ESTACION MACHU PICCHU
ESTACION MACHU PICCHU
Stefany y yo arribamos al Cuzco una fría mañana de invierno. Tras bajar del avión y cruzar los pasillos del aeropuerto avanzamos por la zona de aparcamiento de vehículos. “¿A dónde van?” Varios taxistas nos rodearon ofreciéndonos sus servicios. “A la calle Carmen Alto, en el barrio de San Blas” “Veinte soles” “Yo les llevo por quince” “Les cobro doce”. Se despacharon a gusto con el precio. Ante aquella confusa subasta, decidimos retomar el paso hacia la salida del aeropuerto Velasco Astete.
“Por diez soles les llevo hasta la puerta de su hotel”. Se nos apareció un hombre bajito de aspecto agradable. “Vamos”, aceptamos ir con quien nos cobraba un precio razonable.
En el trayecto, el conductor se presentó a nosotros como “Edwin” y al saber que veníamos de turismo, intervino en nuestra conversación.
–Para aprovechar el día pueden coger el City Tour –dijo.
– ¿Cuanto cuesta ese tour? –pregunté
–Veinte soles por persona. Te lleva a los monumentos más importantes del Cuzco.
“Dejamos las cosas en el hospedaje y salimos –le dije a Stefany–.Así ganamos tiempo”
Llegamos a nuestro destino en pocos minutos. Era una casa rústica, a la que ingresamos tras bordear un callejón con paredes de adobe y piso de tierra apisonada. Carmen, la encargada del hostal, nos recibió con un beso en la mejilla y un caliente mate de coca.
–Bienvenidos. Ustedes son de Lima, ¿verdad?
–Sí. Mucho gusto…
Tras breve charla, nos invitó a seguirla dentro la casa. Subimos a la segunda planta hecha con material rústico. El piso de madera provocaba ruido al caminar. Al final de un pasillo, Carmen se detuvo, empujó una puerta semiabierta y penetró en la habitación. Nosotros, por detrás de ella, nos mirábamos de manera interrogativa.
–Esta es la habitación que van a ocupar.
Allí dentro había dos camas individuales y una mesita de noche pero ningún ropero ni armario.
–Bueno, cualquier cosa que necesiten me avisan
Nos entregó las llaves. Y se despidió.
–Gracias.
Al quedarnos solos en el cuarto, arrimamos a los rincones nuestros equipajes aún sin abrir y prestos salimos a la calle.
Cruzamos estrechas y empedradas vías, en plan de reconocimiento de aquel populoso barrio cuzqueño. Las casas eran pequeñas y hechas de material rústico. Bordeamos esquinas con edificios de aspecto colonial, cruzamos la avenida el Sol y llegamos a la concurrida Plaza de Armas.
En este céntrico lugar, contratamos un Tour para nuestro primer desplazamiento turístico. El guía, un joven nativo, que hablaba en castellano e inglés, tras ordenar a nuestro grupo, unas veinte personas de distintas nacionalidades, ondeó su banderita colorada y vociferante nos pidió que lo siguiéramos.
Salimos de la Plaza y nos metimos por callecitas repletas de turistas, vendedores ambulantes y vehículos. Sin darnos cuenta llegamos al Templo de Coricancha. Había mucha gente en la puerta y tuvimos que hacer larga cola para entrar. Vladimiro iba a la cabeza explicándonos la historia y las características religiosas y arquitectónicas de este monumento cuyo recinto sagrado se centraliza en aquellos muros protectores de la Roca Sagrada: Usnu, o Intihuatana, el lugar del Sol
El edificio cumplía funciones religiosas destacando el sacrificio que ponía en contacto místico a los incas con la divinidad mayor: el Sol. De él resaltan las decoradas construcciones rectangulares, simétricas entre sí y que ataño estuvieron recubiertas de oro. El Templo era también el mausoleo de los monarcas incas, donde reposaban las momias a las que rendían culto su linaje familiar. En la actualidad, el histórico Coricancha se ha convertido en la iglesia de Santo Domingo.
Con esfuerzo, entre un río de turistas que empujaban, captamos puntos referenciales del lugar con nuestras cámaras fotográficas.
