EL CUIDADOR DE UNA ANCIANA

EL CUIDADOR DE UNA ANCIANA

 

EL CUIDADOR DE UNA ANCIANA

 

Una fría mañana de Abril, provisto de ligero abrigo, abandoné la modesta pensión –que compartía con otros muchachos, extranjeros también como yo–y enrumbé con dirección a la avenida Madrid, en busca del domicilio de una tal doctora Navas que un día antes y por teléfono había concertado conmigo para una entrevista de trabajo.

Iba con semblante optimista  a pesar de la intempestiva lluvia que empapaba las calles de Barcelona dándole un panorama triste a la ciudad. La gente andaba provista de abrigos, guantes y paraguas para protegerse del frío estacional y el copioso aguacero que caía en medio de truenos y relámpagos. Huyendo de la intemperie, entré por la boca del Metro a la altura de Urgell. Quince minutos después, al salir del metro por la Plaça del Centre, la lluvia  había cesado ya y en lo alto de los edificios caseros gateaba la luz solar que había cambiado el opaco día invernal en otro más claro y con cierto aire festivo.

Cuando llegué al edificio cuyo número correspondía con el que yo tenía anotado en mi libreta un grupo de personas que salían por la puerta se volvieron a mirarme, algunos con extrañeza, como si vieran en mí a un extraño bicho, otros en cambio me sonrieron con simpatía. Dejé de prestar atención a los desconocidos y subí a paso ligero las escaleras de aquel vecindario, hasta llegar a la primera puerta del principal donde según mis datos vivía la doctora.

Una mujer alta y pálida, que vestía una bata blanca, salió a recibirme. “Hola”, me dijo, escrutando con curiosidad mis facciones mestizas. Me preguntó mi nombre y si yo era aquel con quien ella había hablado por teléfono el día anterior. Le dije que sí y para más señas le alcancé mi pasaporte que ella examinó con detenimiento. Convencida por fin de que yo era el mismo cuyos datos y foto aparecía  en el documento, me hizo pasar al recibidor, donde había cuadros pintorescos, utensilios de reliquia y un anaquel lleno de libros. Había también un diminuto Quijote con sus alambradas piernas apoyadas en la superficie de una delgada mesa pegada a la pared. La mujer me hizo pasar luego a un despacho lleno de libros.

–Soy la doctora Josefa Navas –me dijo–. Supongo que ya sabrás en qué consiste este trabajo.

–Sí  señora.

 –Pues entonces al grano. Te hablaré de las condiciones en que vas a trabajar aquí. Siéntate.

–Gracias.

–Serás el asistente de mi madre las veinticuatro horas del día. Durante el desarrollo de tu labor no deberás despegarte de ella ni un solo instante. Sólo estarás para ella, cuidándola con mucha voluntad y dedicación. Y a cambio de tu trabajo recibirás un sueldo básico y todas las comidas diarias.

–Doctora –le interrumpí–. Estoy de acuerdo, pero quiero que me haga  un contrato de trabajo y que me dé de  alta en la seguridad social.

–De momento eso no podrá ser –me dijo con gesto serio–. Aún no te conozco y mi madre tampoco. No sé si llegarás a congeniar con ella. ¿Me  entiendes, verdad?

–Sí. Pero yo necesito tener un contrato.

– A ver, chico–me dijo, algo fastidiada–. No soy empresaria sino la responsable de una familia y lo que te comenté es todo lo que te puedo ofrecer. Si te conviene, ¡vale! sino me buscaré a otra persona.

Me quedé callado. Pensaba con preocupación que trabajando en tales condiciones, como interino y en negro, no iba a poder regularizar mi situación en España. Pero tampoco tenía otra opción para poder elegir. Además necesitaba tener ingresos con urgencia ya que mi economía era desastrosa.

–Bueno, chico –dijo ella, rompiendo mi reflexión– Si quieres piénsatelo y luego…

– No –suspiré decidido–. Acepto este trabajo.

–Pues entonces vente por aquí

La seguí en silencio hacia una habitación amplia donde destacaban maseteros con plantas, un sofá, una mesa con un televisor, roperos enormes y dos camas individuales. En una de estas, ubicada junto a un ventanal con largas cortinas transparentes, estaba recostada una anciana de edad indescifrable.

