GESTA DE INCAS
GESTA DE INCAS
Hace muchos años, los habitantes de la hoy llamada América del Sur, vivían sumidos en una relativa prosperidad. La tierra fértil les producía maíz, quinua, frutas, innumerables cereales, hortalizas y otros productos alimenticios. Los rediles y corrales comuneros atiborrados de ovejas, corderos, aves, cuyes y otros animales domésticos que les proporcionaba en cantidad apreciable carne, pieles, cueros. De las faldas y entrañas de la tierra afloraba el oro, la plata el cobre y otros importantes minerales. A este caudal material se sumaban las obras de construcción agrícola expresado en los andenes y otros sistemas de regadío, y las artes culturales, los servicios que prestaban los “quipus” –especie de cuerdas anudadas, de diversos tamaños, colores y grosores, que se empleaban como libros de astronomía, economía, historia, filosofía, e incluso poesía–, y, entre otros, la labor de los amautas, que enseñaban a la población los rudimentos necesarios para el desarrollo del arte expresado en cerámica, textilería, escultura y las técnicas para potenciar la capacidad militar de los jóvenes guerreros.
Los incas habían expandido su territorio, por los cuatro lados del naciente Tahuantinsuyu, y en el Cuzco, plaza fuerte del Imperio vivía el Inca Viracocha con una descendencia numerosa, que era producto de sus amoríos con ñustas y otras mujeres regias que él seleccionaba a gusto a su paso por pueblos y aldeas conquistadas. De toda su prole, no obstante, al monarca solo se le reconocía ocho hijos legítimos, de entre los que destacaban su primogénito, el príncipe Urco, joven de espíritu pacífico y contemplativo y su segundo vástago de nombre Yupanqui, un mancebo locuaz y vigoroso que parecía más apto que su hermano mayor para las artes de la guerra y la política.
El imperio incaico aún estaba en fase de construcción, con sus altibajos políticos y sus crisis sobre todo de índole social. Y como era inevitable, empezaron a sucederse revueltas en numerosos puntos del Imperio, producidas por el estado de insatisfacción y protesta, por el deseo vehemente de pan con justicia e igualdad humana que proclamaban los pueblos sometidos al yugo y aquellos otros amenazados con ser absorbidos por la fuerza militar imperante. Se produjeron levantamientos armados en toda la redondez fronteriza del Cuzco creándose así un clima de caos y conflicto social que vinieron a hacer tambalear la estabilidad de la opulenta corte cuzqueña.
Precisamente, uno de los jefes rebeldes de la vecina región chanca, Uscovilca, apodado el bárbaro por su fama de hombre cruel y sanguinario, quiso intimidar al Inca Viracocha amenazándole con destruir la ciudadela cuzqueña si en un plazo de treinta lunas vistas no capitulaba la libertad incondicional de su pueblo que vivía obligado al trabajo servil (yanacuna) y al esclavista (oclla), en un status de injusticia total.
El soberano inca recibió el ultimátum con relativa tranquilidad, desestimando incluso el peligro de un ataque chanca contra el Cuzco, y, para relajarse y dar a entender a todos que no pasaba nada, se retiró con su distinguida corte al valle de Xaquixahuana, ubicado a diez tiros de flecha de la capital. En un salón de este retiro, no obstante, convocó a sus capitanes, entre los que se encontraban sus hijos mayores, y en reunión extraordinaria debatió con ellos el tema a fin de tomar la decisión que más convenía a todos.
–Una guerra civil en el seno del imperio, sería desastroso para nuestros intereses– dijo el monarca con gesto preocupado.
Y, mientras discurría con su estado mayor analizando los pros y contras, las consecuencias que acarrearía un posible enfrentamiento bélico entre pueblos hermanos, el príncipe Urco le miraba con suma tranquilidad, sin inmutarse en lo mínimo. En cambio su hermano, el orgulloso Yupanqui, sin poder reprimir sus ímpetus, lanzó un gritó que llenó la sala:
– ¡Guerra a los chancas, carajo!
