MANUEL SCORZA
El 27 de noviembre se cumplió 30 años de la desaparición física de este notable poeta y novelista peruano. Numerosas entidades, por diversos medios, le han rendido merecido homenaje. Y, como integrante de la Asociación Cultural "Scorza" que se fundó precisamente tomándolo como fuente de inspiración, me adhiero al reconocimiento con una reseña de su vida y obra.
MANUEL SCORZA
El 27 de noviembre se cumplió 30 años de la desaparición física de este notable poeta y novelista peruano. Numerosas entidades, por diversos medios, le han rendido merecido homenaje. Y, como integrante de la Asociación Cultural "Scorza" que se fundó precisamente tomándolo como fuente de inspiración, me adhiero al reconocimiento con una reseña de su vida y obra.
Manuel Scorza nació en Lima el 9 de setiembre de 1928, en el seno de una humilde familia provinciana que por temporadas retornaba al terruño nativo. Vivió algunos años en Acoria, departamento de Huancavelica, donde conoció de cerca la vida de la gente del campo. Volvió a Lima para terminar su formación escolar en el Colegio Militar Leoncio Prado. En 1945 ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, paralelo a sus estudios, realizó una intensa actividad política.
En 1948, tras el golpe del general Odría y la implantación de la dictadura se vio obligado a salir del país. Se estableció en París, donde realizó diversos oficios, entre ellos la de Lector de literatura hispanoamericana en la Ecole Normale Superieure de Saint Cloud. Fueron años de aprendizaje, bajo el rigor de la lectura y la dureza que supone la vida de un desterrado, que le proporcionaron sabiduría y le sirvieron para desarrollar su obra.
Vislumbró con nitidez la tragedia suramericana y sus grandes sueños de libertad. Le preocupaba la condición del pueblo indio en su drama cotidiano y la falta de alternativas frente a los pueblos desarrollados. Sabía que hacían falta grandes cambios, a nivel político, religioso, lingüístico. El campo era el futuro, y los inmersos en el planeta indio debían luchar, con esperanza, sin sentirse derrotados de antemano, oponiendo la fuerza colectiva al individualismo egoísta que imponía la sociedad industrializada. Los campesinos, con su riqueza moral, su espíritu comunal, con el coraje que impulsa a los hombres a realizar actos superiores debían superar los traumas profundos que los esclavizaba y ser capaces de formar parte de la Historia.
El novel poeta supo transmutar su vivencia interior en una poesía de lograda y vigorosa expresión. Muchos de los versos que integran sus poemas son fruto del desconsuelo en que se halla inmerso el exiliado. En 1958 regresó al Perú y obtuvo el Premio Nacional de Poesía con "Las Imprecaciones", su primer poemario publicado en México tres años antes.
Scorza abrió una etapa cultural realmente notoria. Preparó el Primer Festival del Libro con una selección de diez mil volúmenes de autores clásicos americanos. Las quince mil colecciones a la venta en quioscos situados en distintos lugares de la capital se agotaron en menos de una semana. La experiencia se repetiría con idéntico éxito en Colombia, en Venezuela, en Cuba. Consistía en editar a bajo costo y en poner los volúmenes a la venta evitando intermediarios.
Era un editor popular, pero sobre todo un escritor excepcional, que empleaba en sus obras un lenguaje depurado, sobre la permanente resonancia metafórica, con una mezcla de realidad y fantasía equilibrada en función de su capacidad de creador literario. En su obra narrativa, se explaya, con maestría, sobre los problemas sociales del Perú. Su novela, "Redoble Por Rancas" (finalista en el Premio Internacional Planeta, Barcelona, 1970) forma parte de un ciclo (denominado La Guerra Silenciosa) donde, desde una óptica poética, que fusiona mitos ancestrales e historia, muestra la antigua lucha de los campesinos para recuperar sus tierras.
