OLGA
OLGA
“¡Lleva casera, verdura fresca!” Así pregonaba la moza placera, desde su asiento de madera apegado al tablero comercial, mientras con el afilado cuchillo de faena convertía un amarillento trozo de zapallo en numerosas tajadas pequeñas. De cuando en cuando se ponía de pie y con manos prestas recogía de la tabla de cortar los montoncitos de zapallo picado y los dejaba caer en el hule del muestrario junto a otras porciones de coliflor, repollo, nabo, rodajas de tomate, choclos, zanahorias, ramitas de culantro, apio, perejil, entre otras hierbas y verduras preparadas para la venta del día.
“¡Zapallo rico, mamita!” El anuncio de la verdulera, aunque era potente, se perdía entre los gritos desaforados de cientos de mercaderes apostados a su alrededor, los chirridos agudos producidos por las ruedas de enormes carretas ambulantes al ser arrastradas sobre el pavimento, los insoportables cláxones de vehículos detenidos en ambos lados de la calzada, cuya congestión se incrementaba aún más con las interminables columnas de triciclos, carretillas, toldos paracaídas, tableros móviles y las riadas de gente pululante que iba y venía empujándose sin cesar y produciendo otros mil sonidos indescifrables en aquel mercado callejero enclavado en el corazón de la otrora coronada Ciudad de los Reyes.
Varias mujeres que llevaban en las manos bolsas y canastas de compra hicieron alto junto a los bordes raídos de aquel tablero cuadrado que sostenían dos recortadas vallas de madera y se pusieron a escoger, con rigor de amas de casa, los más atractivos paquetes de verdura de entre los muchos que la vendedora les iba mostrando con redoblado afán mientras roncaba: “¡Acá todo es bueno y barato! ¡No me llamo Olga si no ofrezco lo mejor a mi clientela!”. Una matrona del grupo le insinuó con zalamería: “Lo sabemos. Por eso venimos directamente a tu puesto. A ver, me llevo tres bolsitas de verdura. Cóbrate, casera.” Otra mujer le dijo: “Yo me llevo dos bolsitas, y mi amiga se lleva una. Aquí tienes el dinero de las dos.” La afanosa alargaba las manos con rapidez para capturar el billete y las monedas que le enseñaban las damas. Con vivos colores en el rostro, que reflejaban una profunda satisfacción interior, se hacía la señal de la cruz cada vez que iba a guardar el efectivo de su venta en el bolsillo del delantal. Luego, mientras devolvía el respectivo cambio monetario, obsequiaba sonrisas amables a sus clientes a la vez que les agradecía por su compra.
Cuando no había clientes que atender, Olga volvía a sumirse en la preparación de su mercadería. Ella, a pesar de sus greñas, su blusa raída, sus sandalias en mal estado, no dejaba de ser una mujer atractiva. En su rostro joven y carnoso destacaban, en nítido contraste, los delicados rasgos hispánicos y el recio perfil de la raza incaica, lo que constituía en realidad la única herencia recibida de sus antepasados; sus ojos, de color verde claro, eran sombreados por delgadas pestañas rizadas; su nariz aguileña, se imponía en el blanco tostado de su cutis. Su cuerpo, más bien grueso, aunque proporcionado al talle, desde la angulosa frente hasta la última curva de sus vigorosas piernas. Físicamente era una genuina representante de las mujeres oriundas de la región de Cajamarca.
En cuanto a su carácter, diremos que éste había cambiado en los últimos tiempos. Aquella pasiva ingenuidad traída del campo había desaparecido de su persona; a consecuencia del inevitable proceso de adaptación al nuevo ámbito social había adquirido ya la viveza y picardía criolla que emana de la gente limeña. Era una mujer rápida en ideas, comunicativa, aventada para el baile y las fiestas públicas; estas cualidades la volvían apta para el trabajo manual, para lanzar sonoros carajos a los policías municipales y para echarse un huaynito con algún cholo bailarín de su tierra.
