REDOBLE POR RANCAS (50 AÑOS)
REDOBLE POR RANCAS (50 AÑOS)
Medio siglo ha transcurrido de esta novela sobre luchas campesinas que resultó finalista en el Premio Planeta y fue publicada en España en 1970 y pronto traducida a más de 30 idiomas recibiendo el merecido reconocimiento de los críticos que supieron valorar este fresco literario consagrando a Manuel Socorza –nacido en Lima en 1928 –como egregio novelista, menos en su país, Perú, donde la obra, por motivos extraliterarios, quedó injustamente soterrada.
Scorza, sobreponiéndose a la influencia de los escritores del “boom” –que no fue más que un lanzamiento editoral –consiguió interesar a medio mundo con la temática de su novela, que desvelaba los problemas de afrontaban los comuneros de aquel pueblito de los Andes, los abusos cometidos contra ellos por los custodios de la compañía norteamericana: “Cerro de Pasco Coporation” que cercó casi la mitad del departamento de Junín propiciando la expulsión de los campesinos de sus propiedades.
Rancas, al igual que Macondo de García Marquez, o Comala, de Juan Rulfo, se convierte en mágica a través de la literatura, que para el autor es territorio libre y sagrado donde los pueblos oprimidos buscan que se les haga justicia. Scorza relata, en forma lírica y épica, hechos históricos que se mezclan con la ficción, elevando el contenido de su obra al plano del realismo mágico, género cultivado por otros novelistas hispanoamericanos como Miguel Angel Asturias, Carlos Fuentes y García Márquez.
Ha pasado medio siglo y “Redoble por Rancas” –la primera del ciclo narrativo denominado La Guerra Silenciosa a la que siguieron “Historia de Garabombo el invisible” (1972), “El Jinete Insomne” (1977) “Cantar de Agapito Robles” (1977) “La Tumba del relámpago” (1979) –perdura como una de las mejores novelas míticas extraídas de la realidad peruana del siglo XX. Manuel Scorza con genialidad literaria y movido por un afán de justicia publicó esta novela que capitula una masacre más contra la población indígena a manos de guardias y custodios de los intereses de compañías transnacionales que desde hace años explotan los recursos naturales del Perú.
La novela se apertura con el cuento de la moneda extraviada a Francisco Montenegro (el Poncho Negro), juez de la Provincia de Yanahuanca que aterroriza a los campesinos por su crueldad en los castigos. Omnipotente señor que administra la justicia como le viene en gana. Su palabra es Ley y su presencia eriza la piel. Las autoridades del Pueblo le rinden pleitesía y le consideran ganador en todos las rifas, premios y concursos.
A la figura del Juez autoritario se contrapone la de Héctor Chacón apodado El Nictálope, capaz de descubrir la huella de un roedor en la noche. Se ha propuesto matar al Juez execrable, por lo que regresa a Yanahuanca tras cumplir condena en la cárcel de Huanuco. Intenta acabar con Montenegro con el apoyo de sus amigos: El Ladrón de Caballos un tipo que sabe convencer a los caballos para que abandonen a sus dueños y le sigan, El Abigeo que posee el don de conocer el futuro por el sueño, el sufrido Niño Remigio y el carismático Pis-Pis. Pero el juez anda protegido, por la Benemérita Guardia Civil y por el Chuto Ildefonso con su banda de forajidos.
Chacón sabe que el Fiscal le tiene miedo y se cuida en extremo. Aunque pronto se le presenta una oportunidad, con motivo del comparendo entre representantes del Pueblo y autoridades locales que va a celebrarse en Huarautambo. Le pide a El Abigeo que le reúna gente de confianza y se prepara para cumplir su palabra. Pero un soplo traicionero alerta al Cortaorejas, mercenario de oficio, que advierte a su jefe del peligro que se cierne sobre él. Alertado, Montenegro huye hacia la Cordillera salvando así la vida.
