Cinco nadadores, de distintos países, se lanzaron al agua, en competencia internacional. A media piscina, uno de ellos dejó de mover los brazos, hundió la cabeza y desapareció de la vista de todo el mundo. El juez de la competición hizo sonar su silbato confundiendo a los otros que dejaron de nadar para dirigirse hacia donde señalaba el árbitro, un punto dentro el agua por el que luego desaparecieron todos.
El primer nadador se había introducido por una abertura visible en una de las paredes de la alberca, atravesó una alargada tubería y desembocó en otra piscina de aguas cristalinas por cuya superficie emergió respirando con dificultad. Era una cueva subterránea. Notó que el nivel del agua no lo cubría cuando pisaba el fondo y podía mover el cuerpo.
Los otros buceadores aparecieron junto a él mirando sorprendidos aquel espacio cercado por agua y tierra en el que podían moverse y respirar el poco aire que se filtraba por minúsculas aberturas provenientes del exterior.
Pegado al techo de la cueva, un nadador notó un objeto brillante, se estiró y lo palpó. ¡Una pepita de oro! exclamó, en español, e intentó desprenderlo sin éxito. Otro bañista lo empujó para hacer lo mismo. Y, pronto, todos pugnaban por apoderarse de la ansiada presa zarandeándose e insultándose en diferentes idiomas. Enloquecidos por la codicia, se olvidaron de que eran deportistas en contienda.
En eso, un temblor y las paredes de la cueva crujieron dejando caer pequeños escombros. Ellos dejaron de pelear y buscaron el camino de regreso. En la entrada al pequeño tubo, felizmente, tomaron el acuerdo de salir uno tras otro, para no obstaculizarse y perecer sepultados en la derruida cueva.
Los nadadores reaparecieron en la piscina olímpica ante el asombro de los espectadores. Buscaron sus bandas y retomaron sus brazadas, aunque con un sentido de compañerismo se esperaron unos a otros y todos al mismo tiempo llegaron a la meta. Y, finalmente, ninguno ganó la pepita ni la medalla de oro disputada.