Las demás novelas que componen este ciclo, "Historia de Garabombo el Invisible"(1972), "El Jinete Insomne"(1977), "Cantar de Agapito Robles"(1977) y "La Tumba del Relámpago", continúan uniendo el realismo social a la fantasía poética. Estas novelas, traducidas a más de 40 idiomas, se han constituido en las más difundidas y reconocidas de la literatura peruana.
En 1968, en pleno auge de las luchas campesinas en la sierra central, y en virtud a su activa participación a través de un movimiento político indigenista, se vio obligado a abandonar nuevamente el país. Volvió a París donde frecuentó círculos literarios y celebró tertulias con escritores de diversos países. Por entonces estaba preparando un poemario: "El vals de los reptiles" que sería publicado en México en 1970.
Scorza escribió además el ensayo “Literatura primer territorio libre de América”, donde identifica al mito como el blasón de los pueblos expulsados de la Historia, el que protege la sabia de su identidad proyectada al futuro. En América Latina el mito es una necesaria construcción histórica, y los pueblos marginados de la Historia podrán retornar a ella a través del mito. La literatura, por otro lado, nace de la cruda realidad y crece alimentándose de ella, refleja los hechos y acontecimientos genuinos de un pueblo a un nivel más profundo que cualquier ideología, sea política, religiosa o económica. La literatura dice es la única ideología con identidad propia. La literatura es el tribunal supremo donde se ventilan todas las causas. Cuando una causa, de cualquier tipo, se pierde se apela a la literatura en busca de justicia.
El escritor realizaba frecuentes viajes por el mundo, siempre con la inquietud de dar a conocer, a través de sus obras, las luchas de los campesinos de su país contra el cerco de los grandes propietarios. Y, por desgracia, en uno de sus viajes, el 27 de noviembre de 1983, cuando venía de París, el boeing 747 de la compañía colombiana Avianca, que iba a aterrizar en el aeropuerto de Barajas, para luego seguir con destino final a Bogotá, cayó a tierra un minuto antes de llegar al aeropuerto madrileño. En este accidente fatídico perdió la vida el ya famoso escritor.
Manuel Scorza murió a los 55 años de edad, cuando su obra estaba en plena difusión, precisamente acababa de publicar, en febrero de ese año, su novela: "La Danza Inmóvil", que significaba ya un distanciamiento del ciclo de La Guerra Silenciosa. Su repentina desaparición fue muy sentida, tanto fuera como dentro del Perú, ya que era un escritor comprometido con el pueblo, sobre todo con los campesinos del que fue ardoroso defensor. Y, como fruto de esta noble labor, nos legó una ingente producción literaria, que por su rico valor nos hace considerarlo como uno de los más grandes escritores peruanos del siglo XX.
REDOBLE POR RANCAS
Rancas es un pueblo perdido en la estepa central andina de no más de doscientas casas rústicas de familias comuneras, dos edificios públicos: la Municipalidad y la Escuela Fiscal, una desaliñada Iglesia y una Plaza de Armas con pasto reseco. En este Pueblo olvidado no había nada que ver y poca gente se aventuraba a visitarla. Fue una excepción la llegada del ilustre general Bolívar con sus tropas libertadoras un día de Setiembre del año 1824 antes de la batalla de Junín. Después de este acontecimiento, la vida se detuvo, inmersa en el tiempo. Allí nunca pasaba nada, hasta que llegó un tren cargado de hombres enchaquetados que tan pronto pisaron tierra desenrollaron los gruesos alambres traídos al lugar y empezaron a cercar cerros, chacras, calles. Pronto el Cerco clausuró los campos, los caminos, la vida misma. La serpiente metálica de la “Cerro de Pasco Corporation” se deslizó engullendo montañas, ríos y valles enteros amenazando con enjaular el mundo.