Con la gente del Tour salimos de Coricancha y abordamos un bus que nos esperaba cerca del Templo. Nos alejamos varios kilómetros del Cuzco. En un instante, mientras observábamos por la ventanilla el hermoso paisaje, el guía señaló hacia un punto que, según dijo, significa “Lugar donde se sacia el Halcón”. El bus se detuvo y bajamos para visitar este sitio turístico. Tuvimos que mostrar a los controladores las entradas previamente adquirida por 70 soles. Era una impresionante fortaleza de piedras conexas entre sí que los incas habían tallado con fines militares y religiosos. “En esta emplanada –dijo el guía señalando el lugar– cada año, el veinticuatro de junio, se celebra la fiesta del Inty Raimy que atrae a miles de visitantes”
Las murallas de Sacsahuaman están escalonadas en varios niveles y en perfecta armonía integrando en conjunto un formidable bloque de defensa contra ataques externos. En esta fortaleza el monarca tenía su despacho, y desde allí, rodeado de súbditos y generales, emitía órdenes que debían cumplirse y leyes que debían aplicarse en todo el Tahuantinsuyo.
Al altar del Trono del Inca se llega por escaleras talladas en roca viva de diversos tamaños y formas angulosas. Algunos escalones cumplen función religiosa y conducen al lugar donde se celebraban sacrificios. En este magno santuario, embellecido por la proximidad de fuentes y caídas de agua se realizaban ofrendas a la Madre Naturaleza y rituales de alabanza al Dios Sol.
Al salir de Sacsahuaman el bus turístico nos trasladó a otra ruina cuyo nombre no recuerdo porque sucedió que mientras subíamos la cuesta Stefany y yo empezamos a sentirnos mal. A 4000 metros de altura, nos costaba respirar, nuestras piernas perdían fuerza y luego una especie de vértigo nos obligó a detener la marcha junto a un arroyo. Nos sentamos a descansar en unas piedras. La gente nos miraba con curiosidad. Y para disimular nuestro malestar nos pusimos a hacer fotos con llamitas y paisanas sujetando corderitos en brazos y con cerros como fondo del bonito paisaje serrano. Nos unimos al grupo turístico que volvió casi de noche. El bus retornó al Cuzco y nos dejó en el mismo punto donde los habíamos abordado.
La vuelta al hospedaje se nos hizo eterna. Estefany y yo andábamos despacio, sujetándonos el uno al otro para mantener el equilibrio y no caer al suelo. La impresión de los elevados cerros, el frío serrano, el soroche, causaban estragos en nuestros cuerpos. Para salir del apuro cogimos un taxi, más con las vueltas que daba el vehículo el mundo se nos puso al revés. No sé como llegamos al hospedaje. Solo sé que apenas entramos a nuestro cuarto nos dejamos caer en la cama retorciéndonos de dolor.
La noche se nos volvió atroz, con delirios, pinchazos en la cabeza, sensación de náusea, y escalofríos. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para salir de la cama e ir a pedir socorro a la encargada del hospedaje. Carmen se sorprendió al verme en aquel estado de descomposición física. Me dijo que estábamos con el mal de la altura, que esto nos pasaba por no haber descansado antes de subir a la montaña. Me dio unas pastillas de paracetamol para aliviar nuestro malestar, un pequeño termo con agua caliente y un vaso.
–Tómense esta pastilla y se pondrán mejor. –dijo, con convicción
–Así lo haremos. Gracias.
Volví a la habitación arrastrando los pies como un zombi. Tras verter agua del termo en el vaso animé a mi novia que se incorporó en la cama y bebió la pastilla. Luego volvió a quedarse adormecida como al principio. “Me siento mejor –dijo–. Tú también tómate una pastilla.”