Chacón es perseguido por la policía y se refugia en casa de sus parientes. Sulpicia, su madre, le ayuda consiguiéndole el vestido de una viuda. Disfrazado de mujer huye hacia la casa de Ignacia –su mujer–, donde inesperadamente le cae el sargento Cabrera con un contingente de la guardia civil. Al verse solo y sin posibilidades de escapar, rehúsa a usar su revólver, baja por la escalera de la casa y se entrega a la policía.
Scorza inserta personajes de película en la novela, pero son actores secundarios. El protagonista principal es Rancas un pueblo perdido en la estepa central andina con no más de doscientas casas rústicas de familias comuneras, dos edificios públicos: la Municipalidad y la Escuela Fiscal, una Iglesia desaliñada y una Plaza de Armas con pasto reseco. En este Pueblo olvidado no había nada que ver y poca gente se aventuraba a visitarla. Fue una excepción la llegada del general Bolívar con sus tropas libertadoras un día de Setiembre de 1824 antes de la batalla de Junín. Tras este acontecimiento, la vida se detuvo, inmersa en el tiempo, hasta que llegó un tren cargado de hombres enchaquetados que tan pronto pisaron tierra desenrollaron los gruesos alambres traídos al lugar y empezaron a cercar cerros, chacras, calles. Aquella serpiente metálica se deslizó engullendo montañas, ríos y valles enteros amenazando enjaular el mundo.
Los ranqueños presagian lo peor ante la sorpresiva huída de los animales. Los efectos del Cerco eran lacerantes. El Gran Pánico sumió a la gente en la desesperación. Aislados del mundo, faltos de víveres, agobiados por la soledad y la necesidad al borde del desmayo y la locura; no querían morir y clamaban piedad al cielo. Pero, ¿Dónde y cuándo había empezado todo?
Todo empezó en una ciudad erigida en un extremo de la Pampa de Junín, hacia finales del siglo XIX. Cerro de Pasco era una urbe sumida en la pobreza. Había pocas oportunidades de trabajo y mínima actividad comercial; mucha gente emigraba a otros lugares en busca de mejor futuro. A las míseras condiciones de vida en la ciudad se añadía la sequedad de los campos, donde solo el icchu, pasto divino, resistía el embate del viento y la falta de agua y obsequiaba vida a los animales que se alimentaban de su savia y éstos a la vez permitían sobrevivir a los habitantes del lugar.
A esta ciudad desolada llegó un día un ingeniero rubio que pronto se ganó la confianza de todos por su buen talante y camaradería. Y, una tarde, en la cantina, tras zamparse varias botellas de wisky, empezó a reírse tan fuerte que la gente terminó por apartase de él creyendo que se había vuelto loco. ¿De qué se reía el gringo? Después se supo: había descubierto una mina de oro capaz de enriquecer a los habitantes del país. Se corroboraba así la frase del sabio Raimondi: “El Perú es un mendigo sentado en un Banco de oro”. Los desarrapados habitantes de Cerro de Pasco ignoraban que bajo sus pies reposaba un incalculable tesoro.
En 1903 llegó la “Cerro de Pasco Corporation” con su jauría de jefes autoritarios y pesadas maquinarias. Pronto la compañía, con el aval del Gobierno, mandó construir un ferrocarril comercial y una fundición en la Oroya ubicada a pocos kilómetros, para atender a sus fines de explotación. La Compañía y sus minas atrajeron a una multitud de gente de toda condición que venía por la paga a cambio de un duro y asfixiante trabajo. Pronto miles de hombres, en su mayoría ex-campesinos, horadaban aquellas galerías rocosas. Y, merced a la ganga de la materia prima regalada y la mano de obra barata, la Compañía obtendría en los próximos 50 años una utilidad neta de más de 500 millones de dólares, o sea 10 millones al año, casi 1 millón de los verdes americanos al mes.
La “Cerro” pasaba por su mejor etapa, a pesar de las protestas de las comunidades campesinas a causa del humo expelido por la gigantesca fábrica que había empezado a dañar el medio ambiente. Se producía una transmutación de la naturaleza, se negreaban los cielos, las plantas y el agua de los ríos, provocando la intoxicación de los animales que morían por decenas. En su defensa la empresa adujo que el humo no hacía daño a nadie. Pero como la tierra seguía enlutándose con aquella capa grisácea que vagaba por doquier provocando esterilidad en los campos, resurgieron las protestas campesinas.