Los ranqueños presagiaron lo peor ante la sorpresiva huída de los animales. Rancas se hundió en el miedo. Los efectos del Cerco eran lacerantes. El Gran Pánico sumió a la gente en la desesperación. Aislados del mundo, faltos de víveres, al borde del desmayo y la locura, empezaron a confesarse sus pecados, el haberse mentido y robado entre sí, el haber fornicado entre primos, cuñados y vecinos ultrajando la confianza depositada en la amistad y la familia. Hubo agraviados que oyeron las confesiones sin inmutarse, como si la afrenta recibida de sus amigos fuera normal; otros en cambio invadidos por la pena terminaron llorando junto a sus agresores perdonándoles su delito. Pobrecitos, que más daba el daño que habían hecho en el pasado. Ahora todos estaban al límite de las fuerzas físicas y mentales, agobiados por la soledad y la necesidad. ¿No había en la tierra un ser benigno que les tendiera la mano? ¿No había un abogado o Tribunal que les hiciera justicia?
Rancas no quería morir y clamaba piedad al cielo. Sus pobladores buscaban a Dios con rosarios, plegarias y besos en los pies de Jesucristo, su bendito hijo crucificado. Pero no lo encontraban por ninguna parte. Tal vez les faltaba redoblar la fe y hacer más consistentes las oraciones diarias.
Pero, ¿Dónde y cuándo había empezado todo?
Todo empezó en una ciudad erigida en un extremo de la Pampa de Junín. Hacia finales del siglo XIX Cerro de Pasco estaba sumida en la pobreza. Había pocas oportunidades de trabajo y mínima actividad comercial, por lo que muchos de sus habitantes emigraban a otros lugares en busca de mejor futuro. A las míseras condiciones de vida en la ciudad se añadía la sequedad de los campos, donde solo el icchu, pasto divino, resistía el embate del viento y la falta de agua y obsequiaba vida a los animales que se alimentaban de su savia y éstos a la vez permitían sobrevivir a los habitantes del lugar.
A esta ciudad desolada llegó un día próximo a Jueves Santo un gringo barbudo. Era un ingeniero que pronto se ganaría la confianza de todos por su buen talante y don de camaradería. Mantenía incluso relación sentimental con algunas cholitas y celebraba parrandas con sus amigos campesinos. Hasta que una tarde, en la cantina, tras zamparse varias botellas de wisky, empezó a pegar carcajadas tan fuertes que la gente extrañada terminó por apartase de él creyendo que había perdido el juicio. ¿De qué se reía el gringo loco? Después se supo: había descubierto una mina de oro, un fabuloso filón capaz de enriquecer a los habitantes del país entero. Se corroboraba una vez más la frase del sabio Raimondi: “El Perú es un mendigo sentado en un Banco de oro”. Los desarrapados y hambrientos comuneros de Cerro de Pasco ignoraban que bajo sus pies reposaba un incalculable tesoro.
En 1903 llegó la “Cerro de Pasco Corporation” con su jauría de jefes autoritarios y pesadas maquinarias. Pronto la compañía, con el aval del Gobierno, mandó construir un ferrocarril comercial y una fundición en la Oroya ubicada a pocos kilómetros, para atender a sus fines de explotación económica.
La “Compañía”, su fundición y sus minas atrajeron como imán a una multitud de gente de toda clase y condición incluyendo ladrones y abigeos arrepentidos, todos venían por la paga a cambio de un duro y asfixiante trabajo. Pronto 30,000 hombres, en su mayoría ex-campesinos, horadaban aquellas galerías rocosas. Y, merced a la ganga de la materia prima regalada y la mano de obra barata, la Compañía obtendría en los próximos 50 años una utilidad neta de más de 500 millones de dólares, o sea 10 millones al año, casi 1 millón de los verdes americanos al mes.
La “Cerro” pasaba por su mejor etapa, a pesar de las protestas de las comunidades campesinas a causa del humo expelido por la gigantesca fábrica que había empezado a dañar el medio ambiente. Se producía una transmutación de la naturaleza, se negreaban los cielos, las plantas y el agua de los ríos, provocando la intoxicación de los animales que morían por decenas. En su defensa la empresa adujo que el humo no hacía daño a nadie. Pero como la tierra seguía enlutándose con aquella capa grisácea que vagaba por doquier provocando esterilidad en los campos: ya no germinaban las semillas, ni brotaban los tallos ni afloraba la vida en su expresión vegetal, resurgieron las protestas contra la “Compañía” norteamericana.
