LA METAMORFOSIS DE KAFKA
LA METAMORFOSIS DE KAFKA
Frank Kafka nació en Praga, el 3 de julio de 1883, en una familia de comerciantes judíos. Muy pronto rechazó la religión de sus padres y la influencia de cualquier otro tipo de religión, por considerarlas contrarias a su forma de ver la vida. Cursó estudios primarios en un colegio alemán de Praga, y en 1884 ingresó en el Instituto Staromestké Gymnasium. Posteriormente, estudió Derecho en la universidad de Praga doctorándose en Jurisprudencia en 1906.
En 1907 se empleó en la compañía de seguros Assicurazioni Generali, desempeñando un cargo poco relacionado con su formación universitaria, y nada acorde con su vocación literaria. Al año siguiente, cambió de centro de trabajo, una compañía semi estatal que le dejaba más tiempo libre para escribir.
En 1909 publicó “Descripción de una lucha”, en la revista Hyperion, y “Los aeroplanos de Brescia” en la revista Bohemia. En los siguientes cuatro años, aflorará su fecundidad como escritor, empezará a redactar su Diario, dará forma a su relato El Ausente (que se conocerá más tarde con el título de América), terminará de escribir “La Condena” y la obra que lo encumbraría en la literatura universal: “La Metamorfosis.”
En 1913 se editaron sus primeros libros “Contemplación” y “El fogonero” (que se integrará también en su obra. América). En octubre de 1915 salió a la luz “La Metamorfosis” que en su primera edición no tendría la resonancia esperada por su autor. Y el año siguiente apareció “La Condena”
En 1920, la tuberculosis, enfermedad adquirida años atrás, resquebrajó su salud y lo obligó a internarse en un sanatorio alemán. De vuelta en Praga, en 1921, empezó a redactar. “El Castillo.” En 1923 entabló una relación sentimental con Dora Dymant, con quien se instaló en Berlín. Pero poco disfrutó de este compromiso y mucho menos pudo ver cristalizado su sueño de escritor. El 3 de junio de 1924, tras agudizarse su enfermedad a los pulmones y sin que la ciencia médica pudiera evitarlo, falleció en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena, casi a los 41 años de edad.
Kafka había dejado una carta a su amigo Mac Brod, pidiéndole que al morir, quemara todos sus manuscritos, quizás por considerarlos incomprensibles para su época. Pero Brod, no cumplió con el deseo del escritor, al creer que era una idea errónea causada por una pasajera depresión anímica. Años después, durante la invasión alemana a Praga, Brod huyó a Palestina llevándose consigo la obra inédita de Kafka, que posteriormente mandaria publicar. A finales de 1924 apareció: “Un artista del hambre”. Y luego las obras, en su mayor parte inconclusas, que el escritor había pedido que se destruyeran: “El Proceso” (1925); “El Castillo” (1926); “América” (1927) y “la muralla china” (1931)
Brod se encargó de difundir la obra de su extinto colega, que luego se convertirá en fenómeno literario. Y, antes morir, dejó una carta a su secretaria Esther Hofe, ordenándole que entregara los manuscritos de Kafka, que obraban en su poder, a una biblioteca pública de Israel. Pero ella tampoco cumplió con el deseo de su jefe. Los dejó en legado –un caso de apropiación ilícita o usurpación porque no eran de su propiedad– a sus descendientes.
Con posterioridad, tras un arduo litigio judicial, entre las herederas de Hofe y el estado israelí, un juez ordenó que los escritos de Kafka pasaran a ser propiedad de Israel. Si el letrado y brillante escritor, que además tenía una acentuada formación filosófica y humana, hubiera presenciado el litigio, causado por la desobediencia de Brod –de la que estaría agradecido–, lo habría resuelto en un santiamén dictaminado que los verdaderos propietarios de sus obras fueran sus lectores de todo el mundo.
