EL ÚLTIMO DESALOJO

¡DESPUÉS DE ESTE DESALOJO LA VICTORIA!

¡DESPUÉS DE ESTE DESALOJO LA VICTORIA!

Los trabajadores ambulantes del Campo Ferial Las Malvinas se encontraban laborando con normalidad en sus quioscos, cuando, recibieron la visita de un conocido candidato a la alcaldía de Lima. El señor Castañeda habló con los dirigentes y prometió atender las demandas de este sector comercial. Entusiasmados, los pequeños comerciantes ovacionaron a quien parecía interesado en ayudarles. Varios, ganados por la emoción, se hicieron tomar fotos junto al sonriente político. Estas fotografías saldrían publicadas en los periódicos limeños. Los mercaderes de Las Malvinas pensaron que habían dado sus votos a un hombre bueno, honesto, con un amplio espíritu social.

Pero Castañeda, tras ganar las elecciones municipales y ser investido alcalde de Lima, se olvidó de aquellos votos recibidos durante su campaña y, en vez de cumplir su promesa de adoptar una política edil favorable a los comerciantes de Las Malvinas, ordenó su inmediato desalojo, con el argumento de que este emporio comercial se había convertido en un basural, daba mal aspecto a la ciudad y además era una zona donde convergían prostitutas, delincuentes y comerciantes inescrupulosos que armaban alborotos por la posesión de la vía pública. Lo recalcó a raíz de la bronca que hubo, con empujones y amenazas, entre los comerciantes del jirón Cantagallo y los ferreteros de Las Malvinas, refriega que había obligado a la intervención de los directores de Seguridad Ciudadana y Comercialización de la Municipalidad de Lima.

Los pequeños comerciantes de Las Malvinas, liderados por Pitufa, protestaron airadamente ante los medios de comunicación por lo que consideraban un atropello del municipio. Ante la complicada situación, ella intentó negociar con el alcalde y le alcanzó una propuesta para que sus compañeros tuvieran permanencia definitiva en el lugar. Pero el burgomaestre desechó la propuesta, aunque aceptó la negociación y delegó esta responsabilidad en sus más allegados. No obstante, a pesar de las 33 reuniones de coordinación que tuvieron los dirigentes con los funcionarios del Consejo Provincial, no se llegó a ningún acuerdo. En todo momento prevaleció la palabra del director municipal, que decía: “con la desocupación del sucio, maloliente e inseguro centro de abastos se está cumpliendo con las recomendaciones de Defensa Civil y del Cuerpo General, para evitar posibles tragedias”

El alcalde proponía un retiro voluntario y pacífico de los ambulantes; dijo que él prestaría todo su apoyo, incluso con personal y camiones para el traslado de los módulos y la mercadería hacia otras zonas donde no entorpecieran la prioritaria construcción de la Alameda de Las Malvinas en las seis primeras cuadras de la avenida Argentina. Hubo un Frente de Comerciantes que ante la sorpresa de los demás pactó con el alcalde, apostando por su reubicación en galerías a medio construir en locales situados por las inmediaciones de las Malvinas cuyo costo unitario oscilaba entre los 12,000 y 15,000 dólares que ellos debían pagar de sus bolsillos.

Pitufa y sus compañeros de Asociación habían desestimado la propuesta edil y estaban dispuestos a resistir hasta las últimas consecuencias. A los pocos días, sin embargo, un piquete de policías armados junto a agentes de Serenazgo municipal y civiles contratados por el alcalde, irrumpieron violentamente en el Campo Ferial y empezaron a destruir y arrojar hacia fuera del recinto las carretas, tableros y otros mobiliarios que empleaban los ambulantes durante su comercio. Atacaban incluso con armas a todo aquel que se resistía al desalojo. Pitufa, encorajinada, quiso motivar a sus compañeros a que se enfrentaran a mano con sus atacantes, pero ante la ferocidad con la que éstos actuaban, cambió de parecer y les aconsejó no poner en peligro su integridad física ni la de sus hijos, que trataran de salvar su mercancía y los enseres que pudieran. Quería evitar que algún trabajador ambulante fuese detenido por la policía y corriera la ingrata suerte de ser enviado a la cárcel

Había conseguido evitar una masacre contra los trabajadores, pero no pudo controlar el desorden ni el desbande de éstos que ganados por el miedo y la desesperación corrían sin saber a dónde. Pitufa sintió malestar por haber aceptado aquella humillante derrota. Por vez primera en su vida había inducido a los compañeros a rendirse sin luchar ante el enemigo. En sus ojos quedarían grabadas las imágenes de los colegas expulsados de sus puestos de trabajo y que cabizbajos, con aire de derrota, se perdían por las avenidas cercanas al derruido mercado.

Volvió la mirada triste  hacia aquel grupo estacionado una cuadra atrás que a pesar del desalojo sufrido aún esperaba oír su palabra directora. Entre ellos estaban su madre, su hermano, y otros que maldecían a Castañeda. Se resignó pronto y tras recuperar energías actuó con rapidez y mantuvo unidos a los ciento cincuenta trabajadores ambulantes que conformaban su Asociación. Luego, para alentarlos les dijo:

– ¡Esta situación es pasajera! ¡Pronto tendremos nuestro mercado! ¡Después de este desalojo, la victoria!…

Pero los asociados, en las adversas circunstancias en que se encontraban, en vez de reanimarse con las palabras de su dirigente se enfadaron aún más con ella. La criticaron por su ineficacia y además le dieron a entender que se sentían estafados.