La dirección de la “Cerro” criticó públicamente la falsedad propagada por gente sin conocimiento científico que afirmaba que el humo contaminaba la tierra, y, para acallar las maledicencias y demostrar a todos la verdad de su afirmación, anunció la compra de varias Haciendas cuyas tierras estaban afectadas por el humo. Nadie supo nunca a qué precio compró la Hacienda de Las Nazarenas, de 16,000 hectáreas que dio nacimiento a la División Ganadera de la “Cerro de Pasco Corporation” que siguió adquiriendo haciendas y cercando tierras supuestamente envenenadas hasta más allá de los límites posibles.
A inicios de los años sesenta el Cerco encerraba más de 500,000 hectáreas de tierra, es decir la mitad del departamento de Junín.
Los comuneros de Rancas, al darse cuenta de que el Cerco no era obra del Diablo sino de los norteamericanos, se rebelaron. Armados de garrotes, hondas y palos se enfrentaron a los Caporales que custodiaban el Cerco logrando en ciertas ocasiones traspasar el Cerco y meter su ganado a esta orilla para que se alimentaran del verdoso pasto que ahí florecía. Pero, ante las incursiones de aquellos invasores, la “Cerro” conminó a la Guardia Republicana a poner casetas de vigilancia cada mil metros a lo largo del Cerco. Se reforzó la vigilancia. Los Caporales duplicaron su número y durante las rondas lanzaban disparos al aire. Querían demostrar su poder y meter miedo a los campesinos. Pero, vano intento, éstos seguían peleando por ocupar la ladera cercada que por justicia les pertenecía. Tras nueva escaramuza, La “Cerro” ordenó a sus guardias adoptar una actitud más violenta contra aquellos salvajes que pretendían dañar la buena imagen que la “Compañía” ofrecía al mundo. Los Caporales acataron las órdenes recibidas y masacraron al viejo Fortunado, el único que se atrevía a dar cara a los vigilantes, a pesar de los goles recibidos por su terquedad. El valiente comunero pronto se repuso y llegó a enfrentarse a mano con Egoavil el jefe de los Caporales. Lo hizo de pura rabia, al ver las ovejas degolladas de doña Tufina, vecina del pueblo.
Fortunato se recuperó de los golpes recibidos e instó a los comuneros a enfrentarse a la “Compañía” yanqui. El pueblo soliviantado marchó hacia Cerro de Pasco llevando en hombros y brazos sus carneros muertos. En la ciudad, la gente les abría paso dándoles la razón. La abusiva “Compañía” no se conformaba con quitarles sus tierras, también mataban a sus animales. Los manifestantes llegaron a la Prefectura y pidieron hablar con el representante del gobierno, pero como éste no se encontraba en su despacho amontonaron los carneros muertos a las puertas del local. Una provocación de la que el azuzador Fortunato saldría mal parado. El excelso señor Figuerola tras hacerle limpiar su prefectura le envió a prisión por desacato a la autoridad.
Los comuneros, no obstante, siguieron luchando contra los atropellos de la “Cerro de Pasco Corporation”. Fue el Personero –el que custodiaba los títulos de propiedad de las tierras comunales–, quien con un discurso emotivo volvió a levantar los ánimos de la plebe encauzándolos a la acción. “¡Rancas es pequeño pero Rancas luchará!”, arengó y todos hicieron eco, hasta el padre Chasán que derramó su bendición a sus paisanos gladiadores. El Personero con la idea de un nuevo sabotaje a la “Cerro” ordenó que cada poblador trajera un cerdo a la Plaza Central y lo dejara allí sin alimentación durante una semana. La gente extrañada cumplió, y, al cabo del tiempo señalado, el Personero ordenó que cada cual cogiera su chancho hambriento y le siguiera. Una multitud harapienta y demacrada avanzó en inusual procesión hacia los límites de la “Compañía”. Al verlos, los vigilantes del Cerco se sobresaltaron y amenazaron abrir fuego contra todo aquel que intente pasar al otro lado de la alambrada. Los comuneros no se amilanaron, en fiel obediencia a su ocurrente Personero soltaron a sus cerdos que raudos cruzaron la raya demarcatoria y empezaron a devorar los mejores pastos de la “Compañía”. Sonaron balazos, y los pobres animales fueron cayendo, uno a uno, hasta sumar trescientos, murieron con el hocico metido en la deliciosa comida.