LA METAMORFOSIS DE KAFKA
Gregorio Samsa, el viajante de comercio, convertido, de la noche a la mañana, en un horrible insecto, debe afrontar con valentía su inusitada condición. Le cuesta mucho enderezarse en la cama. Se da cuenta que le han salido patitas, una antena en la cabeza y el vientre se le ha abultado de manera convexa. En tal postura, no pierde, sin embargo, la esperanza de poder levantarse de la cama y alistarse para ir al trabajo. ¡Su trabajo! Una absurda rutina diaria, agudizada por el estrés del traslado de un lugar a otro, la agobiante espera en las estaciones, el inadecuado descanso, la pésima alimentación, y la soledad causada por la inexistencia de los sentimientos y la frialdad de las relaciones humanas. Mandaría todo al diablo, si no fuera porque necesitaba el empleo para mantenerse a sí mismo y ayudar su modesta familia. Razonaba como un hombre, aunque tuviera forma de animal, y pugnaba por retomar su vida habitual. Pero los minutos transcurren y, a pesar de sus esfuerzos, no logra incorporarse. Su ausencia en la sala, a esas horas de la mañana, impacienta a sus parientes que empiezan a llamarle, de detrás la puerta, para que salga y se prepare para la labor diaria. Gregorio no halla modo de abandonar la cama, ni siquiera con la ayuda de las numerosas patas en que se han convertido sus extremidades. Mientras sigue oyendo los insistentes toques de puerta y las voces familiares que le llaman. De pronto oye la voz del gerente de la compañía donde trabaja, ¡la autoridad suprema!, ¿que estará pensando éste de Gregorio, que era un flojo sinvergüenza, o que se hacía el loco para no ir a trabajar? Habrá venido a pedirle las más detalladas explicaciones por su tardanza. Gregorio, excitado por sus pensamientos intenta avisar a todos que ahora sale, pero su voz no es más que un chillido de animal que a él mismo le sorprende.
Un nuevo balanceo agotador y, por fin, se vuelve y con desatinados movimientos salta de la cama. Se aligera para ir hacia la puerta, pero comprueba con angustia, que su andar por el suelo es parsimonioso, va más lento que una tortuga. Sudando copiosamente, consigue acercarse al baúl e intenta enderezarse apoyándose en él. Quiere abrir la puerta de su habitación pero sabe que esto le significará una hazaña. Mientras busca el modo, sigue pensando en la presencia del gerente, que habrá venido a darle el sermón de la mañana. Aunque esto tendría arreglo, le daría las explicaciones del caso y todo volvería a la normalidad. Además, Gregorio era un empleado ejemplar, en 5 años no había faltado nunca al trabajo, no había quejas contra él y desarrollaba sus labores con la mayor dedicación y esmero. Sus superiores estaban contentos con él y un simple retraso no haría peligrar su permanencia en la empresa. Uf!, hizo un esfuerzo titánico y, por fin, tras resbalar varias veces, contra las lisas paredes del baúl, dejó caer su lomo calloso en el respaldo de una silla cercana a la que se aferró con sus patas. Gregorio se deslizó con la silla hacia la puerta, y tras nuevo esfuerzo soltó la silla y se apoyó con sus patas en la puerta donde quedó pegado como un chicle. Reposó un momento y luego intentó hacer girar la llave con la boca. Nuevos esfuerzos y por fin la llave empezó a girar en la cerradura y, luego, muy lentamente el insecto consigue empujar la puerta. Saca medio cuerpo a la habitación contigua y casi sin darse cuenta se muestra a los demás. Todos se horrorizan al verle. El gerente retrocede hacia la escalera y luego huye despavorido, la madre de Gregorio se desmaya, y el padre, enfurecido coge un periódico y el bastón del gerente que salió huyendo y espanta al repugnante bicho hasta obligarle a volver a su habitación.
Definitivamente Gregorio Samsa, no es ya un hombre sino una especie de gusano, frágil y temeroso, que se moviliza calladamente sobre una tira de patitas, dormita bajo el sofá o el rincón más penumbroso de su cuarto. Cuando se reanima, pega algún silbido y se acerca a la ventana para mirar hacia el exterior aunque pronto vuelve a sumirse en sus recuerdos. A él le cuesta asumir su inesperada transformación en animal, rechaza la dura realidad aunque supiera que ésta va siempre más allá de la ficción. No se resigna, y tampoco pierde la esperanza de que todo vuelva a ser como antes. Pero no es cosa fácil, su familia es la primera en no comprenderle, salvo su hermana Greta que a diario, coloca en la habitación, en un papel extendido en el suelo, legumbres de días atrás, salsas cuajadas, quesos resecos y otros restos de comida con los que pueda alimentarse el animalito.
