JAVIER HERAUD

VOZ Y FUEGO: LA MÍSTICA DE JAVIER HERAUD

 

VOZ Y FUEGO: LA MÍSTICA DE JAVIER HERAUD

 

Javier Heraud Pérez nació en Lima, el 19 enero de 1942 en el seno de una familia de clase media. Sus padres fueron Jorge Heraud Cricet y Victoria Pérez Tellería. Fue un niño precoz, empezó a jugar con las musas de la creación poética desde que tuvo uso de razón. La poesía era su juguete, el instrumento artístico que le hacía reír, llorar y sentir  la vida, en toda su plenitud. Y a ella entregó su alma, con  frenesí. Con ella alimentó sus sueños de adolescencia en una época de revulsivos cambios sociales en Perú. Emergían las luchas obreras y estudiantiles, contra patronales mercantilistas y gobiernos vendidos al interés de las transnacionales capitalistas. Hacia mediados del siglo XX el país estaba además convulsionado por los movimientos campesinos que luchaban contra el cerco latifundista, por recuperar la tierra que les había sido arrebatada por los gamonales. Impulsados por los vientos de revolución que remecían el continente  americano, los campesinos se habían rebelado además contra el ignominioso látigo del patrón de hacienda que había marcado sus espaldas y humillado sus frentes durante muchos años.

Javier, de mente lúcida y ojo avizor, comprendió pronto la dura realidad en que vivían los peruanos. Y, como si presintiera que un día, intervendría a favor de los pobres, y dejaría su impronta en la historia de su país, empezó a prepararse con ahínco, A los 16 años, ocupó el primer puesto en el examen de ingreso a la Universidad Católica, donde empezó a estudiar Literatura. Vivía apegado a sus libros; y mientras, hacía trinar sus versos cuales pájaros. A los 18 años publicó su poemario: “El Río”. En 1961 ganó el Premio El Poeta Joven del Perú con su libro “El Viaje”, premio compartido con su amigo César Calvo.

De su poesía afloran versos rítmicos, con tintes filosóficos; su verbo es liso, sin maquillaje retórico. Con palabra franca y concisa interpreta la vida, la muerte, el amor, la naturaleza. Con su arte mitifica el río, los árboles, los pájaros, y al considerase parte de la naturaleza él mismo se mitifica. Se introduce en ese mundo bello aunque salvaje, ese mundo inhóspito y peligroso que hace suyo y sin temor. El poeta de alma diáfana versifica también a la Patria, al Continente,  a los Hombres. Y, pletórico de humanidad, anhela: “Convertirse en lo que uno es. Eso es todo.” El poeta sabe lo que es y a donde va. Es pluma y espada,  voz y fuego, letra y espíritu. Un ser alado, provisto de una proa visionara que custodia a cada instante. Por lo demás, es un artista de corazón noble y mente lúcida que expresa de modo original la esencia pura de su arte. Y redunda su deseo en estos versos: “No deseo la victoria ni la muerte, / no deseo la derrota ni la vida, / solo deseo el árbol y su sombra, / la vida con su muerte” 

En sus viajes por el interior del país pudo comprobar, con mucho pesar, la miseria en que vivían sus hermanos peruanos. Estas experiencias y su creciente identificación política lo motivaron a inscribirse en el Movimiento Social Progresista. En 1961 viajó a Rusia como delegado de este Movimiento  –del que luego se separaría– participando en el Forum Mundial de la Juventud. Visitó además Francia y España, las tierras de sus escritores favoritos: Marcel Proust y Antonio Machado. “He viajado por los pueblos de los sueños”, dijo en un verso. Y comparó la vida en estos países con la que afrontaban los peruanos. Era una diferencia abismal, en ellas había mejor calidad de vida, y los jóvenes podían dedicarse al arte, a la filosofía  o la política sin temor a padecer de hambre, ser apresado o aniquilado  por las fuerzas del orden público. En cambio, en nuestros pueblos la gente sufría de hambre, analfabetismo, discriminación y vil explotación humana por parte de los grandes propietarios de tierras y fábricas, de gente ligada a la oligarquía que sustentaba el poder económico y político nacional. Por eso, dijo el poeta, con gesto condolido y rebelde: “Y recordé mi triste patria, mi pueblo amordazado / sus tristes niños / sus calles despobladas de alegría. / Recordé, pensé, / entreví sus plazas vacías, / su hambre en cada puerta. / Todos decimos lo mismo / Triste Perú dijimos, / aún es tiempo de recuperar la primavera…/ Se acabarán dijimos, las fiestas palaciegas, / para los menos / y las mesas sin comida y con hambre.”

