CAMBIOS DE GIRO PARA CASARSE
CAMBIOS DE GIRO PARA CASARSE
En la casa-pensión, donde se hospedaba, vivía una linda muchacha de veinte años, que era nada menos que la sobrina de la encargada del establecimiento. La joven, de carácter alegre, lo había impresionado desde el primer día que la vio. Tenía la sonrisa angelical, el cutis inmaculado, y un cuerpo que, al pasar por su delante moviendo las anchas caderas, la cintura de avispa, el busto de afrodita, le hacía contener la respiración. No sabía descifrar el enigma interior que hacía retumbar su corazón cuando la miraba. Tampoco sabía explicar el impulso irresistible que lo obligaba a buscarla.
En su vida, cancerosa de soledad, surgía el amor. Sí, amaba a la chica de largos cabellos ondulados que se mecían acariciados por el viento sobre la corta blusa de seda. Amaba aquella nariz respingada, que aspiraba la savia de la alegría juvenil cuando la veía venir acariciando las flores multicolores del jardín que adornaba la puerta de la fonda. Amaba aquellos labios apetitosos, que parecían regalar ósculos al cielo, semejantes a los de una doncella de cuentos ansiosa de amar y ser amada.
Por fin, tomó la valiente resolución de declararle sus sentimientos. Ese día, retornó pronto del trabajo y la esperó cerca a la puerta de la casa. Quiso interceptarla, diciéndole con voz grave que tenía algo importante que decirle. Pero como la chica no le hacía caso, la siguió por detrás declarándole su amor sobre la marcha.
–Estoy enamorado de ti, Ñusta. Acéptame como novio.
La joven, sin dejar de caminar, le respondió:
–No te conozco bien. Además, no siento nada por ti.
Ante su insistencia, ella sintió fastidio y echó a correr despareciendo del lugar. Amaru quedó sumido en el despecho. ¿Lo rechazaba porque le parecía un Quasimodo? Por la calle veía tipos más atorrantes que él llevando de la mano a mujeres bonitas. ¿O lo rechazaba porque era un vendedor ambulante? Era un oficio digno, que le permitía tener siempre dinero en el bolsillo. ¿Por qué ella no le hacía caso?
Sin perder la esperanza, volvió a buscarla. Esta vez iba preparado para recitarle frases románticas. “Mi encantadora niña –le dijo–. Sólo busco tu comprensión. No me niegues la cercanía de tus ojos claros, ni el perfume exquisito de tu cuerpo. Mírame, soy hombre de costumbres sanas: no soy mujeriego, no fumo cigarros, ni bebo licor” La risa intermitente de su Dulcinea no le impidió continuar: “Eres la dueña absoluta de mis sentimientos. Muñequita linda, como yo te amo nadie te va a amar”
Ella, sin dejar de reír, entrecerró los ojos diciéndole que se iba a desmayar. Y él, aprovechando el instante, buscó el rostro de su amada y ahogó aquella risa besándola dulcemente en los labios. La chica pegó un grito ahogado, bajó los hombros y se quedó mirándole con incredulidad. El enamorado, para coronar su osado atrevimiento, la retuvo a su lado y volvió a besarla, esta vez con ardor. La bella Carlota lanzó un suspiro y se derritió en los brazos de Amaru dejándose acariciar sin oponer resistencia; lo que significaba que ella aceptaba su cariño.
Esa noche, no durmió. Evocaba aquellos besos de miel. Loco de alegría enderezaba el cuerpo en la cama y levantaba los brazos hacia el techo en son de triunfo. Se imaginaba que vivían juntos en un piso, amándose como Romeo y Julieta. En fin, soñó despierto, hasta que la luz matinal lo obligó a levantarse de la cama para ir a ganarse el sustento.
Por la tarde, al volver del trabajo, se llevó una grata sorpresa. Ella lo recibió en la puerta del edificio con besos cariñosos y palabras románticas:
–No me importa que seas un vendedor ambulante. Te quiero por las cosas lindas que me dices, por ese cariño bonito que me demuestras. Y añadió, susurrándole al oído–: Eres distinto a otros. Papi, nunca cambies tu forma de ser.
–Me siento orgulloso de tener tu cariño –dijo Amaru–. Y eres bella como una Mis Perú.