–Pepita –dijo la doctora – este chico será tu asistente.

Me acerqué a la anciana y entonces percibí un potente e inexplicable halo de luz reverberante de sus ojos. Aún turbado me presenté a ella.

–Mi nombre es Américo, señora. Mucho gusto

–Bienvenido, hijo mío –me sonrió con aires de niña buena–. Ésta será tu casa. Y tú serás como uno más de mi familia.

La mirada dulce y asequible de la anciana me cautivaba. No recordaba haber visto aquella luz, tan pletórica de humanidad, en los ojos de nadie, salvo en los de mi madre. Me parecía que a la arrugada convaleciente solo le faltaban alas para completar la aureola invisible que enmarcaba su persona. Ruborizado, le agradecí su generosa cortesía.

 La forma en que ella me miraba me hacía estremecer. Era como si su alma, sedienta de cariño, se compenetrara con la mía salvando todas las formas físicas posibles. Pronto respiré aliviado; pensé que como enfermero de cabecera de esta viejita de voz cálida y modales finos y amistosos iba a sentirme a gusto.

 

El verme establecido en aquella casa no restaba en nada a mi vergüenza y al temor de ser malconsiderado, no por doña Pepita que desde un principio me había otorgado su confianza sino por los otros miembros de su familia. Por ello, durante mis primeros días en este hogar mis movimientos eran tímidos. Temía que alguien me regañara por los desaciertos cometidos en mi labor.

Pero luego me fui dando cuenta que ninguno de los componentes de aquella familia me levantaba de mal grado la voz. Al contrario, la doctora me decía con amabilidad que podía utilizar a mi antojo todos los servicios de la casa y tampoco tuviera reparo en pedirle las cosas indispensables para poder cumplir con eficiencia mi trabajo. Por su parte la señorita Conchita, una doña solterona, sobrina de doña Pepita, solía mostrarme sus dientes de conejo cuando me hablaba  y además se enorgullecía comunicando a todos los visitantes de que yo era “el chico de doña Pepita”.

“Es majo ¿eh?”, decían entre ellas las mujeres, que venían a casa de visita, refiriéndose a mi persona. Los hombres en cambio me hacían comentarios y preguntas sobre mi país. Y yo, ni corto ni perezoso, esgrimiendo mi grado de educación y conocimientos generales, les respondía con detalles y empleando peruanismos o palabras de uso común en mi pueblo que ellos no entendían y por eso debía explicarles su significado. En fin, para los amigos de doña Pepita, un peruano como yo, era una novedad; aunque esto de ningún modo me molestaba, al contrario me resultaba interesante relacionarme con ellos para conocer más sobre la historia y las costumbres de la gente de este país.

 

Mi trabajo en sí era fatigante. Debía preparar y dar su medicación a doña Pepita a ciertas horas de la noche mientras velaba su intermitente sueño. Al día siguiente, sobre las 8 de la mañana, procedía a levantarla de la cama. La ponía de pie con suaves movimientos de mano y sujetándola de los brazos la ayudaba a caminar, pasito a pasito, hasta el cuarto de baño. Tras asearla con jabón y agua, la peinaba, le ponía un poco de colonia en el cuerpo y su dentadura postiza y las gotitas de colirio en los ojos.  Luego nos íbamos al comedor, siempre dando pasitos y cuidando que ella no perdiera el equilibrio. La sentaba en su silla y allí comía con gracioso deleite, como una niña.

Ella manejaba su cuchara siempre con la mano derecha pues la izquierda la tenía inutilizada a causa de las embolias que había sufrido. Y solo cuando un temblor imprevisto, causado por su enfermedad, le impedía llevar a la boca su alimento, yo la auxiliaba con presteza. ¡Cómo le gustaba el postre!  Terminado su segundo plato pedía un yogurt de fresa o de plátano, que relamía a gusto, despacito, mientras con su clásica sonrisa de ángel me pedía que la moviera un poco en su asiento para aliviar el dolor que sentía en el culo por estar tanto rato en la misma posición. Yo, como estaba cerca de ella, atendía con presteza su solicitud.