– ¡Prudencia!- repuso el monarca– Hijo, no te dejes llevar por los impulsos del corazón. En estos momentos de riesgo e incertidumbre es mejor emplear la cabeza.
Pero el envalentonado mozo, respondió a su progenitor:
–Si los incas somos cobardes, más vale arrojarnos al vacío desde la cumbre del Machu Pichu. –Y añadió con enfado–: ¡Huyendo como gallinas jamás construiremos el gran imperio soñado!
El Monarca, en desacuerdo con la expresión de su hijo, le ordenó que se callara y le instó a salir de la sala. Luego, siguiendo un plan estratégico, apresuró la toma de decisiones con sus principales generales. Acordaron el traslado de la nobleza real cuzqueña a la apacible y rural Xaquixahuana, donde también quedaría concentrada la fuerza bélica inca. El objetivo fundamental consistía en resistir en este punto la probable embestida de los chancas.
El impetuoso Yupanqui, entre tanto, fue a ver a sus amigos de la preparatoria militar, los hijos de los alcaldes de las tribus vinculadas a la dinastía inca, jóvenes impetuosos como él, ansiosos también de aventuras y lides de conquista, que accedieron a darle el apoyo necesario para que encabezara una lucha armada contra los chancas rebeldes.
–Atacaremos a esos miserables en su propio terreno –dijo el príncipe– ¡los aniquilaremos a todos!…
Y en una reunión informal, nombró oficiales a sus amigos más intrépidos: Mayta, Quirao y Guaraya, tridente miliciano que tras una corta campaña social, con el lema “la defensa de la patria es sagrada”, reclutaron a los mozos solteros y más impulsivos que poblaban los ayllus vecinos y los adiestraron para la guerra. En poco tiempo, conformaron una escuadra de tres mil hombres armados con escudos, lanzas y cachiporras, puestos a las órdenes del nuevo caudillo cuzqueño, el mismo que con toda la impetuosidad y altivez propia de su carácter, se dirigió a su padre para invitarle a que engrosara su bien dispuesto regimiento.
– ¡Contradices mis órdenes! –le dijo el monarca, disgustado–.No eres el hijo que me va a suceder en el trono. Tus deseos de conseguir pronta gloria te han enceguecido En fin, has lo que quieras Pero no olvides que la responsabilidad de vencer y someter a los chancas recae en mí y en mi ejército.
– ¿Esperando al enemigo aquí en su palacete lo va a someter? La guerra es afuera –le dijo con sarcasmo. Y añadió tajante–: ¡la corona hay que saber ganarla y mantenerla con propios méritos!
Al salir del fortín imperial, Inca Yupanqui se topó con la comitiva que traía a la prometida de su hermano mayor. La Coyaeva, hermosa doncella, hija del cacique de Tungasuca, iba sobre andas doradas que soportaban en brazos seis indios serviles, con su atractiva figura recostada en pieles de alpaca, luciendo sus brazaletes, pendientes y collares enchapados en oro. Era una fémina de ingenio despierto, inteligente, y ansiosa de poder. Por eso había perseguido al tímido Urco, hasta lograr atraerlo a su lado y volverle loco de amor por ella.
Como era de suponer, ella estaba enterada de todo lo que sucedía tanto dentro como fuera de la elite monarcal. Sabía que este joven, guapo y musculoso, se aprestaba a comandar un ejército contra los chancas, iba a luchar para salvar el honor del imperio y además ganarse la confianza de su padre para sucederle en el trono. Y, sabía también que a esta hora su dulce y tierno novio, estaría en la fortaleza de su padre, dedicándose a la filosofía y la contemplación de los astros, lejos de la realidad y los peligros del mundo, siempre a la espera de que su padre le diese una orden.