Ella se tomaba la vida con humor e ironía irradiando vitalidad por todos los poros de su piel. Aunque a veces echaba de menos a los seres con los que había compartido los mejores años de su vida. Sentía una profunda nostalgia por sus padres. Pero luego, al justificar los motivos que la impulsaron a abandonar su terruño, ahuyentaba de su ser este sentimiento. No había podido soportar más esa vida solitaria y triste que sentía transcurrir allá en la desolada provincia. Tampoco quiso aceptar nunca y mucho menos convivir con la maldita pobreza que castigaba los campos cajamarquinos. De los surcos sinuosos de la chacra de sus queridos padres ya no afloraban como antaño los hermosos frutales, ni los sabrosos tubérculos, ni las otras plantas con gran valor alimenticio. La tierra que antes era fértil y productiva se había convertido en un reseco páramo, debido a la falta de agua necesaria para el cultivo y a la carencia de recursos económicos que a menudo les hacía postergar la compra de abonos, productos químicos de fumigación y otros materiales indispensables para la producción agrícola. La última siembra terminó por desaparecer también a causa de la aridez extrema del terruño, las terribles plagas de insectos y del saqueo cometido contra la parcela familiar por bandas de indios macilentos que invadieron la región buscando comida. Por desgracia, en los últimos años, la hambruna y la falta de recursos indispensables para la subsistencia de las familias empujaban a varias generaciones de provincianos, sobre todo a jóvenes de ambos sexos, a abandonar sus tierras y trasladarse a las grandes ciudades en busca de un mejor porvenir.
Olga precisamente había salido de su pueblo un día cualquiera, llevando por equipaje sólo la ropa puesta, unos cuantos soles en el bolsillo y un mundo de ilusiones en la cabeza. Había llegado a Lima después de un largo y fatigoso viaje en ómnibus aunque con muchas ganas de trabajar y hacer dinero para asegurarse el futuro. Desde un principio, sin embargo, sus fantasías de migrante andina se estrellaron contra la dureza de la vida en la gran ciudad. Tuvo que afrontar dificultades económicas por falta de trabajo, e incluso se vio obligada a pedir dinero prestado a su familia. Pero luego había hallado una salida a su crisis monetaria como vendedora de productos caseros en una paradita callejera. Y ahora, justamente, ella se encontraba en su quiosco vociferando:
– ¡Hierbas para el caldo, patrona!
Un mozo alto y fortachón, que vendía papayas bajo un toldo extendido a pocos metros de su quiosco, vino hacia ella ensayando pasitos y ademanes de torero. El gracioso, con el pretexto de un cambio en monedas de un billete de cien soles, se quedó mirándola con insolente expresión de galán de telenovela. “Oye, guapa –le dijo, susurrante–: ¿Cuándo salimos juntos?”Olga reaccionó, gruñendo al que la asediaba:
– ¡Zafa, cholo! De esas mujeres que tú buscas, las hay de sobra por la calle. A mí no me engatusas.
En realidad, aquel fornido varón que se movía por su delante de modo insinuante, le atraía sobremanera, aunque ella pensaba que debía soterrar las apariencias, no darle a entender que le gustaba. Por eso, cuando presa del aturdimiento advertía que él, dejando a un lado su negocio, venía a fastidiarla, lo rechazaba de plano. Creía que así lo estaba castigando, por dárselas de seductor fanfarrón y engreído galán a quien las mujeres no podían resistírsele. No pretendía darle ninguna oportunidad, a pesar de la sensación de placer que sentía en el cuerpo cada vez que lo veía. Y sucedió más tarde, cuando intentaba atar un cabo del toldo de su parada que se había levantado sobre el techo comercial debido al fuerte viento; notaba que él llegaba solícito para ayudarla en su tarea. No sabía cómo reaccionar ante la presencia del oportuno caballero; se limitaba a repetirle que no debía de molestarse. Pero el terco se quedó allí, echándole una mano en el arreglo del toldo y a la vez encendidas proposiciones. Luego, mientras le daba las gracias por el servicio prestado, sintió la mano del hombre, fuerte y peluda, que se pegaba a la suya transmitiéndole un no sé qué eléctrico que apuraba los latidos de su corazón. Entonces, una melodía celestial inflamó su pecho, y no pudo evitar exhalar un suspiro de amor. Sí, ahora lo veía mejor: era un bello Apolo, y sinceramente deseaba comérselo a besos. Olga, sumida en el trance del amor, respondía que sí y sí a todo lo que él le proponía.
–Oiga, casera, ¿me puede dar un kilo de cebollas?
La proximidad de alguien, con voz apremiante, la sacó de aquella situación romántica devolviéndola a la realidad. Su galán se marchó, y ella se dispuso a pesar el kilo de cebollas pedido por la clienta; mientras tanto, revivía aquel dulce instante sin dejar de suspirar y de mirar al joven de enfrente, cuya invitación para ir al cine había aceptado encantada aunque no sabía todavía qué película irían a ver. Para salir de las dudas, cuando la clienta se marchó, dejó su parada al cuidado de una colega vecina y se fue a verlo a su tienda de papayas.