 

Había domingos en que venían a visitarla sus parientes. Entonces, antes de salir a la sala, me pedía encarecidamente que la arreglase un poco, que le pasara una toallita húmeda y le pusiera polvos en la cara, que la peinara dejándole un cerquillo en la frente como a ella le gustaba y que le rociara agua perfumada en el cuerpo y sobre todo que le pusiera su bata nueva. Yo la entendía y, en la medida de mis posibilidades, intentaba dejarla tan guapa como quería. Tras su maquillaje salíamos de la habitación, ella dando pasitos cortos y sosteniéndose de mis brazos, mientras saludaba a todos con su indeleble sonrisa. Sus parientes al verla venir conmigo, le decían en broma: “Estas atendida como una reina, Pepita”

Durante las veladas con amigos y familiares doña Pepita sacaba a relucir su vasta sapiencia. Las cosas que decía eran muy interesantes. Manejaba los temas históricos con tanta facilidad como los temas políticos y filosóficos. Sobre el hombre actual decía que estaba degradado, que era fatuo y tendía a ir hacia lo que consideraba de utilidad material y por esta ambición desmedida era mediocre en valores morales, prefería los placeres que ofrece el poder y el dinero y se destruía a si mismo.

Discurría como una docta, hasta que su crónica tocecita la obligaba a callarse para que volviera el aire a sus pulmones Más cuando su acceso de tos era prolongado, intervenía la doctora. Pedía disculpa a todos por la indisposición de su madre a seguir hablando y me ordenaba que la llevase a su habitación para suministrarle su medicación. Yo cumplía con el encargo. Y, mientras avanzábamos, la viejecilla, cogida de mi brazo se esforzaba en decir “adeu”y mover la manita hacia el auditorio familiar en son de despedida.

La habitación de doña Pepita era un santuario, donde nunca faltaban los maseteros con geranios, azucenas y otras plantas de flores coloridas que a ella le encantaba tener. “Hay que cuidarlas –decía–  para que no se marchiten y puedan convertir la tierra en un hermoso jardín”. Luego volvía a pedirme que trajera agua en un cubo y regara los claveles y la piti miní. Y aunque a veces me mojaba los zapatos realizando esta tarea no sentía enfado por ello, a mí también me gustaban las flores. Sonreía con agrado a mi patrona al cabo, siguiendo sus indicaciones, arrancaba las hojas secas y las leñosas ramitas del minúsculo invernadero el cual iba creciendo con las plantas nuevas que llegaban de regalo cada fin de semana y que sobresalían ya hacia el exterior, adornando el balcón de aquella finca de la avenida Madrid.

Otro de los gustos de la anciana era obsequiar y recibir regalos en días de fiesta y onomásticos. A mí me regaló por mi santo un par de calcetines y por mi cumpleaños una camiseta de seda. Y yo como sabía que era muy creyente le regalé un crucifijo de fantasía por motivo de la Semana Santa. Ella se puso contenta, resaltó mi gesto obsequioso y me bendijo por toda la eternidad.

Doña Pepita, a sus ochenta y seis años de edad, gozaba de una lucidez mental que se complementaba bien con su carácter alegre y dicharachero. Era fácilmente emotiva aunque nunca  pecaba de sentimental ni se dejaba llevar por el chisme ni se acaloraba cuando no le salían bien las cosas, parecía tener controlados sus nervios y sabía administrar su paciencia. Era además exquisita; se comportaba con distinción y gallardía y cuando hablaba lo hacía con convicción y mirando serenamente a los ojos de su oyente como para que este la entendiera. .

A ella le encantaba la poesía, a menudo me pedía que leyera las rimas de Bécquer, o los versos de Neruda y Alberti que eran sus preferidos Ambos disfrutábamos con estas tertulias porque a mí también me gustaba la poesía. Es más, en ratos libres, yo me deleitaba con los libros de poesía y las novelas literarias que yacían en dispuesto orden en la enorme estantería que cubría una de las paredes de la sala comedor, una pieza enorme que semejaba un museo de antigüedades. Un cuadro de la Última Cena llenaba la pared del fondo, mientras las paredes laterales estaban adornadas con una serie de pistolas y sables con opacos grabados del siglo XVIII. Estas reliquias daban a entender que los anfitriones apreciaban la fantasía artística.

