LA JOYA DEL PUEBLO

 

LA JOYA DEL PUEBLO

 

LA JOYA DEL PUEBLO

 

¡Un hallazgo sensacional!…

Una mañana nos despertamos sobresaltados con la noticia de que un vecino había encontrado en su corral nada menos que una mazorca de maíz de oro.

"Estaba picando la tierra por la parte destechada de mi lote -dijo el vecino- con la idea de hacer brotar agua del subsuelo y así tener suficiente líquido para consumir con mi familia. Pero a medida que el agujero se hacía más profundo temía que hubiera un derrumbe y fuera aplastado por aquellas piedras gigantescas que sobresalían de las entrañas de la tierra. Pero como yo estaba obsesionado en hallar una vena de agua vencí el miedo y seguí cavando en el pozo. Todo sucedió de pronto. Al asestar un picotazo en la pared de la cavidad subterránea mi herramienta de excavar produjo un desprendimiento de tierra y piedras que felizmente no llegó a hacerme daño.  Aunque el temblor que remeció la cueva me asustó y decidí salir del pozo. Y, justo cuando me ataba al cuerpo la cuerda para volver a la superficie, noté una luz reflectante proveniente de una grieta formada por el último derrumbe. Sorprendido me acerqué a aquella fluorescencia y me topé con una piedra de metal ¡era preciosa!…”

El testimonio del vecino Candelario Canchis encandiló a  nuestro poblacho que relacionó su descubrimiento con la leyenda –transmitida oralmente a través de generaciones– de que por debajo de Perú Nuevo pasaba un túnel largísimo que unía las plazas mayores del Cuzco y Cajamarca. Se creía que en este laberinto subterráneo los incas habían escondido sus cetros, máscaras y vasijas de oro para evitar que cayeran en las manos avariciosas de los conquistadores españoles. Se creía también –según la tradición– que de este entierro valioso los lacayos del imperio incaico habían sacado el oro y la plata que llenó  los “cuartos del rescate” pedidos por el jefe extranjero Pizarro a cambio de la libertad de Atahualpa, último monarca del Tahuantinsuyu.

“Es el camino evidente –decían voces lujuriosas– que lleva a donde las estatuas doradas de los emperadores incas yacen enterrados en medio de cántaros, escudillas y planchas de oro de muchos quilates de peso.”

En seguida, tres timberos –que decían ser también buenos huaqueros–, con la ilusión de arrancarle algunos ladrillos de oro a los ricos muros subterráneos se adentraron en el socavón. Una hora después volvieron a salir con sus cuerpos magullados y sin una sola lámina del áureo metal. Dijeron: “Hemos visto un templo más grande que la Coricancha. Pero no pudimos hurtarle nada al monumento sagrado porque se nos apareció una cabra andando en dos patas y con un enorme trinche cuya punta devastadora acercó a nosotros amenazándonos de muerte.  Ustedes no pueden llevarse nada, nos dijo la cabra, no tienen el consentimiento de los espíritus que custodian las tumbas sagradas de lo monarcas incas.”

El pueblo entero, sin ánimo de seguir oyendo disparates censuró al trío de cuentistas tachándolos de huaqueros chiflados.

Sucedió al día siguiente del sensacional hallazgo: un diario de circulación nacional publicaba en su portada: “Los restos de una milenaria cultura han sido hallados en un arrabal de las afueras de Lima.” Esta noticia, vino a ocasionar un aluvión incesante de gente foránea en las calles de nuestra barriada. Muchos venían con cámaras fotográficas para hacerse un recuerdo o fotografiar aquel hoyo que la populachería insinuaba ya como “el pasadizo secreto que conduce al más valioso tesoro de la tierra.”

– ¡Es un patrimonio que pertenece a toda la nación! –alegó un curioso bien vestido.

Nos quedamos desconcertados cuando gente extraña y sin escrúpulos desalojó las cosas de la corraliza del vecino descubridor del cereal de oro, cercó el terreno con una gruesa alambrada metálica y pegó un cartel en la parte alta con el aviso: “Propiedad del Instituto de Culturas Pre-colombinas”

– ¡No respetan la propiedad privada! ¡Nadie les da derecho a apoderarse de un terreno que ya está habitado! –protestamos airados.

Enfurecidos, nos precipitamos, todos a una, contra la áspera cubierta metálica colocada allí por aquella gente y en un tris la destruimos sin piedad. El cartelito inscrito sucumbió bajo los pisotones de los dueños de casa que en forma decidida volvimos a poner las cosas en su sitio. El gallinero del desahuciado volvió a lucir sus jaulas con estiércol de aves y cuyes. Y, de otro lado, para que todo el mundo supiera a quién pertenecía este lote, al borde del pozo que va hacia el tesoro de los incas plantamos un estandarte con letras góticas: “Casa de la Cultura de Perú Nuevo”

Se armó un litigio cuando el grupo de foráneos intentó retomar lo que llamaban “joya de la nación” valiéndose de una autorización firmada por un diputado. Pero nosotros, rebeldes a toda ley coactiva, los rechazamos con dureza: “¡Fuera los funcionarios que solo vienen cuando hay tesoros y nunca cuando el pueblo se está muriendo de hambre!”