Los comuneros no se amedrentaron ante este nuevo revés. Fueron a ver al juez de la ciudad de Cerro de Pasco para solicitarle que hiciera constatación de la existencia del Cerco y del abuso que cometía la “Cerro de Pasco Corporation” con las comunidades indígenas. El señor Parrales dijo no saber nada del asunto, ni que hubiera Cercos ni que brillara la injusticia en su jurisdicción. De todos modos les cobraba 15,000 soles –con descuento incluido– por hacerles un documento con el texto que ellos quisieran poner. Los comuneros se dieron cuenta de que este hombre era avaricioso, pero era el Juez y sus escritos eran como leyes que debían cumplirse. Abandonaron el Juzgado pensando en lo que harían para obtener esa cantidad de dinero.
Acordaron realizar una actividad pro-fondos y fueron a ver al alcalde para invitarlo a participar en la próxima fiesta. El burgomastre les preguntó con qué fin harían la actividad y ellos le contaron la verdad: necesitaban recaudar dinero para pagarle al Juez local. El alcalde puso el grito en el cielo ante tanto abuso y prometió apoyarles en su lucha. En un acto de valentía denunció la codicia del hombre de leyes que lejos de hacer prevalecer la justicia en el país auspiciaba la injusticia y el chantaje. El Juez denunció a su vez al alcalde por calumnia. El alcalde Herón de los Ríos dispuesto a mediar en el problema entre las comunidades campesinas y la Compañía estadounidense se entrevistó con Mr. Harry Troeller, Super-intendente de la trasnacional. Pero este señorón, en vez de hablar del tema del Cerco se enfrascó en algo que consideraba mucho más grave. Dijo, preocupado, que su Compañía afrontaba crisis, que no podían resistir más los esfuerzos del subsidio que recibían y se verían obligados a tener que vender la luz a 30 centavos el kilovatio. El alcalde replicó pero el rubio ejecutivo le recordó que el ayuntamiento le debía 44,820 soles a su Compañía, por utilización de energía. Y, para concluir, el omnipotente míster le lanzó una tajante amenaza: pagaban de inmediato o les cortaban la luz. El alcalde salió de la reunión enfadado y maldiciendo a este extranjero hijo de puta.
Los comuneros seguían luchando contra la “Compañía” que los condenaba a una muerte lenta. Ya no tenían parcelas que cultivar, ni nada que vender porque sus reservas se habían agotado, y ellos, ojerosos y hambrientos, al igual que sus ganados languidecían haciendo grandes esfuerzos por sobrevivir y, lo peor, sin vislumbrar esperanzas en el horizonte. Y entre los lindes de la agonía, el Personero Alfonso Rivera tuvo otra idea. Era justo el 1 de Noviembre, "Día de Todos los Santos", cuando estaba en el cementerio de Cerro de Pasco con otros vecinos visitando a sus muertos a los que no habían traído nada por falta de dinero. Se quedó observando los bonitas rosas, violetas y azucenas, que los otros deudos depositaban junto a las tumbas de sus inolvidables seres queridos. “Flores abundantes. Flores ricas para alimentarse y masticar. Robémoslas”, dijo. Pero Abdón Medrano, otro dirigente de Rancas, le hizo desistir del delito y le propuso mejor pedirlas como regalo al Alcalde que siempre los apoyaba. Volvieron al Pueblo discutiendo y al día siguiente, temprano fueron a hablar con el alcalde. Tras superar un estado de perplejidad y una soberbia risotada, Herón de los Ríos dijo que por él no había problema aunque todo dependía de su Concejo. Y, más tarde, tras una caldeada sesión municipal, donde se debatieron los pros y contras de la moción, sobre si ésta era una profanación de tumbas o un oportuno sustento para gentes que por sus aspectos estaban a punto de convertirse en huéspedes del cementerio, los regidores la aprobaron por unanimidad. Los ranqueños contentos llevaron a pastar sus animales por entre las tumbas del cementerio de Cerro de Pasco. Esto fue solo un alivio pasajero, porque agotadas las flores y las yerbas del camposanto, Rancas y sus domésticos ganados volvieron a sumirse en la necesidad y el abandono.
