LA VIDA NO ES UN SUEÑO
La colegiala de rostro perfilado, dejó sus libros en el asiento de tres patas, que usaba su padre cuando las piernas no podían sostenerlo de pie, cogió el cubo con agua maloliente y echó a caminar, calle arriba, con su delgado cuerpo inclinado a causa del peso del recipiente.
LA VIDA NO ES UN SUEÑO
La colegiala de rostro perfilado, dejó sus libros en el asiento de tres patas, que usaba su padre cuando las piernas no podían sostenerlo de pie, cogió el cubo con agua maloliente y echó a caminar, calle arriba, con su delgado cuerpo inclinado a causa del peso del recipiente.
Junto al lavadero de uno de esos grifos de reliquia que aún se ven en el casco antiguo de Lima, detuvo su forzada marcha. Arrojó las lavazas en el lavadero y tras acomodar el cubo bajo el corto y delgado cuello de la cañería presionó la llave y se quedó observando, pensativamente, la caída del vital líquido en el recipiente plástico.
De pronto, una potente explosión la estremeció de pies a cabeza. Asustada, abandonó su tarea. Se preguntaba: “¿Qué habrá ocurrido?” “¡Una bomba terrorista!”, decía la gente, alejándose a la carrera del lugar de donde había provenido la explosión. “¡Papá!”, exclamó, presa de un maligno presentimiento. Echó a correr, hacia el punto donde ella había dejado a su progenitor. Y al llegar allí, un cuadro horrible se presentó a sus ojos: tirado boca arriba en medio de la calzada, con su cuerpo partido en pedazos, yacía el autor de sus días.
Afectada por el dolor, se arrodilló junto al cadáver. Empezó a lanzar gritos lastimeros: “¡Papi, ¿qué te ha pasado? Papi, no me abandones por favor! ¡Mírame, soy tu niña bonita! ¡Papi abre tus ojos y escúchame!… Prendida del tronco horriblemente destrozado de su padre, Intia lloraba de modo inconsolable.
La gente curiosa, agolpada en el lugar, dirigía gestos de conmiseración hacia quien ahora sentía que todo daba vueltas a su alrededor e iba perdiendo el conocimiento real de las cosas. Alcanzó a ver a dos hombres –que en realidad eran un policía y un bombero, componentes de los escuadrones de socorro y vigilancia que habían llegado al lugar–, que a la fuerza la hicieron desprenderse del ser que más quería en la vida. Y luego ya no pudo percatarse de las cosas que ocurrían en el mundo exterior; se desvaneció por completo en los brazos de sus socorristas.
La salvaje acción terrorista, que la policía achacaba a los maoístas de Sendero Luminoso, enlutaba a tres familias de comerciantes ambulantes. La opinión pública en general, incluyendo al presidente de la República, repudiaba el acto criminal. Los periódicos manifestaban en sus editoriales que estos individuos, fanáticos de una supuesta revolución armada que decía venir del campo a la ciudad, estaban asesinando a gente inocente del pueblo. Por su parte, la unión sindical de trabajadores, incluyendo a los gremios donde estuvieron afiliados los occisos, manifestaban su total indignación ante el hecho. El amargo dolor por la pérdida de sus compañeros, unido al sentimiento de rechazo rotundo a la barbarie, empujaba a los trabajadores a expresarse en un mitin callejero.
Veinticuatro horas después del alevoso atentado, las carretas de los pequeños comerciantes, cuya zona usual de trabajo comprendía el contorno del Mercado Central, las veredas de la avenida Abancay, el Parque Universitario y sus proximidades, se notaban cerradas, muchas de ellas envueltas por gruesas sogas y sus portezuelas aseguradas con enormes candados. Así, atadas como momias y rodeadas por un tétrico silencio, reflejaban la tragedia que hundía en tristeza común a sus dueños, que formando grupos y luciendo cintas negras pegadas en algún punto de la camisa, se dirigían al jirón donde ya se oía el murmullo de la multitud.
En la esquina formada por el jirón Azángaro y la avenida Nicolás de Piérola, cerca a la centenaria casona de la Universidad de San Marcos, se alzaba un tabladillo, improvisado a última hora por los organizadores, en donde un cura de cuerpo rechoncho oficiaba la misa en voz alta sumiendo a sus oyentes en solemne actitud religiosa. Se oía oraciones por el eterno descanso de los compañeros cuyos cadáveres reposaban en los féretros que sostenían varios caballetes de madera ubicados al pie de la tarima central.