Pero yo, alérgico a los medicamentos, me hice el fuerte y no tomé ninguna pastilla. Craso error. A la medianoche mi cuerpo empezó a volar, como ave desbocada, sobre cimas de cerros altísimos de las que me precipitaba sin freno hacia abismos insondables. No podía controlar mis movimientos y tenía miedo de estrellarme allá abajo. No era un sueño. Estaba despierto, aunque sumido en aquel trance que me hacía experimentar algo inaudito. Mi mente y mi imaginación escaparon también a mi control y remontaron los andes. Luego, una vorágine de números emborronados se unió a las imparables imágenes de las cordilleras y todas en conjunto golpeaban mis sienes con fuerza amenazándolas con hacerlas estallar. Sudando frío, me moví en la cama, percibí mi rostro helado, y en mi pecho dos pálpitos continuos, uno débil y el otro fuerte, tan fuerte que su golpeteo me impedía respirar con normalidad. Asustado, me incorporé en la cama con la cabeza metida entre mis brazos y resistiéndome a no ser más un ser frágil que da vueltas y se eleva raudamente hacia el cielo y luego cae en picado hacia la tierra.
Me amanecí sentado en la cama, con los ojos hundidos y la nuca recostada en la almohada pegada a la pared. Se me había pasado la fiebre delirante, aunque estaba mareado por el aluvión de imágenes inverosímiles que se habían estrellado dentro mi cabeza durante la noche. Pronto me levanté para ir al baño. Por el pasillo, mientras andaba, sobándome el cuello con la mano, el viento de invierno refrescó mi rostro. Empecé a sentirme mejor tras la horrible noche.
Tras el aseo corporal salimos del hospedaje y nos fuimos de frente a una farmacia a comprar pastillas para el soroche. Nos tomamos un “sorochil” cada uno, con agua de botella. Luego en un taxi nos trasladamos a la estación con la idea de adquirir los tickets de tren hacia Machu Picchu. Pero no tuvimos suerte. En una ventanilla de la sala, donde se apiñaba la gente empujándose y peleándose por adquirir su ticket, había un papel pegado que indicaba que sólo había tickets para viajar en tren a partir de la siguiente semana.
Alguien culpó de esta situación a los agentes de Tours que suelen comprar los tickets con anticipación para incluirlos a sobreprecio en sus paquetes turísticos. ¿Y cuánto costaba un Tour, de un día, a Machu Picchu? Lo que pedían sus organizadores: 500, 400 o 300 dólares; otros los ofrecían en moneda nacional con su rebaja: 500, 450 o hasta 400 soles. No había uniformidad de precios y mucho menos noticias de la calidad del servicio que ofrecían estas agencias que aprovechaban la demanda turística para ganar dinero.
No sabíamos qué hacer. ¿Volveríamos a Lima sin haber visitado Machu Picchu? Dimos vueltas por la ciudad buscando con afán Tours al Santuario. Encontramos uno con precio asequible a nuestros bolsillos, aunque el itinerario del viaje era confuso. Decían que nos llevaban en auto hasta una localidad llamada Santa Teresa y luego allí nosotros mismos debíamos ir a la estación a comprar boleto para abordar un tren hasta Aguas Calientes. Pregunté a la chica del Tour:
– ¿Y si no conseguimos tren el mismo día?
–Pues duermen en el pueblo y cogen el tren que sale a las seis de la mañana siguiente. En Aguas Calientes nosotros los esperamos para llevarlos a Machu Picchu.
Yo no lo veía claro, pero como estaba decidido a llegar a nuestro objetivo final, saqué mi billetera para extraer los setecientos ochenta soles que nos cobraban por los dos. Y casi a punto de contratar el Tour, Stefany me desanimó: “Déjalo, cariño. Esto me huele a estafa”.
Nos lamentamos de no haber adquirido los tickets con antelación. Luego, resignados y para no desaprovechar el tiempo, cogimos un Tour al Valle Sagrado de los Incas que costaba cien soles entre los dos e incluía la comida. El guía resultó ser el mismo del día anterior y en el trayecto nos iba explicando el itinerario del viaje. El bus nos llevó al Valle Sagrado de los Incas, hermoso paisaje poblado de una densa vegetación. Nos hicimos fotos junto a piedras sagradas y al borde de un precipicio con el río Urubamba ondulando abajo como una serpiente.