Retomaron su lucha contra la “Cerro”. Los comuneros intentaban forzar los alambres del Cerco que los aprisionaba en este extremo del mundo pero eran reprimidos a la fuerza por los rudos vigilantes. La situación se complicó para los ranqueños cuando un tren abarrotado de policías llegó al Pueblo y los gendarmes que descendieron de los vagones, con el apoyo de los Caporales, empezaron a colocar “rompepatas”, tubos de metal empleado para impedir el avance de personas y animales. Con esta medida la “Compañía” norteamericana clausuraba el único paso libre que existía para los campesinos del lugar.
Desesperado el Personero Rivera lanzó una piedra con su honda que hirió en el rostro a un Caporal. Los otros respondieron y pronto se armó una batalla campal. Los ranqueños desahogaban su rabia lanzando hondazos a los republicanos. Y éstos a su vez cargaban con sus caballos y pisoteaban a los alborotadores que terminaban derribados por los caballos y los culatazos. Heridos como estaban, los ranqueños se sobrepusieron y volvieron a enfrentarse a los gendarmes. Una lluvia de piedras, palos y otros proyectiles hicieron estragos en la gendarmería que pronto, maltrechos como estaban, tocaron a retirada. Los ranqueños eufóricos por su victoria arrancaron los “rompepatas”, derribaron los postes y destruyeron 300 metros de alambrado. El Cerco sufrió un serio revés ese día. Los ranqueños, en medio de su delirante sufrimiento, lo celebraron como si hubieran ganado ya la guerra.
Pero la “Compañía” ordenó un contra ataque, esta vez con la Guardia de Asalto, que metralleta en mano avanzó hacia el Pueblo. A la entrada, la Puerta de San Andrés, los comuneros armados con fuetes, palos, piedras, y encomendándose a Dios, aguardaron a los gendarmes. El Personero Rivera salió a preguntarles cuál era el motivo. Un alférez flaco y pecoso le pidió que se identificara. Rivera le dijo su rango en la comunidad, mientras el oficial se quedó mirándole con ojos acusadores. Para romper el hielo, Fortunato –que había salido de la cárcel justo ese día– le preguntó a qué se debía la visita. El oficial muy serio le dijo que había orden de desalojo y que debían irse de inmediato. Fortunato trató de explicarle que ellos no habían hecho daño a nadie, que la culpa era de la “Cerro”. “Tienen diez minutos”, dijo el oficial. Fortunato seguía diciéndole que ellos eran propietarios y no podían desalojar sus tierras, que la “Cerro” los había invadido y los perseguía para exterminarlos como a ratas. Mientras Fortunato hablaba el oficial iba recordándole el tiempo restante. De pronto dijo: “Ya no falta nada” y disparó.
Y, en este Pueblo de Dios, se produjo una vil masacre. Los principales de Rancas: el aguerrido Personero Alfonso Rivera el heroico viejo Fortunato, Teodoro Santiago el que solía profetizar desgracias, doña Tufina y otros valientes murieron tiroteados por la policía. (Ellos, los protagonistas ya muertos, se reconocieron después en sus tumbas y se contaron como fueron liquidados). Otros vecinos heridos, en vez de ser llevados al hospital para que los atiendan, fueron encarcelados. Las casitas comuneras fueron pasto de las llamas, las chacras arrasadas, el ganado también liquidado. Nada quedó en pie, hasta la escuela fue destruida. Rancas fue borrada de la faz de la tierra.
