literatura es crear un mundo maravilloso, más perdurable y auténtico que el mundo contemplado con la mirada corriente de los mortales. La literatura nos revela el cuerpo estático o en movimiento y el alma en su efervescencia o desasosiego. El poeta, por ejemplo, le canta a la vida en su plena integridad, con sus versos evoca la belleza visible y la percibida por el oído, la gracia de las formas y el color mediante el ciclo esférico de sus pensamientos, pasiones y sentimientos. Depura las groseras e imperfectas formas y sonidos que pueblan el mundo, las reestructura, dándoles nuevo rostro y significado y con ellas retoma el arte y la belleza, azuzando nuestro sentido estético, sugiriéndonos impresión, cavilación, imaginación.
Wilde reclama la libertad del artista, que no debería turbarse por el chirrido de las críticas de quienes equivocan la definición de arte, carecen del delicado instinto de selección y desestiman el valor de una obra creadora por celos, envidia o incapacidad creativa. Y piensa que el artista en sí puede llegar a ser su propio crítico, a partir de las enseñanzas de Platón, por ejemplo, que perdura como crítico de la belleza, de Aristóteles como crítico del arte, Goethe como examinador de la belleza artística. Recoger el legado de estos titanes del pensamiento y analizar, investigar, examinar el arte y la belleza de su obra en su concreta manifestación.
Wilde, a pesar de sus quehaceres como literato y expositor de ensayos sobre arte y estética, consideró oportuno fundar una familia. En 1884 contrajo matrimonio con Constance Mary Lloyd, con la que tuvo dos hijos que colmaron de alegría su hogar. Su felicidad familiar, sin embargo, fue rota por el escándalo en que se vio envuelto a raíz de una denuncia suya contra el marqués de Queensbery que le había tildado de sodomita por mantener una relación sentimental con su hijo el lord Alfred Douglas. Sin quererlo, el escritor se convirtió en víctima del enfrentamiento entre un padre y un hijo obstinados en no darse la razón el uno al otro. Durante el litigio el literato pasó de acusador a acusado, y de esta situación salió mal parado.
La falsedad e hipocresía que reinaba en los ámbitos de la Bretaña victoriana se impusieron al espíritu fino y cultivado de Wilde. Los jueces lo acusaron de sodomita y lo sentenciaron a dos años de trabajos forzados en la Cárcel de Reading. Allí soportaría un sufrimiento tal que trastocaron los sentimientos de su corazón y la agudeza de su alma. Tras haberlo perdido todo: fortuna, familia, amigos se vio hundido en la ignominia y la triste soledad de una prisión. Sólo le quedó el consuelo de la redención a que se aferró con todas sus fuerzas. En su Balada X de la Cárcel de Reading, expresa, su agradecimiento a Dios, por haberle hecho conocer la piedad. Dice: “Entré en la prisión con un corazón de piedra y pensando sólo en mi placer, pero ahora mi corazón se ha roto, y la piedad ha entrado en él”
Wilde fue triturado por los representantes de una sociedad a la que no le convenía reconocer la supremacía intelectual, la maestría estética, el valor de la obra de quien gozaba ya de popularidad en los círculos literarios de la época. Lo juzgaron y ensuciaron su nombre, acabaron con sus pretensiones artísticas quizás por ser gay con mentalidad socialista que hacía dura crítica a las costumbres que sustentaban la vida del Imperio. Eliminaron al autor de “El Retrato de Dorian Grey”, porque no acataba las reglas impuestas por la autoridad imperial e intentaba renovar la visión estética del arte y la literatura.
Indescriptible el daño moral, físico y psicológico sufrido por el artista durante su estancia en prisión. Entre los muros asfixiantes de Reading fenecieron sus pasiones e ideales. Nada quedó del refinado pensador de su tiempo, del poeta, crítico literario y autor teatral, máximo exponente del esteticismo, del defensor del arte, del escritor que con su sabiduría e imaginación vivía más alto que la propia reina Victoria. Mientras ésta amparada en sus cañones tragaba ansias de poder material, Wilde degustaba los aromas del arte y la sabiduría, saboreando la lírica de los griegos, parafraseando a Homero y Virgilio, cincelando rimas como Ovidio, evocando a Hermes, Cicerón o Shakespeare.
Gran Bretaña tiene una deuda moral con Wilde. Y para reivindicarlo ante la sociedad que lo condenó, se debería oír el clamor de los que proponen erigirle un monumento precisamente a la entrada del presidio donde el dolor extirpó su libertad y acabó con sus sueños literarios y el vuelo alado de su espíritu que amaba el arte y la estética. Se haría justicia para quien pensaba además que un artista debe ser valorado por su arte y no por su sexo ni su forma de vestir o actuar, porque el arte en sí no tiene fronteras, ni religión, ni mucho menos sexo, atuendos o posturas convencionales.
Al salir de la cárcel, Wilde estaba física y espiritualmente extenuado. Decidió cambiar su nombre mancillado por el de Sebastián Melmoth y emigró a Paris, donde padeció de hambre, abandono, y quebrantos de salud. Finalmente, en 1900 el otrora glorioso escritor falleció víctima de una aguda meningitis a la edad de 46 años. Antes de marcharse de este mundo dijo: “No deploro ni un solo instante de los que he dedicado al placer. Lo hice plenamente, como deberíamos hacer todo lo que hacemos. No hubo placer que yo no experimentase; eché la copa de mi alma en una copa de vino, descendí por el sendero florido de margaritas al son de las flautas, viví de panales de miel. Pero continuar por la misma vida habría sido un error, habría sido una limitación. Debía seguir adelante, la otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí”.
En los años sucesivos a su muerte la crítica literaria se ha encargado de valorar la obra de Oscar Wilde. Sus libros se han traducido a varios idiomas en todo el mundo. Se reconoce su legado y se le ubica en una posición de avanzada en la galería de los genios de la palabra escrita, que contribuyeron a ser más expectante la historia de la literatura universal.