Más tarde el vehículo hizo parada en Pisaq, lo que nos permitió adquirir llaveritos, pulseras, lapiceros y otros pequeños artículos con grabados incaicos en el mercado artesanal del lugar Aprovechamos también para hacernos fotos entre los tenderetes de los comerciantes.
Retomamos el viaje y hacia la una de la tarde el bus se detuvo a la puerta de un restaurante. “Cuarenta minutos para comer”, dijo nuestro guía. Tiempo que transcurrió en hacer cola con nuestros platos en la mano y esperar a que nos sirvieran el modesto menú consistente en ensalada, arroz con pollo y postre. Tras la comida volvimos al bus que se puso en marcha. Y allí sentados, mientras hacíamos la digestión, nos venció la fatiga y nos quedamos dormidos.
El guía nos despertó con su micrófono cuando llegamos a Ollanta. Ya era de tarde y los tenues rayos solares en confluencia con el suave viento estacional perpetuaban la mágica quietud del lugar. Un pueblo acogedor, de casitas rústicas y callejuelas empedradas, con acequias que transportan el agua que baja de la montaña. Un grupo de lugareños, apostados en sus quioscos, vendían ropajes típicos de la era prehispánica: chullos, polleras, ojotas, ponchos y productos de artesanía.
Ollantaytambo, ubicado a las afueras del pueblo es un espectacular complejo arquitectónico. En la época del Imperio este lugar, situado a 60 kilómetros del Cuzco, tenía como objetivo dominar y controlar el Valle Sagrado. Aquí se libró la última batalla por la conquista del Perú. Manco Inca obligó a los españoles a replegarse evitando así que se adentraran en el Valle.
En Ollantaytambo destacan el Templo del Sol, los gigantescos monolitos de piedra, las labradas escalinatas que se yerguen hacia la cima, entre una naturaleza que impresiona los sentidos. Es un lugar con una belleza solemne. En la cresta de aquellas pétreas escalinatas siente uno el aire de libertad y sosiego que fluye de la montaña. Grabamos las mejores perspectivas del lugar con nuestras cámaras.
Por la noche, de vuelta en el alojamiento, Carmen nos preguntó si habíamos visitado ya Machu Picchu. “No hemos conseguido boletos de tren” le dije. Al vernos preocupados, dijo: “Ahorita les doy una ruta alternativa”. Arrancó una hoja de su cuaderno de notas y con un lapicero trazó un pequeño mapa con puntos indicativos de un camino hacia el Santuario.
–Viajarán y andarán bastante, pero llegarán– nos dijo sonriente entregándonos la hoja.
–Gracias por el dato
–Nada. Ahora tómense un matecito de coca.
Al día siguiente madrugamos y, siguiendo las indicaciones de Carmen, salimos del alojamiento y nos dirigimos a la estación de buses. La idea era llegar pronto a Santa Teresa, primer punto de referencia en nuestro itinerario. Pero el autobús más próximo salía a la una de la tarde. Para salvar el inconveniente, ya que nos interesaba partir lo antes posible, decidimos buscar otro medio de transporte. Por suerte, a la puerta de la estación el conductor de un automóvil que estaba listo para salir hacia Quillabamba nos explicó que hacía parada en Santa Teresa. Le pregunté cuánto nos cobraba hasta este pueblo.
–Treinta y cinco soles cada uno. En una hora estamos allá
–¡Vamos! –dije animado–, que salga ya el auto.
El vehículo salió raudo del Cuzco y sobrepasó los principales puntos turísticos del Valle Sagrado. Luego subió por una zigzagueante carretera, entre una densa niebla que opacaba la visibilidad. Se volvían imperceptibles los vehículos que se cruzaban con el auto donde viajábamos. En algunos tramos donde no se veía absolutamente nada el chofer reducía la velocidad, iba despacio como cuidándose de no topar con algo delante. Tras una hora de viaje alcanzamos la cresta montañosa, a 4400 metros de altura. Al pasar junto a una capilla el conductor se hizo la señal de la cruz. De pronto ante nuestra sorpresa vimos gente allí arriba. Eran paisanos que avanzaban en la penumbra llevando a la espalda leña y talegas.