La novela “Redoble por Rancas”, se apertura con la fábula de la moneda extraviada a Francisco Montenegro (el Poncho Negro), autoritario juez de Primera Instancia de la Provincia de Yanahuanca que aterroriza a los campesinos por su crueldad en los castigos y causa temor en las autoridades locales por la forma como cachetea a quienes no se dirigen a él con sumo respeto o le causan desaire. Este omnipotente señor administra la justicia como le viene en gana. Absuelve a un reo cuando está de buen humor o lo hunde en prisión cuando está enojado. Dictamina las sentencias de los acusados en el ínterin de divertidos juegos de naipe con sus colegas. Y siempre se mueve al servicio de los gamonales. Llega a legitimar un genocidio con el auto de “infarto colectivo” ocurrido en la hacienda El Estribo (cuando en realidad fue un envenenamiento perpetrado por el patrón Migdonio de la Torre contra quince de sus peones que pretendían formar un Sindicato). Montenegro es como un César, su palabra es Ley y su presencia eriza la piel. Las autoridades del Pueblo le rinden pleitesía y le consideran ganador en todos las rifas, premios y concursos.
A la figura del Juez abusivo se contrapone la de Héctor Chacón, el Nictálope –un hombre extraído de la realidad–, capaz de descubrir la huella de una lagartija en la noche y que se ha propuesto matar al Juez execrable con su propia mano Chacón regresa a Yanahuanca tras cumplir su última pena en la cárcel de Huánuco y en la Plaza de Armas se reencuentra con sus viejos amigos: El Ladrón de Caballos un gigante que tiene el don de susurrar a los caballos y convencerlos para que abandonen a sus dueños y se fuguen con él a mejores tierras, y El Abigeo, un tipo sanchopancesco, que posee el don de conocer los hechos futuros por el sueño. Él sabe de antemano lo que va a suceder. Y no le sorprende ver a Chacón después de tanto tiempo. Ya lo había soñado entrando al pueblo con esa misma ropa igualito que antes.
El Nictálope, con el apoyo de sus amigos al que se suma el jorobado Niño Remigio y luego el carismático Pis-Pis, intenta por todos los medios acabar con Montenegro. Pero el doctor anda bien protegido, por la Benemérita Guardia Civil y por el Chuto Ildefonso y su banda de forajidos. Además, por precaución, como sabe que lo quieren matar, ya no luce su Poncho Negro fuera de casa. Se refugia en su despacho casero y desde ahí administra justicia. El ex-convicto sabe que el Fiscal le tiene miedo y por eso se cuida en extremo. Aunque pronto se le presenta una oportunidad, con motivo del comparendo entre representantes del Pueblo y autoridades locales que va a celebrarse en Huarautambo. Chacón le pide al Abigeo que le reúna gente de confianza y se prepara para cumplir su palabra. Pero un soplo traicionero no se sabe de quién termina alertando al Cortaorejas, mercenario de oficio, que envía una nota a su jefe advirtiéndole del peligro que se cierne sobre él. Alertado, el Juez Montenegro huye hacia la Cordillera salvando así la vida.
Chacón se separa de su grupo y es perseguido por la policía con el agravante de haber atentado contra la vida de la máxima autoridad de la provincia. Se refugia en casa de sus parientes. Habla con sus hijos Fidel y Juana y luego con Sulpicia, su madre, que le ayuda consiguiéndole el vestido de una viuda. Disfrazado de mujer huye a toda prisa y llega a la casa de Ignacia –una de sus mujeres–, donde inesperadamente le cae el sargento Cabrera con un contingente de la guardia civil. “¡Si no disparas, te respetaré la vida!”, le grita Cabrera. Chacón mira hacia afuera y distingue nueve guardias y una docena de tiradores parapetados por las inmediaciones. A verse solo y sin posibilidades de escapar, rehúsa a usar su revólver, baja por la escalera de la casa y se entrega a la policía.
