MANUEL GONZÁLES PRADA

LAS HORAS DE LUCHA DE MANUEL GONZÁLES PRADA

LAS HORAS DE LUCHA DE MANUEL GONZÁLES PRADA

Manuel Gonzáles Prada nació en Lima, el 5 enero de 1844, en el seno de una familia acomodada. Sus padres fueron Francisco González de Prada Marrón y Lombera y su madre Josefa Álvarez de Ulloa. En 1855 la familia viajó a Valparaíso (Chile) y el pequeño Manuel fue matriculado en el Colegio Inglés. De vuelta al Perú, en 1857 estudió en el Seminario de Santo Toribio y luego en la Universidad de San Marcos donde se matriculó en Derecho y Humanidades, carreras que nunca llegó a terminar.

Desde muy joven sintió natural inclinación hacia el Humanismo, por lo que se nutrió de la filosofía de Augusto Comte, Inmanuel Kant, Spencer y otros filósofos. Y, además convencido de los valores de la ciencia se decantó por ella antes que por los de la religión.  Como autodidacta, se forjó un sólido bagaje cultural, lo que le facultó para expresar con facilidad sus ideas sobre todo mediante la palabra escrita.

Como escritor hizo un crudo diagnóstico de la realidad nacional, fustigó todo lo que le parecía tonto u horrible, las costumbres aristocráticas, la corrupción de los políticos, la actitud de los abogados que vendían la justicia al mejor postor, la falsedad de los periodistas al dar las noticias, los dogmas desquiciantes de los religiosos, las posturas inventadas de los héroes patrios glorificados en sus monumentos y hasta la forma de vestir, pensar y vivir de la gente de su época.

Lanzó sus dardos literarios contra el inmovilismo y la hipocresía de las elites gubernamentales que regían los destinos del país: contra la falsedad de aquellos que aprobaban leyes favorables a su entorno familiar y su camarilla política, de los magistrados usureros, jueces que por una bolsa de dinero encarcelaban a los buenos y liberaban del presidio a los malos, de la mentira de los comunicadores de noticias que dañaban el espíritu y el cerebro de la opinión pública, de los hombres públicos, beduinos que ensalzaban la casta y el linaje de la aristocracia y los grupos de poder económico que estaba centralizado en la capital y discriminaban a los peruanos de las provincias del interior.

Lo dijo sin tapujos, a pesar de su procedencia criolla: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera” A lo que habría que añadirle: por la gente de las comunidades nativas de nuestra Selva. Y, empleó además palabras sinceras y valientes para designar lo que es malo, feo y no se debe hacer. En su libro: “Horas de Lucha” resalta la frase, retórica y panfletaria: “El Perú es un organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota el pus.”

Manuel sacó a luz los malos hábitos heredados de la Colonia: como la falaz actitud de aquellos licenciados y doctores, que se creían sabios sólo por ostentar títulos firmados por autoridades públicas, ignorando que una sarta de títulos enmarcados sobre una pared y la repetición, a la manera de los loros, de normas y códigos fosilizados en manuales relacionados con sus profesiones, no otorgan sabiduría. Alejados del arte y la ciencia, y sin aptitud para crear algo nuevo, adormecían la iniciativa individual de sus discípulos y los hundían en la pereza y el estatismo intelectual.

Criticó también la servidumbre de aquellos, elegidos por el fraude, que copan las cámaras legislativas, de aquellos que desde los inicios de la República, anhelan ser elegidos congresistas para capturar dinero y endilgarse honores; congresistas sumisos a los presidentes de turno, sin autonomía funcional ni goce de libre albedrío, mediocres, ávidos de emolumentos, que defienden las consignas del Ejecutivo –aunque fueran descabelladas– en vez de actuar con inteligencia y  capacidad para debatir los verdaderos problemas que afectan al país.