***
Era consciente de que necesitaba dinero para poder casarse con su novia. Pero ¿cómo incrementar sus ingresos? ¿Y si volviera a cambiar de giro comercial? Recordó haber visto, durante sus correrías por el jirón Ayacucho, verdaderas torres de cajas conteniendo zapatos cuyos propietarios parecían ser los comerciantes que tenían sus quioscos en aquel lugar. Pero ¿quién les proveía de dicha mercadería? Su seso juvenil elucubró rápidamente, hasta la concepción de un plan detectivesco.
Al día siguiente, en vez de ir al depósito en busca de su triciclo con manzanas, se dirigió al mencionado jirón y empezó a merodear por los angostos pasillos que dejaban entre sí los puestos de vendedores de zapatos, zapatillas, sandalias y otros géneros similares. Vigilaba, con un aire de James Bond latino, los movimientos de aquellos que portaban en manos cajas conteniendo calzados. Se fijó en dos hombres, de rostro acholado, que iban por la vereda llevando en hombros numerosas cajas atadas en series de a seis y doce unidades. Los vio meterse al interior de una zapatería callejera, seguramente para descargar allí la mercadería. Comiéndose las uñas, mientras merodeaba por las inmediaciones, esperó a que ellos salieran de aquella parada y luego, entre la gente aglomerada en aquel pasadizo comercial, les siguió los pasos. Al verlos entrar en un viejo edificio, detuvo su caminata y aguardó unos minutos. Tampoco pretendía emular a Sherlock Holmes, aunque anduviera por detrás de unos talones sospechosos con la intención de descubrir la ansiada evidencia.
Antes de ingresar al añoso inmueble, notó el rótulo que colgaba del balcón: “Hostal Los Portales”. Con paso sigiloso subió por una quebrada escalera de madera, hasta el segundo piso, donde se llevó una sorpresa: un grupo de personas, que parecían dormitar recostados junto a las paredes y laterales de la escalera, al verlo con cara de cliente, se incorporaron con rapidez para abrir sus cajas de mercadería y ofrecérsela.
Había encontrado a los proveedores de zapatos que andaba buscando. En la excelente ocasión, con su labia comercial, reforzada por su don de gente, convenció a un mayorista para que le diera a crédito una docena de botines para niños. Conseguido su objetivo, agradeció al proveedor y, con la serie de zapatos encajados sujetos de la mano, salió corriendo del hostal y no paró hasta llegar a donde tenía estacionado su triciclo cuya plataforma desocupó de manzanas y las reemplazó por zapatos. Si todo iba bien, retiraría su triciclo de aquel sitio para tener más espacio donde exhibir los zapatos.
Una hora después, terminaba de vender el último par de botines de su lote. La ganancia obtenida al doble precio de compra, encandiló su espíritu. Corrió de vuelta a su dorado centro abastecedor. Encontró a su proveedor jugando a las cartas con amigos, animados todos por la música de una radio portátil ubicada en un peldaño de la escalera junto a algunas botellas de cerveza y cajetillas de cigarros. Sacó del bolsillo un fajo de billetes doblados por la mitad y se lo mostró al mayorista instándole para que hicieran negocio. “Espérate un rato”, le respondió éste, sin interrumpir su juego.
Algo agitado se apoyó al borde de la escalera a la espera de que el otro se desocupara. Era las dos de la tarde y aún no había almorzado. Y, como si adivinara su pensamiento, el mayorista de zapatos tras separarse del grupo vino decirle que lo invitaba a comer. Amaru aceptó con gusto la cortesía. Era la gran oportunidad para dialogar con él, buscar ganarse su total confianza y sacarle más mercadería a crédito.
Mientras comían en un restaurante cercano al hostal, su proveedor –de apellido Amaranto– le comentó que él vendía los zapatos al precio más barato del mercado porque en la provincia de Trujillo los costes de fabricación, incluyendo el material y la mano de obra, eran menores en comparación con los costes en que incurrían los fabricantes de otros lugares. El hombre le aseguraba que sus productos estaban hechos de cuero puro, suela fina y goma sintética, que la gente ya reconocía esta calidad insuperable de su mercadería y por eso venían a buscarle al hostal. La mayoría de sus clientes eran los comerciantes ambulantes del centro de Lima.