– ¡La finca que hemos comprado en el centro de Lima no nos sirve para nada! ¡A pesar que venimos pagando nuestras cuotas con puntualidad!

– ¡Hace meses usted nos dice que lo están limpiando! –dijo otro comerciante, irritado.

– ¡Falta dinero, compañeros! –Exclamó Pitufa–. ¡Por la crisis no podemos aportar fondos para terminar los trabajos de demolición de nuestra finca! ¡Hay que esperar!

– ¡Santa paciencia no la tenemos!

Discutieron sobre el tema, aunque se concluyó que era  imposible ocupar el terreno adquirido. Y, sin más remedio, comenzaron el repliegue hacia las afueras del casco antiguo de Lima. Sumidos en tristeza inconsolable cruzaron los límites de la vieja ciudadela abandonándola después de treinta años de permanencia en la zona dedicados a la venta ambulante. Se iban hacia el distrito aledaño de San Martín de Porres, arrastrando sus penas y las escasas pertenencias que habían salvado del desalojo; de cuando en cuando para darse ánimos algunos coreaban el viejo lema “los ambulantes unidos jamás serán vencidos”.

***

Jubert estaba preocupado porque sus ingresos mensuales ya no llegaban a los tres mil dólares que como mínimo requería para dar su parte de la cuota que la Asociación pagaba al Banco. Pensaba en lo que haría para incrementar sus ingresos, cuando oyó la musiquita de su teléfono móvil. A toda prisa se lo apegó a la oreja, y, a su preocupación se sumó la perplejidad. Sólo atinaba a repetir: “¡No puede ser!”, mientras su novia, con voz quebrada, le comunicaba que los comerciantes habían sido expulsados de Las Malvinas por orden del alcalde.

–Lo siento, cariño –suspiró Jubert

–Los compañeros exigen ocupar el terreno que hemos comprado –dijo Pitufa–. Pero como eso no es posible hemos decidido irnos al distrito de San Martín de Porres. Hemos visto espacios vacíos en el Parque del Trébol de la avenida Caquetá. Nos concentraremos ahí. Ven y habla con la gente, cariño.

– Voy para allá –dijo Jubert, antes de despedirse de ella.

A la carrera llegó a su automóvil y arrancó el motor con dirección al norte de Lima. Mientras conducía magros pensamientos invadieron su cerebro: “Ahora los trabajadores no podrán pagar sus cuotas y yo solo tampoco podré amortizar la deuda bancaria. ¡Que vaina!” Para desahogar su rabia, torció el volante del vehículo y enrumbó hacia el local municipal. Se presentó a los  vigilantes esgrimiendo su tarjeta personal. Pero el alcalde no se encontraba en su despacho Volvió a su carro y retomó el camino “Lástima –pensó–. Me hubiera gustado hablar con este tipo. Vino al mercado y se ganó el voto de los pequeños comerciantes con una sonrisa de niño bueno y el cuento del hoy por mí y mañana por ti. Y lo primero que hace al ser elegido alcalde es dejarlos sin sus puestos de trabajo. ¡Es un falso!”

 

Los comerciantes expulsados del Campo Ferial Las Malvinas se hallaban concentrados en la ancha y curvada esquina formada por las avenidas Caquetá y Zarumilla. Maltrechos físicamente y desanimados por su ingrata suerte, estaban además furiosos y hacían caso omiso de la protesta de los otros comerciantes que laboraban en esa zona. La situación se fue volviendo tensa; se producían empujones y se oían insultos contra los recién llegados por parte de aquellos que tenían montados allí sus quioscos. Pitufa trataba de mantener el orden y aconsejaba a sus compañeros que tuvieran paciencia y no se dispersaran.

Un policía nacional vino a decirles que se marcharan porque estaba prohibido hacer mitin ahí. El gendarme actuaba de modo drástico con ellos mientras a los otros ocupantes de las veredas no les decía nada. Olga, por curiosidad le preguntó a un vendedor de mangos si ellos habían pactado un acuerdo con el policía. “Sí señora –le respondió el vendedor–. Pagamos al policía para que vigile nuestros quioscos mientras está cumpliendo su servicio”

La gente que bordeaba aquel lado del Parque, a pie o en vehículos, miraba de reojo a aquellos bulliciosos interesados en hacerse oír por las autoridades. Era una cosa normal ver protestas callejeras en la gran Lima. Los ciudadanos las aceptaban, aunque con indiferencia; tampoco valía la pena participar en ellas y meterse en problemas.

De pronto un vehículo cruzó raudo la calzada y saltándose las normas de tránsito sobrepasó la vereda y se estacionó en medio del parque. Jubert, jadeante y con papeles en la mano, bajó del coche. La multitud rugiente que había rodeado al vehículo para ver al atrevido que así osaba llegar al lugar se quedó mirándole con caras largas. Jubert entendió este detalle, por eso, tras saludar a Pitufa con un beso cariñoso le dijo que tenía algo importante que comunicar a los trabajadores. Pitufa, con él a su lado, avanzó hacia el pasillo llamando la atención de los que estaban concentrados en los jardines del Parque. Cuando todos estaban reunidos, Pitufa cedió la palabra a  Jubert.

