EL MIGRANTE

                                      EL MIGRANTE

Permanecí largo rato sin atreverme a dar un sólo paso. Hasta tal punto aturdía el espectáculo que se mostraba nítido a mis ojos. Oleajes de gente fluía en todas direcciones: algunos corrían apurados quizás por llegar pronto al trabajo, otros se empujaban junto a las puertas de los microbuses ya en plena marcha, mientras otros, cuyo aspecto me era más familiar, pasaban por la calzada empujando sus carretas repletas de sacos, cajas y un sin fin de paquetes de todos los tamaños.
Era la primera vez que yo pisaba la capital del país y, desde luego, recién bajado del ómnibus interprovincial, a mi peculiar modo, estaba realmente sorprendido. "Lima parece una provincia grande", me dijo el Cajamarquino, circunstancial compañero de viaje, con quien había intercambiado algunas palabras durante el trayecto. Su mujer, una joven blanca que caminaba junto a él, le dijo entusiasmada: "Mira, querido, los paisanos que hay en esta ciudad. Es como si estuviera en mi pueblo"
"¡Choclos casero!", se detuvo ante nosotros una señora de rostro demacrado en cuya espalda encorvada dormía su bebé atado en pañales. "¡Emoliente!", chillaba otro vendedor junto a su carretilla blanca y humeante. La mujer del Cajamarquino tuvo hambre y se compró un choclo, y luego ella y su marido se plantaron delante del carretillero. Yo me acerqué también a éste y, a fin de contra restar el frío recogido en mi cuerpo durante la pasada noche, le pedí un vaso de emoliente caliente. "¡Lustrada de zapatos caballeros!", se nos acercó un canillita de ojos suplicantes. Pero ninguno de los que estábamos allí, charlando y sorbiendo nuestras bebidas, le solicitó sus servicios.
"¡Eh, Julián! ¿Dónde dices que vive tu tío?", me preguntó el Cajamarquino, con una voz que se volvía confusa a causa del ruido callejero. "¡Por la avenida Perú!", le grité, para que pudiera oírme. En eso, un loco y un borracho vinieron a interrumpirnos. El primero nos hacía ademanes ininteligibles, mientras el otro bailoteaba pidiéndonos con la mano que le diéramos dinero. Por fin, harto ya de ellos, les dimos la espalda y nos centramos en lo que nos preocupaba.
– ¿Qué ómnibus me lleva a la avenida Perú? -, le pregunté al emolientero, que ni corto ni perezoso me respondió:
-Camina hasta la avenida Abancay y allí coge la línea setenta que va por Zarumilla…
-Gracias, compadre.
El Cajamarquino obtuvo también de éste la información requerida para que él y su mujer pudieran llegar al distrito de El Agustino. Tras pagarle al vendedor nuestra consumición, echamos a caminar con dirección al centro de Lima. De la radio de un vendedor ambulante, se oía: "Sentado en mi burrito vengo del norte a la capital. También traigo a mi chola que si la dejo me va a engañar". La carcajada que soltó el Cajamarquino, por la cancioncita que parecía aludir a su presente, me hizo gracia. Pasos adelante, visualizamos una ancha calle de la que provenía una alocada mezcla de cláxones de vehículos, sirenas de patrulleros y ambulancias, chirridos de carretas al ser arrastradas sobre el pavimento, pitazos interminables de policías, zumbidos de motocicletas, gritos histéricos de gente que se peleaba, voces, campanadas y otros sonidos inexplicables. Era como si la humanidad entera estuviera allí concentrada.
"Es la avenida Abancay", nos avisó alguien que estaba acomodando en la plataforma de su triciclo apetitosas tajaditas de papaya. Seguimos adelante, buscando pasadizos en aquel gigantesco mercado que se extendía hacia ambos lados de la calzada. "Aquí podría ganarme la vida", pensé a la vista de numerosos mercaderes que nos ofrecían con avidez comida preparada, zapatos, ropa, bolsas, maletines, fruta, verduras, casetes de música, espejos, peines, agujas, en fin, una variedad de artículos capaces de satisfacer mil necesidades humanas.
Nos detuvimos ante una serie de artefactos domésticos que relucían bajo una tela atada a dos postes de madera. "¿Son nuevos?", preguntó el Cajamarquino fisgón al encargado del negocio. "No, paisano, son de segunda. Pero están como nuevos. Pordiocito.", le respondió el comerciante. El Cajamarquino desistió de examinar uno de los artefactos en venta al ser increpado por su mujer. "Si tienes plata, carajo -le dijo ella- ya me llevarás a un buen hotel." Al retomar nuestro camino pasamos por detrás de alguien que orinaba en la acera a su entero gusto y sin mínimo respeto a los transeúntes.