Amaru le interrumpió con un ademán para comentarle que en estos tiempos difíciles la gente prefería comprar pan, leche y otros productos de primera necesidad, antes que un par de zapatos. Estaba jodida la situación, a causa de la crisis y la competencia; los que vendían zapatos ya no ganaban ni para tomarse un café.
–Pero tengo fe en mi negocio –suspiró Amaru–. Lo que no he podido ganar en un año, lo puedo ganar en un día.
Y, yéndose al grano, le solicitó dos docenas de botines idénticos a los que había adquirido el día anterior, una docena de mocasines de hombre y otra de sandalias de mujer, para así exhibir en su puesto nuevos tipos de calzados.
–Te daré crédito mientras cumplas con pagarme– le dijo Amaranto con tono amigable.
Y, para festejar el pacto comercial, Amaru pidió un par de cervezas al mozo del restaurante y las puso a la vista del mayorista norteño.
***
– ¡Llegó la moda, señores! ¡Hay zapatos para todas las edades!
Amaru ofrecía al público su cuantioso lote de calzados, que tenía amontonados en completo desorden sobre un plástico incoloro de dos metros de longitud extendido de cualquier modo en la raspada vereda de la esquina formada por el jirón Ayacucho y Huallaga, en pleno centro de Lima. Por momentos, cogía un par de mocasines y con ambas manos hacía estrellar sus tacos y suelas produciendo un sonido tal que, a pesar de ser estridente, se extinguía entre los gritos de otros vendedores ambulantes y el zumbar estrepitoso proveniente de los vehículos que se desplazaban por el cercano jirón Junín.
Al ver con alegría que la gente se arremolinaba en torno a su original zapatería, se preparó para las ventas. Aligeraba las manos, para alcanzar los botines de gamuza, las sandalias de cuero, los zuecos de plástico, a quienes se lo pedían con insistencia. “Pruébate estos tacos, preciosa. Si te quedan, ya arreglaremos el precio”. Le dijo al oído a una agraciada chica que le había comentado que estaba cansada de remover los zapatos sin hallar ninguno a la medida de sus pies.
“Ay”, suspiró ella, con coquetería "¿Puedo cogerme de tu brazo?”. Él se arrimó a la doncella, que usaba minifalda, mirándola con melosidad. Entre tanto, por el otro extremo de la original tienda, una mujer gorda, sacándole provecho a la excelente ocasión, metió en su canasta un bonito par de sandalias acrílicas y, a paso ligero, desapareció del lugar. El vendedor, a pesar de su distracción, sospechó de la actitud de quién se había marchado de prisa y sin decirle nada tras haber estado una hora examinando los zapatos. Pero, como tampoco estaba seguro de que le hubiese robado, restó importancia al asunto; de todos modos, él advirtió a la gente que le rodeaba:
– ¡A ver señores, con la plata en la mano!
Dejó de atender a la despampanante muchacha que tenía al lado, para recibir el importe de dos pares de botas de taco bajo que le alcanzó una clienta Recorría con la mirada todos los ángulos que comprendían su tienda, mientras acomodaba en sus manos, con habilidad de malabarista, los billetes de menor valor encima de los de mayor cuantía. No obstante, su mirada de lince era insuficiente para detectar chorizos en medio de la avalancha de gente ávida de adquirir uno, dos, o varios pares de zapatos.
Así, tampoco pudo ver cuando alguien, de malas costumbres, perforó la cartera de una dama que estaba probándose un par de tacos medianos. La mujer se dio cuenta al meter la mano en su cartera para sacar el dinero y pagar el precio de los tacos; la notó abierta y sin rastro de su billete, y comenzó a chillar: “¡ladrones malandrines!… ¡me han robado!” La afectada se alejó de allí, gritando: ¡Policía!
Sospechó que su negocio era punto fácil para los ladrones. Este hurto, además de obstruir el desarrollo normal de su negocio, lo desprestigiaba ante su clientela que podría creer que él formaba parte de algún grupo de rateros. De pronto, un policía que llegó al lugar ajustándose el cinturón de servicio le exigía que le mostrase las facturas de la mercadería. Amaru, mirándole con desencanto, metió la mano en el bolsillo de la camisa y extrajo su viejo y descolorido porta documentos, del que apartó un papel arrugado y redoblado. Lo desdobló enteramente y se lo mostró al requisidor.