MANUEL SCORZA: LA VOZ DE LOS CAMPESINOS
Manuel Scorza es un literato genial, sus obras nos conmueven y hacen cavilar sobre hechos que sucedieron en realidad y que, por algún motivo, la Historia oficial no los cuenta. Con categórica pluma pone en evidencia el Derecho civil del país, la muestra tal como funciona, con errores de interpretación y aplicación por parte de letrados soberbios que insultan y golpean a los que consideran sus inferiores y mal administran la justicia como el caso del Juez Francisco Montenegro.
El escritor denuncia los atropellos cometidos por las malas autoridades y el abuso de la compañía “Cerro de Pasco Corporation” contra los campesinos de esta parte del Perú. Lo hace metido en la realidad, sufriendo y luchando como un campesino más, y estas absorciones le facilitan la reconstrucción de los hechos con su arte literario, hilvana frases antológicas, versos poéticos y metáforas filosóficas de gran significado. Con la Literatura, al que considera el Tribunal Supremo, es capaz de impartir justicia a los pueblos marginados.
Ya desde muy joven había adquirido un compromiso vitalicio con los campesinos y aspiraba a un mejoramiento de sus condiciones de vida, que pudieran trabajar su propia parcela, acceder a una vivienda digna, educarse y ser tratados como personas decentes y no como indios ignorantes, discriminados u oprimidos por los grupos de poder. Por ello, vio con satisfacción el golpe que el gobierno de Velasco asestó al latifundio mediante la nacionalización de las grandes empresas transnacionales, entre ellas la “Compañía” que fomentó el Cerco en su monumental novela. El Gobierno militar promulgó además amnistía a los presos políticos, lo que favoreció la salida de muchos campesinos encarcelados por defender sus tierras. El mismo escritor asistió a la liberación de Héctor Chacón su amigo y a la vez uno de los personajes centrales de su novela.
Scorza anhelaba una sociedad peruana más equitativa, sin terratenientes latifundistas ni corporaciones trasnacionales que se adueñen de la tierra y exploten vilmente la fuerza de los pobres. Creía que era posible lograrlo mediante el diálogo del Gobierno y el Pueblo. Y era además un hombre consecuente con sus ideas. Declinó gentilmente el ofrecimiento del general Velasco de ocupar un cargo público alegando que un escritor también sirve a su país con su arte
Sabio y decidido paladín cultural que, por desgracia, falleció a los 55 años en un accidente de aviación, el 27 de Noviembre de 1983 en Madrid. Venía de París con la idea de participar en un Encuentro de Escritores en la ciudad de Bogotá e ir luego a radicar definitivamente a Perú donde se estaba librando una cruenta guerra. De haber llegado a escribir sobre lo que entonces sucedía en los pueblos serranos sería la pluma reveladora de esos hechos que remecieron y desangraron a nuestro país y lo postraron en una trágica convalecencia, habría completado con magisterio el mejor ciclo de la novela peruana del siglo XX. Porque él conocía la realidad de los campesinos, sabía cómo pensaban y cómo actuaban, cómo resistían el hambre y el sufrimiento tanto ancestral como el asestado por los latifundistas del campo y las transnacionales avaladas por el Gobierno. Manuel representaba la voz y memoria de los campesinos.
Manuel Scorza habría epilogado otras tantas novelas basadas en el devenir diario de la realidad peruana enlazándolas al último epílogo de “Redoble por Rancas”, fechado el 24 día de junio de 1983, donde informa que Pepita Montenegro, esposa del juez Francisco Montenegro, fue secuestrada de su hacienda de Huarautambo y ejecutada por combatientes de Sendero Luminoso. “Desconozco los detalles del drama –dice el autor– acaecido en las cordilleras de la serranía peruana, que hoy asola, desgarradoramente, la guerra civil”
Barcelona, 28 de Noviembre del 2013