Él estaba ocupado, pesando en su balanza una pieza grande y madura por delante de una mujer que le hacía ojitos y le hablaba con melosidad. Olga, lejos de ponerse celosa, se puso a fisgonear por el interior de la parada comercial del hombre que la pretendía. En el suelo había un marañal de redes de pesca resguardando numerosas papayas de lomos colorados, y por arriba una torre de cajas de madera conteniendo otras tantas papayas de cáscaras verdosas; cerca de esta desordenada reserva había una vianda, una radio portátil y una pequeña bolsa plástica repleta de monedas y billetes, que al parecer era el producto efectivo de las ventas del papayero.
Cuando lo vio desocupado, contuvo el aliento y se aproximó a él, con la cara puesta de perfil, haciéndose la tonta. Al volver a encontrar su mirada varonil, tembló de pies a cabeza y no se atrevió a preguntarle nada. El hombre le dijo: “qué buena estás” y le guiñó un ojo con coquetería. Olga creía que en cualquier momento los fortísimos latidos de su corazón despegarían su cuerpo de la tierra y lo harían volar por los aires. Le oyó decir que el próximo domingo por la tarde irían al cine a ver la película “Kamasutra”, y que después de la función la llevaría a pasear por los mejores parques de Lima. Como ella lo miraba con ojos fascinados, apenas entendió cuando él le dijo que para evitar las habladurías de la gente se abstuvieran de andar juntos por los pasillos del mercado. “Será mejor que nos veamos a solas en lugares alejados”, le susurró al oído su galanteador, a lo que a ella accedió con gusto. Después de charlar buen rato con él, retornó a su parada.
– ¡Compra mi tomate, madrecita!…
Sobre las dos de la tarde, volvió a decirle a su vecina del costado derecho, una vendedora de tamales ya entrada en años aunque poseedora de una indeleble sonrisa, que le mirara su quiosco esta vez porque se iba a almorzar. Su amiga accedió, como siempre, de buena gana. Olga se levantó el pelo con la mano, lo enrolló en forma de moño y avanzó hacia el pasillo. Venía sonriente, moviendo el cuerpo con alegría y de cuando en cuando sonrojándose al oír los picantes piropos que desde varios ángulos del jirón le lanzaban los comerciantes palomillas. Llegó hasta una deforme carretilla, estacionada en plena esquina callejera, alrededor de la cual un grupo de conocidos negociantes, que por causa del trabajo no podían desplazarse a sus casas, comían sentados en grupos de a tres en pequeñas sillas, o en grupos de a diez en bancas de menos de dos metros de largo, sino recostados en las carpas y tableros de los quioscos adyacentes. Sus ojos claros repasaron los garabatos pintados en un negro e informe letrero que colgaba del techo del chiringuito: “Menú de hoy: sancochado de carne con verduras, lomo saltado y un vaso de chicha morada. Precio: tres soles”.
Percibía el olor agradable de la comida, los platos grandes bien servidos y la atención rápida y amable de las encargadas del negocio. Decidió pedir el menú a su casera, una mujer menuda de pelo blanco que estaba trajinando al fondo del quiosco. Se la veía meter los cucharones encorvados en las enormes ollas, de donde volvía a sacarlos con atractivas porciones de arroz blanco, carne picada revuelta con papas y cebolla o bien con la espesa sopa que enseguida servía en los platos puestos a su alcance por una muchacha que parecía ser su hija, la cual los llevaba luego a los clientes que arremolinados en torno al mesón callejero desde hacía rato los aguardaban con impaciencia.
De pronto, mientras cada cual comía, sin conocer al vecino de al lado, en el restaurante de los agachados, se oían los gritos histéricos de una mujer. Los comensales levantaron la cabeza y se quedaron mirándola embobados, algunos con los tenedores metidos en sus bocas entreabiertas, otros con las cucharas llenas de sancochado suspendidas junto a sus narices, y otros con los cuchillos de la mesa empuñados en sus manos nerviosas. En cambio, Olga dejó su plato en la carretilla y se puso de pie para intervenir en el asunto. Sucedía que a una conocida vendedora del jirón le habían robado el producto efectivo de sus ventas del día, dinero que según ella había mantenido guardado dentro el cajón de su tablero. De inmediato, la moza de mejillas coloradas, de tronco cuadrado y piernas robustas, llamando a voces a la policía echó a correr cuadra arriba entre la gente y los quioscos que conformaban aquel mercado callejero. Al minuto reapareció, apurando a un pachorrudo guardia civil.
El público se aglomeró alrededor de ellos y de la comerciante afectada. “¡Oiga, jefe! –dijo Olga al uniformado–. ¡A esta vendedora minorista acaban de sustraerle cinco mil soles de su quiosco! ¡Y usted, encargado de mantener el orden en esta plaza, aún no se ha enterado!”