Al término de la misa de cuerpo presente, subió al estrado el presidente de una Federación de Trabajadores Ambulantes, que inició su discurso resaltando el trabajo gremial de Amaru Huamaní, uno de los occisos, que fue fundador de esta organización. Destacó también la noble y honrada labor de los otros muertos, a quienes recordó con una muestra de tristeza y admiración. Adujo luego, con verbo convincente, que por desgracia los trabajadores ambulantes se habían convertido en carne de cañón tanto para los alcaldes sin espíritu social como para las hordas terroristas. Después amplió su visión sobre la violencia política que vivía el país, y dijo: "El terrorismo está sembrando de muertos nuestros campos y ciudades. Vivimos con miedo, en medio de una situación sangrienta. Hasta ahora más de cincuenta mil peruanos han muerto entre los fuegos cruzados de las huestes de Sendero Luminoso y las fuerzas de seguridad del Estado. Tanto los unos como los otros están cometiendo ejecuciones sumarias, ataques indiscriminados contra personas inocentes, tortura y desaparición de poblaciones enteras sobre todo en la Sierra. El espíritu de nuestro pueblo está siendo perturbado por los actos de barbarie y de sangre que, por desgracia, el actual Gobierno fujimorista propicia con su política de tortura y de parcialidad en la administración de justicia. El mundo entero debe saber que estamos avergonzados por los genocidios monstruosos que ocurren en nuestro país. Nosotros esperamos que se haga justicia, y los responsables de las matanzas contra gente inocente, paguen sus culpas en la cárcel conforme a la ley."
El dirigente terminó su discurso haciendo un clamoroso llamado a la unidad de todos los trabajadores ambulantes, a fin de conformar un oportuno Frente de Defensa contra el terrorismo. Su intervención oral, recibió una larga ovación por parte del compungido auditorio. Tras él, otros líderes gremiales hicieron uso de la palabra.
Hacia las cuatro de la tarde, la considerable asistencia al acto público, que ocupaba varias calles del casco antiguo de Lima, dio inicio a su desplazamiento con dirección al cementerio El Angel. Adelante, entre un río de gente, ofrendas florales y pancartas con lemas de rechazo al terrorismo político, destacaba la figura de una dirigente de Vendedores Ambulantes, la carismática Pitufa, que venía supervisando el avance de la muchedumbre. Por detrás de este grupo, y en hombros de las cuadrillas de voluntarios, venían los ataúdes con los restos de quienes eran considerados ya mártires del movimiento social de los trabajadores ambulantes.
Destrozada por completo, Intia caminaba apoyándose en el brazo de su vecina, doña Olga, mientras el hijo de ésta, Chanan, vestido de luto y cabizbajo, iba por detrás de ambas recogiendo las lágrimas de su amor platónico. El largo cordón de manifestantes avanzaba en silencio y a paso de tortuga, llamando la atención del público que se detenía en las aceras para verlos pasar.
A la altura del jirón Paruro con la avenida Nicolás de Piérola, sin embargo, y cuando nadie lo esperaba, un tropel de policías armados les cerró el paso. De inmediato, un grupo de dirigentes buscaron al jefe de los gendarmes para explicarle que no estaban realizando una marcha política sino una romería pacífica al cementerio. Tras un breve y moderado diálogo entre ambas partes, el capitán uniformado, mostrándose razonable, ordenó a sus súbditos despejar la vía por donde ellos circulaban. Luego, en completo orden, los manifestantes se alejaron del grupo policial.
Salvadas las contingencias que implica una prolongada movilización por las calles, el grueso de manifestantes hizo por fin su ingreso en el mencionado campo santo. Por los pasillos, junto a los enjalbegados pabellones donde reposaban los muertos, la concurrencia se apretujaba para presenciar el triple entierro. No faltaban los discursos fúnebres de algunos asistentes, ni los llantos y desmayos de los parientes de los desaparecidos, mientras se procedía a introducir los ataúdes en los sombríos nichos. Intia, por su parte, se llenó de coraje en el instante doloroso en que su padre desaparecía para siempre de su vista; consiguió no desmayarse gracias al brazo de su vecina Olga en el que se apoyaba.