La Coyaeva, mujer pragmática, sabía que tanto en la guerra como en el amor valen todas las artimañas, y, se decidió a jugar a dos caras. Le mostró las piernas a su futuro cuñado y se puso a coquetearle.
–Poderoso señor –dijo, acaramelada– Admiro su bello porte y bravura. Sé que va detrás del salvaje Oscovilca para darle muerte. Que el Dios Inti le acompañe en su cometido. Y, suspirando y haciéndole ojitos añadió–: Ay, caballero, si no fuera la novia de su hermano, ahora mismo, con mucho gusto, le ofrecería mi mano en señal de matrimonio.
Inca Yupanqui, al entrever aquellos pechos grandes y lozanos, aquellos muslos bien torneados, aquellas piernas bronceadas y musculosas, sintió el despertar de su instinto varonil. Y como era un hombre que no reprimía nunca sus sentimientos ni deseos, que solía disfrutar poseyendo mujeres hermosas, ya fuesen dulces o peligrosas, se lanzó a la conquista de su futura cuñada:
–Preciosa doncella. Su amor quisiera en este instante. Olvidándome de quién es le entregaría mi cuerpo y mi alma como un enamorado principiante.
La mujer, fascinada por la mirada penetrante de su apuesto galán, acercó el rostro sonrosado al oído del hombre y le susurró algo en secreto.
Esa noche estrellada, en un tambo perdido entre los matorrales de las afueras de Xahixahuana, sobre un lecho de paja brava improvisado al pie de una ruma de víveres y provisiones comunales, estimulado por el aguardiente ingerido antes de la cita, Inca Yupanqui, acariciaba el largo pelo sedoso, el cuello palpitante, el rostro angelical e insinuante de su amada. Y ya la desnudaba, sobrexcitado al límite, cuando ella le dijo con voz de niña:
–Cariñoso príncipe, prométame que se casará conmigo si me entrego a usted
Pero el hombre, borracho de pasión, como estaba, no oyó ni prometió nada, tampoco aguardó a que su pareja tomara sus precauciones, le quitó la pollera y la tumbó sobre el pajar. Volvió a besar su frente morena, sus mejillas encendidas de rubor, sus labios atrevidos que le hundían en un completo desenfreno. La amó con virilidad, con sentimiento e ilusión. Y antes de rayar la siguiente aurora, satisfecho por lo sucedido, Inca Yupanqui se levantó del petate, ajustó al cuerpo su calzoncillo y el ajado uniforme militar y tras darle un beso de despedida a su desfallecida amante abandonó el bohío.
Mientras tanto, el bárbaro Oscovilca, sabedor de que el monarca, Inca Viracocha, se había retirado del Cuzco, lo interpretó como una victoria anticipada. Un efecto lógico del miedo que infundía su creciente poderío. Llegaba a creerse un ser predestinado por su dios para reinar, no solo en la región chanca y los dominios incas sino en toda la faz de la tierra. Sus aires de grandeza agitaban su corazón y alocaban su cerebro, y para que nadie dudara de su magnificencia se hizo coronar Emperador Absoluto del estado regional de Chancay, cuyas tierras fecundas repartió luego entre quienes lo alababan, en realidad una pandilla de indios maleados que de la noche al día se convirtieron en jefes de comunidad.
El flamante rey chanca, sacó aprovechó del dinero de los presupuestos generales destinados a las obras públicas para fabricar armamento y fortalecer su ejército. Y aún más, con la idea de impartir justicia en el mundo, se auto-tituló juez supremo y sin juicio previo mandó a la guillotina a diez caciques incas que habían sido hecho prisioneros durante las batallas celebradas por su movimiento llamado “libertador” y sus cabezas todavía ensangrentadas las remitió al Inca Viracocha junto con un nuevo pedido: que se rindiera de forma incondicional y se sometiera a él antes de la próxima luna llena.