De pronto un tropel de jóvenes, con apariencia de estudiantes universitarios, invadió la vía. Se oían arengas, pifias contra el gobierno, gritos y lamentos histéricos, que se mezclaban con otros ruidos parecidos a pisadas de botas, patadas contra carrocerías de vehículos y golpes contra puertas y ventanas de casas. En eso, una bomba lacrimógena lanzada por algún policía estalló cerca de nosotros. Tuvimos que huir del lugar afectados por una incontenible picazón en los ojos.
"Esta ciudad es movida", le dije al Cajamarquino que se quedó mirándome con sorpresa. Cuadras arriba, varios comensales -algunos bien vestidos y con cara de ejecutivos- apuraban suculentos caldos de gallina, sin dejar de morder la presa y el ají y la ración de pan duro que les había servido su casera.
"Así se nutre el pueblo", dijo la mujer del Cajamarquino. "Lo malo es que esta cocinera lava sus platos y cucharas con el agua sucia de ese balde. ¡Vean!" Alrededor de un cubo, con desperdicios de comida expuesta al aire libre, cientos de moscas hacían su banquete. Mientras, una niña, posiblemente la hija de la expendedora de comida callejera, se entretenía junto al asqueroso recipiente llevándose a la boca un pedazo de camote pelado igualmente repleto de moscas.
Lima nos mostraba su ambiente sofocante y variopinto. Sorprendían los atractivos de la gran metrópoli sudamericana: vendedores ambulantes, locos, prostitutas, rateros y un tráfico que sobresaturaba el centro de la ciudad. "¡Pícatelas mazamorrero!", era el consejo que recibía de su pandilla un veloz morenito que escondía entre sus manos la cartera sustraída a un turista poco avisado. "Les hacemos el amor papacitos, por veinte soles", se nos acercaron insinuantes varias boquitas pintadas. Tuvimos que rechazarlas, sonrojados por la presencia de una mujer en nuestro grupo. "¡Dólares, compro y vendo!", nos acosaban de pronto frenéticos cambistas de moneda extranjera que sólo porque les mirábamos pensaban que veníamos a intercambiar divisas. A pocos pasos de allí, un gordo conductor cuyo vehículo había sido chocado por otro que venía detrás, le increpaba a un policía de tránsito: "¡El colmo! ¿Es que no hay un alcalde o un policía capaz de poner orden en esta ciudad?". El otro, pííí, parecía que no le oía, pues estaba intentando encauzar el desplazamiento de peatones, vehículos, motocicletas, carretas, triciclos y otros vehículos rodantes que continuamente se estacionaban, a lo largo de la fluida avenida, en doble fila, delante de los semáforos, o por detrás de los paraderos de autobús.
Al no hallar una sola vereda transitable, echamos a caminar por la calzada vehicular. En un cartel, plantado entre una ruma de escombros, leí: "Multiobras. Remodelación del Casco Urbano de Lima." A la altura del Parque Universitario decidimos hacer rompe fila. "Ha sido un placer", dije tendiendo mi mano amistosa al Cajamarquino que no dejaba de buscar con la mirada algún microbús con rumbo a El Agustino. Me despedí también de su mujer, que no paraba de maldecir a un transeúnte que al pasar la había empujado ligeramente. "Espero volver a verlos. ¡Chao!" Con el brazo en alto, en señal de adiós, retrocedí en la acera hasta que los perdí de vista.
Tras cruzar la ancha avenida Abancay cogí un ómnibus de la línea 70 cuyo interior se llenó en seguida con una ruidosa multitud de pasajeros y pequeños vendedores de cigarrillos, revistas y golosinas. Me costaba respirar entre la gente que además de apretujarme y pisotear desconsideradamente mi maleta inundaba el angosto pasillo con sus jadeantes alientos, el olor de sus carnes sudorosas y otras exhalaciones corporales.
Pensé en bajarme del ómnibus para evitar la asfixia que me producía aquel tumulto de pasajeros. Pero, como no podía mover el cuerpo un solo centímetro, tuve que aguantarme; me encontraba igual que una sardina apretada con otras dentro de una cerrada lata. Y en esta incómoda posición continué mi viaje en el sobrecargado carricoche, hasta el momento en que éste dejó la avenida Zarumilla y empezó a circular por la pista auxiliar que fluye por debajo del Puente La Trompeta
Al visualizar el punto donde según mis cálculos debía bajarme cogí mi equipaje y, revolviéndome con furia dentro el pasillo, a costa de empujones y discusiones verbales con quienes obstaculizaban mis movimientos, me abrí paso hasta la puerta trasera y de un salto felino abandoné aquel horrible ómnibus interdistrital.