La dirección de la “Cerro” criticó la falsedad propagada por gente sin conocimiento científico que afirmaba que el humo contaminaba la tierra, y para acallar las maledicencias y demostrar a todos la verdad de su afirmación, anunció la compra de varias Haciendas afectadas por el humo. Nadie supo nunca a qué precio compró la Hacienda de Las Nazarenas, de 16,000 hectáreas que dio nacimiento a la División Ganadera de la “Cerro de Pasco Corporation” que siguió adquiriendo haciendas y cercando tierras supuestamente envenenadas hasta más allá de los límites posibles. A inicios de los años sesenta el Cerco encerraba más de 500,000 hectáreas de tierra, es decir la mitad del departamento de Junín.
Los habitantes de Rancas, al darse cuenta de que el Cerco no era obra del Diablo sino de los norteamericanos, se rebelaron. Armados de garrotes, hondas y palos se enfrentaron a los que custodiaban el Cerco que en ciertas ocasiones lograron traspasar y meter su ganado a esa orilla para que se alimentaran del pasto que allí florecía. Ante las incursiones de los invasores, la “Cerro” conminó a la Guardia Republicana a poner casetas de vigilancia a lo largo del Cerco y ordenó a sus vigilantes adoptar una actitud más violenta. Los Caporales acataron las órdenes y masacraron al viejo Fortunato, valiente comunero que llegó a enfrentarse a mano con Egoavil, jefe de los Caporales. Lo hizo de pura rabia, al ver las ovejas degolladas de doña Tufina, vecina del pueblo.
Fortunato se recuperó de los golpes recibidos e instó a los comuneros a enfrentarse al enemigo. El pueblo soliviantado marchó hacia Cerro de Pasco llevando en hombros y brazos sus carneros muertos. En la ciudad, la gente les abría paso dándoles la razón. La abusiva “Compañía” no se conformaba con quitarles sus tierras, también mataba a sus animales. Los manifestantes llegaron a la Prefectura y pidieron hablar con el representante del gobierno pero éste no se encontraba en su despacho por lo que amontonaron los carneros muertos a las puertas del local. Una provocación de la que el azuzador Fortunato saldría mal parado. El excelso señor Figuerola tras hacerle limpiar su prefectura le envió a prisión por desacato a la autoridad.
Los comuneros siguieron luchando contra los atropellos de la “Cerro” El Personero Rivera –que custodiaba los títulos de propiedad de las tierras comunales–, con un discurso emotivo reanimó a la gente encauzándolos a la acción. “¡Rancas es pequeño pero luchará!”, arengó y todos hicieron eco, hasta el padre Chasán que derramó su bendición al pueblo. El Personero con la idea de un nuevo sabotaje a la “Cerro” ordenó que cada poblador trajera un cerdo a la Plaza Central y lo dejara allí sin alimentación durante una semana. La gente extrañada cumplió la misión, Al cabo del tiempo señalado, el Personero ordenó que cada cual cogiera su chancho hambriento y le siguiera. La multitud avanzó en procesión hacia los límites de la “Compañía”. Los vigilantes del Cerco amenazaron abrir fuego contra aquel que intentase cruzar la alambrada. Los ranqueños no se amilanaron, en fiel obediencia a su Personero soltaron a sus cerdos que raudos cruzaron la raya demarcatoria y empezaron a devorar los mejores pastos de la “Compañía”. Sonaron balazos, y los animales fueron cayendo, uno a uno, hasta sumar trescientos, murieron con el hocico metido en la deliciosa comida.