Ante el fracaso de sus gestiones aquella minoría de gente selecta salió en busca del apoyo de las fuerzas policiales. De inmediato, y en previsión a lo que pudiera suceder, retiramos del corral del vecino el estandarte que habíamos plantado, tapamos la entrada al  túnel encantado con piedras, arena y tierra y nos refugiamos en nuestras casas. Y más tarde, cuando ellos volvieron a nuestra riada, acompañados de policías, los pocos villanotes que transitaban por las desérticas calles decían a los indagantes que no sabían nada, ni en donde estaba el oro de los incas ni en donde el cubil agujereado.

“¡Estaba aquí! ¡Lo podemos jurar!..” Los delegados de aquel ente institucional se miraban incrédulos ante la mirada impaciente de los gendarmes. Luego, como en el ambiente reinaba la tranquilidad, los uniformados optaron por retirarse dejando allí plantados a los sorprendidos funcionarios.

 Entonces volvimos a salir de nuestros escondites empuñando lanzas y cachiporras y dirigiéndonos a ellos con amenazas los hicimos huir asustados. Y no volvieron  a aparecerse más por Perú Nuevo.

El opulento orificio de donde había sido exhumada la aurífera espiga fue reabierto a la comunidad con el beneplácito de quienes estábamos decididos a explotar al máximo nuestros recursos naturales. A petición de la plebe, el órgano directivo comunal aprobó en asamblea la propuesta de estatuir en nuestra campa la Casa de la Cultura.

En el mismo local, y por iniciativa de un estudiante de arqueología, se implementó a la ligera un pequeño Museo donde, sobre unas cuantas mesas y repisas, destacaba algún bonito huaco de la cultura Chavín, retazos de un manto de la cultura Paracas, dos antiquísimos tumis, y por cierto, metida en una caja de vidrio –sobre un tablero ubicado al centro de la poco iluminada habitación– resplandecía orgullosa la desenterrada mazorca de oro. El guía del Museo, que además hacía labor de vigilancia, era el mismo que venía estudiando para investigar y clasificar las huellas de civilizaciones primigenias que antaño existieron en nuestra linda tierra.

En la Casa de la Cultura otros jóvenes estudiantes empezaron a dictar conferencias; hablaron sobre la vida de Julio C. Tello descubridor de la Cultura Paracas, de María Reiche, investigadora de las líneas de Nazca, de Florentino Ameghino paleontólogo que ubicaba el origen del hombre americano en las pampas autóctonas de América.

La fiebre de la Cultura invadió nuestra comarca. Otro grupo de jóvenes entusiastas, aunados en su recién bautizado Club Cultural, pidió permiso a los responsables de la Casa de la Cultura para montar allí una Biblioteca. Presentaron en formatos de papel blanco las líneas visuales de la planta a construir que incluía una sala destinada al servicio de lectura, un compartimiento adjunto para la hemeroteca, y otro para la sección de depósitos de texto y archivos generales.

Los directores de la Casa de la Cultura vieron con agrado el proyecto y lo aprobaron. Y, entonces, los bisoños del Club, provistos de instrumentos de albañilería, abrieron pequeñas zanjas en el suelo y allí plantaron con un relleno de piedras y tierra las tablas de tripley cortadas de antemano.

Hechas las paredes de la Biblioteca, los ingeniosos trajeron más tablas y demostrando ser buenos carpinteros confeccionaron varias estanterías, mesas, y bancos. Luego, haciendo suya la frase: “Jóvenes a la obra, viejos a la tumba”, salieron a tocar las puertas de la gente de los barrios limeños con una humilde entonación: “Pedimos un librito que ayudará a sacar de la ignorancia a nuestro pueblo.”

Durante la recogida de libros, campaña denominada: “Un libro vale tanto como un pan”, la Asociación de Escritores y otras entidades de prestigio obsequiaron a la Biblioteca Gonzáles Prada –nombre que le pusieron los mozuelos motivados por aquella sugestiva frase del escritor–, obras literarias de todo tipo cuyo contenido iba a enriquecer el espíritu de nuestros poco ilustrados moradores.

Gente de todas las edades atiborró la Biblioteca Popular, para deleitarse con las lecturas de aquellos libros.

–La cultura es la joya del pueblo –dijo un desgarbado estudiante de literatura que se encontraba en la Biblioteca. –Y añadió: Y cualquiera de nosotros si se lo propone podría llegar a ser un hombre culto, un filósofo o un escritor de prestigio.

–Imposible –dijo una vecina–. Somos pobres. Y para estudiar hay que tener dinero.

–Nada es imposible –replicó el estudiante letrado–. La pobreza no es impedimento para el vital fortalecimiento de la inteligencia. Grandes hombres lograron encender la chispa de sus ingenios allí donde solo tenían lo mínimo para vivir. Ellos supieron vencer la adversidad y con la fuerza de sus ingenios se elevaron hasta la cima de esa cordillera intelectual donde moran los llamados “Príncipes del Pensamiento Humano”

Los oyentes nos mirábamos pensativos, procurando entender las palabras de quien, motivado para seguir hablándonos, se puso de pie y ante nuestra expectación recitó un poema rural del poeta César Vallejo que le valió nuestra ovación.

Los vecinos quedábamos así convencidos de que la cultura era la joya más valiosa que ostentaba nuestro pueblo