Grandes sentimientos de libertad y dignidad humana envolvían el espíritu del joven bardo, de una estirpe de hombres enrazados, capaces de luchar solos contra el mundo sin perder la fe en la victoria. Javier no aceptaba las condiciones de vida en su país y se dispuso a luchar por el cambio. Lo convirtió en ideal, y hacia él se encaminó, aún sabiendo, ya que era hombre ilustrado, que este ideal jamás lo palparía. Presentía el peligro y la muerte. Por eso le escribió una carta conmovedora a su madre. “Voy a la guerra por la alegría, por mi patria, por el amor que te tengo, por todo en fin. No me guardes rencor si algo me pasa. Yo hubiese querido vivir para agradecerte lo que has hecho por mí, pero no podría vivir sin servir a mi pueblo y a mi patria. Eso tú bien lo sabes, y tú me criaste honrado, justo, amante de la verdad, de la justicia.”

Tras despedirse de su madre, se proyectó a su ideal desbordado por la pasión que lo impulsaba a actuar. Se alistó en la guerrilla, junto a un puñado de jóvenes soñadores como él. En Cuba, habló con Fidel Castro y creyó posible que el pueblo unido pudiera tomar el poder  por las armas y transformar la vieja sociedad ligada al capitalismo por otra nueva, más justa y equitativa, donde no cupieran la desigualdad económica, la injusta explotación humana, el egoísmo individualista, el racismo y xenofobia contra la gente de la Sierra y la Selva, ni cupieran  las muchas otras taras sociales que han mantenido en el atraso al Perú.

Y con la misma mística que había movido al Che Guevara, con un incontenible afán de lucha por la libertad de su pueblo y con la idea de ofrendar la vida si fuera necesario, entró en acción con el nombre de Rodrigo Machado.  Se identificaba con  las hazañas de El Cid Campeador y el canto del poeta español. Su imagen de artífice, férreo brazo ejecutor, a pesar de tener corazón de poeta, se deslizó por Sudamérica. Llegó a Bolivia, cruzó parte de los Andes y la tupida Floresta ya como militante del Frente de Liberación Nacional del Perú e intentó volver a su querida patria. Sí, aunque nadie lo creyera, aquel joven profesor de inglés y literatura, aquel poeta de prestigio que había sido entrevistado en París por Mario Vargas Llosa, aquel muchacho enorme que al ser descubierto por la policía se había deslizado veloz, con su amigo Alain Elías, por entre las aguas turbias del ancho río Madre de Dios, era Javier Heraud, aunque con carácter y nervios más templados.

Mientras nadaba con afán, el poeta evocaría los versos de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar que es el morir” De pronto una bala silbó rompiendo la extraña quietud de la Selva. Luego otros disparos, provenientes de la ribera. Y a esta hora intensa, mientras los guardias y aquellos mercenarios seguían disparando sin piedad, el guerrero, con breve estremecimiento, vislumbraría el fin. No había ya escapatoria para su destino. Su pálpito de temor, justificablemente humano, haría remecer las aguas del río. El poeta disiparía el temor evocando versos suyos: “Yo soy un río, / voy bajando por las piedras anchas, / voy bajando por las rocas duras, /….”

El poeta sentía que era el mismo río cuyas aguas se deslizaban por ásperos senderos, hacia el mar, su destino final. Mientras, el guerrero seguía aferrándose a la vida. De pronto, él y su amigo a punto de ahogarse logran subir a una canoa. Los otros, sanguinarios, seguían disparándoles sin compasión. Ellos se agazapan en el fondo de la canoa que zarandea a causa de las balas. ¡No disparen!” Elías grita elevando el remo con el polo blanco que había atado en el borde, en son de rendición. Pero aquellos tienen orden de matarlos, porque los consideran peligrosos delincuentes comunistas, y les responden con más balas. 

Javier pensó que estas gentes estaban equivocadas, ¿cómo es que le acribillaban a él que venía a liberarlos de la opresión de los gamonales y la explotación de los terratenientes y representantes del capitalismo? Una bala impactó en el cuerpo de Alain dejándolo recostado en la canoa. Javier, el fuerte y recio paladín, el cantor de su pueblo, el rebelde indomable, se sintió solo, en la frágil embarcación, en medio del fuego cruzado y expuesto, como fácil blanco, a aquellos salvajes. Decidió entonces coger el trapo blanco que dejó caer Elías y mostrárselo a los tiradores, que no parecían tener corazón o algún sentimiento humano en el pecho. Era un supremo intento por detenerlos y sobrevivir. Por desgracia, en plena acción, una bala atravesó su cuerpo dejándole gravemente herido.