Los aparceros no se amedrentaron ante el nuevo revés. Fueron a ver al juez de la ciudad de Cerro de Pasco para solicitarle que hiciera constatación de la existencia del Cerco y del abuso que cometía la “Cerro de Pasco Corporation” con las comunidades indígenas. El señor Parrales dijo no saber nada del asunto, ni que hubiera Cercos ni que brillara la injusticia en su jurisdicción. De todos modos les cobraba 15,000 soles por hacerles un documento con un texto revisado por él. Los comuneros se dieron cuenta de que este hombre era avaricioso, pero era el Juez y su palabra y escritos eran como leyes. Abandonaron el Juzgado pensando en lo que harían para obtener esa cantidad de dinero.
Acordaron realizar una actividad pro-fondos y fueron a ver al alcalde para invitarlo a participar en la fiesta. El burgomaestre les preguntó con qué fin harían la actividad y ellos le contaron que necesitaban dinero para pagarle al Juez. Herón de los Ríos enfadado ante tanto abuso prometió apoyarles en su lucha. En acto de valentía denunció la codicia del juez que en vez de hacer prevalecer la justicia auspiciaba la injusticia y el chantaje. El juez denunció a su vez al alcalde por calumnia. El alcalde, dispuesto a mediar en el problema entre las comunidades campesinas y la “Cerro”, se entrevistó con Harry Troeller, super-intendente de la trasnacional. Pero éste en vez de hablar del Cerco se enfrascó en un tema que consideraba más grave. Dijo que su “Compañía” afrontaba crisis; no podían resistir más los esfuerzos del subsidio que recibían y se verían obligados a vender la luz a 30 centavos el kilovatio. El alcalde replicó pero el otro le recordó que el municipio le debía 44,820 soles a su “Compañía”, por utilización de energía. Y, para concluir, el prepotente míster le amenazó: pagaban de inmediato o les cortaban la luz. El alcalde salió de la reunión maldiciendo a este gringo desgraciado.
Los ranqueños seguían luchando contra la “Compañía” que los condenaba a una muerte lenta. Ya no tenían parcelas que cultivar, ni nada que vender porque sus reservas se habían agotado; languidecían, ojerosos y hambrientos, al igual que sus ganados, haciendo grandes esfuerzos por sobrevivir. Y, entre los lindes de la agonía, el Personero Rivera tuvo otra idea. Era justo el 1 de Noviembre, Día de Difuntos, cuando estaba en el cementerio de Cerro de Pasco con otros vecinos visitando a sus muertos a los que no habían traído nada por falta de dinero. Se quedó observando los bonitas rosas, violetas y azucenas, que los otros deudos depositaban junto a las tumbas de sus seres queridos. Dijo: “Flores abundantes. Flores ricas para alimentarse y masticar. Robémoslas”.
Abdón Medrano, otro dirigente de Rancas, le hizo desistir del delito y le propuso pedirlas como regalo al Alcalde que siempre los apoyaba. Volvieron al Pueblo discutiendo y al día siguiente, temprano fueron a hablar con el alcalde. Tras superar un estado de perplejidad, Herón de los Ríos dijo que por él no había problema pero todo dependía de su Concejo. Y, más tarde, en una caldeada sesión de Concejo, donde se debatieron los pros y contras de la moción, sobre si ésta era una profanación de tumbas o un necesario sustento para gentes famélicas a punto de morirse de hambre, los concejales la aprobaron. Los ranqueños contentos llevaron a pastar sus animales por entre las tumbas del cementerio de Cerro de Pasco. Fue un alivio pasajero, porque agotadas las flores y las yerbas del camposanto, Rancas y sus domésticos ganados volvieron a sumirse en la necesidad y el abandono.
Pronto retomaron su lucha contra la “Cerro”. Los comuneros intentaban forzar los alambres del Cerco que los aprisionaba en este extremo del mundo pero eran reprimidos a la fuerza por los vigilantes. La situación se les complicó cuando un tren abarrotado de policías llegó al Pueblo y los gendarmes que descendieron de los vagones, con el apoyo de los Caporales, empezaron a colocar “rompepatas”, tubos de metal empleado para impedir el avance de personas y animales. Con esta medida la “Compañía” norteamericana clausuraba el único paso libre que existía para los campesinos del lugar.