Horas después, cuando la noche cubría ya con su negro crespón las tumbas del cementerio, una especie de sombra fantasmal se acercó a una de las lápidas entrecubiertas con frescos ramos de flores. Al breve asomo de la luna, destacó en la penumbra el rostro pálido de Intia. Tras dar el último adiós a su viejo querido, la muchacha abandonó la residencia de los difuntos, rodeada por una densa tiniebla.
En las noches siguientes a la muerte de su padre, Intia no podía conciliar el sueño. En la inmensidad del silencio nocturno lo sentía andar por la casa. Una noche saltó de su cama porque le vio cruzar la habitación con dirección a la sala. En medio de la penumbra lo buscó con ansiedad para abrazarlo y decirle que le quería. Pero no lo encontró por ningún lado. Se estremeció al recordar que su padre ya no pertenecía al mundo de los vivos, por lo tanto había tenido una alucinación. “O será su almita que viene a visitarme”, dijo suspirando. Volvió a su cama pero continuó sin poder dormirse; le parecía que su padre iba a llegar a casa en cualquier momento y ella debía estar despierta para prepararle la cena. Todavía no se acostumbraba a vivir sin su presencia. Su padre lo había sido todo para ella, y lo echaba de menos a cada instante.
Estaba sumida en el más absoluto de los desamparos. Su difunto padre, aparte del recuerdo que le ocasionaba una infinita tristeza, no le había dejado en herencia más que la valiosa biblioteca casera. El pequeño piso que ocupaba en La Virreina era de alquiler y su pago estaba atrasado en varios meses, por eso ella debía ponerse al día pronto si no quería verse arrojada a la calle por el dueño del edificio. Este señor, que a decir de los vecinos tenía un carácter agrio, solía aparecerse por allí el último día del mes, a fin de cobrar la renta a sus inquilinos.
Y, de la pena pasó a la preocupación. Sin dinero para comprar los productos necesarios para el hogar, y menos aún para pagar el alquiler del piso, se ponía nerviosa. ¿Qué iba a ser de su vida? Sentía miedo, y además vergüenza de tener que dar la cara al rentista. Por este motivo, cuando le vio tocar las puertas de los vecinos, echó a correr escaleras abajo. Iba a abandonar el edificio, pero lo pensó mejor. Dio media vuelta y, dispuesta a afrontar la realidad con valentía, subió las escaleras del vecindario.
Venía por el pasillo, exagerando sus aires de niña apenada. El cobrador, que además de malgeniado tenía fama de viejo verde, se quedó mirándola con lascivia. Intia quiso pasar por su delante sin hablarle y haciéndose la que no le veía. Pero el viejo confianzudo tras cogerla ligeramente del brazo la detuvo y, con gesto paternal, la abrazó diciéndole que era un tardío pésame por la muerte de su ascendiente y que deseaba hablarle, pero en un lugar privado, sobre las nuevas condiciones de pago de la renta del piso.
Se quedó helada de espanto, sin saber qué hacer: ¿aceptaba la propuesta del señor, o echaba a correr hacia la calle? En ese instante de titubeo, la más vieja y conocida de sus vecinas asomó el rostro por la puerta de su buhardilla familiar y encaró al propietario:
-¡Oiga, señor! Esta chiquilla afronta una difícil situación económica desde la muerte de su padre. No le exija que pague ahora toda su deuda. Déle un plazo, al menos un par de semanas, ya que nuestro vecindario va a realizar una colecta de dinero para ayudarla a sanear la renta del piso que ocupa
-Este asunto no le compete, señora.
El propietario, con muestras de enfado, le dijo a la vecina que no debía preocuparse ya que Intia y él precisamente iban a hablar para llegar a un justo acuerdo y solucionar el asunto.
Pero la terca señora, conocedora de los vicios y las flaquezas del cobrador, le advirtió con rotundidad que la niña no estaba sola ni desamparada, que todos los vecinos de la quinta se hacían responsables de su suerte.
– ¿Ha entendido usted?- Le preguntó al hombre con una voz tremebunda.
Intia observaba a la señora Olga con sumo respeto y admiración. Suponía que así de recia con los poderosos y a la vez solidaria con la gente desvalida habría sido su madre, a la que recordaba con cariño desde el día que Dios la recogió, cuando ella solo tenía siete años; mantenía viva la imágen materna en su corazón. En cambio, al escudriñar el rostro pervertido de don Áspero, cuando gesticulaba y se mordía los labios de rabia por la intromisión de su vieja inquilina, sentía un incontenible deseo de vomitar. Por fin, el rentista, desarmado por las palabras de la vieja defensora de los pobres, giró el cuerpo y se alejó por el pasillo llevándose consigo su manojo de recibos y sus bajas intenciones personales.