Desde su encierro Gregorio lo percibe todo, hasta las pocas ganas de comer de su familia y los inconvenientes surgidos a raíz de su metamorfosis. Era difícil hacerse cargo y mucho más lo era acostumbrarse a convivir con él. Por ello, los componentes de la familia se turnan para no dejar solo al otro con aquel abominable bicharraco en la casa. Gregorio trataba de entenderlos ya que además la familia pasaba apuros económicos. Escuchó decir a su padre que aún quedaba algo del dinero producido por los beneficios de un antiguo negocio. Pero este dinero era insuficiente, la familia pronto no podría sostenerse. Sus componentes debían trabajar, pero era difícil pensar que su padre, viejo y pesado, y su madre asmática, pudieran hacerlo. La única apta, aunque solo fuera una niña de 17 años, era su hermana Greta. Antes, pensó Gregorio, nadie pasaba por estos apuros. Él, con su sueldo y las comisiones obtenidas como viajante de comercio, aportaba el dinero suficiente para la manutención de la familia.
La vida invertebrada de Gregorio ya no cambia, él sigue alimentándose con lo que le trae su hermana, a veces no come y prefiere trepar por las paredes llegar al techo y desde ahí lanzarse sobre la mesa o el suelo. Un día, sin quererlo, asusta a su madre, que estaba ayudando a Greta a sacar muebles de su habitación. La pobre se desmaya otra vez y la hermana acude a socorrerla tras increpar a Gregorio El padre, al enterarse de lo ocurrido, se enfurece, corretea al animal, le arroja manzanas y una de ellas queda incrustada en el lomo de su hijo, que herido y acongojado se refugia en la oscuridad de su cuarto. Su familia no puede entenderle y él tampoco a ellos.
El desenlace se produce pronto, tras una cena familiar, que incluye a los comensales que desde hace poco ocupan una habitación en la casa. Greta, a pedido de su padre, toca el violín. Era tan bella la melodía, que Gregorio emocionado se dirige a su hermana, para decirle con cariño que toca muy bien el instrumento y que de no ser por lo sucedido, le hubiera pagado sus estudios en el Conservatorio. Sin pensar en las consecuencias, vuelve a mostrarse a los demás. Los huéspedes de la casa, sienten asco y piden explicaciones al padre. La madre, atacada por una prolongada tos, se desploma sobre un mueble. Mientras Greta queda petrificada con su instrumento musical colgado de la mano. Los huéspedes amenazan marcharse, sin pagar el alquiler, por haber sido engañados y obligados a convivir con aquel repugnante insecto.
Greta grita más tarde: “¡Hay que deshacerse de él!”. Y añade: “Porque ahuyenta a todos, incluso a los huéspedes. Quiere apoderarse de toda la casa.” Gregorio piensa que su hermana tiene razón, que sería mejor desaparecer. Es un ser horripilante, ya no sirve para nada, da mal aspecto en la casa, avergüenza a su familia, causa repudio a su jefe y el rechazo de la sociedad. Gregorio lo comprende, con pena y resignación, como haría un desahuciado por los médicos o un condenado a la pena capital por los jueces. Gregorio se conduele de sí mismo y se acurruca en la tétrica soledad de su agujero, está dispuesto a morir. Permanece largo rato meditando aunque ya sin sentir nada. Y, más tarde, cuando el alba despuntaba en el horizonte, dejó caer la cabeza hacia un lado y de su hocico emanó su último suspiro. Gregorio, el converso bicharraco, se va de este mundo, con su alma en sosiego, liberado de toda culpa y rencor hacia sí mismo y hacia a sus semejantes.