Ante la sangrienta misiva, el Monarca inca, deliberó una vez más con su grupo de comando y resolvió por fin claudicar, es decir rendir su voluntad a las ocurrencias malévolas del líder chanca. Pretendía evitar un derramamiento inútil de sangre entre ambos pueblos que él consideraba hermanos. Envió, acto seguido, un presente a su rival comunicándole su decisión final. Le advirtió sin embargo, que en la plaza del Cuzco quedaba su hijo Inca Yupanqui con un batallón de lanceros dispuestos a morir en defensa de la patria.
Oscovilca, que se aproximaba cada vez más a la fortaleza cuzqueña, arrasando a su paso los tambos, las chacras y sometiendo a la población de las provincias incas, recibió con loca alegría la rendición del mandamás inca Y se le ocurrió que para humillarlo y hacerle perder toda credibilidad ante el mundo, cuando llegase el momento lo obligaría a orlar su cabeza con la corona de Emperador del reino del Tahuantinsuyu. De momento, y creyéndose ya con derecho a darle órdenes le exigió la inmediata entrega de la doncella más hermosa del alicaído imperio a fin de ofrecerla en sacrificio a su dios: el águila maligna. Se mofó luego del atrevimiento del novato Inca Yupanqui, al que consideraba un débil contrincante para él. Así juró que lo traspasaría con su lanza hasta hacerle picadillo.
En el ínterin, el príncipe Urco, al enterarse –por boca de una esclava envidiosa de los amores de su patrona– de la infidelidad de su novia, fue a buscarla con el ánimo compungido. La encontró bañándose alegremente en una fuente próxima al pueblo de Acllahuasi, donde vivían las célebres hijas del sol. El cornudo, la llamó a un lado y, en vez de regañarla o estrangularla, se puso a llorar como un niño delante de ella.
–Mami ¿Por qué me has hecho esto? – le dijo- Si yo te adoraba como a mi propia vida. Lo hubiera dado todo por ti. Ay, no sabes cómo me duele tu comportamiento.
–Perdóname si te causo dolor– dijo la Coyaeva– Solo espero que comprendas que ya no te quiero. Otro hombre es el dueño de mi corazón ahora.
–Sí ya sé con quien estás.
El joven príncipe, cesó de lloriquear y en un arranque de noble resignación le dijo:
–Te perdono, mujer. Y también a mi hermano. Que se haga la voluntad de Dios.
La Coyaeva lo vio alejarse, cabizbajo y pensativo. Sentía infinita lástima por él, un buen chico, muy cariñoso y pacífico, de quién creyó ella, al amarlo, un día, que la convertiría en la reina del Tahuantinsuyu. Quiso correr hacia él para decirle que aunque ya no lo quería como hombre, le guardaba un cariño de amiga, casi de hermana. Pero reprimió su sentimentalismo. Y para olvidarse del asunto, retomó sus baños. Estaba convencida de que su tipo de varón lo tenía únicamente el joven y recio Inca Yupanqui de quien estaba ya ciegamente enamorada.
El grito en el cielo, no obstante, lo puso el Monarca inca, ni bien oyó del príncipe Urco el motivo de su ruptura sentimental con la Coyeeva.
”¡Infame! –bufó- ¡Mocosa, hija de….!” . Y de inmediato ordenó a sus guardias a que fueran en busca de la que había engañado vilmente a su hijo predilecto.
Y, por orden de su majestad, la Coyaeva, sería arrestada, azotada, bañada en agua con sal y recluida en una celda de la fortaleza de Sacsahuaman. El monarca inca quiso aplicar a la traidora la severa ley del Ama Kella: no seas mentiroso. Pero al oír los ruegos del príncipe Urco, cambió de idea y la envió a prisión perpetua. Más tarde, sin embargo, mudó de parecer y, en acto de venganza, la envió como obsequio al despiadado Oscovilca, junto con un pedido de tregua pacífica.