– ¡Amigos! –dijo–. Siento lo del desalojo, sé que ha sido terrible. Todos hemos perdido parte de nuestra mercadería. El señor Castañeda se ha valido de su cargo para echarnos a la calle. Estamos desamparados y sin posibilidades de ganarnos la vida. Pero precisamente ahora debemos ser fuertes para afrontar con valentía nuestra amarga realidad.

– ¡Ocupemos nuestro terreno compañero! ¡Hagámoslo ahora que lo necesitamos! –se oyeron voces impacientes.

– ¡Paciencia, señores! –Resopló Jubert–. No podemos ocuparlo porque lo están limpiando de escombros. En unos días estará listo. Yo les aviso…

La gente dejándose llevar por los nervios se puso a discutir en voz alta. Entonces intervino Pitufa para calmar los ánimos:

– ¡Compañeros el terreno es un hecho, pero ahora tenemos que arreglárnoslas aquí como sea! ¡Tendremos que hacernos un sitio en las calles de este distrito!

Y, pese a sus protestas, los pequeños comerciantes no tuvieron otra salida que estacionarse sobre el césped de aquel Parque reservado para el recreo público. Más fuerte era la necesidad de sobrevivir en un mundo atenazado por la pobreza y la injusticia social que pensar en la posibilidad de que estuvieran deteriorando este cultivado terreno de propiedad pública. Aquí improvisaron también sus trincheras a fin de resistir a las continuas provocaciones de los otros vendedores y a las amenazas de la policía. Los mismos trabajadores hacían rondas de vigilancia por turnos diurnos y nocturnos, para ahuyentar asimismo a los ladrones que merodeaban por el lugar con la intención de robarles su mercadería.

En la vía, además de dedicarse a la venta de sus pequeños productos, los trabajadores comían lo poco que podían extraer de las ollas comunes que preparaban a diario, y dormían lo poco que podían dormir por las noches generalmente plagadas de discusiones de vecinos borrachos, de retumbares de camiones roñosos y escandalosas peleas de perros, gatos y otros animales domésticos que andaban por el lugar buscando comida. Y allí también, los ocupas satisfacían sus humanas necesidades, aunque sin perder los fuertes lazos de convivencia y compañerismo que ahora los unía más que nunca.

Para saciar el hambre, los trabajadores hacían compra de víveres por las inmediaciones del Trébol y la Avenida Caquetá. Formando grupos los comisionados se dirigían a los camioneros mayoristas para conseguir las verduras, menestras y frutas que estos comerciantes ponían en rebaja. En cuanto a la carne, adquirían huesos de toros sacrificados en corridas y menudencias de pollo de granja. Toda esta recolección de productos alimenticios, que ellos transportaban en costales y canastas, era entregada a las encargadas de preparar la olla común. El menú se repartía entre todos, mediante raciones cuyo contenido: un plato de sopa, arroz con frejoles y dos panes, las familias debían hacer durar todo el día.  Sin embargo, estas pequeñas raciones no eran suficientes para calmar el hambre de todos; por eso, de noche mucha gente hambrienta salía del campamento, espantando a los animales igualmente hambrientos que merodeaban por el lugar, y hurgaba por las calles próximas buscando comida.

En realidad, la mayoría de los comerciantes acampados en el Parque del Trébol vivían en lotes inmersos en Invasiones  o Asentamientos Humanos ubicados por los extramuros de la ciudad; algunos vivían en las barriadas adyacentes y otros en pisos de alquiler ubicados en el casco viejo de Lima. Pero ellos preferían hacer vivencia en el mencionado Parque solo por no perder sus improvisados puestos de trabajo, a pesar de que afrontaban dificultades de todo tipo; además del frío nocturno, la falta de agua y de luz eléctrica, soportaban continuos ataques verbales de parte de furibundos vecinos, el inevitable pillaje de los rateros nocturnos y el acoso de otros vendedores ambulantes. Algunos estaban a punto de desertar de aquella especie de tribu que conformaban los sobrevivientes del derruido mercado Las Malvinas.

***

Cincuenta días llevaban ya sobreviviendo en la intemperie. Estaban agobiados y a punto de sucumbir en aquel horrible campamento, cuando reapareció el compañero Jubert para avisarles que la obra de demolición de la casona había terminado y ya se podía ocupar el terreno. Todos saltaron de alegría y se abrazaron con emoción. Pitufa instó a sus compañeros a recoger sus pertenencias ya que la permanencia en aquel lugar había terminado. Luego los hizo formar por grupos, pasando lista para que nadie faltara a la marcha hacia el puesto propio. Los asociados, acomodaron en hombros y brazos sus sacos, cajas y talegas con mercadería y, sin dejar de entonar cánticos victoriosos, como si fuesen soldados que se van de campaña, enrumbaron hacia el terreno prometido

La gente al verlos pasar se detenía  a observarlos con sorpresa. No parecían cachacos, ni indios en apresto; era gente normal aunque con aspecto cansino y raída indumentaria; parecían náufragos que volvían a la civilización tras larga permanencia en alguna  isla desierta. “¡El Pueblo Unido jamás será vencido!” Volvió a oírse por las calles aquel histórico estribillo de la izquierda política. La arenga caló los ánimos de otros pequeños vendedores que entusiasmados comenzaron a seguir a la comparsa. Pitufa y los otros dirigentes no podían impedir que en el trayecto se fuera sumando gente a los grupos que avanzaban en un orden establecido.