–Hay gente que prefiere vivir en la montaña –dijo un hombre de edad mediana que iba a nuestro lado en el asiento trasero del vehículo–. Porque aquí la vida es más barata que en el pueblo.
– ¿Dónde tienen sus casas? – pregunté extrañado.
–Moran en chozas humildes y comen lo que les da la tierra. No se mueren de hambre ni necesidad. A la puerta tienen unos carrazos con los que bajan a los pueblos a vender sus cosechas y comprar comestibles. En las alforjas llevan sus celulares para avisarse entre ellos de cualquier urgencia. Son paisanos vivos, saben usar también el Internet. Ya no es como antes, no se les puede engañar.
–Se han modernizado, como todo el mundo– le dijo Stefany a nuestro compañero de viaje.
El coche había empezado a bajar, a mayor velocidad. El chofer pegaba bocinazos a los vehículos pesados que encontraba delante para que nos dejaran avanzar. La niebla fue perdiendo su espesor conforme descendíamos. De pronto vimos una fila de ciclistas que al oír el sonido del claxon se pegaron hacia su derecha permitiendo el paso de nuestro vehículo.
–Son turistas –dijo el chofer- Pagan para practicar este deporte en la montaña.
–Corren el riesgo de ser atropellados en las curvas pendientes.
–Los monitores los hacen bajar así, con neblina y lluvia en picada hasta una garita que está al pie de la montaña.
El viaje se hacía interminable. Para relajarme me puse a leer un periódico cuzqueño, luego a oír música. Las Cumbias Pegaditas del Cuarteto Continental con la melodiosa voz de Julio Mau me transportaron al pasado. Evoqué los primeros años de mi juventud cuando bailaba esta música en las fiestas. Pasado el instante emotivo, como el tiempo trascurría con lentitud entre pista y pista, me puse a mirar a través de la ventanilla el denso paisaje y luego a mordisquear el choclo con queso que habíamos comprado en una de las paradas que había hecho el conductor del vehículo. El largo viaje nos agobiaba.
–Señor, ¿falta poco?– preguntó Stefany tras decirme que se sentía mareada de tantas vueltas.
–Sí señorita. Ya casi llegamos.
Por fin, después de tres horas de viaje, llegamos a Santa Teresa. El conductor se detuvo en el Cruce que va hacia Santa María. Salimos de prisa del vehículo con nuestros pequeños equipajes.
– ¡A Santa María! – grité buscando vehículos con esa dirección.
– ¡Esta camioneta sale ahora! –Se apareció un hombre ofreciéndonos su servicio.
Subimos al vehículo y nos acomodamos entre la gente que aguardaba la salida del colectivo. El chofer quería completar todos los asientos y solo le faltaba uno. Nos pusimos a charlar con los otros viajeros. Pasado un cuarto de hora, cansados de esperar, nos bajamos para buscar otro vehículo. Pero no había ninguno. Salvo un taxi que nos cobraba 75 soles para llevarnos directo hasta Hidroeléctrica.
–Setenta paisano–le dije y nos vamos
–Bueno, suban.
Subimos a la volada con el resto de gente que había estado en la camioneta. Algunas paisanas se metieron en la maletera del vehículo y allí viajaron a pesar de la incomodidad. “Cómo viaja esta gente”, me dijo mi novia en voz baja. “Aquí no hay policías de tránsito, todo vale”, le dije encogiéndome de hombros.
El vehículo enrumbó por un camino de tierra. El polvo invadía el interior del vehículo por lo que pedí cerrar las ventanas. En el camino el chofer se detuvo con la idea de recoger más pasajeros. Protesté:
–Compadre ¿A dónde vas a meter más gente? ¡Si el carro está lleno!
–Son mis vecinos. Quiero llevarlos.
– ¿Hemos cogido un taxi o un colectivo? –preguntó Estefany enfadada
El resto de viajeros, que eran cinco, también protestó. Ante la protesta generalizada el chofer desistió de recoger gente. El vehículo siguió de largo en el abrupto camino, meciéndose a causa de las piedras que obstaculizaban el paso, en el llano y en las cuestas y sorteando ramajes silvestres y acequias producidas por las caídas de agua de la montaña.