–Gracias, vecina –dijo, respirando con tranquilidad–. No sé cómo pagarle.
–Hija, no tienes que hacerlo. Te conozco desde que gateabas por el suelo. Has crecido en este vecindario jugando con mis hijos. Tu padre que en paz descanse era un buen hombre.
–El pobre se esforzaba trabajando de día y de noche para que yo pudiera estudiar. Quería verme convertida en empresaria –musitó apenada.
–La vida no es un sueño, muchacha, es una realidad. Te daré un aconsejo: si algún día decides dedicarte a la venta ambulante, no sientas temor ni vergüenza. Es un recurso que siempre saca del apuro a los pobres, al menos nos da para la comida. Por otro lado, hija, no te preocupes por la renta de tu piso. Los vecinos te ayudaremos a pagarla.
Intia rompió en sollozos. Olga, conmovida, le tendió los brazos de modo maternal, tal como lo hubiera hecho para consolar a su propia hija.
Los días siguientes, la comunidad de vecinos de La Virreina, incluyendo a los vendedores mayoristas de ropa y de zapatos, a los otros que afrontaban la vida revendiendo géneros nuevos o usados en las diversas paradas limeñas, y a las vecinas mujeres que desempeñaban diversos oficios diarios a la par de su labor de amas de casa, contribuyó con una moneda o un billete en favor de la joven necesitada. El total recaudado fue puesto en las manos de quien volvió a llorar de emoción ya que no se esperaba tal generosidad de sus vecinos. Ella pensaba que no se lo merecía, pero como lo necesitaba sobre todo para pagarle a don Äspero la renta pendiente del piso donde vivía, aceptó el dinero y agradeció a todos por el humanitario gesto.
Poco a poco, Intia fue sacudiéndose del exceso de morriña que consumía su ser y la enclaustraba en su departamento. Hasta que una tarde lluviosa, mientras se pegaba un baño de agua fría, decidió afrontar la vida con valentía. Para empezar, optó por dejar a un lado la ancha blusa blanca, la falda gris y las zapatillas de colegiala aniñada y las reemplazó por un largo vestido floreado –la única prenda heredada de su madre que había desempolvado tras sacarlo del armario– y un par de sandalias de taco bajo adecuadas para ir de paseo. Una vez cambiada de indumentaria, se alisó el pelo moreno, cogió el viejo maletín que usaba su padre cuando salía de viaje y abandonó el piso.
Por el pasillo, no obstante su precaución, se topó con la vecina Olga. “No me digas que te vas de marcha de campaña, hija”, le dijo ésta, con tono burlón.
–Algo parecido es lo que haré, doña. Pienso que es hora de valerme por mí misma. Por eso, a la par de mis estudios voy a dedicarme a trabajar.
–Dios te ayude, criatura. Yo sé que llegarás lejos. Eres una chica inteligente. Te pareces a mi Pitufa, una joven fuerte y decidida. Ah, cuánto quisiera que mi Chanan tuviera también ideas en la cabeza. A mi pobre hijo he tenido que obligarle a ponerse a trabajar, ya que no quiere estudiar nada. El cabezón está dejando pasar su juventud sin proyectarse al futuro. Yo estoy cansada de aconsejarle, pero no me hace caso. En fin, qué puedo hacer. Ay, yo quisiera que él tuviera la suerte de encontrar a una mujer buena que lo ayude a salir adelante.
–La encontrará, seguramente –dijo Intia–. Es un buen chico.
Tras despedirse de su amable vecina, aligeró las piernas hacia su objetivo. Sin despegar de la mano su ajado maletín, iba de quiosco en quiosco examinando con atención la sarta de golosinas que expendían al por mayor y menor los vendedores ambulantes del jirón Andahuaylas. Se fijaba en los menudos caramelos con figuras de animales, las galletas cuadradas de vainilla, los chocolates rellenos con cacahuetes y pasas, en las golosinas que suponía eran las preferidas de los niños, los colegiales y las personas adultas. Y decidió invertir su dinero en la compra de un lote surtido de esta mercadería. Mientras pagaba al vendedor la cantidad estipulada por la suma de diez gruesas bolsas de caramelos, ocho cajas de galletas y otras seis de chocolates, pensaba que lo mejor sería poner su mercadería en un muestrario conveniente que llamara la atención del público. Por ello, una vez cerrada su compra, inició la búsqueda de algo adecuado para poder exhibir y a la vez transportar su mercancía.