Yo leía con atención las obras literarias que extraía de aquel mueble casero, hasta el instante en que mi jefa volvía a llamarme con su vocecita arrulladora para pedirme un vaso de agua fresca para calmar su sed, o que le trajera la riñonera para escupir los gorgojos que molestaban su garganta o el orinal manuable para depositar allí su pis, o bien que volviera a levantarla de la cama.

Tanto le gustaba caminar, que una tarde, por no llamar mi atención, quiso hacerlo sola.  Se incorporó en la cama, posó sus pies en el suelo y cataplum!, cayó de lado junto al ropero fracturándose la pierna izquierda. Desde entonces, y por consejo de la doctora mi faena crucial consistía en rehabilitar su miembro cojo. Para ello, envolvía dicha pierna con una faja ortopédica, que luego graduaba de modo conveniente para que sus movimientos fueran algo sueltos y erguidos. Puesta la faja, inclinaba el cuerpo de mi ama hacia el borde la cama y la ponía de pie, sin dejar de sujetarla de los hombros y la cintura. Ella, al verse sostenida, se atrevía a caminar, con esfuerzo y arrastrando su pie facturado; daba seis o siete pasitos de bebé y se quedaba agotada. Me decía entonces: “vamos al descanso”.

Yo volvía a sentarla en su silla; y ella, en el ínterin, aprovechaba para telefonear a sus parientes y contarle sus paseitos por casa como si fueran hazañas. Oyéndola festejar con su familia por las ocurrencias derivadas de sus pequeñas caminatas me embargaba un sentimiento de pena y de alegría a la vez. La octogenaria era como una niña graciosa y ocurrente a la que yo animaba con frecuencia: “Pronto podrás salir a la calle a tomar el sol, Pepita”.

Aquello fue posible el día que su hija dictaminó el fin de su convalecencia. Entonces bajamos por el ascensor del vecindario, atados del brazo como siameses, y luego, riéndonos de alguna ocurrencia abandonamos la finca con dirección al parque Can Manteca. Era una tarde espléndida. El sol acariciaba nuestros pálidos rostros devolviéndonos la alegría de vivir. En medio del parque, cerca del grupo de canosos jugadores de petanca, los niños pequeños se mecían en los columpios que empujaban sus cuidadoras, mientras otros más grandes jugaban colgándose de los pasamanos o arrojando pelotas por doquier para que sus perros fueran a buscarlas y las trajeran de vuelta aprisionadas en sus hocicos.

Los pájaros trinaban desde los ramajes, mecidos por el suave viento de primavera, que otorgaban su sombra a la solitaria banca donde estábamos sentados. Doña Pepita, recordó tiempos pasados y empezó a hablarme de su difunto marido:

–Lo conocí  en Córdoba, mi pueblo de origen, cuando apenas tenía 11 años. Él era un mozo de quince años, alto y fuerte, que me esperaba por los cortijos para dar rienda suelta a nuestro amor. Fuimos muy felices, hasta que estalló la guerra civil. Vicente era republicano, como su padre, y se vio forzado a huir del pueblo. Se fue a Valencia a enrolarse en las milicias que luchaban contra Franco. Lo enviaron al frente, en primera línea, y allí casi lo matan de un balazo en el pecho. Estuvo varios días en coma, pero sobrevivió gracias a su corpulencia física. De todos modos, el pobre se pasó un año en recuperación en un hospicio republicano. Después, cuando la guerra terminó, Vicente retornó al pueblo. Vino muy orgulloso con su uniforme de republicano. Estaba más alto y guapo y ocasionaba alboroto en las chicas del pueblo que se lo disputaban como si fuera un churro. Pero él volvió a buscarme, para decirme que seguía amándome y además para proponerme matrimonio.

–Es una historia muy romántica –dije sonriendo.

