HOGAR Y PARENTELA

                                  HOGAR Y PARENTELA

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Abrumada por los expedientes que a diario llegaban a su despacho municipal, mi mujer ya no tenía tiempo para dedicarse a sus hijos. Rulito y Julián Segundo –o Chegu como le decíamos con cariño– crecían como espigas bajo mi atenta mirada. Ellos compartían la misma habitación al igual que sus prendas y juguetes. Mis vecinos me preguntaban si eran mellizos, yo les decía que no. Además era notoria la diferencia física. Rulito era corpulento para sus diez años y tenía un carácter mandón que a veces hacía llorar a su hermano menor, que era tímido y huidizo, aunque no dejaba de ser travieso y hábil para las partidas lúdicas: tres en raya, ludo con dados, o a las cartas, juegos que solía disputar con Rulito, al que de continuo vencía sin objeciones, ocasionando que éste lo correteara por el interior de la casa intentando golpearle.

Yo me enfadaba cuando reñían y les quitaba los dados y naipes . “¡Se volverán viciosos! –les increpaba– ¡Vayan a lavarse las manos y pónganse a estudiar!”. Los niños no eran rebeldes y me obedecían sin rechistar. Solían hacer las cosas juntos los dos como si esto fuera necesario para ellos. Yo les veía cuando se ayudaban el uno al otro a quitarse las camisetas y luego cuando cogían una silla y se empinaban en ella para alcanzar el agua del grifo. “Son dos bichos graciosos”, me sonreía al verles cuando se secaban la cara, se peinaban con rayitas al costado, se sacudían el polvo de los pantalones y luego de recoger cada cual su cuaderno de caligrafía o de dibujo se ponían a garabatear letras mayúsculas, coloreaban burritos orejones, sino sumaban números con la ayuda de sus dedos antes de anotarlos en el block de hojas rayadas.

Pero eran niños listos; se aprovechaban de cualquier descuido mío para salir de casa e irse con sus amigos a jugar o a ver la televisión en las viviendas de los barrios vecinos que contaban con fluido eléctrico. Allí, sentados en las bancas que les prestaban los dueños del aparato transmisor de imágenes miraban sus series favoritas: El Chavo del Ocho, Risas y Salsas o veían películas de acción. “Ag, el bandido muere, y el joven se salva”, comentaban entre sí con sus moquitos resbalándoles de las narices y sin dejar de saborear sus chupetes de limón o fresa que adquirían dentro el mismo local con las monedas que me habían robado del pantalón sin que yo lo sintiera.

Otras veces, cuando no tenían los cincuenta centavos de sol que les pedían aquellos por dejarles ver sus películas preferidas, se iban a jugar por la ribera del río. Cruzaban el barracal aledaño tirando piedras a las lagartijas, los gallinazos y las ratas rabilargas que merodeaban por el lugar. Siempre cuidándose de los vidrios rotos, las piedras filudas y los precipicios traicioneros de las márgenes del río Hablador, llegaban a la orilla y cuando veían que no había corriente en el río se quitaban la ropa y en calzoncillos se lanzaban al agua pegando gritos y carcajadas. Salían a la superficie y luego volvían a zambullirse en las aguas estancadas nadando a como les dieran sus brazos de niños avispados. Yo los veía de lejos: eran la viva imagen de mi hermano Héctor y yo cuando éramos niños y nos bañábamos a nuestras anchas en el río Chicama.

“¡Cuida de tu hermano menor!”, le ordenaba sin cesar a Rulito. “Cuando salgan a la calle cógele de la mano. No lo descuides ni un momento.” Él me obedecía fielmente, además quería tanto a su hermano que era a la vez su mejor compañero de estudios, juegos y correrías. Desde la más tierna edad estuvieron muy unidos; se prestaban sus juguetes dando rienda suelta a sus fantasías que rápidamente los convertían en Tarzanes, Supermanes, vaqueros o soldaditos; se ataban al cuello pedazos de plásticos, cubrían sus rostros con cartones agujereados, se enganchaban a la cintura pistolas de caucho cuya balas que salían disparadas con gritillos de bang!, tááá!, púm! se las arrojaban entre sí mientras se escondían hasta por los techos de las viviendas anexas a la nuestra, pasaban por entre las piernas de los transeúntes, se enterraban entre los montículos de arena o se revolcaban en el suelo pedregoso de la tierra que los había visto nacer. Mis hijos eran limeños, y estaban libres de esa carga nostálgica que yo sentía cuando me acordaba de mi pueblo de origen.  