Tumbado en la canoa, con  las manos cruzadas sobre el pecho abierto, lanzó un quejido de hombre valiente. Miró al cielo, y en ese instante de agonía, se acordó de sus padres, sus hermanos, sus amigos, su pueblo querido que hoy abandonaba para irse con las aguas del río, corriente arriba hacia el océano, tal como lo predijo en sus versos: “…Llegará la hora en que tendré que desembocar en los océanos, / que mezclar mis aguas limpias con sus aguas turbias, / que tendré que silenciar mi canto luminoso…” El moribundo sentía que un letargo indescriptible se apoderaba de su cuerpo y no podía resistirlo. Y no pudo más, se quedó acostado en la canoa, con gesto tranquilo, como en un sueño profundo. El poeta guerrero expiró, sin miedo a nadie y a nada, entre árboles y pájaros, tal como lo había predicho en otro poema. El resto de balas, más de veinte, que impactaron en su cuerpo ya no las sintió. Javier Heraud se había convertido en leyenda.

Los pueblos de América Latina sintieron su muerte. De Chile con Pablo Neruda, de Cuba con Nicolás Guillen y los revolucionarios cubanos, de Rusia con sus amigos estudiantes, de Italia, Francia y otros países de Europa donde radicaban intelectuales y políticos latinoamericanos lamentaron hondamente lo sucedido con el joven vate. En nuestro país, con José María Argüedas, Manuel Scorza, Enrique Congrains, Arturo Corcuera, Alejandro Romualdo, Winston Orrillo y otros escritores junto con representantes de partidos políticos, sindicatos obreros, campesinos, estudiantes, dirigentes de bases barriales y hasta de gremios de empleados públicos y vendedores ambulantes, todos en conjunto protestaron por el execrable asesinato del joven compañero. Nadie entendía aquel odio maldito que hizo actuar con ensañamiento a los criminales. El padre de Javier y un grupo de intelectuales se dirigieron a los gobernantes de turno, pidiendo explicaciones de aquel crimen que había sacudido a la sociedad peruana. Pero no hubo respuestas claras de las autoridades, no hubo juicios ni acusados.

El asesinato del poeta quedó impune. Sólo el pueblo, del que Javier Heraud fue baluarte defensor, le rindió homenajes a través de sus instituciones: la Universidad de San Marcos, le concedió de manera póstuma, por su libro “Estación Reunida”, el premio de los Juegos Florales. El malogrado poeta obtuvo así un reconocimiento más a su obra poética. La Asociación Nacional de Escritores y Artistas también le rindió tributo en un recital donde participaron poetas de varias generaciones. Del mismo modo, recibió sendos homenajes de las organizaciones vecinales, de Frentes campesinos y obreros. Y en las calles de Miraflores que lo vio crecer, de Puerto Maldonado que lo vio morir, y en todas las calles del Perú, su nombre se propagó raudamente como el viento. Y así nació el mito de aquel joven y osado poeta que dijo: “Yo no me río de la muerte / sucede simplemente que no tengo miedo de morir entre árboles y pájaros.”

El cuerpo acribillado del poeta guerrero fue enterrado en el cementerio “Los Pioneros” de Puerto Maldonado, donde permaneció sepultado, igualmente entre árboles y pájaros durante 45 años. En mayo de 2008 sus restos fueron extraídos de aquella vieja tumba y trasladados al cementerio Jardines de la Paz, en La Molina. Cecilia Heraud, ferviente difusora del legado literario de su hermano, hizo cumplir el deseo materno. Y en este camposanto, en un nicho familiar, junto a su padre, descansa Javier Heraud una de las voces más realistas de la poesía peruana del siglo XX, que reclamaba concreción de hechos a partir de la fusión de palabra y acción.

Javier Heraud es un paradigma, ejemplo de entrega absoluta por lo que consideró digno de luchar. Nadie más que él, con toda su energía juvenil, quiso acercarse a sus ideales, y saltó hacia él, con la fuerza que lo apasionaba se lanzó, intrépido, al vacío etéreo del que ya no se regresa, salvo con el espíritu. Javier Heraud se fue, pero volvió pronto, para seguir viviendo entre nosotros, convertido ya en símbolo imperecedero de moral revolucionaria y mito entrañable de la poesía peruana.

 

Barcelona, 15 de Mayo de 2014