De nuevo en tierra firme, me puse a buscar con afán la casa de mi tío. Pensaba encontrarla pronto, pero al cabo de media hora aún seguía buscándola por las quebradas calles de aquel poblado perteneciente al distrito de San Martín de Porres. Por fin, un niño que jugaba a la pelota en la calle Pedregal me la indicó con su inquieto dedo. La casa de mi tío estaba ubicada junto a una bodega cuya fachada hacía esquina con la polvorienta calle Mártir Olaya. Toqué el timbre exterior con cierta timidez. Una voz desabrida salió del fondo de la casa y, enseguida, un hombrecito rechoncho y de ojos vivaces salió a mi encuentro. "Éste debe ser mi tío", pensé.
-Buenos días. ¿El señor Américo Vásquez?
-Soy yo. ¿Y usted quién es?
Por toda respuesta, le alcancé mi carta de presentación. El hombre la abrió de un solo rasgón y, sin dejar de observarme con curiosidad, empezó a leerla. De súbito, él me reconoció.
– ¡Sobrino! ¡Cómo has crecido! ¡Entra, estás en tu casa! Oye, ¿cómo está tu papá?
-Muy bien -le dije-. Y el resto de mi familia también.
-Ahora sale tu tía. ¡Julia!.
Su voz ronca llenaba la sala a la cual él me hizo entrar. De pronto una mujercita de pelo canoso vino hacia mí con efusivas muestras de cariño. Pasado el saludo familiar, mis tíos me hicieron un montón de preguntas, a las que yo respondí con puntuales detalles. Les expliqué luego que mis padres habían respetado mi decisión de venirme a Lima donde yo pensaba labrarme un buen futuro.
-La vida es dura en esta ciudad -me advirtió mi tío-.Ya lo verás tú mismo. Ayer hubo disturbios en el Paseo Colón. Los periódicos dicen que hay varios muertos y heridos graves. La gente está protestando contra el régimen del general Morales Bermúdez.
-No me interesa la política -le dije-. Yo sólo quiero trabajar y ahorrar dinero para más adelante establecer mi propia empresa.
-Te ayudaremos, muchacho -me aseguró mi tío-. Tú eres el hijo de mi hermano.

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Permanecí largo rato sin atreverme a dar un sólo paso. Hasta tal punto aturdía el espectáculo que se mostraba nítido a mis ojos. Oleajes de gente fluía en todas direcciones: algunos corrían apurados quizás por llegar pronto al trabajo, otros se empujaban junto a las puertas de los microbuses ya en plena marcha, mientras otros, cuyo aspecto me era más familiar, pasaban por la calzada empujando sus carretas repletas de sacos, cajas y un sin fin de paquetes de todos los tamaños.
Era la primera vez que yo pisaba la capital del país y, desde luego, recién bajado del ómnibus interprovincial, a mi peculiar modo, estaba realmente sorprendido. "Lima parece una provincia grande", me dijo el Cajamarquino, circunstancial compañero de viaje, con quien había intercambiado algunas palabras durante el trayecto. Su mujer, una joven blanca que caminaba junto a él, le dijo entusiasmada: "Mira, querido, los paisanos que hay en esta ciudad. Es como si estuviera en mi pueblo"
"¡Choclos casero!", se detuvo ante nosotros una señora de rostro demacrado en cuya espalda encorvada dormía su bebé atado en pañales. "¡Emoliente!", chillaba otro vendedor junto a su carretilla blanca y humeante. La mujer del Cajamarquino tuvo hambre y se compró un choclo, y luego ella y su marido se plantaron delante del carretillero. Yo me acerqué también a éste y, a fin de contra restar el frío recogido en mi cuerpo durante la pasada noche, le pedí un vaso de emoliente caliente. "¡Lustrada de zapatos caballeros!", se nos acercó un canillita de ojos suplicantes. Pero ninguno de los que estábamos allí, charlando y sorbiendo nuestras bebidas, le solicitó sus servicios.
"¡Eh, Julián! ¿Dónde dices que vive tu tío?", me preguntó el Cajamarquino, con una voz que se volvía confusa a causa del ruido callejero. "¡Por la avenida Perú!", le grité, para que pudiera oírme. En eso, un loco y un borracho vinieron a interrumpirnos. El primero nos hacía ademanes ininteligibles, mientras el otro bailoteaba pidiéndonos con la mano que le diéramos dinero. Por fin, harto ya de ellos, les dimos la espalda y nos centramos en lo que nos preocupaba.
