LA CAÍDA

LA CAÍDA

LA CAÍDA

Se sorprendió una noche, al retornar a casa después del trabajo. Su hija le decía llorando que estaba sola y sentía miedo. Amaru la tranquilizó asegurándole que su madre había ido de compras y pronto volvería. Preparó una comida ligera y cenó con ella. Después de acostarla se puso a dar vueltas por las habitaciones pensando en Ñusta. ¿Dónde se habrá metido? De pronto, en la mesita adjunta  a la cama matrimonial, descubrió una nota, que empezó a leer con avidez: “Amaru, cuando leas esto yo estaré lejos. Me voy porque no puedo soportar más la vida que llevamos. Tú sin trabajo fijo y vendiendo cosas por el mercado para ganar algo de dinero mientras yo me desespero en casa esperando a recibir lo que puedas darme para los gastos. No es así como quiero vivir. Tal vez me apresuré al casarme contigo. La vida es dura lo sé. Yo te agradezco el esfuerzo por darnos a mí y a tu hija lo básico para vivir. Pero ya basta. Me toca trabajar a mí, pero no lo haré en nuestro país donde hay pocas posibilidades de progreso. Me voy a España, gracias a la ayuda de una amiga. No quise hablarte de mi viaje porque sé que no estarías de acuerdo. Perdóname, no creo que podamos estar juntos otra vez. Sé que te hago daño y tal vez no me perdones. Sólo te pido por favor que cuides de Intia. Pensaba llevármela conmigo pero es aún pequeña y está estudiando. Yo volveré por mi hija, no sé cuando pero volveré…Por última vez te digo: adiós amor.”

Sentía como si un puñal frío atravesara su corazón. Se limpió las lágrimas que habían humedecido su rostro No podía dar crédito a lo que había leído. Aunque tras la impresión, rompió la carta enfurecido: “¡No puede ser! ¡Ñusta cómo me haces esto!”

Sus gritos despertaron a Intia que vino a preguntarle asustada: “¿papito qué te pasa?” Al verla tan tierna e indefensa, la abrazó y besó con cariño. “Nada, hijita”, Y la acompañó hasta su cama. Luego se dirigió a su cuarto. Sentía una infinita pena en el corazón. Y lloró amargamente por haber fracasado como marido.

Al paso de los días, extrañaba la voz, la atención, la dulce sonrisa de Ñusta. Las últimas palabras de su texto: “Adiós amor”, resonaban en su alma de modo inconsolable. Se había marchado para siempre dejándolo huérfano de amor junto a una niña de doce años que aún necesitaba los cuidados de su madre. La realidad era dura; ahora debía hacer de padre y madre de su hija, estar pendiente de que no le faltase la comida, la ropa, los zapatos, ni la educación necesaria; tendría que atenderla hasta que aprendiera a valerse por sí misma. La tarea era difícil pero estaba dispuesto a asumirla con responsabilidad.

La noticia de la desaparición de la vecina Ñusta Páucar se propagó por los pasillos y pequeños departamentos de La Virreina. Los vecinos, de pronto solidarios, intentaban reanimar al marido abandonado invitándole cervezas y piqueos entre una palabrería amigable. Algunas vecinas, como Olga, le proponían cuidar de la niña.

Amaru agradeció el gesto amable de la comunidad vecinal, pero no aceptó ninguna ayuda. Sólo les pidió que respetaran su situación y lo dejasen tranquilo con su hija. En realidad le molestaba verse rodeado de gente interesada en meterse en su vida privada.

Su vida sufrió un cambio radical. De feliz marido, empeñoso comerciante y perspicaz dirigente político,  pasó a convertirse en triste padre de familia, desganado vendedor de zapatos y apático militante político, situación agravada por sus escasos recursos económicos que le impedía satisfacer a su querida hija, que cada día crecía más y le pedía con insistencia una torta de tres pisos para su próximo cumpleaños, un vestido así de bonito como el que usaba su amiga Petra, y una enciclopedia ilustrada de la Historia de la Literatura tan grande como la que tenía la hija del director de su escuela, entre otras cosas que más le parecían antojos de niña mimada.