Se detuvo por debajo de un racimo de canastas de varios modelos y colores; las examinó una por una, con el mayor cuidado, hasta que al fin, señaló una de regular tamaño que parecía hecha de junco. El vendedor, valiéndose de un palo largo y delgado, descolgó del techo de su parada la canasta indicada y se la mostró a quién, tras un gesto afirmativo, aceptó la oferta y pagó al comerciante el precio estipulado por el producto. Intia, con su carga en la mano, dio unos pasos cortos y nerviosos hacia la vereda, y allí, sin importarle en absoluto la mirada de los curiosos, arañó, mordió y finalmente rompió con los dedos las gruesas bolsas cuyo contenido, dejó caer dentro de su canasta exhibidora. En seguida, removió y extendió con pulso tembloroso las livianas golosinas. “Listo”, suspiró, antes de marcharse del lugar con su flamante negocio asido del brazo.
La Lima antigua cambiaba rápidamente de fisonomía. Hacia ambos lados de las veredas que vienen del Parque Universitario, de las Plazas Dos de Mayo, Italia, Acho y otras plazas, pasando por las ya congestionadas veredas de las avenidas Tacna, Emancipación, Grau, Nicolás de Piérola y otras situadas en aquella zona, miles de vendedores ambulantes montaban con prontitud sus tiendas de campaña. A fin de asegurarse el pedazo de acera que les serviría como área de trabajo durante las próximas fiestas, lo demarcaban con cal viva, tiza blanca, o pintura de todos los colores. Además de esto, algunos intrépidos alargaban sus paradas hacia la calzada saturada de vehículos, poniendo en peligro su propia seguridad y la de sus clientes.
A la evidencia de los quioscos ambulantes se sumaba la avalancha imparable de millares de peatones que iban y venían por las copadas arterias empujándose entre sí sin poder evitarlo. Muchos transeúntes, al no hallar un sólo metro de vereda transitable, caminaban por las peligrosas pistas de las avenidas, tropezando igualmente con otros grupos de gente que a la carrera perseguían a los microbuses cuyos conductores, saltándose el orden vial, los estacionaban junto a los semáforos, por detrás de los paraderos de otros microbuses, o por delante de otros tantos vehículos que igualmente circulaban de manera incorrecta. Este desorden en la calzada causaba la protesta de los chóferes de esas camionetas llamadas Combi que impacientes pegaban bocinazos tan ensordecedores como los continuos pitazos de los guardias de tránsito que, evidentemente, se veían incapaces de poder controlar semejante mare mágnum.
– ¡Caramelos de menta! ¡No empujen señores por favor!
Sosteniendo con fuerza su canasta comercial, que exhibía un revoltijo de golosinas en venta, Intia luchaba por salir de entre el río de gente que la asfixiaba. En su desesperación propinaba soberbios empellones a quienes en vez de comprarle sus manjares la zarandeaban sin cesar. Por fin, después de salvar la marea humana, ganó la bocacalle que da a la avenida Abancay y se encaminó con dirección al distrito del Rímac.
– ¡Galletas de vainilla!
En aquel barrio ribereño, poblado de mansiones barrosas con ventanales enrejados y balcones coloniales, que unas veces iban a perderse por la Alameda de los Descalzos y otras por las callecitas donde cientos de años atrás escondieron su amor el virrey Amat y la famosa Perricholi, veía un ambiente poco favorable para su pequeño comercio. Por ello, decidió volver por la senda del denominado Puente de los Recuerdos.
Sin despegar su canasta del brazo, caminaba airosa, derramando lisura al viento. Al llegar a la mitad del evocado puente, detuvo el ritmo de sus delgadas caderas para echar un vistazo allá abajo: el agua torrentosa del Río Hablador salpicaba por los aires tras estrellarse contra los peñascos. Con su mano libre apoyada en la baranda oxidada que parecía vibrar con el golpeteo retumbante de las aguas rimenses, contemplaba aquel valle rico en leyendas coloniales. En lo alto de la iglesia de Santo Domingo, un gallinazo dormía acurrucado con sus patas apoyadas en la gran cruz de madera. Al ras de las azoteas caseras del jirón Santa, una fila de banderas rojiblancas flameaban en concierto con aquellas otras ubicadas en las tolderas de los comerciantes del Campo Ferial Polvos Azules.
