CONSUELO PARA UN CONDENADO
CONSUELO PARA UN CONDENADO
Ollanta, que junto a otros compañeros, había sido detenido por la policía durante una bulliciosa manifestación de trabajadores ambulantes, fue a dar con sus huesos a una cárcel de Seguridad del Estado. Aunque de allí lo sacaron pronto para ponerlo a disposición del Fuero Militar, donde, tras un acelerado y misterioso proceso kafkiano, unos jueces encapuchados resolvieron su caso declarándole culpable de un delito y sentenciándole de modo inapelable a purgar una condena de 6 años en una prisión del Estado.
Le acusaron de hacer apología de terrorismo, sin que existiera más prueba de acusación que un folleto escrito en letras rojas y una hoz con un martillo como logotipo que la policía le encontró en el bolsillo del pantalón. Este folleto lo había recogido de la calle y lo guardó allí para leerlo más tarde en la tranquilidad de su cobijo. No había cometido pues delito alguno y, sin embargo, aquellos tipos ataviados con capuchas que se parecían a los jueces de la Santa Inquisición, terminaron por enviarlo al oscuro penal de Canto Grande donde debía cumplir su larga condena.
Aquella tarde, el otrora modesto pero altivo vendedor de periódicos y a la vez dirigente de trabajadores ambulantes se encontraba en el más frío y oscuro rincón de una tétrica celda. Su aspecto era quijotesco: flaco, ojeroso y con el pelo revuelto; estaba leyendo una revista dominical que le había prestado un compañero de cuadra.
Se sintió agobiado y tras cerrar las hojas de la revista que había estado leyendo la arrojó a un lado, en seguida alargó la mano hacia la jarra con limonada que reposaba en su pequeña mesa de celda y vertió el contenido en un pocillo de superficie oxidada.
Mientras sorbía su refresco, volvió a sentir malestar anímico. ¿Quién lo había empujado a esta muerte lenta? Su respuesta era obviamente la misma: la vieja sociedad burguesa que nunca lo había reconocido como digno trabajador ambulante.
Giró el rostro con ojos anhelantes y, al notar en la pared una estampa del Señor de los Milagros, que algún reo había colgado allí, dejó el pocillo en la mesita y con manos temblorosas se aferró a la sagrada imagen.
“Señor –gimió implorante-, tú sabes que mi gran pasión ha sido defender a mis compañeros contra las injusticias de los poderosos. Yo sólo quería una Sociedad justa y equitativa, donde los pobres tuvieran la oportunidad de vivir mejor, deseaba una transformación política en el país y que el control del gobierno lo asumieran los propios trabajadores que sienten en carne propia la necesidad de sobrevivir. “¡Dime señor!, ¿tan grave ha sido mi delito?”
Ante la venerada imagen sintió una profunda tristeza. Y sin poder contenerse pegó las rodillas y los codos en el suelo y estalló en sollozos. Con un dolor indescriptible en el corazón, le pidió a Dios por su suerte y la de sus compañeros que ahora andarían a la deriva sin orientación y reprimidos por las fuerzas del orden público.
Con gran esfuerzo volvió a enderezar el cuerpo y a sorber su limonada. Pensó en la injusticia cometida por aquel Tribunal Sin Rostro que lo había enviado a prisión precisamente a él que había manifestado enérgicamente su rechazo al terror durante el entierro de su amigo y camarada Amaru Huamaní asesinado por viles terroristas de Sendero Luminoso. Unos infames jueces, heraldos negros del Ejército, lo habían condenado a pagar un delito inexistente y sin darle la más mínima oportunidad de defenderse. Lo habían acusado de promover una ideología que nada tenía que ver con su extensa labor de dirigente gremial y político.
Se preguntó con rabiosa impotencia dónde estarían la justicia y la libertad de expresión, dónde los derechos humanos y la facultad que tiene todo ciudadano de defenderse contra falsas acusaciones. Iracundo, volvió a culpar a la sociedad de su tiempo de cometer abusos contra la gente del pueblo, renegó de las leyes mal interpretadas por las autoridades, acusó a Fujimori –sin tenerlo a la vista– de actuar con ineptitud y negligencia, pues en su afán de exterminar a los terroristas, en vez de éstos mandaba a la guillotina a inocentes como él.