Inca Yupanqui, informado de los acontecimientos, y sobre todo de que su padre había entregado a su amada, como regalo de armisticio, nada menos que a su rival más encarnizado, juró que vengaría tal afrenta contra él. Sin pérdida de tiempo hizo diligencias para averiguar el paradero de la Coyaeva, logrando felizmente, por intermediación de un chanca soplón –a quién sobornó tras haberlo liberado de la prisión–, saber algo de ella.
Estaba recluida en una prisión de la fortaleza de Paramonga. Inca Yupanqui se enteró, con rabia incontenible, que su querida Ñusta estaba malherida porque el abominable jefe de los chancas había abusado de ella delante de todos para que así supieran lo fuerte y machote que era. Y supo, además, con pena en el corazón, que la pobre muchacha iba a ser sacrificada a la mítica Aguila Maligna en la próxima noche de brujas.
Desesperado por recuperar a la mujer de sus sueños, Inca Yupanqui le ofreció al espía chanca, un cuarto lleno de oro y cien hectáreas de tierra por el septentrión costeño y su palabra de honor de salvaguardarle la vida en caso de que volviese a caer prisionero de los incas, una ganga que este sujeto aceptó y de inmediato, con meticulosa habilidad, formó un equipo de rescatadores, duchos en el arte del contraespionaje, que disfrazados de guardias de relevo, ingresaron, sin perder la contraseña ni el paso marcial, en el fortificado recinto. Y, a medianoche, mientras todos dormían, valiéndose de su condición de patrulleros sacaron del bote a la Coyeeva y la escondieron en una aldea cercana a la localidad de Huaral.
Y, cuando parecía que todo iba a salir bien, mientras la embarcaban en calidad de esclava en la comitiva de una vieja acaudalada que iba al pueblo de Huancay, ubicado a cinco leguas del Cuzco, fueron sorprendidos por unos mastines de la policía secreta de Oscovilca. La cuadrilla del rescate fue acusada de alta traición y sus miembros ahorcados ese mismo día. Y, por su parte, la infortunada Coyeeva, con más guardias que antes, volvió a ser encerrada en la mazmorra chanca.
Alertado por sus secuaces, el perverso Oscovilca supo que esta mujer era la amante de su más odiado rival, y decidió no ofrendarla a su dios sino mantenerla como rehén para valerse de ella en caso de un enfrentamiento personal con Inca Yupanqui. Le haría sufrir y pedir clemencia por la vida de aquella sexy madona antes de mostrársela con los pechos traspasados por su lanza.
Días después, ambos ejércitos se encontraron en las faldas del cerro Huancaure. El dios Inti desde lo alto del firmamento ofrecía su luz positiva a los incas creyentes. Inca Yupanqui sintió el apoyo del dios padre al que había prometido construirle un templo más grande que La Coricancha con decenas de servidores y vírgenes dedicadas a él, siempre y cuando sus huestes triunfaran en la presente batalla. El Inca jefe, con voz ronca instó a los suyos a ubicarse en la posición de ataque. Al frente estaban los chancas, alineados como una muralla humana, dando la apariencia de seres invencibles.
Tras pasar revista a su tropa, Inca Yupanqui se encomendó al Hacedor:
“Oh Dios del universo,
posa tu espléndida llama en mi frente altiva
dale a mi brazo blando un arco de fuego
que agite el mar e incendie la tierra.
Pon tu hálito de trueno en mi voz nativa
dale a mi alma blanca una fuerza telúrica
que remueva el mundo y la historia entera
En tu divina gracia, señor, todopoderoso
si salgo victorioso de esta contienda
prometo que orlaré los templos del Tahuantunsuyu”
Acto seguido, dio la orden de ataque a sus soldados, que aullando a todo pulmón para infundirse valor se precipitaron, todos a la vez, sobre los chancas. El choque fue terrible. Durante la batalla, decenas de hombres de ambos bandos caían al suelo muertos o gravemente heridos. Los que aún se mantenían en pie luchaban como gladiadores por el honor de su respetivo rey y su pueblo. Por fin, cuando la victoria sonreía a los incas, el enardecido Oscovilca decidió jugarse su última carta. Abandonó su puesto de comando, llevándose a rastras a la maltrecha Coyaeva, y se fue en busca de su encarnizado rival.