Sentía rabia e impotencia al no poder cumplir con los pedidos de su hija. Con lo poco que ganaba como revendedor de chancletas, sólo le alcanzaba para la comida y otros gastos necesarios para el mantenimiento del hogar. Ya no le quedaba dinero, ni para cubrir la renta del piso y menos para el pago de los recibos de agua y luz, cuyos importes se elevaban cada día. Entonces, una de esas noches en que la pena y la angustia lo atacaban hasta el punto de ponerle enfermo, volvió a disfrazarse de tunante y salió del piso.

Venía por el pasillo del vecindario, con su afligido rostro semioculto bajo su sombrero de paisano, dando pasos cansinos y destilando un aire tristón, cuando oyó por detrás el saludo de su mejor amiga y vecina. Se quedó parado, dubitativo, aunque pronto reaccionó devolviéndole educadamente el saludo. “Compañero, ¿se encuentra bien?”, le preguntó Olga mirándole con extrañeza. Amaru no le respondió, imposibilitado por el hondo pesar que en ese momento embargaba su alma; sólo le dijo contrito: “Hágame un favor, doña Olga. Si algo malo llega a sucederme, le ruego que tienda una mano a mi hija.”

– ¿Por qué vecino, siendo usted un hombre joven todavía con una niña preciosa que lo necesita, está pensando que pueda sucederle algo malo?–, le preguntó Olga sorprendida.

–Se lo digo por si acaso, vecina –respondió con una frase ahogada.

Y tras decirle “hasta luego” volvió el cuerpo y se perdió escaleras abajo con dirección a la salida de la finca.

Andaba por la orilla de una acera  limeña, con el paso lento y misterioso de un fraile medieval. Su pequeña y gruesa figura, envuelta por las luces de algún vehículo, se proyectaba sobre los muros de alguna casona convertida en sombra fantasmal. Ésta torció por el jirón Puno y siguió avanzando, sin hacer caso del ladrido vehemente de un perro vago, ni del llanto agudo de un niño que se aferraba a la falda de su madre al verlo pasar, ni de los cuchicheos de aquellas personas con las que se cruzaba en el camino.

Al dar la vuelta por una oscura y solitaria callejuela, sintió una tenue picazón en las amígdalas. Tragó saliva y, por prevención contra la gripe, se ajustó al cuello la vieja bufanda  y se abrochó el abrigo. Pasos adelante, junto a una carretilla cuyo encargado expendía al público bebidas calientes, se detuvo. Hizo su pedido, sin dejar de observar los gestos y movimientos del emolientero: el material que utilizaba, el modo en que preparaba los brebajes, como lo hacía para cobrar y devolver el cambio a su clientela.

Luego, mientras sorbía su emoliente, dando soplidos y cambiando de mano el vaso caliente para no quemarse la lengua ni los dedos, estudiaba el desarrollo global del pequeño negocio. Al terminar su bebida, miró su viejo reloj y precisó que en diez minutos, tiempo que él permanecía allí, unas treinta personas se habían detenido a consumir el preparado. Hizo cálculos, y supuso que la venta total del emolientero sería unos quinientos soles. Y de este total, deduciendo el coste de las hierbas y ramas insignificantes que utilizaba el hombre, dedujo que su ganancia sería más de la mitad de lo invertido.

– ¡Unos trescientos soles en un cuarto de hora! –exclamó, encandilado.

Era un negocio más rentable que la reventa de zapatos. Y, para poner en práctica la idea que iluminaba su mente, volvió sus pasos a La Virreina. Se deslizó por la enmarañada planta baja del edificio con la obsesión de hallar algún  carrito de mano. Inspeccionaba  los rincones taponados por pequeñas montañas de muebles y objetos en desuso. Por suerte, al remover una ruma de sacos llenos de artefactos inservibles, descubrió una carretilla sin puertas ni ruedas aunque aún conservaba sus pequeños cajones interiores. La arrastró hacia el centro del patio, dejando en el trayecto un río de cucarachas.