– ¿Qué ómnibus me lleva a la avenida Perú? -, le pregunté al emolientero, que ni corto ni perezoso me respondió:
-Camina hasta la avenida Abancay y allí coge la línea setenta que va por Zarumilla…
-Gracias, compadre.
El Cajamarquino obtuvo también de éste la información requerida para que él y su mujer pudieran llegar al distrito de El Agustino. Tras pagarle al vendedor nuestra consumición, echamos a caminar con dirección al centro de Lima. De la radio de un vendedor ambulante, se oía: "Sentado en mi burrito vengo del norte a la capital. También traigo a mi chola que si la dejo me va a engañar". La carcajada que soltó el Cajamarquino, por la cancioncita que parecía aludir a su presente, me hizo gracia. Pasos adelante, visualizamos una ancha calle de la que provenía una alocada mezcla de cláxones de vehículos, sirenas de patrulleros y ambulancias, chirridos de carretas al ser arrastradas sobre el pavimento, pitazos interminables de policías, zumbidos de motocicletas, gritos histéricos de gente que se peleaba, voces, campanadas y otros sonidos inexplicables. Era como si la humanidad entera estuviera allí concentrada.
"Es la avenida Abancay", nos avisó alguien que estaba acomodando en la plataforma de su triciclo apetitosas tajaditas de papaya. Seguimos adelante, buscando pasadizos en aquel gigantesco mercado que se extendía hacia ambos lados de la calzada. "Aquí podría ganarme la vida", pensé a la vista de numerosos mercaderes que nos ofrecían con avidez comida preparada, zapatos, ropa, bolsas, maletines, fruta, verduras, casetes de música, espejos, peines, agujas, en fin, una variedad de artículos capaces de satisfacer mil necesidades humanas.
Nos detuvimos ante una serie de artefactos domésticos que relucían bajo una tela atada a dos postes de madera. "¿Son nuevos?", preguntó el Cajamarquino fisgón al encargado del negocio. "No, paisano, son de segunda. Pero están como nuevos. Pordiocito.", le respondió el comerciante. El Cajamarquino desistió de examinar uno de los artefactos en venta al ser increpado por su mujer. "Si tienes plata, carajo -le dijo ella- ya me llevarás a un buen hotel." Al retomar nuestro camino pasamos por detrás de alguien que orinaba en la acera a su entero gusto y sin mínimo respeto a los transeúntes.
De pronto un tropel de jóvenes, con apariencia de estudiantes universitarios, invadió la vía. Se oían arengas, pifias contra el gobierno, gritos y lamentos histéricos, que se mezclaban con otros ruidos parecidos a pisadas de botas, patadas contra carrocerías de vehículos y golpes contra puertas y ventanas de casas. En eso, una bomba lacrimógena lanzada por algún policía estalló cerca de nosotros. Tuvimos que huir del lugar afectados por una incontenible picazón en los ojos.
"Esta ciudad es movida", le dije al Cajamarquino que se quedó mirándome con sorpresa. Cuadras arriba, varios comensales -algunos bien vestidos y con cara de ejecutivos- apuraban suculentos caldos de gallina, sin dejar de morder la presa y el ají y la ración de pan duro que les había servido su casera.
"Así se nutre el pueblo", dijo la mujer del Cajamarquino. "Lo malo es que esta cocinera lava sus platos y cucharas con el agua sucia de ese balde. ¡Vean!" Alrededor de un cubo, con desperdicios de comida expuesta al aire libre, cientos de moscas hacían su banquete. Mientras, una niña, posiblemente la hija de la expendedora de comida callejera, se entretenía junto al asqueroso recipiente llevándose a la boca un pedazo de camote pelado igualmente repleto de moscas.
Lima nos mostraba su ambiente sofocante y variopinto. Sorprendían los atractivos de la gran metrópoli sudamericana: vendedores ambulantes, locos, prostitutas, rateros y un tráfico que sobresaturaba el centro de la ciudad. "¡Pícatelas mazamorrero!", era el consejo que recibía de su pandilla un veloz morenito que escondía entre sus manos la cartera sustraída a un turista poco avisado. "Les hacemos el amor papacitos, por veinte soles", se nos acercaron insinuantes varias boquitas pintadas. Tuvimos que rechazarlas, sonrojados por la presencia de una mujer en nuestro grupo. "¡Dólares, compro y vendo!", nos acosaban de pronto frenéticos cambistas de moneda extranjera que sólo porque les mirábamos pensaban que veníamos a intercambiar divisas. A pocos pasos de allí, un gordo conductor cuyo vehículo había sido chocado por otro que venía detrás, le increpaba a un policía de tránsito: "¡El colmo! ¿Es que no hay un alcalde o un policía capaz de poner orden en esta ciudad?". El otro, pííí, parecía que no le oía, pues estaba intentando encauzar el desplazamiento de peatones, vehículos, motocicletas, carretas, triciclos y otros vehículos rodantes que continuamente se estacionaban, a lo largo de la fluida avenida, en doble fila, delante de los semáforos, o por detrás de los paraderos de autobús.