Más abajo, medio ocultos por la brisa del río se distinguían los rieles de un ferrocarril en cuya pista una serie de vagones ensartados, con sus plataformas repletas de materiales minerales, se deslizaba, como una larga serpiente, hacia el norte, hasta perderse entre los arbustos de la ribera. Intia sintió de pronto que una gota fría salpicada del río humedecía su sedosa piel canela. “Es tu caricia río hablador”. Sin desprender del brazo su cesto comercial, lanzó un suspiro esperanzador y luego se volvió dando por concluida su contemplación. Enrumbó con dirección a la Plaza de Armas.
– ¡Frunas de coco! ¡Bombones!
Venía caminando a través del largo pasadizo del jirón La Unión, que en víspera de Fiestas Patrias lucía completamente embanderado: desde las azoteas de los apretados edificios, las fachadas de las tiendas comerciales, cuyas vitrinas decoradas atraía la mirada de quienes buscaban artículos de lujo para obsequiar en la presente ocasión, hasta los techos derrengados de los quioscos de los vendedores ambulantes que ofrecían su mercadería a precio de ganga llamando la atención de mucha gente que andaba mirando artículos de bajo precio igualmente para regalar a sus familiares con motivo del 28 de Julio, día de aniversario de la Independencia nacional.
– ¡Señor, señora, lleve galletas para sus hijos!
Por detrás de unos payasos, que en medio de la marejada cívica y comercial divertían a los parroquianos para luego pedirles unas monedas, se oía la voz melodiosa de quien, siempre con su mercadería en la mano, venía escudriñando a posibles clientes. Al ver que nadie tenía interés en comprarle sus golosinas, reanudó su camino a través de la angosta calle.
– ¡Dulces de limón, señor!
Su anuncio, suave y femenino, se perdía entre los gritos escandalosos de los otros cientos de comerciantes que atiborraban aquel rincón restaurado de la vieja Lima. Por doquier, se oían anuncios: “¡Papa rellena caliente! ¡Polos de lavar y usar, señorita! ¡Jugo de papaya, caballero!…” Una vendedora de mazamorra, agobiada por el peso de su bebé dormido, inclinó el cuerpo y desató la faja que lo mantenía sujeto a su espalda; con sumo cuidado lo acostó sobre una colcha descolorida que de antemano ella había tendido en la vereda. Tras acomodar a su pequeñín envuelto en pañales, la mujer se enderezó por detrás de su carretilla y retomó el trabajo.
Se ubicó por delante de la puerta de la iglesia de Las Mercedes, punto que le parecía estratégico para desarrollar su negocio; así descolgó del brazo su canasta con la muestra de golosinas y la puso en la vereda, junto al escalón de entrada al templo. Al borde de la primera de estas gradas se sentó, a la espera de algún bendito cliente. Una hora después, desalentada por no haber vendido ni un solo alfeñique, recogió su mercadería y abandonó el lugar.
Intia, la colegiala estudiosa, que solía deleitarse leyendo las enciclopedias de Filosofía, Arte y Poesía que le había obsequiado su extinto padre, la doncella cuasi poetisa que se sabía de memoria las rimas de Bécquer, los versos metafísicos de Vallejo, los cantos telúricos de Neruda y los poemas de otros vates a quienes consideraba sus maestros aunque solamente los conociera por las fotos impresas en los libros, la misma jovencita de espíritu contemplativo que a veces trocaba las cosas del mundo real por las de su mundo imaginativo, a causa de un desgraciado azar del destino se había quedado huérfana de padres y, ahora precisamente, con el fin de ganarse el pan diario iba y venía por las caóticas calles limeñas ofreciendo a los peatones sus pequeñas golosinas:
– ¡Caramelos de fresa!…
Pasaban las horas, y sus faltriqueras permanecían vacías. No había vendido una sola pieza en todo el día. Por esta penosa realidad, su ánimo de adolescente, sin temple aún para afrontar la dura realidad de la vida, iba decayendo de a pocos, hasta devenir en malsana angustia. Sentía un dolor extraño, no sabía si en el alma o en el corazón. Un rictus de dolor que salió de su interior contrajo su bello rostro, y su cuerpo empezó a temblar a causa de una especie de miedo inexplicable; su mente, inmersa ya en aquel trance delirante, se pobló de imágenes aterradoras; se percibía a sí misma rodando por una pendiente enorme y oscura. El pánico invadía su ser, al creer que iba a estrellarse en el fondo de aquel abismo insondable.