Estaba contento con su hallazgo. Sólo faltaba hallar las puertas y las patas de la carretilla para hacerla útil. Volvió a zambullirse en el muladar de cosas viejas, buscando con ahínco repuestos para su móvil. Pero un vecino vino a encararle por la nube de polvo levantada en el interior del edificio. Se disculpó con él, y, tras el inconveniente, consideró que no debía perder tiempo y trabajar con lo que tenía a la mano. Así, con la carretilla a cuestas subió a su apartamento, buscó su serrucho, dos trozos de madera vieja, un puñado de clavos y se las ingenió para fabricarse las pequeñas puertas que requería su vehículo.

Pensaba en el modo de dar movilidad a su carretilla. Salió de casa pensativo y en el pasillo se cruzó con una pandilla de adolescentes, que eran los hijos de los vecinos de la finca. Tuvo una idea y se acercó al grupo para comentarle su búsqueda. El cabecilla del grupo, yéndose al grano, le dijo que ellos podían “al toque” conseguirle las ruedas adecuadas para su vehículo. Amaru sonrió al imaginar lo que harían aquellos mocosos para ganarse el dinero. Y llegó a un acuerdo con quien tenía su palabra empeñada. “Ahorita vuelvo”, dijo el chico y desapareció seguido de los otros.

Volvió a casa, buscó su valiosa pieza  y la empujó hasta la puerta que da al pasillo. Luego, mientras la pintaba con entusiasmo de un color claro, reaparecieron los mozalbetes. “Plata en mano, encargo en mano”, le dijo el joven con el que había tomado el acuerdo, y en seguida le alcanzó una bolsa plástica conteniendo cuatro ruedas usadas. Amaru las examinó una a una con sumo cuidado. Y, al convencerse de que le servían para su cometido, sacó del bolsillo el dinero estipulado de antemano y se lo dio al mozuelo.

Más tarde, tras comprobar que su carretilla estaba lista, cogió el saco negro que por las mañanas le servía para transportar zapatos y se encaminó hacia la añeja y desordenada Parada de la avenida Aviación, donde encontró a un comerciante que vendía al por mayor y a buen precio todo tipo de hierbas. Con suerte, realizó la compra de varios kilos de boldo, berro, linaza y limones. Luego, con el saco repleto de mercadería sobre el hombro, salió del mercado y a la volada abordó un microbús con dirección al centro de Lima. Sin desprenderse de su carga, se ubicó en el asiento trasero del vehículo.

Sus ojos, desengañados por la dura realidad de la vida, captaban perspectivas de la poblada ciudad sudamericana; mientras, de su memoria surgían, cual ráfagas de viento, pasajes de su primera etapa de vendedor ambulante, cuando él subía y bajaba de los microbuses ofreciendo sus barras de chocolate a los pasajeros. En aquel tiempo era joven y fuerte y soñaba con ser alguien importante en la sociedad. En parte sí lo había conseguido, con su cargo de regidor municipal; pero luego, por su desmedida ambición política, lo había perdido casi todo: tiempo, dinero y la oportunidad de brindar mayor apoyo a su familia.

Volvió a imaginarse subido en su triciclo, buscando ofertas para su negocio de manzanas entre los quioscos del Mercado Mayorista. “Aquella etapa de mi vida fue buena”, lo reconoció. ¿Cuánto dinero le había permitido ganar su viejo trípode? Pensó que había sido una cantidad incalculable. Aunque luego, muy a pesar suyo había tenido que venderlo aún por debajo del precio de compra. Lo vendió por necesidad de contar con un efectivo para invertir en un lote de botines. “¿Qué será de mi proveedor de zapatos, el amigo Amaranto? –pensó–. ¿Habrá quebrado su negocio?”