Dos mujeres que viajaban en nuestro taxi colaboraron gentilmente con diez soles cada una. El resto no dio nada, viajaron gratis. Tampoco les reclamamos. De todos modos el costo del viaje se reducía a 50 soles. Estábamos dispuestos a quedarnos sin dinero con tal de cumplir nuestro sueño.
A las cinco de la tarde llegamos a la famosa estación de Hidroeléctrica, cuando ya la ventanilla expendedora de los tickets estaba cerrada. “El tren acaba de salir. Ya no hay otro hasta mañana”, me dijo un encargado de la estación. Lamenté el no haber llegado antes. Volví donde Stefany, que estaba comprando agua en un quiosco, y se lo dije.
–Mala Suerte –suspiró–. Ahora tendremos que caminar.
–Lo siento, cariño.
Acomodamos nuestros pequeños equipajes a la espalda y echamos a caminar sobre los rieles del ferrocarril. No éramos los únicos. Una fila de turistas pasaba por nuestro lado y luego se perdía entre la densa vegetación. El frío clima de la Sierra al chocar con el espeso calor de la cercana Selva pinchaba nuestra piel de manera inclemente. Una intempestiva lluvia nos dejó más mojados que dos patos en el agua. No habíamos venido preparados para caminar a la intemperie. Sin paraguas ni ropa adecuada. Continuos sorbos de agua calmaban nuestra sed en aquella inhóspita naturaleza. El silencio reinante era roto de vez en cuando por el canto de algún pájaro o las voces de gente que pasaba rauda y sin mirarnos. Yo iba junto a mi novia dándole ánimos para continuar. Cuando notaba que se agitaba y decaía en su andar la abrazaba y con besos le decía que ya faltaba poco. En la tercera vez que se lo dije, explotó: ¡No me engañes! Tú nunca has estado aquí”
Su cambio de carácter me desconcertó. Percibí su respiración alterada por el esfuerzo desplegado, sus ojeras llorosas y su cuerpo extenuado por la caminata. Me sentí mal y le pedí perdón. No me respondió, siguió caminando, aunque cada vez con paso más corto y cansino. Para aliviarla, quebré una rama de árbol y se la di para que la usara como ligero apoyo en su caminar. El palo le sirvió de poco. Las ampollas reventaron sus pies y también los míos. Y lo peor, no teníamos con qué curarnos las llagas. Adoloridos y fatigados nos quedamos aparcados entre los ramajes yertos, el silencio glacial y la penumbra surgida tras el ocaso del sol. Tampoco teníamos linternas. Stefany se puso nerviosa y me dijo: “Díos mío, qué vamos a hacer. Ya es de noche.” Por suerte, oímos voces humanas. Una pareja de aspecto extranjero se acercó a ayudarnos. De buen grado nos obsequiaron curitas y vendajes. Les agradecimos por su caritativo gesto. Luego prosiguieron su camino porque tenían prisa en llegar a su destino.
Repuestos del cansancio y curadas las heridas retomamos nuestra ruta, siempre orientándonos por los rieles del ferrocarril, que según nos había indicado Carmen, nos llevarían a Aguas Calientes. Por suerte había luna y nos facilitaba el caminar de noche campo a través de aquel camino desconocido para nosotros. A ratos conversaba con Stefany para despejarla del temor que sentía por la oscuridad. Y a ratos, sin hablarnos, como autómatas o seres programados a llegar a un punto determinado. Caminamos desplegando toda nuestra fuerza física. Yo sentía un cansancio atroz y suponía que si me caía ya no me volvería a levantar. Stefany estaba destrozada, pero lo soportaba con un coraje sorprendente. Le aconsejaba descansar cuando oía agitarse su respiración pero ella se negaba. “¡Tenemos que llegar pronto!”. La ví avanzar con resolución un largo trecho. Luego decayó su paso y volvió a caminar con dificultad. Transpirando me dijo: “Este camino es duro”. Se quejó de las ampollas que ensangrentaban sus pies, pero no se detuvo, siguió andando conmigo a su lado.