En su defensa, el hombre del kepí alegó que él no había sido destacado allí para hacer de policía privado de los vendedores ambulantes sino para vigilar el orden público e informar a sus superiores sobre asuntos de suma importancia. Recalcó sin tapujos que de ningún modo estaba obligado a vigilar el desorden y los pleitos que a menudo armaban entre sí los comerciantes de la citada arteria. “¡Además a esta hora ya no estoy de servicio!”, protestó mirando el reloj que lucía en la mano derecha. Y añadió: “Yo me retiro señores. ¡Buenos días!”
Mientras el policía abandonaba el lugar, entre las pifias y silbatinas del público, la arrebatada verdulera azuzaba al grupo de pequeños comerciantes del jirón: “¿Qué estamos esperando? ¡Vayamos todos en busca del ladrón!”. Hubo un ruidoso desbande de gente placera en diversas direcciones. Todos se fueron de la plaza, menos la angustiada víctima del robo y la eufórica que había despertado los ánimos del colectivo; ésta le estaba proponiendo a la otra que volvieran al puesto donde se produjo el robo para una reconstrucción ficticia de los hechos.
En eso, por algún lado de la plaza, se oían voces: “¡Aquí tengo al pericote! ¡Lo he capturado!” Todo el mundo corría hacia el punto donde un compañero, joven y corpulento, tenía cogido del cogote a un zambo de talle bajo y cuerpo esmirriado. A la nativa de la región de Cajamarca se le agilizó el órgano vital cuando vio que el héroe popular era nada menos que su inconfesable amor. Le sonrió con ternura, antes de preguntarle con cierta curiosidad: “¿Y cómo sabes que éste es el ratero?”. A lo que el hombretón, respondió con forzada seriedad: “Me lo dijo un vendedor de pajaritos, que vio cuando este pillo cometía su delito.”
Olga encaró al zambo con voz autoritaria: “¿Dónde está la plata que has robado?”. El chico respondió asustado: “Yo no la tengo. Se lo juro por mi santa madre” Una cachetada, metida con fuerza en el rostro del supuesto ladrón por la mano de quien lo interrogaba, resonó en el ambiente. A una misma respuesta de una idéntica pregunta, otro guantazo; y así hasta la quinta vez. Y cuando ya un hilo de sangre caía de la nariz del castigado, se le oyó decir: “La plata la tiene un compadre mío”“¿Dónde está tu compadre?”
Olga había levantado la mano y amenazaba con volver a estrellarla en la quijada de quien, ante el temor de quedarse sin sangre en la cara, bajó la mirada y confesó que su compadre vivía en el jirón Paruro. Ante la evidencia, la súper juez verdulera llamó a un par de comerciantes jóvenes y los convenció para que acompañaran al héroe de los comerciantes, que se marchaba ya de allí a paso apurado y tirando de las orejas al delincuente y en dirección a donde éste le iba señalando con el dedo. Por detrás del grupo de colegas machos desapareció también la llorosa víctima del robo.
Olga oyó el consejo de la anciana expendedora de comida, que estaba rascando los últimos granos de arroz pegados en la olla, y volvió a ocupar su sitio en la banca callejera. Se respiraba tranquilidad en el ambiente, y ella podía aprovechar la comida que había dejado abandonada al estallar aquel lío. Pero, justo cuando asentaba su almuerzo con un vaso de chicha morada, agradable refresco que venía incluido en el menú, vio reaparecer a su adorado, alto, guapo y con porte de campeón de pesas, en medio de la diminuta placera desplumada y del par de compañeros comerciantes. Se levantó de la banca, sorprendida de no ver al bribón junto a ellos.
La propia agraviada, sin dejar de mostrarle sus dientes amarillos y su talega con el dinero recuperado, le explicó que ella había pedido al héroe de la jornada que pusiera en libertad al ratero, puesto que habiendo recuperado su billete pensó que ya no era necesario tenerlo capturado. Además había sentido pena por el pobre chico, al que había aconsejado como a un hijo que no volviera a meterse en problemas. “¡Vaya historia!”; exclamó Olga, forzando una sonrisa. “Pero si el caco debió haber terminado en la cárcel, ¿no le parece? En fin, ¡qué vamos a hacer!”
Finalizada la comedia, la moza vivaracha entró en charla animada con su apuesto pretendiente. Algunos comerciantes, que retornaban ya hacia sus puestos de trabajo, se volvían para observarla cuando prodigaba sus encantos al engreído Rambo ambulante. Cogida de la mano de éste, Olga prefirió alejarse del remolino de chismosos que no se cansaban de mirarlos y de murmurar algo entre dientes. De vuelta en su quiosco, se despidió de él con dos besos volados y una sonrisa romántica. Pronto retomó su quehacer cotidiano, y además su inédito canturreo:
– ¡Repollito para el saltado, reina! ¡Los más grandes y bonitos del mercado!…