Kafka retrata de forma magistral, el miedo existencial del hombre, fuerte y capaz, que un día cae, abatido por alguna extraña transformación física, y ya no puede levantarse. Un futuro incierto se cierne sobre el débil, empobrecido y, lo que es peor, ser repudiado por los demás. Por eso prefiere el recogimiento, la soledad y la penumbra del hueco sombrío. Samsa es el mismo Kafka, solitario, huidizo, atacado por la tuberculosis, que entiende que ya nada es igual que antes, es un ser debilitado, indefenso, casi incapaz de valerse por sí mismo. El enfermo incurable, la especie de bicho raro en la sociedad, piensa y describe su propia existencia, sus miedos interiores, sus esperanzas que aún le quedan, se retrata a sí mismo, ¡A él le tocó cambiar, transformarse, pasar de hombre a esto! Aunque lucha con todas sus fuerzas por recobrar su vida normal, no lo consigue. Kakfa convertido en Gregorio, considera que es mejor desaparecer, no tiene ya sentido su existencia en un mundo incomprensible. Por eso ordenó quemar sus escritos, hacerlos desaparecer, porque serían también bichos raros que el mundo rechazaría.
No fue así exactamente; los escritos de Kafa, con su prosa corta y pulida, a pesar de ser extravagantes, trascendieron en las generaciones posteriores. Refluye su mensaje, humano, en la parodia literaria del hombre metamorfoseado en animal por fuerzas que escapan a su voluntad y entendimiento. Es el tránsito, irremediable, del hombre, a otra condición; de haber sido el mejor hijo, hermano, amigo, el honorable padre y señor, que todo lo puede, un día, el más inesperado, golpeado por el infortunio, deja de ser tal, pierde fuerzas físicas y anímicas, pierde reflejos y se estaciona en opaco y reducido ámbito, aunque manteniendo la noción del sentido y el raciocinio. El miedo que atemoriza al hombre, en el transcurso de esta penosa estación de su vida, está patente. Y, aunque se esfuerce por vencer la adversidad, el horror que produce en los demás lo conmueve y hace pensar que ya no es un hombre normal, la vida que lleva no es verdadera, no se reconoce a sí mismo, y su lucha no es más que un pretexto para seguir ocupando un espacio en este mundo. El hombre trastocado por el sufrimiento que conlleva su cambio existencial, presiente el inicio del fin. Y, para escapar de tal suerte, para aligerar el camino del calvario, llega a creer que es mejor desaparecer. Todos lo comprenderían y él también y así podría descansar en paz.
Kafka sabía que su obra podría interesar a alguien, pero no de la época en que le tocó vivir. Sus obras, que parecen ilógicas, tienen un sentido filosófico, los argumentos giran en el texto como una elipsis y concluyen retomando el camino de la lógica. El escritor, la va mostrando en planos asimétricos, como en un rompecabezas, donde se mueven o deslizan personajes incongruentes, que trasmigran de un estado a otro, a causa de golpes inesperados de la vida, o a premoniciones, que rayan en la inverosimilitud o la locura. Invierte la lógica, para que sus lectores entiendan la trama, el porqué de la extraordinaria realidad de sus personajes, y descubran el verdadero significado de sus palabras, lo que quiso decirnos.
Kafka conmueve, asombra, desquicia. Es el caso de un escritor singular, que tras pulir sus relatos con delirante esmero e ilusión, concentrando en ella la fuerza y esencia de su propia vida no apuesta por ellos y al final de su vida piensa en destruirlos. Su miedo a que causaran horror en los lectores y terminaran vituperando su nombre y avergonzando a su familia, era más fuerte que su esperanza de que fueran comprendidos por alguien, tal vez un espíritu culto. El escritor, que gustaba reunirse con intelectuales, asiduo asistente a tertulias literarias y filosóficas, que había leído a Nietzsche, Kierkegar, Flaubert, Ibsen, Espinosa, Flaubert, que siempre huyó del fanatismo frugal, del convencionalismo insípido y luchó contra la degradación de los valores humanos en un mundo cargado de falsedad e hipocresía, casi sin quererlo, nos dejó un corto pero rico legado, reconociéndosele como uno de los grandes novelistas mundiales del siglo XX.
Barcelona, 2 agosto del 2013