La turba avanzó por Evitamiento impidiendo el tráfico de vehículos cuyos conductores, al verse estancados en aquel lado de la carretera, protestaban con interminables bocinazos. La policía, conocedora de la marcha, cortó el paso de los vehículos  y esperó a los manifestantes en un punto callejero. Jubert, convertido en líder de aquel centenar de personas resopló con fastidio. Algo le dijo a Pitufa, antes de quitarse el saco y la corbata, elegantes prendas que solía usar por la mañana como director de la empresa de su padre; se remangó también las mangas de la camisa y siguió delante. Por los ánimos que traía, parecía que deseaba agarrarse a trompadas con alguien.

A la altura del Puente Trujillo la policía les franqueó el paso. Jubert, sin pestañar, se acercó al jefe del escuadrón que lucía en el hombro una guerrera con galones de teniente. Estaba dispuesto a batirse con él a puñetazos si ésta fuera la condición para que los dejara avanzar. Pero se llevó una sorpresa al ver a Eliseo, viejo amigo de colegio y ex- compañero de piso, quien también lo reconoció. Y ya no hubo duelo de caballeros o caudillos enfrentados por la victoria de los suyos, sino sonrisas y apretón de manos. Aquellos dos hombres, que parecían hermanos, expresaron entre sí el gusto de volver a verse.

Jubert dijo a Eliseo que deseaba tomarse unas copas con él, aunque esto sería en otra ocasión porque ahora se estaba trasladando junto con sus compañeros a un terreno ubicado en el centro de Lima.

–Todos pertenecen a una asociación de pequeños comerciantes. Son gente trabajadora y pacífica.

Pero Eliseo arrugó el entrecejo y dijo con tono despreciativo:

–Estos paisanos seguro que pretenden hacer mitin en la Plaza de Armas. Eso está prohibido.

Jubert le respondió con gesto serio que estos paisanos eran respetables ciudadanos que por desgracia habían sido expulsados de sus áreas de trabajo por las autoridades municipales. Le recalcó que todos ellos eran dignos obreros de la calle, gente que se ganaba el pan con humildad y honradez.

–Entre ellos está mi futura esposa y mi suegra –añadió Jubert con acento tajante–. Por favor, más respeto a esta gente.

Jubert consiguió ablandar la dura expresión del rostro de su amigo uniformado.

–No he querido ofenderte– dijo–. Solo obedezco órdenes superiores. Bueno, te dejo pasar con tu gente. Pero diles que caminen por la vereda y no hagan ruido. Que no interrumpan el tráfico vehicular porque sino me veré obligado a actuar.

Jubert se despidió de Eliseo y avisó a sus compañeros a retomar el avance. Sin perder el orden y en silencio, ellos subieron por una calle próxima a la ribera del río Rímac y atravesaron el Puente Santa Rosa de Lima. Luego, cuando cruzaban la avenida Tacna, para enfilar por la vereda que conducía al terreno, Pitufa notó que por detrás venían siguiéndoles una patrulla de gendarmes. “Están cumpliendo con su trabajo –dijo Jubert–. No te preocupes”.

Rato después, y sin afrontar ningún otro incidente, llegaron a su destino.

 

La ocupación del terreno propio se desarrolló de un modo emotivo. Hombres y mujeres lloraban de alegría mientras decían a sus hijos que éste era el puesto que ellos les dejarían en herencia para toda la vida. Los ancianos se arrodillaban brazos en alto dando gracias a Dios por el milagro concedido. Por su parte Olga saltaba de alegría abrazando a sus hijos y a Intia. Todos a una formaban una alegre piña humana.

Jubert, parado en medio de la gente con los brazos en alto, gesticulaba y lanzaba gritos de felicidad por el histórico logro. Estaba pletórico, pero de pronto un sentimiento inexplicable anudó su garganta y se le quebró la voz. Trémulo, inclinó el cuerpo hacia delante. Al verlo en tal estado, los asociados se pegaron a él para evitar que se desplomara. Jubert afrontaba un momento de crucial emotividad. Percibía con nitidez el calor de aquellos seres que por desgracia sufrían marginación social. Él los quería como si fueran sus hermanos.

Jubert, el hombre alto y fuerte, lloraba en medio del centenar de pequeños comerciantes que se aferraban a su cuerpo doblegado por la emoción acariciándole como a un padre. El “gringuito” como muchos le decían con cariño, sólo atinó a decir con voz rota: “Hubiera querido ayudar a más trabajadores ambulantes que han perdido sus puestos de trabajo y no tienen posibilidades de ganar el pan para su familia.”

Pitufa besó con cariño al orador indispuesto y lo sustituyó en la tarima. Con voz potente y también emocionada dijo:

– ¡Compañeros!, este terreno es propiedad legítima de nuestra Asociación. Ahora tenemos una base legal para enfrentarnos a las autoridades y hacer respetar nuestros derechos como trabajadores y al mismo tiempo como ciudadanos. Al establecernos en un mercado propio hemos dado el paso más importante en nuestra vida tanto laboral como sindical. Después de los aluviones de palos recibidos por orden de los alcaldes que han gobernado Lima en los últimos años. Después de los ataques violentos que hemos sufrido de manos de los policías durante los desalojos de los mercadillos del Mercado Central, de Plaza Unión y del Campo Ferial Las Malvinas, hemos conseguido vencer la dura adversidad que está ligada a nuestra histórica lucha. Ahora nadie podrá decirnos que somos invasores de suelo público o de veredas privadas. Ya nadie podrá enrostrarnos, como lo hicieron con nuestros padres, las autoridades de la caduca sociedad limeña, ya nadie podrá decirnos que somos paisanos venidos del campo a ofrecer un pésimo aspecto en la hermosa ciudad virreinal. Las autoridades tendrían que ser inhumanas para no darse cuenta de que mucho más importante que la hermosura de una ciudad virreinal es el pan que un pobre necesita llevarse a la boca. ¡Compañeros, la cristalización del sueño del puesto propio ha sido posible gracias a la orientación e iniciativa del compañero Jubert!

