LIBERTAD PARA VIVIRLA CONTIGO

LIBERTAD PARA VIVIRLA CONTIGO 

LIBERTAD PARA VIVIRLA CONTIGO 

Dura y penosa era la estancia en prisión para un devoto paladín de la libertad y la justicia como Ollanta. Sufría lo indecible, entre aquellos muros asfixiantes, sin aire ni luz. Sentía que su espíritu dejaba la robustez alcanzada durante sus enardecidas luchas al lado de hombres de su misma condición social y se debilitaba hasta el punto de hacerle tener miedo a la vida, a no poder sobrevivir a la adversidad, un miedo a todo muy semejante al que sentía cuando era un jovencito huérfano de padres.

Intentaba ser fuerte, mientras experimentaba en carne propia ese terror que siempre había sentido por el presidio. A veces le parecía que la esencia de su vida, esa fuerza que le había impelido a mirar alto, a trazarse ideales, se precipitaba, como el agua desde lo alto de una cascada, hacia un mar vacío e infinito y él no podía evitarlo. Un día llegó a sentir que no podía más, que se ahogaba en la cárcel y que de un momento a otro iba a morir. El rostro de su madre, ser querido que ya no estaba en este mundo, pasó ante él mirándole con lástima. Le sobrevino, entonces, un malestar extraño: la fiebre se acumuló en su frente, el ritmo de su pulso se aceleró y su cuerpo fue atacado por unos espasmos incontrolables. Desesperado se llevó las manos a la cabeza, como si quisiera contener el intenso dolor interior que perturbaba su capacidad de raciocinio y dominaba enteramente su cuerpo. Ollanta dio unos pasos dentro su celda y, tras girar un par de veces en redondo, cayó al suelo envuelto por aquella especie de agitación violenta que suele acometer a los pájaros moribundos.

Sus compañeros de cuadra lo encontraron tirado junto a la cama, con fiebre y delirando. Lo levantaron del suelo y lo llevaron a la enfermería. El médico le dijo que no estaba enfermo que sólo había sufrido un desmayo. Y allí,  felizmente, tuvo una pronta recuperación. Ollanta decidió entonces realizar algún trabajo manual para evitar caer otra vez en las garras de la angustia y la desesperación. Y decidió también buscar a Dios. Buscó a Dios y lo encontró rápidamente: en la esperanza de un nuevo día, en la ilusión del amor hacia Olga, en la confianza de que aún podía ser útil a sus semejantes; encontró a Dios en todas partes, y se sintió mejor.

Volvió a tener entusiasmo por las pequeñas pero agradables cosas de la vida. Se dedicó a tejer canastillas y silletas de paja en el taller artesanal del Penal, junto a otros reclusos que asimismo preferían el trabajo a la holganza y los malos pensamientos. Y aunque los encargados de estos pequeños negocios, que también eran presos, le pagaban un pequeño jornal, estaba satisfecho porque se sentía útil y además aprendía cosas nuevas. Por otro lado, durante las noches,  tras ver la televisión y jugar un rato a las cartas con sus adláteres de cuadra –en su mayoría jóvenes idealistas que estaban allí pagando su delito de haber querido transformar la sociedad actual en otra nueva con el uso de la fuerza–,  se ponía romántico y escribía cartas de amor dirigidas a quien había adquirido ya la costumbre de venir a verle todos los domingos.

Ese día Ollanta se levantaba temprano, arreglaba su celda lo mejor que podía y tras darse un buen baño se cambiaba de ropa para estar presentable ante Olga, a la que recibía con los brazos abiertos en el patio exterior del penal y luego se la llevaba a su celda. La colmaba de atenciones ofreciéndole caramelos, galletitas, limonada y alguna otra comidilla que había dejado preparada y acomodada en la pequeña mesa de su cuarto. Entraba en amena charla con ella, y, cuando veía llegado el momento propicio volvía a declararle sus sentimientos. En realidad se los declaraba cada vez que ella venía a visitarle. Y, un día, la décima vez que se lo dijo, se quedó boquiabierto cuando Olga le respondió:

–Bueno, confieso que usted me atrae como hombre y podría tenerlo como pareja. Pero sepa que no soy una jovencita sino una mujer madura. Y, si usted me dice que está dispuesto a una relación seria conmigo y además a hacer de padre de mis dos hijos yo acepto su proposición.

–Estoy dispuesto a todo por usted, se lo juro.

 Mil veces le juró amor, tanto por carta como personalmente, sumido en ese estado de ensoñación propia de los enamorados. Y este amor platónico, precisamente, fue el asidero del que se sostuvo, la rama salvadora a la que se aferró para no morir en aquel antro miserable donde todo hombre, con mayor razón si es inocente de lo que se le acusa, llega a verse a sí mismo convertido en estiércol o desecho humano El amor hacia Olga lo mantuvo vivo durante aquellos largos años de prisión, le dio fuerzas para sobreponerse al cruel e injusto castigo que le propinaba la sociedad cuyas leyes por entonces eran manipuladas al antojo de un Dictador de origen japonés.