Tras el reposo de las comidas, mis hijos y yo acostumbrábamos limpiar la casa; ellos antes de irse a estudiar y yo de retornar a mi trabajo de comerciante independiente, que por cierto me daba cierta libertad de horario. Apartábamos con las manos las maderas viejas que estorbaban en el pasadizo, descolgábamos la ropa seca de los cordeles, recogíamos del suelo los tarros de betún, las escobillas de zapato, los carretes de hilo caídos de las márgenes de las ventanas. Un día me cayó en los pies una de las tejas calamitosas que cubrían el techo del cuarto de baño, haciéndome maldecir buen rato.

 –Papá –me dijo Rulito–. Cuando yo trabaje pondremos techo nuevo a la casa

–Eso lo haré yo, hijo –le respondí–. No estoy viejo todavía.

Había tendido las sábanas y mantas sobre el colchón de esponja donde dormía con mi esposa, y ahora semidesnudo y con una toalla enroscada al cuello me disponía a salir del dormitorio. “¡Papá! ¡En la puerta hay un señor preguntando por mi mamá!”, me avisó Rulito. Arrugué el ceño, me quité del cuerpo la toalla y la reemplacé por una de mis camisas que hallé a mano. “¡Es un señor bien vestido, con cara seria y barbas, papá!”, me lo describió a su modo mi hijo mayor. Yo sentía extrañeza aún sin haber visto a este señor elegante que probablemente sería amigo de mi mujer. “¡Claro! –pensé–. Como ella tiene un importante cargo, no faltará un don Juan de terno y corbata que pretenda venir a cortejarla a mi propia casa.” Celos infundados afectaban mi ánimo mientras salía a recibir al visitante.

Al verlo, me quedé paralizado de espanto. Era mi suegro, el diablo en persona, que me estaba examinando con esos ojos llenos de rencor y malicia que ya conocía.

–No quiero hablar con usted sino con mi hija –me dijo él, lucífero, rechazando el asiento que yo le ofrecía.

–Ella no se encuentra en casa. Y si se encontrara creo que tampoco querría verlo. Usted sabe por qué.

– ¡Cállese! –refunfuñó–. ¡Solo quiero que le diga a Flor de María que su madre está enferma en el hospital y la reclama! ¡Lo demás me importa un carajo!

Quedé convencido de que a pesar de los años transcurridos mi suegro seguía odiándome con toda su alma. Nunca me perdonó el que yo le haya robado a su hija, que la hubiera sacado de su palacete para traerla  a vivir conmigo a una humilde casita. De todos modos, para ver si era posible arrancarle una chispa de ternura a su rencoroso corazón llamé a mis hijos –que en ese momento correteaban por la sala tirándose balines al cuerpo– y cuando estuvieron a mi lado se los presenté al padre de Flor de María.

-Son sus nietos

Se lo dije con gesto tierno. Pero el viejo, incapaz de sentir siquiera una pizca de simpatía por los niños que también llevaban su sangre, los miró con absoluta frialdad. “Abuelo”, le dijo Chegu, mostrándole sus ojitos achinados. “¿Por qué nunca vienes?”Inmune por completo a la tibia sonrisa de su nieto, don Fausto lo miró distante, hizo lo mismo con Rulito y también conmigo.

-¡No se olvide de decírselo a mi hija!. Me dijo con su voz de capitán del averno. Y volviéndose hacia la puerta se marchó de mi casa, sin despedirse de nadie y llevándose consigo todos sus desprecios y rencores. 

Las fiestas de Navidad de aquel año llamado del Quinto Centenario del Descubrimiento de América llegaron con una desagradable noticia familiar. “Mi madre ha fallecido”, dijo Flor de María, que había vuelto de la calle con rostro compungido y la voz entrecortada por el llanto. Al verla en tal estado la estreché entre mis brazos y traté de consolarla con palabras tiernas y positivas. Pero ella reaccionó con prontitud.

–Hoy es nochebuena. Prefiero ir sola al velatorio de mi madre.

–Anda tranquila. Me quedaré cuidando a los niños. 