Los congresistas que viven alejados de la realidad nacional, sin sentir el clamor popular. Por andar enfrascados en servir de comodines, o medrar entre coimas y chantajes, van en contraposición con la voluntad del pueblo. Y es lógica la protesta generalizada de la población afectada por las medidas que aprueban los denominados “padres de la patria”, gente con rangos y prerrogativas, que parecen seres de otro planeta, extraterrestres que han invadido la Casa del Congreso y ahí moran a sus anchas, discutiendo entre ellos, con diferentes lenguas y banderas, sin llegar nunca a ponerse de acuerdo en algo útil. Los congresistas no son rentables al Erario Público, al contrario le ocasionan un ingente gasto económico y por lo que hacen sirven de poco o nada; su presencia es prueba irreverente de que los peruanos no somos capaces de elegir como legisladores a hombres justos y preparados, a los mejores estadistas, a los que realmente quieren hacer patria y no arrastrarla a la ignominia o empeñarla a especuladores nacionales y extranjeros, como si fuera un bien transferible.

Tampoco se cansó de fustigar a la aristocracia limeña, formada por grupos oligárquicos, criollos que imponían su hegemonía en el país, que se consideraban “españoles americanos” y sentían añoranza por la lejana Madre Patria despreciando los valores de nuestra tierra, sobre todo a  los indígenas. La aristocracia limeña estaba centralizada en Lima. ¿Y qué era Lima?, una aldea con pretensiones de ciudad, sus casas unos galpones con ínfula de palacios, sus habitantes una mezcla de negros, cholos y epifanios que se creían grandes personajes, ilustres figuras que los domingos salían a pasear por la vía pública pavoneándose con sus sombreros de copa, levitas negras y bastones con puño de oro. Gente zamba, chola o mulata, a la que no se le podía recordar sus orígenes porque se enfadaban. Vivían orgullosos de tener un padre blanco, negando –por vergüenza o afrenta– descender  de una sencilla madre india o negra. Y encima creían que se mejoraba la raza casándose con uno de piel blanca, aunque éste fuera un bribón sin estudios ni capacidad para crear su propia fuente de empleo.

Los tiempos han cambiado desde la época en que vivió Manuel Gonzáles Prada, aunque su obra sigue vigente, está ahí para recordarnos que debemos mejorar en nuestro manera de pensar y actuar. El escritor, que se rebeló contra la sociedad de su tiempo, publicó en el Comercio, y las revistas “Los Parias” y “La lucha”. Se dedicó también a la política, manteniendo incólume su espíritu individualista, su posición de libre pensador solitario y anárquico.

Fundó el Círculo Literario que pasaría a convertirse en el partido político Unión Nacional.

En 1894 publicó: “Páginas Libres” y en 1908 salió a luz: “Horas de lucha”. Enemigo acérrimo de lo añejo y decrépito en todos los ámbitos de la sociedad. Son célebres sus discursos leídos en el Ateneo de Lima, en 1886, y el leído en el Politeama, en 1888, donde proclamó la famosa frase: “¡Los jóvenes a la obra, los viejos a la tumba!”, arengando así a la juventud a luchar por el cambio social, por rebelarse contra leyes y constituciones promulgadas por congresistas trasnochados que desconocían la verdadera realidad del país.

En 1912 asumió la dirección de la Biblioteca Nacional del Perú, en reemplazo de Ricardo Palma. El escritor, que persiguió un ideal político basado en la anarquía, influyó en otras generaciones de políticos, entre ellos Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, quienes respetaron las ideas del maestro pero no concordaron con ellas. Y se fueron por otros senderos, fundaron sus propios partidos políticos con diferentes programas dirigidos a la transformación de la sociedad.

Manuel Gonzáles Prada, el patriarca de la ideología moderna en el Perú, falleció en Lima el 22 de julio de 1918, a los 74 años de edad. Su obra, aunque políticamente enfocada desde una postura anárquica e individualista, merece el pleno reconocimiento. Y, por ser el despertador de la conciencia política de los peruanos modernos, se le considera una figura relevante en la literatura y la política peruana del siglo XX.