Al no hallar una sola vereda transitable, echamos a caminar por la calzada vehicular. En un cartel, plantado entre una ruma de escombros, leí: "Multiobras. Remodelación del Casco Urbano de Lima." A la altura del Parque Universitario decidimos hacer rompe fila. "Ha sido un placer", dije tendiendo mi mano amistosa al Cajamarquino que no dejaba de buscar con la mirada algún microbús con rumbo a El Agustino. Me despedí también de su mujer, que no paraba de maldecir a un transeúnte que al pasar la había empujado ligeramente. "Espero volver a verlos. ¡Chao!" Con el brazo en alto, en señal de adiós, retrocedí en la acera hasta que los perdí de vista.
Tras cruzar la ancha avenida Abancay cogí un ómnibus de la línea 70 cuyo interior se llenó en seguida con una ruidosa multitud de pasajeros y pequeños vendedores de cigarrillos, revistas y golosinas. Me costaba respirar entre la gente que además de apretujarme y pisotear desconsideradamente mi maleta inundaba el angosto pasillo con sus jadeantes alientos, el olor de sus carnes sudorosas y otras exhalaciones corporales.
Pensé en bajarme del ómnibus para evitar la asfixia que me producía aquel tumulto de pasajeros. Pero, como no podía mover el cuerpo un solo centímetro, tuve que aguantarme; me encontraba igual que una sardina apretada con otras dentro de una cerrada lata. Y en esta incómoda posición continué mi viaje en el sobrecargado carricoche, hasta el momento en que éste dejó la avenida Zarumilla y empezó a circular por la pista auxiliar que fluye por debajo del Puente La Trompeta
Al visualizar el punto donde según mis cálculos debía bajarme cogí mi equipaje y, revolviéndome con furia dentro el pasillo, a costa de empujones y discusiones verbales con quienes obstaculizaban mis movimientos, me abrí paso hasta la puerta trasera y de un salto felino abandoné aquel horrible ómnibus interdistrital.
De nuevo en tierra firme, me puse a buscar con afán la casa de mi tío. Pensaba encontrarla pronto, pero al cabo de media hora aún seguía buscándola por las quebradas calles de aquel poblado perteneciente al distrito de San Martín de Porres. Por fin, un niño que jugaba a la pelota en la calle Pedregal me la indicó con su inquieto dedo. La casa de mi tío estaba ubicada junto a una bodega cuya fachada hacía esquina con la polvorienta calle Mártir Olaya. Toqué el timbre exterior con cierta timidez. Una voz desabrida salió del fondo de la casa y, enseguida, un hombrecito rechoncho y de ojos vivaces salió a mi encuentro. "Éste debe ser mi tío", pensé.
-Buenos días. ¿El señor Américo Vásquez?
-Soy yo. ¿Y usted quién es?
Por toda respuesta, le alcancé mi carta de presentación. El hombre la abrió de un solo rasgón y, sin dejar de observarme con curiosidad, empezó a leerla. De súbito, él me reconoció.
– ¡Sobrino! ¡Cómo has crecido! ¡Entra, estás en tu casa! Oye, ¿cómo está tu papá?
-Muy bien -le dije-. Y el resto de mi familia también.
-Ahora sale tu tía. ¡Julia!.
Su voz ronca llenaba la sala a la cual él me hizo entrar. De pronto una mujercita de pelo canoso vino hacia mí con efusivas muestras de cariño. Pasado el saludo familiar, mis tíos me hicieron un montón de preguntas, a las que yo respondí con puntuales detalles. Les expliqué luego que mis padres habían respetado mi decisión de venirme a Lima donde yo pensaba labrarme un buen futuro.
-La vida es dura en esta ciudad -me advirtió mi tío-.Ya lo verás tú mismo. Ayer hubo disturbios en el Paseo Colón. Los periódicos dicen que hay varios muertos y heridos graves. La gente está protestando contra el régimen del general Morales Bermúdez.
-No me interesa la política -le dije-. Yo sólo quiero trabajar y ahorrar dinero para más adelante establecer mi propia empresa.
-Te ayudaremos, muchacho -me aseguró mi tío-. Tú eres el hijo de mi hermano.