Se oyeron aplausos dirigidos a quien había ya superado la emotividad y ahora sonreía con moderación. Pitufa continuó:

– ¡Este terreno, compañeros, es grande y está ubicado cerca de nuestros anteriores emplazamientos! Su superficie es plana y la tierra dócil. Por ambos lados colinda con otros edificios antiguos pero su frontis da a la céntrica avenida Emancipación. ¡Es el lugar idóneo para poner la primera piedra de un futuro gran mercado!

Tras la intervención de Pitufa, y siguiendo un orden establecido, los comerciantes  aunaron fuerzas y procedieron a la limpieza del terreno: con ágiles manos quitaron las piedras y los restos de desmontes que todavía invadían los lotes, lo barrieron con escobas reiteradas veces y lo regaron con el agua que fueron trayendo por baldes del único pequeño grifo que había en el corralón. Luego, en medio de chistes y celebradas ocurrencias, cada cual empezó a acomodar sus pertenencias en el área que previamente le iba asignando la asociación, siempre cuidándose de no invadir los espacios destinados a servir de pasillos, baños y otros servicios que debía tener el futuro mercado.

Y, mientras algunos que sufrían retraso estaban aún terminando de apisonar sus parcelas, otros volvían ya de la calle cargando en brazos sus mostradores, mesas y tableros útiles para la exhibición de la mercadería. En pocas horas, los diligentes atestaron sus muestrarios con toda clase de baratijas, fruta, refrescos e incluso comida preparada sobre la marcha. Pitufa y Jubert se esmeraban por preservar el orden y la alineación correcta de los tenderetes, pero a pesar de sus esfuerzos el nuevo mercado quedó convertido en un remolino de quioscos desaliñados, con unos tableros deformes y unos techos ahuecados que mal cubrían la tira de camisetas, peines, monederos, sandalias, matapiojos, naranjas, carne de pollo y más de un centenar de productos caseros que los empeñosos asociados seguían trayendo de la calle sin parar. Algunos productos sobrepasaban los bordes de los quioscos y sobresalían incluso hacia la calle.

– ¡Esto no estaba en mi proyecto! –protestó Jubert, ante aquel laberinto de quioscos mal construidos y desordenados.- Yo quería ver construidas unas atractivas galerías comerciales y no los quiosquitos de siempre. Pero, ¿hasta cuándo vamos a trabajar así? ¿Cuándo cambiará nuestra mentalidad?

–Lo que importa ahora es vender, cariño –le dijo Pitufa, consolándole con sutileza –. Poco a poco iremos modernizando nuestras paradas, ya lo verás.

***

Con el paso de los días, los comerciantes podían comprobar con desasosiego que escaseaban los clientes en el nuevo mercado. A lo más, cada dos o tres horas algún transeúnte asomaba la nariz por la puerta de entrada, se daba una vuelta por los pasillos mirando lo que allí había y pronto abandonaba el lugar. Era obvio que para conseguir buenas ventas no bastaba con tener un local propio.

– ¡En la calle estábamos mejor! ¡Hemos perdido clientela! ¡Aquí no entra nadie! ¡Y necesitamos vender para pagar los puestos! –protestaban voces

–Pues hagamos Publicidad –dijo Jubert–. Está comprobado que la demanda crece con la publicidad. Utilicemos la publicidad, no para promocionar los productos que tenemos  porque no somos fabricantes, sino para informar de los precios de nuestros productos al público. Hagamos una publicidad estratégica, no para entrar en competencia con las grandes superficies comerciales, sino para captar clientes, para animar a la gente que entre a nuestro mercado. Una buena publicidad acompañada de una oportuna reducción de gastos fijos, producirá una mejora de la eficiencia de nuestros negocios y el incremento de las ventas y de los márgenes de beneficio.

Jubert frenó su discurso, interrumpido por una llamada telefónica. Mantuvo su celular pegado a la oreja durante un minuto y luego lo apagó. Se dirigió a Pitufa para pedirle que se ocupara de diseñar una campaña de marketing para este centro comercial porque él tenía un asunto urgente que resolver fuera del mercado. Ella aceptó el encargo, y con el apoyo de un asociado fue de puesto en puesto pidiendo dinero a los socios para la realización de dicha campaña. Logró recaudar un pequeño efectivo que se utilizó en la compra de medio millar de papel blanco tamaño oficio y una docena de rotuladores de color negro. Pitufa y su ayudante, sin perder el buen ánimo, y valiéndose de tijeras y cuchillos, cortaron por la mitad las hojas en blanco y procedieron a distribuirlas entre todos los socios, con la consigna de que en éstas escribieran el texto que la afanosa directora de marketing les iba a dictar.