De pronto, en medio del campo sembrado de cadáveres, los comandantes de ambos ejércitos se encontraron cara a cara. En la augusta frente del joven Yupanqui destacaba una cinta con grabados nativos que sostenían un fino y colorido plumaje. Su cabellera, lacia y abundante, se encrespaba por detrás de la cabeza cuando soplaba el viento dándole un aspecto de león en acecho. Y en su pecho ancho y vigoroso, un medallón de oro con la figura del sol y el nombre de su dios inscrito en lengua quechua.
Y una peculiaridad suya, que nada tenía que ver con sus oropeles ni con haberse criado en la pomposa grey imperial: tenía filosofía propia y mucho orgullo. Creía que su destino estaba señalado para gobernar a su pueblo. Atribuía al dios Inti su invulnerabilidad, a pesar de su poca experiencia en el arte de la guerra.
Oscovilca en cambio, tenía más aspecto de ogro encrespado que de hombre. Era alto, robusto, y tenía la cabeza grande y pelada como un hueso duro en toda su redondez. Tenía la nariz rota y exhalaba un aliento pútrido. Sus piernas eran arqueadas y le obligaban a caminar como un pato. De su rostro desfigurado por las cicatrices, sobresalían unos ojos que denotaban presunción destructiva Era una especie de monstruo, surgido de una pandilla de salteadores, que tras pasar varios años en chirona se había metido en política. Se había autoproclamado rey de los chancas y había implantado su propio régimen, aunque vivía obsesionado con aniquilar a los incas a los que consideraba usurpadores de tierras chancas. Y, hoy justamente, frente al joven representante del Tahuantinsuyu se le presentaba la oportunidad de demostrarse a sí mismo que era el mejor de los dirigentes guerreros que había en el mundo.
– ¡Rata imperialista! –gruñó Oscovilca, poniendo su hacha en el cuello de la gimiente Coyaeva- ¡la degollaré si no aceptas un duelo a muerte conmigo!
– ¡Tranquilos!
Inca Yupanqui alzó la voz para detener al corro de incas que se acercaban a Oscovilca para aniquilarlo. Le dijo a sus huestes que le dejaran actuar solo en el conflicto. Enderezó luego su fina estampa hacia su contrincante y mostrándole una mirada resplandeciente, como de ígneo fuego, aceptó su reto a condición de que dejara libre a la Coyaeva.
Oscovilca apartó de un empujón a su prisionera y se precipitó, como toro bravío sobre Inca Yupanqui. Tan brutal fue la embestida que al volverse notó en la punta de su filuda hacha un hilo de piel rebanada de su rival. Inca Yupanqui había rugido de dolor, aunque, sobreponiéndose a la sangrante herida de su brazo izquierdo, con furia tremebunda blandió el machete en al aire y arremetió contra aquel mastodonte. La lucha se tornó pareja; y los machetazos de ambos hombres iban y venían lastimando sus cuerpos de manera sangrienta. En un instante, Inca Yupanqui tambaleó al sentirse herido de brazos y piernas. Y, entonces, Oscovilca se aprestó a rematarlo. Pero justo cuando su rival venía hacia él, Inca Yupanqui, con la fuerza que aún le quedaba, le lanzó el hacha, con tanta suerte, que se le quedó clavada en el cuerpo. Oscovilca cayó de bruces al suelo herido de muerte. Por fin, los enemigos habían sido vencidos.
Inca Yupanqui pegó un grito estentóreo, que significaba victoria. Levantó su brazo ensangrentado, dando gracias al dios Inti y luego hincó sus rodillas en el suelo y empezó a orar por su buena suerte. Sus compañeros, ebrios de alegría, le rodearon vitoreando su nombre, La Coyaeva, por su parte, se aprestó a curar las heridas de su príncipe azul. El amor también había sobrevivido a la guerra. Inca Yupanqui aceptó luego ir en hombros de sus efusivos camaradas hacia el Cuzco.