Por fin, cuando habíamos perdido ya noción del tiempo y la distancia, divisamos nuestra meta. “¡Hemos llegado, cariño!”, la abracé y besé con euforia. Ella estalló en llanto y me dijo gimiendo:
–Si me quieres no me hagas caminar así, por favor
– Nunca más. Te lo juro -le dije, besándola y prometiéndole cosas bonitas.
Maltrechos y cansados, después de tres horas de caminata, llegamos a Aguas Calientes. Dejé a mi novia descansando en la banca de un parque y me puse en la cola de la Estación para sacar el ticket de vuelta a Hidroeléctrica para el día siguiente. Debíamos asegurarnos la vuelta porque nuestro avión volvía a Lima pasado mañana. Tras adquirir los tickets de tren, me fui a comprar los boletos del autobús que nos llevaría a Macchu Picchu. Tras conseguirlos, volví sonriente al lado de Stefany:
– Machu Pichu nos espera, baby.
–Nuestro viaje no será en vano–. Me abrazó emocionada
Luego volví a dejar a mi novia en el parque y partí en busca de Hotel. Esto tampoco era cosa fácil. Como estábamos en temporada alta los hoteles estaban llenos. Y en los que había habitación disponible, los hoteleros pedían entre 300 y 150 soles. Por suerte conseguí coger una habitación doble por 100 soles en el centro del Pueblo. Con Stefany volvimos luego al hotel y ya en la habitación, nos dejamos caer como sacos de plomo en la cama. Esa noche en vez de aprovecharla para pasear y hacernos fotos, la pasamos dentro el hotel resarciéndonos del cansancio.
Al día siguiente madrugamos con la idea de ser los primeros en coger el autobús que nos llevase al santuario inca. Pero, a las cuatro de la mañana había ya una fila kilométrica de gente que dormitaba recostados entre sí o sentados al borde de las aceras. Comprobé que esto de visitar Machu Picchu era una obsesión tanto para nosotros como para la gente que venía de lejos con la misma ilusión.
Hacia las seis de la mañana, tras rayar la aurora, subimos a un autobús lleno de viajeros que enrumbó por un camino empinado y sinuoso. El vehículo subía zigzagueando al borde del abismo. Al voltear una cerrada curva el vehículo se averió y quedó anclado junto a unos matorrales. A pedido del conductor, los pasajeros bajamos del bus y nos quedamos esperando al borde del camino. Quince minutos después se apareció otro bus que nos recogió y llevó por fin a nuestro destino.
Machu Picchu era muy diferente a como no me lo había imaginado. Lo que parecía una fortaleza era solo era el frontis de entrada al Santuario. En las escaleras de acceso, había gente que se acercaba a nosotros ofreciendo sus servicios como guías, cobraban entre 70 y 20 soles. Decidimos visitar el santuario por nuestra cuenta para poder movernos con libertad y asimismo ahorrarnos lo poco que nos quedaba de dinero. Tras larga cola junto a la boletería traspusimos la puerta de entrada a las famosas ruinas.
Yo admiraba el tesón con que a maestra altura ingeniosos incas habían creado el símbolo de su magnífica cultura. Como peruano me sentía en mi elemento. En este punto, donde confluyen la Sierra y las Selva, se siente la energía de la naturaleza, la fuerza que emana de la Mama Pacha entre muros ancestrales con trascendencia religiosa. Yo me sentía nativo, como alguacil incaico en la histórica región cuzqueña.