–Te la seguiré contando. Pues como yo también lo amaba acepté encantada su proposición. Y allá por el año treinta y nueve nos casamos. Al poco tiempo nació nuestra hija Josefa. La doctora que tú conoces. Aunque nuestra felicidad duró poco, porque Vicente fue cogido por los franquistas y enviado a un cuartel de Zaragoza. Allí se pasó un año haciendo trabajos forzados, mal alimentado y peor considerado por sus captores. El segundo año de prisión fue obligado a ponerse al servicio de Franco. Él aceptó sólo por no seguir sufriendo cautiverio, porque de corazón nunca dejó de ser republicano. Al tercer año salió con permiso del ejército franquista y volvió al pueblo. En la alegría del reencuentro –suspiró la viejita– hicimos a nuestra segunda hija Mónica que está casada y vive en Tarragona con su familia. Y añadió–: Vicente volvió a marcharse, con la promesa de volver pronto y no separarse jamás de mí y de sus hijas, palabra que él cumplió hasta el día de su muerte, hace 8 años, a causa de una penosa enfermedad.

Doña Pepita dejó de recordar a su marido y se puso a hablarme de sus hijas. Estaba orgullosa de ellas porque sabían corresponder al esfuerzo que sus padres habían hecho para criarlas y hacerlas mujeres de bien. Ellas eran lo mejor que le había dado Dios y por eso les iba a dejar como herencia  las propiedades legadas a ella por su difunto marido, que había trabajado duro en Barcelona durante más de cuarenta años, y que consistían en el piso de la avenida Madrid donde vivía, una torre ubicada en la localidad de Palamós y otra residencia en Vallirana.

La viejecilla se distrajo al ver pasar una paloma paticoja, seguida de cerca por una niña rubia y graciosa, cuya cuidadora, una joven achinada de semblante apático, iba tirando a la vez de un cochecito dentro el cual un bebé dormía apaciblemente. La viejecilla me comentó que le causaba ternura la prístina inocencia que destilaba la mirada de un niño. Luego, al verme bostezar, me propuso ir a un lugar donde ella estaba segura de que yo me iba a divertir.

Llegamos al “Casal de Avis”, en castellano la Casa de los Abuelos, un local amplio regentado por el ayuntamiento, donde la gente de la tercera edad se entretenía jugando al dominó, al tenis de mesa, o al billar. Mi patrona saludaba a sus conocidos en catalán con un “¡bon día!” y un gesto majestuoso en la mirada. Esta vez, a su pedido, cruzamos el salón y nos fuimos de frente a la peluquería del local. A su turno, mientras le arreglaban el pelo, no dejaba de mirarse al espejo y gastarle bromas a la peluquera, una joven con acento andaluz. Al salir de la peluquería ella me preguntó sonriente qué tal la veía. Y yo, rendido ante la evidencia de su alma cristalina, le dije: “muy guapa”

¡Cuánto deseo de vivir había en su mirada! Aunque fuera viuda y tuviera el cuerpo enteramente arrugado ella quería vivir. Y, sin que este anhelo desmejorase su comportamiento, un aire de coquetería encendía  su rostro cuando algún caballero se dignaba saludarla. Como sucedió con un señor alto y bien vestido, a quien ella llamaba Pepe y que incluso se atrevió a invitarla a la fiesta de San Juan que los abuelos iban a celebrar en el referido Casal. Al retirarse el caballero, doña Pepita me dijo al oído que a este señor guapo lo conocía desde hace mucho, había sido amigo de su marido, aunque ahora el pobre era viudo también y por eso buscaba la compañía de una amiga. Yo me sonreí y levanté las cejas para interrogarla con familiaridad.

El 23 de junio, como si una ilusión nueva acelerara de alegría su corazón, doña Pepita amaneció radiante. Me pidió que la bañara a fondo, con jabón de cereza y agua clara, que le arreglara el pelo pero sin estropear su último peinado, le pusiera algo de maquillaje en rostro, y agua de colonia francesa por todo el cuerpo. Y luego que le encajara al cuerpo su vestido de fiesta floreado y sus zapatos de tacón mediano, y sus aretes de oro y otras joyas. El arreglo de su persona y su indumentaria nos llevó todo el día. Y ya al caer la noche, mi patrona tenía una figura espectacular. Se parecía a la reina de Inglaterra luciendo oronda su recompuesta juventud y belleza. Me sonreí ante la originalidad de esta abuelita que se comportaba como una niña.