Pitufa dijo a los socios que dibujaran a mano un croquis con una flecha indicativa de la ubicación del mercado y que pusieran luego en dos líneas y con letra de imprenta: “Super Mercado de Lima. Productos Caseros a Precios de Regalo”. Ella advirtió a su gente que se cuidara de no cometer crasos errores de ortografía. Ante la advertencia, los iletrados que había en la Asociación solicitaron la venia de la dirigente para pasar los volantes garabateados a sus vecinos que sí sabían escribir para que éstos los rellenaran en su lugar. Al término del listado los encargados recogieron los volantes en una bolsa y salieron a la calle con la intención de repartirlos al público.

Cuando Jubert volvió al mercado y leyó el volante propagandístico que Pitufa le puso en la mano, no pudo contener la risa. “¡Vaya campaña de marketing! –dijo–. Sólo falta que dibujemos nuestros quioscos y pongamos nuestras firmas al pie de la nota. ¡Nada!. Hay que anular estos garabatos y diseñar un modelo más adecuado. Yo me encargo de este asunto.”

A la semana siguiente, ante la sorpresa general, aparecía en la portada de un diario de circulación provincial la noticia de la existencia del nuevo “Mercado Amaru Huamaní”, ubicado en pleno corazón de Lima, donde se ofrecía al público una diversa gama de productos a precios bajos. Adjunta a la nota se apreciaba la perspectiva fotográfica de amplios quioscos surtidos con productos básicos para el hogar, al frente de los cuales uniformados comerciantes atendían con gesto sonriente al público que rodeaba los establecimientos. Era un magnífico modo de dar a conocer a toda la ciudad las virtudes  de un competente mercado.

Jubert dijo a sus compañeros que la publicidad no le había costado nada, ya que había sido el pago de un favor que le debía un amigo suyo periodista, y respecto a la foto dijo que la había sacado de una revista comercial que contenía las perspectivas fotográficas de tiendas bien montadas y dirigidas por gente que dominaba técnicas comerciales. Les aseguró, por otro lado, que no habría ningún problema por el hecho de hacer pasar, a través de la prensa, la desordenada feria de quioscos donde reposaban las muestras de sus nacientes paradas por este regio modelo de mercado.

La estrategia de marketing vino a surtir efecto. Y, pronto, los delgados pasillos del nuevo mercado, se llenaba de gente curiosa, entre la que había además agentes de tiendas comerciales y representantes de fábricas que venían a ofrecerles al por mayor una variedad de productos.

 

Ante el pedido de varios asociados que en los últimos días habían sufrido el robo de sus artículos por parte de los visitantes, y además para dar tranquilidad a quienes tras la jornada comercial se iban a casa dejando el grueso de mercadería guardada en sus respectivos stands, la Dirección del Mercado pegó en el portón de entrada al mercado el cartelito con el anuncio de “Se busca vigilante privado” Pero el cartelito pronto fue despegado de la puerta por un viejo vendedor de mandarinas, de apellido Pacheco, que habló con los directores del mercado para que contraten a su hijo, un licenciado del Ejército. Dijo: “Él ha sido soldado de élite  y ha luchado en Ayacucho contra Sendero Luminoso. Es buenazo. Sabe usar fusil, metralleta y lanzar granadas”. La Dirección, con el visto bueno de los demás asociados, aceptó la propuesta del compañero.

A los pocos días, los comerciantes veían con sorpresa a un vigilante joven, alto y de cuerpo atlético que daba vueltas por el mercado. Llevaba una gorrita en la cabeza, un palo negro colgando de la cintura y un pito blanco pegado a los labios. Andaba moviendo rítmicamente los brazos cuya musculatura resaltaba en los pasillos y atraía la mirada de las mujeres. El ex militar se distraía por momentos pegándose golpecitos en la mano con la punta de su palo de arena. Otras veces se entretenía mirando a los comerciantes que jugaban a las cartas, a los dados, o al tres en raya, o, se ponía a platicar con alguna doña casera. Cuando reinaba la calma en el mercado, mantenía la serenidad y hasta el buen humor, pero cuando había movimiento imparable de gente andaba renegando y aún peor mostraba gesto desabrido cuando algún vendedor le pedía que llevara su bolsa con desperdicios hacia los contenedores de basura ubicados a las afueras del mercado.

Cierta mañana, un grupo de comerciantes llegó corriendo hasta él para recriminarle por su falta de responsabilidad en el trabajo. Sucedía que hacía un minuto había desaparecido del quiosco de un compañero una billetera de cuero conteniendo una cantidad en soles equivalente a mil dólares americanos.

– ¡Muévete guachimán Pacheco! –le decía el nervioso mercader con insistencia –. ¡Encuentra mi cartera o te hago responsable de este robo!

Obligado por las circunstancias el vigilante se sacudió del aletargamiento y apuró el paso, sorteando a la gente que encontraba en el camino, con zigzagueante y precipitado desliz, como un gato que va detrás de ratones, por entre los pequeños espacios del mercado, hasta que sus ojos felinos avistaron a un sospechoso. Entonces, empleando quizá una de sus tácticas aprendidas en el ejército, llegado a un punto pegó un salto de tigre cayendo encima del pilluelo que perseguía y al que terminó aplastándolo con su cuerpo. En seguida,  sin darle tiempo a reaccionar, le envolvió la garganta con su poderoso brazo y le amenazó con romperle el cuello si no cantaba la verdad. Al verse reducido, de aquel violento modo, el ratero confesó que tenía escondido entre sus ropas la billetera del mercader. Y de este modo el vigilante pudo recuperar lo robado y entregárselo a su dueño. En cuanto al malandrín, se lo llevó detenido la policía que vino al mercado tras haber sido informada de los hechos.