Mi mente repasó la historia. Bingham llegó aquí un día de 1911 obedeciendo a su instinto aventurero. Vino de Estados Unidos tras la ruta de Bolívar al que admiraba y de San Martín el libertador del Sur. Tras rastrearlas, se encontró con otra ruta, también histórica aunque inhóspita, que serpenteaba entre los Andes del Perú y conducía a lo que él suponía La Ciudad Perdida de los Incas. Estuvo unos días en el Cuzco y luego a lomo de mula, acompañado de guías nativos y provisto de pequeños aparatos de uso personal se adentró en el Valle Sagrado de los Incas. Transitó por la tupida Sierra cuzqueña, dejando atrás pueblos y fortalezas históricas y luego escaló la montaña con la mirada puesta en el objetivo. El porfiado anduvo entre valles y cascadas, sin sentir la fatiga y el tiempo hasta llegar al Pueblo que reposa a los pies del gran Santuario. Ahí se rehizo de equipaje y echó a andar hacia donde sabía que había algo grande, majestuoso que el mundo desconocía. Aligeró el paso. Estaba emocionado. Si ello fuera cierto, haría suyo el descubrimiento. Su nombre entraría en la historia. Sería recordado y admirado como Bolívar. Su hazaña no sería militar sino civil. A la cabeza de su pequeña expedición siguió adelante, abriéndose camino a machetazo limpio, entre la espesa maleza que envolvía la montaña. Remontó abruptas laderas serranas, con precipicios enormes y subidas de suelo empinado, espantando reptiles y mosquitos. Y, se sorprendió al ver, desde el recodo de una brecha abierta en el sendero, a nativos labrando en las faldas de un cerro montañoso que tenía formas predeterminadas. Buscó con la mirada y su pupila se clavó en aquellas construcciones que se erigían entrecubiertas por la maleza. Uno de los nativos, un niño se acercó a los caminantes y les comentó que allá arriba había un templo muy bonito que habían construido sus antepasados. El catedrático de Yale pidió al pequeño nativo que le guiara hasta la cresta de aquella prodigiosa montaña. Y, al llegar al lugar, se quedó anonadado ante aquellos antiguos pero bien delineados muros hechos de un material que por la solidez de su textura parecía granito. Se llevó una sorpresa al leer en la pared de lo que parecía un Templo una inscripción “Lizárraga, 14 de julio de 1902" Entendió que él no era el descubridor de estas ruinas, otro se le había adelantado. ¡Y qué más daba! si las ruinas estaban intactas, nadie había hecho nada por ellas. Él sí haría algo, con toda seguridad. Pronto se le llenó la cabeza de interrogantes y para resolverlas debía volver en otra ocasión, más preparado y mejor equipado, con gente que le ayudase a limpiar y descifrar el misterio que guardaban estas ruinas milenarias. Accedió a hacerse una foto con el niño que lo había guiado a Machu Picchu. Y luego bajó de la montaña, con la idea de irse a Estados Unidos y volver pronto a la cabeza de una expedición.
¿Como harían Bingham y su gente para adaptarse al inclemente clima serrano? Los gringos habrán masticado o bebido bastantes infusiones de coca para poder soportar el intenso frío de la altura ya que se pasaban todo el día en el campo y dormían en carpas improvisadas a la intemperie. Se pasaron varios años estudiando y limpiando las ruinas encontradas en lo alto de aquella espesa naturaleza. Salvo en los andenes, donde algunos nativos sembraban papa y hortalizas, el resto de la milenaria ciudadela estaba virgen. Por sus senderos, entre cubiertos de maleza proliferaban culebras, insectos y otros animales silvestres. Los afanosos miembros de la Peruvian Yale Expedition desvelaron un bastión arqueológico extraordinario, que con el tiempo ha relumbrado en todo el mundo haciendo cambiar la historia del Perú. Lo criticable es que Bingham y su gente se llevaron a Estados Unidos miles de piezas arqueológicas que el Estado Peruano ha venido reclamando y que hasta la fecha no han sido devueltas del todo.
Stefany yo visitamos el espectacular Santuario con la emoción pintada en el rostro. Había mucha gente por los pasillos y andábamos despacio. En tres horas recorrimos los puntos más importantes, haciéndonos fotos, junto a los Templos del Sol y la Luna, el Templo del Cóndor, La Roca o Piedra Sagrada, unas veces posando en solitario y otras juntos, sonrientes y abrazados, con fondo a los elevados templos y el imponente Huayna Picchu. Estábamos emocionados y nos recreábamos con la vista de este fantástico legado de nuestros antepasados.
Hacia el mediodía emprendimos el camino de regreso, convencidos de que había valido la pena el esfuerzo desplegado para llegar a esta mágica estación cuzqueña.