Aquella noche de gala en el Casal, ella sentada frente a su galán apuraba el vino, la coca y otros postres de la cena mientras charlaban de cosas que yo no alcanzaba a oír, porque me hallaba a varios metros de su mesa haciéndole de guardaespaldas. No sé en qué momento ella se puso de pie para bailar con su pareja. Los veía moverse pegaditos, como si fueran jóvenes, al compás de las notas de una banda musical. Alrededor de ellos otros ancianos bailaban con lentitud. Para mí ella era la cenicienta que en la iluminada noche danzaba del brazo de su príncipe azul seduciéndolo con sus encantos. La jornada festiva concluyó pasada la medianoche y mi jefa sofocada por el baile y picada por el vino ingerido no dejaba de lanzar interjecciones de alegría durante el trayecto a casa.

“Doña Pepita ya tiene novio”, se lo dije a la doctora, en son de broma, pero ella no lo tomó así y se enfadó conmigo y también con su madre a quien tildó de juerguista libertina. La que sí acogió con gracia la noticia fue su sobrina Conchita que no cesó de reír toda la tarde. Por la noche, la doctora me llamó a un lado para decirme que a partir de la fecha quedaba prohibido llevar a su madre al Casal de Abuelos. Me dijo que su madre era bastante mayor y ya no estaba para emociones fuertes que pudieran hacer peligrar su salud, que al contrario necesitaba mucha tranquilidad y reposo.

La Doctora quizás tenía razón, porque doña Pepita, desde que empezó a ilusionarse con don Pepe, se había vuelto más ansiosa lo que le producía tos con ahogos incontenibles y deliraba por las noches pidiéndome que la llevase al Casal de Abuelos. Y yo, como no podía  hacerlo, por orden de la doctora que era quien me pagaba, trataba de consolarla narrándole alguna historia de mi pueblo. Y así, con el fluir de los días y la estricta abstención de ver a su príncipe azul,  la pobre mujer se fue curando del mal del corazón.

Pero, en cambio, fue su enfermedad del Alzheimer la que hizo crisis en ella. De la noche a la mañana entró en un estado de abandono de sí misma. Ya no hablaba, no quería probar bocado y menos que la levantasen de la cama. Parecía no tener ya fuerzas para mover el cuerpo ni ánimo para hacer nada. Sólo emitía palabras apagadas y alguna queja. Su hija, la doctora, se pasó horas enteras examinándola con minucia. Y solo cuando el cansancio la obligó a enderezar el cuerpo vino hacia mí, que lo observaba todo desde un lado de la cama, y me dijo con pesar: “Uy!, que malita está  mi madre”

La señora Conchita, en su intento por hacer reaccionar a su tía, le puso en las manos una pelotitas de jebe. Pero esto solo daría un resultado pasajero: al contacto con las pelotitas, la postrada abrió los ojos lenta y pesadamente, lanzó una mirada condolida alrededor suyo y un quejido ininteligible, dejó caer la pelotitas en la cama y volvió a sumirse en su letargo. La doctora llamó al médico de cabecera de su madre y, en mutuo acuerdo con él, le hicieron ingerir una serie de pastillas.  Pero, de nada sirvieron, doña Pepita empeoró en los días siguientes, le sobrino incluso diarrea, fiebre y una tos interminable que la ponía morada. Y pronto, por disposición médica,  fue ingresada en el hospital.

Yo iba todos los días al centro hospitalario a hacer compañía a mi abuelita convaleciente. Le daba de comer de a poquitos en la boca, vigilaba que las botellas con suero adheridas a sus brazos no estuviesen vacías, o advertía a las enfermeras que viniesen a cambiarla cuando notaba que sus pañales estaban con caca u orines. A veces la acompañaba toda la noche, a ratos cabeceando y siempre velando por su recuperación. Por suerte, a los quince días los médicos, confiados en la leve mejoría  de su paciente, le dieron el alta.

 

Doña pepita volvió a casa, pero ya no era la misma de antes. Su enfermedad había entrado en una fase crítica. Y, una cosa muy triste, ya no le funcionaba bien la cabeza. Confundía a menudo las cosas y tampoco era capaz de reconocer a las personas. Una tarde se quedó mirándome fijamente a los ojos y me preguntó “¿Y tú quién eres?”. Y como yo la miraba con lástima, arrugó el entrecejo y me tildó de “sinvergüenza” pues creía que me estaba riendo de ella. Ya de nada me servían las palabras cariñosas que le profesaba mientras la atendía con esmero. Incluso me mandó al carajo antes de pedirle a su hija que me echaran de la casa. “Es un marrano –le decía por mí a la doctora–. No se atreve a deshacer todo el mal que ha hecho”.