–Esto no es factura –dijo el gendarme–. Es una nota escrita a lapicero, que lo habrás preparado para engañar a las autoridades.
– ¿Cómo que no es una factura?
–Le informo joven que su mercadería será decomisada.
Se puso lívido al oír aquella sentencia; aunque su lividez se trocó pronto en un insoportable fastidio. Justo ahora, después de los ladrones sinvergüenzas, un impertinente policía venía a estropearle sus ventas. Aunque no debía faltar el respeto a la autoridad, al contrario, debía ser respetuoso y complaciente con él. ¿Y si le ofreciera un cachito de plata? Sonrió con ironía, al pensar en esta posibilidad. Volvió a decirle al policía que su mercadería era de procedencia lícita, que él la compraba de los zapateros mayoristas. Pero, como el guardia no oía su argumentación y se aprestaba a prepararle la papeleta de embargo de sus zapatos, decidió tomar una medida más efectiva para inducirlo a cambiar de dictamen.
Se acercó lo más que pudo a la autoridad, para decirle en voz baja que entendía perfectamente que él estuviera cumpliendo con sus reglamentos, del mismo modo como un servidor se preocupaba por cuidar su negocio. Pero le insinuó que ambos debían ser realistas, que no debían olvidar que la crisis económica que sufría el país estaba perjudicando a todo el mundo, incluso a las fuerzas del orden público.
Y, al ver que sus palabras apaciguaban los ánimos del gendarme, se fue directo al grano.
–Jefe, con toda confianza, me ofrezco a darle alguito. Le vendrá bien, seguro.
–A ver, joven –reaccionó el uniformado–. Explíqueme, ¿cómo es eso de alguito?
Sin darle más explicaciones retrocedió un paso, cogió dos hojas de periódico del montón de papel que le servía para envolver su mercadería y con toda rapidez escondió entre éstas dos billetes de diez soles que había sacado del bolsillo de su pantalón. Sin importarle lo que dijera la gente que rodeaba su tenderete, dobló por la mitad las hojas de periódico y fingiendo naturalidad se la entregó al guardia.
–Dentro hay algo para usted – le dijo disimuladamente.
–Bueno –suspiró el uniformado–. Esta vez se lo paso. Pero ande con sus facturas para evitarse problemas con la policía.
El custodio del orden le dijo: “puede continuar” y se alejó de allí con las manos firmes en el periódico. Amaru sonrió satisfecho y retomó su diligencia.
– ¡Sigue la oferta de fiestas patrias! ¡Qué venga la gente compradora!…
Revisó su mercadería y comprobó que, de los ochenta pares de zapatos traídos horas antes, le quedaba menos de la mitad. Y en sus bolsillos había billetes de varios colores y valores. Para celebrarlo, decidió meterse algo sabroso en el estómago. Se alejó unos metros de su parada, hasta el puesto de una vendedora de comida. Pidió que le llevaran a su sitio un plato de ceviche. En eso, oyó una voz: “¡Señor, una mujer se fuga con sus zapatos!” Volvió la mirada y a unos cincuenta metros de distancia, confundida entre la gente, avistó a la muchacha de la minifalda que hacía unos minutos estaba probándose los zapatos: “Vaya ratera que resultó ser la mamacita”.
Ella se iba a todo andar con dirección a la avenida Abancay. Amaru estiró el cuerpo hacia delante con la intención de ir a buscarla. Pero, titubeó: “Si la alcanzo, recupero el par de tacos. Pero ¿y si al volver no encuentro nada en mi tenderete?” Un robo a mayor escala le causaría una catástrofe económica. Decidió quedarse en su sitio. Un par de zapatos robado restaría poco a su ganancia total. Se resignó a la pérdida, y volvió a llamar al público:
– ¡Zapatos de lujo, señores! ¡Se acaban, pero no se venden!