Con este acto de valor y entrega a su servicio, el vigilante del mercadillo se ganó la total confianza de los comerciantes. Era un agente que cumplía a cabalidad con su trabajo; velaba por el orden y la seguridad en toda el área comercial. Era como un súper héroe servidor eficaz de la justicia, que evitaba los robos de valiosas piezas y la pérdida del capital invertido de los comerciantes.

Pero “Supermán Pacheco”, como le llamaban los comerciantes, tampoco era infalible. Él no pudo hacer nada aquél día que desapareció del mercado la carreta llena de mercadería de una comerciante valorada en varios miles de soles. Ahí se armó un escándalo mayúsculo. La afectada llegó a acusar públicamente al vigilante del mercado de haber sido cómplice con otros ladrones del robo de su carreta. Olga salió en defensa del joven vigilante:

– ¡Es injusto acusarle sin pruebas! ¡Mejor pongamos una denuncia en la comisaría, y que venga la policía a investigar!

Pusieron la denuncia, y ese mismo día, dos policías vinieron al lugar de los hechos, hicieron algunas preguntas a los comerciantes adjuntos a la víctima del robo y, tras prometer una investigación más profunda sobre el caso, se marcharon en su vehículo. No se les volvió a ver nunca más. Por su parte, el vigilante se sintió avergonzado por lo sucedido y quiso dejar su empleo. Pero la Dirección del mercado, le perdonó esta vez por su falta de vigilancia y, le convenció para que no abandonara su puesto de trabajo.

En cuanto a la comerciante afectada por el robo, la Asociación acordó la celebración de una parrillada en los mismos pasillos del mercado y que todo el dinero que se obtuviera de la venta de comida y bebida, sería entregado a ella para que así pudiera remontar su negocio.

***

Aquella tarde, el centro comercial era una pantalla colorida y engalanada de serpentinas, papel lustroso ensartado a largos hilos que cruzaban los pasillos exhibiendo globos, muñecos de goma y emblemas alusivos a la fiesta. Los comerciantes chillaban eufóricos: “¡Viva nuestro mercado!”, mientras se arrojaban al cuerpo puñados de papel picado. Algunas parejas de comerciantes jóvenes bailaban a todo dar ganados por la música que despedían los parlantes ubicados en las partes altas del local. Otros aprovechaban los tamales y la papa a la huancaína y el ají de gallina que habían sido preparados para la ocasión, sin dejar de  beber sus cervezas y en medio de carcajadas causadas por los chistes que al mismo tiempo se iban contando.

La alegría que reinaba en el ambiente no era para menos. Los comerciantes estaban celebrando el primer aniversario de fundación de su emporio comercial. En medio de abrazos y apretones de manos ellos aprovechaban para brindar con cerveza y disfrutar de una jerga largamente postergada, mientras las mujeres bebían gaseosas formando grupos de animada charla. Intia y Chanan andaban agarraditos de la mano esquivando a los fiesteros; a ratos se besaban tiernamente prometiéndose cosas bonitas al oído. Pitufa entre tanto intentaba poner orden entre los comensales y bebedores que se apretujaban junto a las fuentes llenas de comida y las torres de cajas de cerveza.

 Olga estaba riéndose de lo que Ollanta acababa de decirle: “mi pulida musa nativa, se me está ocurriendo una idea carníva”. Ellos, que cada día se compenetraban más en todos los aspectos, se amaban a escondidas ya que, por algún motivo especial, todavía no se atrevían a hacer pública su relación sentimental. Por detrás de esta pareja, el alto y musculoso vigilante Pacheco, con su retumbar de guapo al caminar, controlaba el orden y que no surgiera ningún conato de violencia entre los asociados.

En plena celebración, llegó Jubert acompañado de una señora de tez blanca, delgada y de mirada generosa. Todos aplaudieron al “Padrino”, última designación que le hicieron los comerciantes en reconocimiento a su iniciativa y aporte para la creación del mercado. Por detrás de Jubert y su madre llegaron unos muchachos portando bolsas con docenas de botellas de licor. Jubert fue hacia Pitufa y la sacó de donde estaba, llamó también a Olga, Ollanta, Chanan e Intia, haciéndolos situarse cerca de él y su madre. A continuación, solicitó con gesto amable la atención de los presentes y dijo con acento emocionado: “Queridos amigos, quiero presentarles a mi madre. La he traído a nuestro mercado en este día especial porque quiero que la conozcan”. La señora se sonrojó en medio de los aplausos que resonaron en el ambiente.

Jubert ordenó al grupo encargado del licor que procedieran a servirlo. Los jóvenes destaparon las botellas y sirvieron el champán en copas pequeñas que en seguida alcanzaron a los presentes. Jubert volvió a dirigirse a todos:

– ¡Amigos, alcemos nuestras copas y brindemos en primer lugar por nosotros que lo merecemos, brindemos por la salud, el trabajo y el amor! A propósito de amor, quiero anunciarles mi boda con una guapísima señorita que ha hecho posible que nos mantengamos unidos durante todo este tiempo. Me refiero a Epifanía más conocida entre nosotros como Pitufa –se dirigió a ella con un gesto de cariño–. Y me dicen que posiblemente habrá una boda más, la de Intia y Chanan que andan por ahí bien acaramelados. Amigos, brindemos también por nuestro mercado, por nuestra ciudad y por nuestro lindo Perú. ¡Salud con todos!