Pegó un adolorido suspiro mientras miraba la tira de volantes que sus camaradas políticos le enviaban desde el exterior aprovechando las visitas. Se preguntó si estos folletos, inspirados en las ideas de sus maestros rusos no serían los culpables de que hoy estuviera pudriendo sus huesos en una cárcel. Había creído ciegamente en ellos, los había divulgado a voz en cuello por los cuatro lados de Lima: ¡La revolución que debía transformar la sociedad; la revolución que debía estallar cuando las estructuras del capitalismo comenzaran a declinar; la revolución que debía dar a cada ciudadano el derecho al bienestar social, a la igualdad, a la justicia!
De tanto proclamar la revolución se había convertido en un revolucionario de palabra, más no de hechos. Reconoció entonces la poderosa influencia de las ideologías soviéticas que había tratado de aplicar en el sector del pequeño comercio. ¿Por qué había creído tanto en la revolución? Él, como la mayoría de la gente, necesitaba creer, tener fe en algo grande. En primer lugar, había creído en Dios por sobre todas las cosas. Luego, al pensar que éste lo había abandonado, lo cambió por el mito de la revolución. Pero, a estas alturas, cuando se estaban desmoronando los símbolos más emblemáticos del Comunismo Internacional, con reflexivo criterio se preguntó si era conveniente seguir creyendo en la revolución que debían realizar las fuerzas del proletariado.
¿No sería esto más que un sueño de locos? Se sorprendió de sus propios pensamientos. El veterano líder de trabajadores ambulantes, el conocido camarada de la Izquierda Unida ¿acaso ahora a los cuarenta años iba a renegar de los ideales que habían movido su espíritu que le habían dado fuerzas durante las luchas de su juventud?
Sus pensamientos se estrellaban contra las paredes asfixiantes de su celda. Y, para evitar que le estallara la cabeza, se imaginó al lado de la compañera Olga, oyendo sus sabias palabras. Ella nunca se había dejado llevar por el fanatismo político. ¿Qué estaría haciendo ella a esta hora? Estaría trabajando con afán en el mercadillo, o estaría ya en su casa cuidando a sus hijos. Era una mujer buena y fuerte. Pensó que si no estuviera preso, iría a pedirle que fuera su enamorada. Ya no le importaba que ella hubiera tenido otro hombre en su vida, o que no fuera virgen.
De pronto sentía que la quería más que nunca. Y pensó que si para ganarse su cariño tuviera que cambiar de mentalidad, dejar a un lado la dirigencia gremial y la política y dedicarse a trabajar de día y de noche solo para ella, seguramente lo haría. Suspiró ilusionado: “Si Olga me diese una sola oportunidad, me convertiría en otro hombre.” La esperanza del amor era como un manotazo de ahogado en medio de aquellas rejas agobiantes que daban siempre al mismo número. “Ojalá me volviera invisible para escapar de estas cuatro rejas asquerosas”.
Sin más quehacer, entre aquellos muros plagados de miasmas, volvió a poner en tela de juicio sus acciones pasadas: se criticaba a sí mismo duramente, con su alma cubierta por nubarrones grises que le hacían presentir la muerte de una etapa de su vida. Y, entonces, el hombre que había movido al vasto y populoso sector de los trabajadores ambulantes, el viejo león de una camada política considerada revolucionaria, sintiéndose vencido, equivocado, tal vez arrepentido, volvió a derrumbarse en su litera llorando como un niño.
De pronto, desde la puerta de la celda un compañero de cuadra le avisó que afuera, en el patio de visitas, había una mujer que preguntaba por él. Se incorporó de prisa secándose el rostro lloroso con la palma de las manos. Se preguntó extrañado: “¿Quién será?” Agradeció el gesto de su adjunto, mientras éste le señalaba hacia el punto donde se encontraba su visita. ¿Qué alma santa venía a verle a la boca del infierno? Apuró el paso entre un mar de reclusos que en día domingo copaban el pasillo principal de la cuadra jugando a las cartas, a los dados o charlando en grupitos mientras sorbían bebidas refrescantes. Cuando llegó al patio, el corazón le dio un vuelco. Era la compañera Olga, el amor de su vida hecho realidad.