Estaba adormilado en el  asiento de un microbús que salía de la ancha parada de Tacora Motors. Por precaución, sujetaba con los brazos su saco de hierbas que significaba la materia prima de su nuevo negocio. Rememoró con nostalgia su feliz etapa de regidor del Comercio Ambulatorio de Lima. En su despacho había tenido a mano todo lo necesario para su gestión administrativa: teléfonos, computadoras, faxes, y además una atenta secretaria que le auxiliaba en sus gestiones. Era una autoridad municipal y solía vestir finos trajes, usar relojes de marca y perfumar su rostro con agua de colonia francesa. Su respetable cargo político le permitía codearse con empresarios locales de cuyas relaciones obtenía, solapadamente, utilidades materiales, lo que le permitía mejorar la economía de su hogar. Gracias a aquellos ingresos extraordinarios había mejorado la alimentación de su familia, adquirido zapatos de marca  y selectos vestidos en las céntricas tiendas limeñas. En aquella época de prosperidad se compró su automóvil  para facilitar la movilidad de su familia, aunque luego le serviría más para sus correrías políticas.

Hoy, por desgracia, la bonanza económica no existía en su vida. Y, como un nostálgico Fray Luis, suspiraba por el tiempo pasado que había sido mejor. ¡Qué pronta y vertiginosa había sido su caída! Desde un envidiable puesto de regidor municipal, se había desplomado, él mismo lo subrayó: “hasta la anónima y mal vista ocupación de vendedor ambulante”. Antaño valoraba más el Comercio Ambulante que había sido su bendita fuente de trabajo que le permitía llevarse el pan a la boca.

En la actualidad, tras rodar por la pirámide social y volver al punto de partida, le costaba aceptar su condición de envejecido comerciante callejero, el verse reconvertido en pobre diablo, después de haber sido un hombre respetable, de haber gozado de estabilidad económica y poseído rango social, de haber sentido el éxito personal, se había precipitado sin quererlo hacia la muerte política, la inestabilidad económica, el abandono social y la pobreza. Sus labios, por instinto, despidieron una interrogante: “¿la vida es un sueño?”. Segismundo le hubiera dicho que Calderón de la Barca, por boca suya, se hacía esta pregunta hace siglos.

Suspiró una congoja al ver que la imagen de Ñusta reverberaba nítidamente de la acristalada ventanilla del vehículo. Estaba allí sentada, con su largo y moreno pelo rizado, mantenía en su precioso rostro la sensualidad de sus labios y aquella dulce sonrisa que le cautivaba. Pero, no entendía por qué ella en vez de obsequiarle su mirada de princesa se empeñaba en atender al pasajero que viajaba al lado suyo. ¿Cómo era posible? Su corazón latía deprisa y, sin poder contenerse más, abandonó su asiento llevando en las manos su costal con hierbas. Dio unos pasos dentro del bus, hasta situarse delante de quien, pronto, con un horrible fruncimiento de cejas le devolvió la mirada.

Asustado meneó la cabeza y tiró el cuerpo hacia atrás, logrando así sacudirse de la alucinación. Esto le sucedía a menudo, en la casa o por la calle; solía ver a  Ñusta en la fisonomía de otras mujeres, y sin poder explicarse el motivo. En fin, pensaba que estas cosas no eran más que el producto de su imaginación. Cuadras adelante, abandonó el microbús en el que viajaba y, con su mercadería a cuestas, se perdió entre la multitud de gente que inundaba las calles céntricas de Lima.

Más tarde, por una bocacalle próxima a la avenida Abancay, reapareció Amaru, con su estrafalaria indumentaria: sombrero de labrador de parcela, gafas negras que le daban un aire de detective, un grueso poncho de alpaca, chancletas de jebe de colores distintos y una bufanda envuelta en el cuello. Venía empujando su carretilla comercial entre la gente que pululaba por la céntrica zona. Se estacionó junto a una tienda de ropa, abrió la portezuela de su carrito y extrajo un par de encorbados cucharones, una docena de vasos de diversos tamaños y otros enseres útiles para su cometido. En seguida prendió fuego a su pequeña cocina y mientras calentaba el agua introdujo en la olla un atado de hojas de boldo, berro, linaza y otras hierbas. Tapó la olla y esperó a que hirviera el agua hasta que ésta adquirió el color y la espesura sustancial de las hierbas y luego ayudándose de un vaso y el cucharón preparó su menjurje cuya muestra expuso al público en el minúsculo mostrador de su carreta.