Tras el acuerdo, mi esposa se dirigió al dormitorio para cambiarse de ropa. Al ver que Rulito la seguía, le llamé de inmediato y le pedí que me ayudase a colocar los reyes magos en nuestro Nacimiento familiar.

–Mi mamá está llorando –me dijo apenado.

No quise decirle la verdad; y le mentí: 

–Solo tiene un dolor de muelas. Ya se le pasará

Al volver a la sala, noté que mi esposa miraba con emoción aquella tierna escena familiar: Chegu se embutía con una tajada de panetón, Rulito con una  taza de chocolate mientras miraba complacido los regalos de Pascua que yacían en la mesa junto al arbolito verde adornado con bombitas y estrellitas de Belén.

-Feliz navidad mi querida familia-. Dijo Flor de María llorosa tras darnos un beso de despedida y abandonar la casa. 

Me costaba creer que doña Meche, señora buena y tolerante, que solía visitarnos a escondidas de su marido para charlar con nosotros y jugar un rato con sus nietos, se hubiera muerto. Mi querida suegra, a la que a veces, dejándome llevar por la emoción, le decía con cariño “mami”, se marchaba de este mundo sin darme tiempo a devolverle los inmensos favores que me hizo. Gracias a ella conseguí mi primera cita con Flor de María, logré alquilar un piso en el centro de Lima para vivir con mi familia y pude afrontar los peores momentos, cuando su hija y yo pasábamos las de Caín y no teníamos ni para comer. Ella, que fue siempre mi ángel de la guarda, se merecía el cielo y mucho más.Y en agradecimiento a todo lo que ella hizo por mi familia, compré una hermosa corona de flores e hice grabar en ésta la inscripción: “Jamás te olvidaremos, madre querida. Vivirás en nuestro corazón siempre”.

En el sepelio de mi suegra, al que toda mi familia asistió, había mucha gente y apenas se podía caminar. A mi lado iba Flor de María vestida de luto pero con el rostro sereno; y por detrás venían nuestros hijos portando en manos algunos ramos de flores. Durante el entierro mi suegro exageró la nota con sus llantos plañideros. Incluso tuvieron que sujetarlo porque quería que lo metieran en el nicho junto con su mujer fallecida. Pero esta actitud y sus lágrimas eran fingidas, porque tras el entierro se las agarró con su hija diciéndole que era una perversa desconsiderada que había defraudado a su familia. Yo alcancé a oír al viejo regañón cuando le decía a Flor de María: “No te mereces recibir ninguna herencia.” Y ella, enfadada, le respondió: “¡Basta ya de decir tonterías! ¡Déjeme en paz!”. Y dejó allí a su padre plantado hablando solo. 

Días después del entierro de mi suegra, Flor de María me pidió que la acompañara al despacho del notario encargado de la lectura del testamento dejado por su extinta ascendiente. Allí se encontró con su padre, quien al verla la saludó con una sonrisa cínica, aunque ella no correspondió al saludo. El hombre de leyes comenzó a leer el testamento a las partes interesadas. Flor de María oyó con gesto serio la relación de bienes que su difunta madre le había dejado. Y, al término de la lectura sobre la voluntad de la testadora, mi mujer se acercó al notario con aire decidido y le dijo:

Quiero ceder a mi padre la parte del inmueble que me corresponde como heredera legítima. Que él se quede con toda la casa. La necesitará para la vejez solitaria que le aguarda. Certifique señor y firmaré.

Don Fausto se quedó mirando a su hija con asombro. Y sólo atinó a decirle:"Gracias, hijita".Tras el protocolo correspondiente, Flor de María se despidió fríamente de su progenitor que todavía seguía mirándola con incredulidad. Le dijo “buenas tardes” al profesional, y buscó mi mano para salir juntos de la oficina. De regreso a Perú Nuevo, ella me dijo con voz pausada:

Que me perdone mi madre desde el cielo. Soy incapaz de disputarle la posesión de un bien material al hombre que a pesar de ser ruin y despiadado es mi padre.

– ¿Que sientes por tu padre? –le pregunté

Lo único que siento por él es compasión–. Y añadió suspirando: ¡Qué feliz me siento de volver a casa, a reintegrarme con mi familia, a mi trabajo municipal, a mi verdadera vida!