Saludó con emoción a la mujer cuya imagen animaba su corazón en las abrumantes noches de presidio. Ella, mirándole con una dosis de lástima, correspondió a su saludo; le dijo, con tono fraternal, que había hecho un alto a sus ocupaciones para visitar al compañero de lucha que estaba sufriendo horrible encarcelamiento.
–Gracias. Es usted un ser divino –La colmó de halagos–: Y además de buena es una mujer inteligente y bonita.
–Ay compañero, no es para tanto –dijo Olga, ruborizada.
Y, si dejar de mirarle con una mezcla de cariño y simpatía, abrió la bolsa plástica que había traído y extrajo de ésta una especie de bizcocho envuelto en papel blanco.
–Le he traído un pastelito.
–No se hubiera molestado –dijo Ollanta, conmovido por la delicadeza de Olga. Y añadió–: Un trillón de gracias por el obsequio.
Como los otros reclusos y sus familiares que los acompañaban ese día de visita hacían ruido en el patio, Ollanta la invitó a conocer su cuadra. Ella aceptó, y luego, mientras caminaban, le iba informando de los últimos sucesos ligados al sector del comercio ambulante. Le dijo que el alcalde de la ciudad les había declarado la guerra y amenazaba con quemar sus quioscos si en un plazo de treinta días no se retiraban del centro de Lima.
–Los dirigentes están delineando las medidas a tomar para afrontar la crítica situación. Sin embargo, compañero –le dijo con voz dulzona–Todos extrañamos su voz de comandante.
–Compañera –dijo Ollanta, con gesto resentido–, me he pasado veinte años luchando para que se hiciera justicia con nuestra gente, para que las autoridades reconocieran legalmente el comercio ambulante y se evitara la destrucción de nuestros puestos de trabajo. Lo he dado todo por los trabajadores ambulantes; ahora dígame: ¿dónde están mis compañeros de lucha? Hasta hoy, pasado un año de mi encarcelamiento, nadie más que usted ha venido a verme. ¿Dónde están mis amigos? ¡Nadie se acuerda de mí! ¡Yo no le hago falta a nadie! ¡Tampoco soy imprescindible en la Federación de Ambulantes!
–Me da pena oírle decir esas cosas, compañero.
Con el semblante apesadumbrado y sin decir una palabra más la condujo por el estrello pasillo de la cuadra. Al llegar a su pequeña celda, en cuyas paredes había numerosos afiches y cartulinas con inscripciones e imágenes referentes al llamado “movimiento revolucionario Túpac Amaru”, ofreció a Olga tomar asiento en la silleta que reposaba junto a su cama. Después abrió el cajón de su mesa y cogió un sobre blanco, sin sello postal, el cual entregó a ella diciéndole que era su carta de renuncia a la presidencia de la Federación de Trabajadores Ambulantes de Lima y Callao.
Olga arrugó la frente mirándole extrañada. Ollanta le dijo que estaba tan seguro de esta decisión como del gran amor que estaba sintiendo por ella.La visitante se quedó clavada en su sitio, con la boca abierta y la cara blanca como la nieve.
–Sí, Olgüita –dijo, con grave continente–. Sé que este no es lugar adecuado para declararle mis sentimientos, pero se lo confieso–: estoy enamorado de usted.
–No hable de eso, por favor –suspiró ella, sonrojada- Usted está atravesando un momento delicado de su vida, quizás esté confundiendo amistad con amor. Yo prefiero que dejemos este tema.
Ollanta la cogió de la mano y, mirándola con cariño, le dijo que deseaba tener a su lado a una mujer como ella noble, buena y cariñosa.
–Yo la quiero. Por eso le pido, con todo respeto, que acepte casarse conmigo el día que salga de este encierro.
Ella, con sutileza femenina le pidió que se callara. Ollanta entendió y no habló más al respecto, aunque luego, acosado por un profundo sentimiento, cerró los ojos e inclinó el rostro lloroso. Parecía una criatura atacada por el desconsuelo. Entonces, como un regalo de Dios, sintió en su pelo la suave caricia de Olga, seguido del fino cosquilleo de un pañuelo en sus húmedas mejillas. Aliviado de pronto, buscó los ojos de la mujer que pretendía convertir en su esposa, y, los encontró llenos de lágrimas.