Un hombre de apariencia campesina, que traía una alforja colgada del hombro, le pidió una rebaja de precio para poder adquirir dos docenas de pares de zapatos. “Menos de un sol por cada par de zapatos no puedo rebajarle –le dijo–. El precio está regalado.” El hombrecillo inclinó el cuerpo y se zambulló en el montón de zapatos; con manos ávidas atraía hacía sí los mejores modelos, algunos con hebilla graduable y otros de empeine calado, adecuados para la presente estación. Se le oía decir: “éste no, ese sí, el de allá también.” Al verle acaparar golosamente la mercadería, Amaru le dijo: “¡Vamos a contar, pisano! ¡Allí hay más de veinticuatro pares de zapatos! ¡A ver, uno, dos…dieciocho, diecinueve!
¡Completo! ¡Ahora, voy a sacar la cuenta! ¡Son doscientos soles! ¡Paisano, con estos zapatos vas a doblar tu inversión!”.
En fin, Amaru era un vendedor de zapatos malabarista que extraía respetables ganancias de su negocio.
***
Amaru temblaba de miedo aquella noche, mientras buscaba a la encargada de la posada para pedirle la mano de su sobrina. Para esta importante ocasión, vestía un terno gris a cuadros, que había alquilado de una sastrería y una corbata sicodélica ganada en una rifa. Quería darle la impresión de ser un caballero serio y responsable, el apropiado para desposar a su bella pariente, aunque él ya sabía que la señora no quería admitirlo en su familia. A su sobrina le había dicho “¿Por qué no te buscas un partido mejor que un vendedor ambulante? Alguien que pueda darte comodidades y un futuro asegurado”. A lo que Ñusta había contestado que estaba totalmente prendada de Amaru y que iba a casarse con él por amor y no por interés alguno. Amaru sabía estas cosas porque su novia se lo había contado.
La mujer, cuyo rostro severo se parecía al de Margaret Thacher, atendió de mala gana la solicitud de quien, sin perder el entusiasmo, en la presente ocasión sacó de su chaqueta el anillo de compromiso –que había comprado a plazos en una tienda de artículos de segunda mano–, y lo puso en el dedo de su amada. Una vez formalizada su relación sentimental con Ñusta, manifestó su alegría colmándola de besos tiernos; mientras cerca de ellos la vieja con cara de mala tosía adrede dando a entender que no estaba de acuerdo con este compromiso. Luego, y aún a pesar de la negativa de ésta, los novios fijaron la fecha de la boda.
Y un sábado a mediodía, junto a otras numerosas parejas que se habían congregado para celebrar una boda masiva en el salón de actos municipal del cercano distrito de La Victoria, ceremonia que contaba con la presencia del alcalde local, Amaru desposaba a su prometida por el registro civil; la boda religiosa quedaba postergada, por diversos motivos, para otra ocasión. Y mientras estampaba su complicada rúbrica, con pulso firme y decidido, en el libro de actas municipal, pensaba por otro lado que era un buen negocio casarse con la sobrina de una mujer que, según los rumores, tenía propiedades en la Sierra. La anciana que tenía delante, vestida como la reina de Inglaterra, podría obsequiarle por ejemplo un departamento donde pudiera vivir con Ñusta, o bien llegar a considerarle beneficiario de alguna de las riquezas que probablemente tenía ya estipuladas en su testamento. En fin, los sueños de Amaru eran dulces en aquel momento.
Después la novia -que lucía un peinado a lo Sofía Loren, vestido largo y floreado y zapatos cremas con taco aguja-, garabateó su firma en el libro edil en el que firmaron también, en calidad de testigos, su arrugada tía y Ollanta Carrasco, con quien el novio había compartido habitación en el piso cuya titularidad, pronto recaería con pleno derecho en los recién casados quienes tras el protocolo salieron de la sala entre los vítores de sus amigos, en su mayoría vecinos de La Virreina que, entre risas y bromas, cumplieron con la vieja costumbre de arrojarles arroz crudo sobre la vestimenta.
Amaru, emocionado, aprovechó el instante en que recibía las felicitaciones de sus amigos para recordarles que la recepción de su boda se celebraría esa misma noche en un conocido restaurante limeño. Luego, con reiterados movimientos de mano, se despidió de todos y, junto a su flamante esposa, subió al brilloso coche que había alquilado para la importante ocasión. El chofer, a pedido suyo, los trasladó al Parque del Amor, rincón romántico de Miraflores, donde la sonriente y acaramelada pareja, se hizo tomar fotos para el recuerdo. Después pasearon por el Puente de Los Suspiros, envueltos por la fresca brisa del mar cercano, el aplauso de la gente al verlos pasar cogidos de la mano y el sentimiento de amor que unía sus corazones transportándolos al Olimpo.