– ¡Salud!…

Todos entre sí hacían entrechocar sus copas brindando por esto, por eso, por aquello, por el objetivo  alcanzado en medio de una sensación de felicidad.

Ollanta aún no había terminado de sorber la última gota de licor de su copa, cuando el vigilante Pacheco vino a avisarle que afuera había un señor alto y moreno preguntando por él. Ollanta dejó su copa a un lado y le dijo a Olga que ya volvía. Siguió al vigilante hasta la enrejada puerta del mercado, que estaba abierta pero atiborrada de mirones. Al avistar a Mulato, le dijo al vigilante que lo dejara pasar.

-Bienvenido a la fiesta de nuestro mercado – Saludó al viejo amigo con apretón de manos.

–Cholito, qué pachamanca hay aquí -gesticuló el recién llegado.

Ollanta, acompañado de Mulato, se reunió con el grupo familiar. “Es un amigo de juventud”, dijo presentando a su amigo. Olga saludó a Mulato y le preguntó desde cuándo conocía a Ollanta. A lo que el zambo le contestó con su acostumbrada picardía: “Desde que éramos ñaños y vivíamos en Trujillo, mamita”. Chanan e Intia se echaron a reír contagiados por el gesto cómico de Mulato que se había puesto el dedo en la boca y trataba de imitar a un bebé chupando su biberón. Jubert y Pitufa, que estaban cogidos de las manos sonrieron a su vez. La madre de Jubert, que a principio estaba seria, sonrió también. Algunos otros asociados que charlaban cerca de este grupo, al ver a Mulato se rieron igualmente.

Todos estaban contentos, bebiendo y riendo por las ocurrencias. Cuando, de pronto, desde la puerta de entrada al mercado el vigilante avisó con voz gruesa: “¡Ha venido el alcalde!”

A los comerciantes se les cambió el color del rostro cuando vieron aparecer ante ellos, sonriente y luciendo su chalequito amarillo, al señor Castañeda, esta vez sin su comitiva edil. “¿Y a éste quién lo invitó?” “Es un sinvergüenza” murmuraba la gente. Jubert decidió acallar los comentarios:

–Lo invité yo. En primer lugar para demostrarle que somos caballeros y no gente rencorosa sin educación. Y además lo invité para comprometerlo a trabajar con nosotros.

Jubert recibió al alcalde con un protocolar apretón de manos y le invitó a tomar asiento en la silla más grande que había junto al pequeño escenario que los comerciantes habían improvisado en medio del local para el gran baile que tenían programado celebrar más tarde. El alcalde le dio le gracias pero no aceptó tomar asiento. Dijo que sólo había venido a saludar a los comerciantes del nuevo mercado. Jubert coordinó rápidamente con Pitufa y ésta alcanzó al alcalde un micrófono para que el auditorio pudiera oírle. La primera autoridad municipal de Lima tomó aliento y dijo:

– ¡Señores, me he atrevido a venir a su fiesta, para darles mi enhorabuena y decirles que mi municipio está dispuesto a estrechar relaciones con ustedes, trabajadores de este pequeño pero próspero complejo comercial!…

 – ¡Judas a tu lado es inocente! –exclamó Ollanta, con voz hiriente– ¡A vísperas de nuevas elecciones municipales, vuelves a nosotros con un discursito halagüeño! ¡Pero ya no creemos en tu palabra! ¡Vete a tu casa!!En las próximas elecciones nuestro candidato a la alcaldía será el ingeniero Jubert!

–¡Cálmese compañero! –dijo Olga acercándose a Ollanta, cuyo ánimo se había caldeado por la presencia del burgomaestre.

–¡Cholo, nunca te he visto así, por mi madre! –dijo Mulato a Ollanta mirándole con incredulidad.

La protesta de Ollanta vino a soliviantar los ánimos de los demás comerciantes, que al recordar el daño que les causó este señor, comenzaron a pifiarle. Todo el mercado atacaba al alcalde con palabras altisonantes, excepto Jubert, que se le acercó con gallardía para decirle:

– Siento que no pueda recoger los frutos de un campo que no ha labrado. Su trabajo por el embellecimiento de la ciudad es digno de aplaudir. Pero si trabajara por el bienestar social del pueblo que lo eligió sería realmente loable. El desalojo que ordenó contra esta gente que confió en su palabra y le dio el voto para que fuera elegido alcalde se ha convertido en rencor. Alcalde, ¿nunca se le ha removido la conciencia? Pero en fin, seamos realistas. Si quiere los votos de este sector de trabajadores todavía está a tiempo de conseguirlos. Sólo tiene que sentarse a dialogar con ellos pero tratándolos bien, como si fueran sus amigos.

El sermón de Jubert incomodó al alcalde que con el pretexto de que tenía otro compromiso, dijo “hasta luego” y, con la cara encendida por las acusadoras miradas que desde todos los ángulos del mercado le dirigían los comerciantes, abandonó el lugar.

Pasado el contratiempo originado por la presencia del burgomaestre de Lima, todo el mundo volvió a centrar su atención en la fiesta que, sin ninguna otra incidencia, se prolongaría hasta las últimas consecuencias.