Desesperado el Personero Rivera lanzó con su honda una piedra que hirió en el rostro a un Caporal. Los otros respondieron y se armó una batalla campal. Los ranqueños desahogaban su rabia lanzando hondazos a los republicanos. Y éstos a su vez cargaban con sus caballos y pisoteaban a los alborotadores que terminaban derribados por los caballos y los culatazos. Heridos como estaban, los comuneros se sobrepusieron y volvieron a enfrentarse a los gendarmes. Una lluvia de piedras, palos y otros proyectiles hicieron estragos en la gendarmería que tocó a retirada. Los comuneros eufóricos por su victoria arrancaron los “rompepatas”, derribaron los postes y destruyeron 300 metros de alambrado. El Cerco sufrió un serio revés ese día. Los ranqueños, en medio de su delirante sufrimiento, lo celebraron como si hubieran ganado ya la guerra.
Pero la “Compañía” ordenó un contra ataque, esta vez con la Guardia de Asalto. A la entrada el pueblo, los comuneros armados con fuetes, palos, piedras, y encomendándose a Dios, aguardaron a los gendarmes. El Personero Rivera salió a preguntarles cuál era el motivo. Un alférez flaco pero de rostro duro le pidió que se identificara. Rivera le dijo su rango en la comunidad, mientras el oficial le miraba con ojos acusadores. Para romper el hielo, Fortunato –que había salido de la cárcel justo ese día– le preguntó a qué se debía la visita. El oficial le dijo que había orden de desalojo y que debían irse de inmediato. Fortunato trató de explicarle que ellos no habían hecho daño a nadie, que la culpa era de la “Cerro”. “Tienen diez minutos”, dijo el oficial. Fortunato seguía diciéndole que ellos eran propietarios y no podían desalojar sus tierras, que la “Cerro” los había invadido y los perseguía para exterminarlos como a ratas. Mientras Fortunato hablaba el oficial iba recordándole el tiempo restante. De pronto dijo: “Ya no falta nada” y disparó.
Y en este Pueblo de Dios, se produjo una masacre. Los principales de Rancas: el aguerrido Personero Rivera el heroico viejo Fortunato, Teodoro Santiago el que solía profetizar desgracias, doña Tufina y otros valientes murieron tiroteados por la policía. (Ellos, los protagonistas ya muertos, se reconocieron después en sus tumbas y se contaron como fueron liquidados). Otros vecinos heridos, en vez de ser llevados al hospital para que los atiendan, fueron encarcelados. Las casitas comuneras fueron pasto de las llamas, las chacras arrasadas, el ganado también liquidado. Nada quedó en pie, hasta la escuela fue destruida. Rancas fue borrada de la faz de la tierra.
La obra de Manuel Scorza nos conmueve y nos hace cavilar sobre hechos que sucedieron en realidad pero la Historia oficial no los cuenta. El escritor lo hace metido en la realidad, sufriendo y luchando como un campesino más, y estas absorciones le facilitan la reconstrucción de los hechos con su arte literario, hilvana frases antológicas, versos poéticos y metáforas filosóficas de gran significado.
Había adquirido un compromiso vitalicio con los campesinos y aspiraba a que mejorasen en sus condiciones de vida, que pudieran trabajar su propia parcela, acceder a una vivienda digna, educarse y ser tratados como gente normal y no como seres discriminados u oprimidos por los grupos de poder.
Anhelaba una sociedad más equitativa, sin terratenientes latifundistas ni corporaciones extranjeras que se adueñen de la tierra y exploten vilmente la fuerza de los pobres. Creía que era posible lograrlo con el diálogo entre Gobierno y Pueblo. Era además un hombre consecuente con sus ideas. Declinó el ofrecimiento del presidente Velasco de ocupar un cargo público alegando que un escritor también sirve a su país con su arte
Sabio y decidido paladín cultural, uno de los grandes exponentes del realismo mágico hispanoamericano, que por desgracia falleció a los 55 años en un accidente de aviación, el 27 de Noviembre de 1983 en Madrid, dejando una obra rica en valores estéticos, que por su proyección universal lo han insertado en la historia de la literatura.