La doctora angustiada por el estado de su madre estuvo a punto de despedirme porque creía que yo no estaba cumpliendo a cabalidad con mi trabajo. La oportuna intervención de doña Conchita, que me había cogido aprecio, hizo que la doctora reconsiderase su decisión. En realidad era lamentable el estado de doña Pepita y esto ponía de los nervios a sus parientes. A mí también me dolía verla así, la apreciaba tanto que daría cualquier cosa por verla restablecida, pero no podía hacer nada salvo atenderla como era debido.

–Cuando mi madre tenga sus accesos te sales de la habitación, haces cualquier cosa sin perderla de vista y luego cuando notas que ha recuperado el juicio te vuelves a la habitación a atenderla –me dijo la doctora.

 Y yo así lo hacía, con más pena que miedo al ver a doña Pepita pataleando y gruñendo como un animal herido. A menudo, aún greñada y semidesnuda, intentaba levantarse de la cama por sí sola y sin dejar de injuriarme por no ayudarla en su cometido. Yo hacía lo posible por disuadirla de su intención. “Mamita es medianoche y no debes salir de tu cama”. Pero ella me respondía con arañazos y mordiscos en las manos o me empujaba hacia atrás con sus pies poseída de una fuerza extraña. ¡Cuántas noches la pasaba en tal estado produciendo un ruido tal que llamaba la atención del vecindario!

La situación era insostenible. Y, entonces, cuando ya la doctora y la señora Conchita apostaban por recluirla en un centro de enfermos mentales, doña Pepita tuvo una leve mejoría. Cesaron sus ataques de locura y su rostro volvió a adquirir la majestuosidad de sus mejores años. Pero esta recuperación duro poco. Al tercer día, la anciana se puso rígida, su piel adquirió una tonalidad morada y perdió el habla por completo. Desde entonces, sus ojos martirizados por el sufrimiento, sus labios retorcidos por su resistencia al dolor desarrollarían el don de expresarlo todo por medio de señas que nosotros entendíamos con dificultad.

Doña Pepita, que setenta años atrás había representado a una joven y hermosa reina de carnavales, a decir por la imagen de una vieja fotografía que se veía colgada en su habitación, nunca más recuperaría la palabra, ni la coordinación de sus movimientos ni su capacidad de raciocinio. Lo único que parecía quedar de ella era el sentimiento noble de su corazón, la belleza incomparable de su alma, las lágrimas conmovedoras que por momentos asomaban a sus ojos para decirme que tenía pena por no poder seguir viviendo como ella quisiera esta vida tan maravillosa que Dios nos ha prestado. Me decía con la mirada que sentía pena por ella, por mí, por sus hijos, por la humanidad entera, aunque ya estaba resignada y solo esperaba que Dios la recogiera cuanto  antes para terminar con su sufrimiento.

Con el paso de los días la salud de la viejita fue empeorando. Y para colmo de males, ella tampoco quería ya comer y menos aún tomar su medicinas, aunque yo, de todas maneras, terminaba dándoselas por orden estricta de la doctora que de continuo intentaba reanimarla haciéndole masajes en brazos y piernas, caricias en la cara o leyéndole algún párrafo de la Biblia. Pero todo era en vano, doña Pepita se reducía a un montón de huesos inmóviles y cada vez más cadavéricos.

“Se nos va. Qué se hace”, decía la doctora mirándome con resignación.

Nada iba ya quedando de la robusta y risueña viejecilla que yo había conocido. Y de sus ojos, hasta hace poco sabios y bondadosos, solo reverberaba una mirada sombría como si un velo mortecino estuviera cubriéndola.

A pedido de la doctora el padre José de la congregación de Los Camilos vino el domingo a mediodía y celebró una misa por la salud de mi ama. En la misma habitación y delante de ella, besó su crucifijo, elevó sus plegarias al cielo y roció con agua bendita el cuerpo casi extinto de doña Pepita. “Quedaos con Dios, hija mía.” le dijo el religioso con gesto condolido. Después de la misa el padre le dijo a la doctora que todo quedaba en manos del Señor y por tanto debíamos rezar por ella.