De la romántica zona de Barranco se trasladaron en el coche de gala al lugar del banquete: un restaurante de comida típica ubicado en el jirón Trujillo, cerca a la Alameda de los Descalzos, en el distrito del Rímac. Y allí, entre fuentes de ceviche y arroz con pato, cajas de cerveza, bebidas surtidas y música obsequiada por una bulliciosa peña –que había sido contratada para amenizar la inolvidable fiesta de matrimonio hasta las cinco de la mañana siguiente–, el novio se gastó toda la ganancia obtenida en un año de venta de zapatos.
En contrapartida a este gasto, Ñusta recibió de manos de su gentil tía las llaves del piso donde funcionaba la posada, la cual, en adelante quedaba cerrada al público para posibilitar la vida privada de los recién casados. La señora, tras cumplir con su regalo de bodas, les comunicó que había decidido marcharse a su tierra porque ya estaba vieja y cansada para seguir trabajando en Lima y además porque su hija mayor, que regentaba una hacienda con varias hectáreas de tierra en la región de Huánuco, le reclamaba con insistencia su presencia allá.
Amaru estaba feliz porque creía que iba a convertirse en propietario de un piso en Lima. Pero su ancha sonrisa se desvaneció cuando la arrugada mujer, que con sólo mirarle parecía descifrar sus pensamientos, le confesó que ella no era la dueña del piso en obsequio, sino la arrendataria. Por lo tanto, la pareja tendría que pagar en adelante el alquiler mensual a Don Fausto el verdadero propietario de la finca. Amaru se resignó y aceptó el regalo. De todos modos, iba a ahorrarse el cuantioso gasto que acarreaba la búsqueda y contratación de un departamento en el centro limeño.
Tras la partida de la tía de Ñusta, la feliz pareja se instaló en el piso y diseñó un modelo de vida digno para el nuevo hogar: todo sería compartido por ambos, desde el detalle más insignificante hasta el quehacer más importante, siempre con amor y tolerancia; con estas sencillas premisas las cosas debían marchar bien por casa, donde además se contaba con el reinado de la hacendosa Ñusta Páucar. Por su parte Amaru asumía la responsabilidad de dar soporte a la economía doméstica, a partir de su labor de vendedor ambulante de zapatos.
Los días pasaron volando, y pronto él recibió una agradable noticia de su mujer: “Vas a ser padre”. Emocionado la colmó de besos, y le prometió que iba a ayudarla en las tareas del hogar. Desde entonces, al volver del trabajo, Amaru se encargaba de barrer el comedor, fregar los platos y dejar limpia la cocina para el día siguiente. Además de sus quehaceres de auxiliar doméstico, cuidaba a su mujer con un cariño desmesurado. Una vez salió de casa a la una de la madrugada, en pleno invierno y con lluvia, para traerle una mazamorra y un helado de fresa con chocolate. Amaba tanto a Ñusta, y solo por verla tranquila y contenta durante su embarazo satisfacía todos sus caprichos aunque éstos fueran extravagantes.
Varios meses después, cuando los dolores del pre-parto acosaban a su mujer preñada, Amaru dejó pendiente toda tarea y en un taxi la trasladó a la maternidad del Hospital del Niño. Las enfermeras acomodaron a Ñusta en una camilla y desaparecieron con ella por detrás de una puerta. Amaru sentía los nervios a flor de piel, mientras el personal médico asistía el parto de su esposa. La espera en aquella sala solitaria le resultaba desesperante. De pronto, una enfermera, que salió de la sala quirúrgica sosteniendo un bebé en brazos, se le acercó y, tras felicitarle por su nueva condición de padre, le puso la criatura en sus brazos. “¡Es una niña!”, exclamó Amaru temblando de emoción; luego se puso a acariciar el rostro de su pequeño y frágil retoño. “Te llamarás Intia, en recuerdo de mi madre”, le dijo bajito a quien ahora le colmaba de infinita felicidad.