Abrumada por los malos pensamientos, recostó su bella y frágil humanidad en una fría banca de la avenida Emancipación. Miró al cielo y, desde el fondo de la oscuridad en que su alma se encontraba, pidió ayuda a Dios para poder vencer, en estos momentos críticos de su vida, todos sus miedos, sus hambres, sus miserias. Y, entonces, de los más profundo de su ser emergió un suspiro de esperanza. Pensó que no debía dejarse arrastrar por las penas de este Valle de Lágrimas adonde ella nunca había pedido a nadie que la trajesen. Debía ser fuerte y luchar para ganarse el sustento cotidiano; debía redoblar sus esfuerzos para vencer la adversidad; y aún más debía sacrificarse para coger la senda del Arte y la Cultura, a que aspiraba con toda su alma.
En su intento por recobrar el ánimo, murmuró una plegaria: “Señor, acepto la cruz que me impones. Sólo te pido que me des humana resistencia y cordura”. En voz baja, repitió: “Cordura, despierta en mi alma, ven, ayúdame a llevar este tormento al santuario olvidado donde yacen los días felices que destruyó el destino. Cordura, esencia volátil, haz que mi destino adverso no destruya la luz frontal de mi sendero, dame voluntad y un espíritu de acero para vetar el desánimo que traiciona mis potencias. Voluntad, aparta de mí el miedo a no poder vencer la miseria gravitante que anonada mi entendimiento. Cordura, valor congénito. Voluntad.”
Luego, con expresión ausente en el rostro, abandonó la banca llevando consigo su pequeña mercadería y enrumbó con dirección desconocida. En el camino iba diciendo cosas extrañas, como una loca. ¿Hacia donde se dirigía? Nadie lo sabía. Era una desconocida para la gente con la que se cruzaba por las alargadas veredas limeñas. Despeinada y cara sucia, con la indumentaria raída y las sandalias rotas, daba pasitos por las calles de la urbe, deteniéndose a ratos para acomodar, con la misma ternura con que una madre arreglaría el gorro de su bebé, los paquetes de galletas, las bolsitas de caramelos y unidades envasadas de otras golosinas que, a pesar de estar resecas por el sol, ella mantenía aún en la canasta como su mejor muestra comercial.
Intia, o lo que quedaba de ella, llegó a la avenida Tacna y, tras corta espera en algún punto de la calzada se subió a un ómnibus de la línea que cubría la ruta de Lima a Chorrillos. En su estado de ofuscación mental, no podía percibir que algunas personas tras observarla con extrañeza preferían apartarse de su lado. Se acomodó, con aparente tranquilidad, en un asiento trasero del móvil, y, al cabo de media hora de viaje llegaba al lugar deseado. Bajó del ómnibus y con paso corto echó a caminar hacia un barranco cercano a la playa.
¿Qué pretendía hacer? ¿Acaso su alma atribulada le hacía creer que aquél era el mejor camino a seguir? Sufría, porque no podía soportar más el peso lacerante de la vida. Sufría, hasta el punto de llegar a pensar en evadirse de su humano dolor aunque fuera del modo más fácil y cobarde. Y en estos momentos cruciales, ella no culpaba a Dios por su suerte desgraciada, sino a la Sociedad violenta que había destruido su hogar, a la Sociedad infame llena de intereses económicos y políticos que ahora la estaba triturando como a un gusano.
Intia, sin despegar de las manos la ovalada canasta comercial, se acercaba al precipicio con la firme resolución de una suicida. Al fondo del paisaje, en la lontananza azul, una medalla púrpura se perdía engullida por el mar infinito, mientras cielo arriba un gráfico flotante aparecía y desaparecía por entre ahumadas nubes. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, casi cadavérico a causa de los últimos ayunos. De aquel espejo vaporado reverberaba con nitidez la imagen de su querido padre esperándola con los brazos abiertos