Al día siguiente, la abuelita amaneció peor que antes. Su cuerpo estaba frío y su respiración era pesada. “Pepita qué te pasa”, la removí en su sitio varias veces sin resultado. Yo me asusté y desde la habitación empecé a lanzar gritos para que los demás me oyeran: “¡Doña Pepita ya no se mueve! ¡Y le cuesta respirar!”. La doctora vino corriendo y, con una expresión de tristeza y angustia en el rostro se apresuró en masajear  el pecho y los brazos de su madre. Tenía la esperanza de hacerla reaccionar. Pero su intento era inútil. La viejita parecía haber entrado en un estado de agonía del cual ya no se sale. De pronto la doctora dejó su tarea y mirándonos con resignación a mí y a doña Conchita que estaba echándole aire con un abanico a la enferma, nos dijo: “Ya no hay nada que hacer”

Doña Conchita, atacada por el dolor de ver a su tía en semejante estado, se volvió llorosa con un pañuelo pegado a la nariz y arrastrando penosamente sus chancletas desapareció de la habitación. La  doctora, tras decirme que iba a hacer una llamada telefónica, salió también de la habitación. Mientras yo, frente a mi ama moribunda, sentía una tristeza infinita. La quería tanto que me dolía en el alma verla así, despojada de su esencia vital. De pronto, y ante mi espanto, ella se movió en la cama, su cuerpo entero se puso rígido y de su pecho salió un quejido bronco seguido de un exhalante suspiro. Y, entonces, se quedó totalmente quieta.

En eso, la doctora volvió corriendo y yéndose hacia la anciana la auscultó con desesperado afán y al darse cuenta de que ella ya no respiraba la abrazó y besó con ternura:”Madre mía –le dijo llorosa– ya no estás con nosotros. Dios se apiade de ti”. Pero la doctora reaccionó en seguida, se puso de pie y con una tranquilidad admirable acercó la mano a los ojos y la boca de su extinta madre y los cerró con suavidad, y luego extendió sobre el cuerpo de la difunta una sábana blanca.

Mientras, yo sentía que algo de mí moría por dentro. “Tranquilo”, me dijo la doctora. “Morir es ley de vida”. Y sus palabras me dieron fuerzas para no desfallecer. Entonces me armé de valor y me acerqué al cadáver de doña Pepita. “Descanse en paz, doñita –le dije lloroso–. Yo nunca olvidaré sus sabios consejos”. Y no pude decir más, porque sentía mareos y como si mi corazón fuera a salírseme por la boca. Tan mal estaría mi semblante que la misma doctora al darse cuenta me sacó de la habitación y me llevó a la cocina, me dio a beber agua y me aconsejó que permaneciera allí sentado en una silla hasta que me tranquilizara.

No sé cuanto tiempo pasó hasta que me incorporé de la silla. Avancé hacia la puerta mirando las paredes de la cocina como un tonto. Dentro la casa ya se oía voces de gente que habría venido a dar el pésame a los familiares de la difunta. Crucé el pasillo rozándome con alguien y, trémulo, entré a la habitación donde yacían los restos de doña Pepita. Y, entonces, comprobé con asombro que en su rostro lívido había vuelto a dibujarse su sonrisa de siempre. Y yo que admiraba esa sonrisa llena de bondad, me arrodillé y oré por ella. Le pedí a Dios que esa sonrisa virginal permaneciera intacta en su fino rostro por toda la eternidad.

Ese rictus dulce e inmaculado se quedaría grabado para siempre en mi corazón y produciría un cambio en mi filosofía personal. Porque ahora yo quería ver la vida como doña Pepita, con esa noble transparencia de espíritu que solo quiere el bien de los demás, con esa manera de ser que inculca fuerzas a los demás para seguir afrontando la dura prueba de la vida, con ese don compasivo y de franca solidaridad hacia los seres humanos.

Así se marchó de este mundo doña Pepita, una abuelita excepcional, que me enseñó con sus palabras y sus actos cómo apreciar mejor la vida, como amar desinteresadamente al prójimo y como gozar a plenitud con los valores esenciales del alma.