– ¡Emoliente!

Arrimado a la carretilla ofrecía su producto a los transeúntes que pasaban por la acera.

– ¡Emoliente!

Volvía a pregonar, con su aspecto de hombre trasnochado. Adjunta a su carretilla, blanca y humeante, reposaba un balde de aluminio con el agua necesaria para enjuagar los vasos y un par de botellas grandes conteniendo jarabes colorados. Como no había clientes que atender, se puso a frotar con las manos la bufanda haraposa que llevaba enroscada al cuello. A ratos alargaba la mirada hacia los viejos libros, la ropa usada y el sinnúmero de artículos de segunda mano que ofrecían al público los otros vendedores ambulantes posesionados en la céntrica avenida.

– ¡Maletas, casero! ¡Calzones, señora! ¡Ricas papayas!… –se oía por doquier a lo largo de la vereda.

A la vista de un cliente, dejó su distracción y apuró el fuego de la pequeña cocina instalada en el interior de su carretilla. Pasados unos minutos, destapó el recipiente de donde sobresalían humeantes hojas de berro y linaza, y valiéndose de un cucharón de plástico extrajo el líquido recalentado y lo vertió en un vaso que había separado de antemano. En seguida añadió en éste unas gotas de limón e hizo la mezcla, devolviéndola al cucharón y de aquí otra vez al vaso principal, que finalmente alcanzó al parroquiano que lo había solicitado.

Amaru notaba que su negocio mejoraba conforme caía la noche. Y, además, como él sabía que en la brevedad del tiempo empleado estribaba la ganancia, atendía con movimientos acelerados a los numerosos transeúntes que hacían un alto junto a su pequeña carretilla a fin de calentarse la garganta afectada por la fría temperatura invernal.

De pronto, la tanda de parroquianos, que sorbían con lentitud su ración de emoliente caliente mientras charlaban entre sí de temas diversos, centró su atención en una linda jovencita vestida de colegiala, que había llegado hasta el vendedor de emoliente haciéndole mimos y obsequiándole tiernas sonrisas.

–Papi –decía ella–. Con el dinero que me diste anoche para el diario he comprado leche, carne, y este libro bonito. Míralo, ¿te gusta?–. Y le mostraba algunas hojas abiertas de un libro de poesía

–Sí, Intia –carraspeó Amaru–. Pero niña, ¿cuántas veces debo decírtelo? Deja de leer esas fábulas y aplícate en las enseñanzas del colegio. Estas historias no tienen importancia, no se aplican en la vida diaria. Reflexiona sobre lo que te digo, hija. Bueno, ahora échame una mano. Coge ese balde –se lo indicó con el dedo–, llévatelo al lavadero de la esquina, arrojas allí el agua sucia, vuelves a llenar el balde con agua limpia y me lo traes. Vamos niña, que tengo trabajo.

Amaru no vio alejarse de allí a su hija, porque estaba demasiado concentrado en su negocio; estaba trabajando para ganarse el pan para su hogar, cuando, de pronto, alcanzó a percibir que una especie de fuego pavoroso lo sacudía de pies a cabeza elevándolo por los aires de un modo indescriptible. Sentía luego que volaba lejos, muy lejos, apartándose de su hija, de su mundo y de sus sueños, y que finalmente, su cuerpo y su alma cansados de viajar, echaban a reposar en un lugar frío y extraño donde reinaba el silencio y la más profunda noche. Nuestro modesto vendedor de emolientes, y algunos clientes que estaban parados junto a su carretilla, nunca llegarían a saber a ciencia cierta lo que les sucedió aquella noche.