Trayendo consigo los despojos de Oscovilca, los trofeos de guerra adquiridos en su reciente victoria, y a la hermosa Coyaeva colgada del brazo derecho Inca Yupanqui se presentó a su padre, el monarca inca, para pedirle dos cosas: que pisara las insignias del bárbaro vencido y, en segundo término, que consintiera su boda con la ex-novia de su hermano. Pero el Gran Señor, como siempre orgulloso, se rehusó al pedido
–Ya lo sabes –masculló–. El honor de pisotear la bandera chanca corresponde al príncipe Urco, mi sucesor. Y con respecto al otro pedido, me niego a aceptar que tú, notable guerrero quisieras casarte con una pecadora.
– ¡Basta! –Dijo irritado Inca Yupanqui–: ¡Si usted no quiere reconocer mi victoria pues lo haré yo mismo!
Y se puso a dar zapatazos contra el estandarte chanca. Cuando se hubo cansado de ello, le encaró al Inca Viracocha:
–Algún día admitirás que esta mujer, a la que tildas de ramera, es la mejor y más noble compañera de tu hijo, ¡de mí! que creo merecer de tu parte siquiera un poco de gratitud.
Tras la entrevista improductiva, la comitiva de Inca Yupanqui abandonó el alcázar imperial. Mientras iba por la calle, la gente se postraba ante él, unos alabándole como a una divinidad y otros saludándole como el salvador de la patria.
Inca Yupanqui redobló su prestigio como autoridad política. Con el aval de sus colegas, que había ganado votos ciudadanos, empezó a gobernar un sector del Tahuatinsuyu; y entre otras cosas ordenó la repartición de tierras entre la población, mandó instalar depósitos de víveres, mandó edificar un templo al sol e instituyó una fiesta popular donde la gente cantaba y bailaba cogida de las manos al ritmo de los tambores que evocaba el ataque del bárbaro Oscovilca y la victoria conseguida en la guerra con la ayuda del dios Sol
Los señores amautas, curacas, uros, tocritos, y otros dirigentes populares, convencidos de que Inca Yupanqui además de formidable ministro castrense era un estadista extraordinario, se dirigieron a Xaquixahuana y en una entrevista con el soberano Inca Viracocha, le hicieron ver que su hijo Yupanqui, aclamado por las multitudes, era el más apto para sucederle en el trono. Pero su excelencia imperial, se negó en redondo. Aunque luego cambió de parecer, y accedió a tal propuesta cuando su hijo, el noble Urco le dijo:
–Quita de mi frente tu designio, padre, y dáselo a mi hermano. Y no temas perder tu orgullo, pues el dios Inti y el pueblo lo han elegido a él para gobernar este reino.
Y un día de junio, cuando el pueblo entero celebraba la fiesta del Inty Raymi, el inca Viracocha hizo su aparición en el Cuzco y, en medio de gran expectativa, colocó la borla real sobre la frente invicta de su hijo Yupanqui al que bautizó además con el nombre de Pachacútec considerándole el constructor del universo. Tronaron vítores y aplausos por doquier La gente comentaba: “ha sido coronado el gran organizador de nuestro Imperio”
El flamante Inca Pachacútec, perdonó a su padre por el anterior desplante y lo conminó a que aceptase su matrimonio con la Coyaeva a lo que el viejo ex-monarca por fin accedió.
El Tahuantinsuyu alcanzaría su mayor esplendor durante el largo mandato de Inca Pachacútec, que además de conquistador de pueblos, hasta más allá de las fronteras del Perú actual, fue un genial estadista. Organizó la sociedad incaica y la dotó de una sólida estructura política, económica y administrativa. Consolidó un gran Imperio que vino a causar la admiración del mundo entero.