Y este amor lo mantuvo además ilusionado, hasta el día en que uno de sus carceleros vino a decirle que iba a ser puesto en libertad. Se quedó parado, no podía creer que aquello fuera cierto. Pero, cuando un oficial de la guardia le ordenó que empacara sus pertenencias y se viniera con él hacia la oficina del director del penal, comprendió que la noticia era felizmente cierta. Sus compañeros de cuadra lo despidieron con abrazos deseándole suerte en su nueva etapa de reintegración a la sociedad.

Aquella mañana del 18 de octubre del primer año del nuevo milenio, coincidiendo además con el inicio de la procesión del Señor de los Milagros, Ollanta abandonaba la cárcel de Canto Grande después de seis años de cautiverio. Mientras salía por la puerta de la penitenciaría hacia su ansiada libertad, pensaba en cómo haría para reintegrarse a una sociedad en la que nunca había estado integrado. 

 Ollanta no quería presentarse a Olga en las condiciones en las que se encontraba, recién salido de la cárcel, sin techo y sin trabajo. Si ella lo viera en esta situación probablemente le tendría lástima y esto no le parecía bien a él que pretendía convertirla en su mujer. Por eso decidió recurrir a la ayuda de viejas amigas, Gabi y su madre, a las que por cierto no veía desde hacía tiempo. Estas personas, además de Mulato, fueron sus benefactoras cuando llegó a Lima. Él, antes de su encarcelamiento, había seguido visitándolas, sobre todo los días de fiestas en que aprovechaba para llevarles algún regalito como muestra de aprecio y agradecimiento.

 Suponía que en esta oportunidad ellas volverían a facilitarle un rincón de su piso donde él pudiera dormir. Con esta idea, y llevando en mano su talega llena de recuerdos del presidio, se encaminó con dirección determinada. Mientras andaba por las calles céntricas de Lima notaba que las zonas de comercio ambulante, por entre cuyos vericuetos se había movilizado antaño, habían desaparecido. Y como se encontraba en apuros y además agotado tampoco se le ocurrió preguntarse por qué motivo habían desaparecido los puestos de los trabajadores ambulantes. Siguió caminando, y, al llegar al punto donde estaba ubicado el edificio donde ellas vivían se llevó una sorpresa.

En el terreno donde antes se erigía el viejo hostal Los Portales destacaba ahora un moderno edificio de fachada acristalada. ¿Dónde estarían viviendo ahora Gabi y doña Clotilde? Era imposible saberlo, aunque pensó que a esta hora de la tarde las encontraría quizás en su puesto de anticuchos. Con esta esperanza, se dirigió hacia aquella esquina del jirón Azángaro donde ellas solían montar su quiosco, pero al llegar allí lo único que vio fue gendarmes impidiendo que algún comerciante la ocupara para hacer negocios. Pudo comprobar entonces lo que Olga le decía cuando iba a visitarlo a la cárcel: que ya no se podía vender en las aceras del centro limeño. Ante la evidencia, se resignó a perder el rastro de aquellas buenas mujeres. Pensó que tal vez algún día volvería a tener la suerte de toparse con ellas en el camino.

Caía ya la noche, y Ollanta necesitaba con premura un lugar donde pernoctar. Sin más remedio, consultó sus bolsillos y encontró el dinero que había conseguido ahorrar en la cárcel, gracias a su labor como tejedor de silletas. Supuso que esto le alcanzaba para pagarse una habitación en un hostal, y empezó a buscar cobijo temporal en este tipo de establecimientos que por lo demás abundan en la ciudad. Por suerte, en un pequeño hostal del jirón Lucanas, en Barrios Altos, un hotelero le dijo que tenía un cuarto disponible para esa noche por el módico precio de diez soles.

Tomó la habitación. Y, tras acomodar sus pertenencias en los telarañados y polvorientos armarios que había en aquella ruinosa pieza hotelera, intentó olvidarse de todo y dormir. Pero no pudo hacerlo, porque de las habitaciones adyacentes empezó a salir una serie de ruidos y griteríos, tanto de parejas que parecían que estaban peleándose por algún motivo como de hombres borrachos que parecían estar matándose por otros motivos. Las amenazas de muerte, las mentadas de madre, los puntapiés que pegaba aquella gente llegaba incluso a hacer vibrar la puerta del habitáculo que ocupaba. Se tapó las orejas con la frazada para evitar oír aquel ruido infernal que no le dejaba pegar los ojos y que, muy a pesar suyo ya que tenía miedo de salir a protestar contra aquellos desconocidos, lo seguiría oyendo durante el resto de la noche.

Al día siguiente, apenas notó la claridad, matinal abandonó aquel horrible hostal. No había podido dormir la noche anterior y tenía los ojos hinchados. En un quiosco callejero desayunó una taza de café y un pan con tortilla, y luego deambuló buen rato por las calles hasta que decidió ir a ver a Olga.

La encontró rodeada de clientes en su nuevo quiosco de verduras ubicado en el Campo ferial Las Malvinas. Se sintió feliz de verla tan guapa como siempre. Y ella, al distinguirlo entre la gente, dio saltitos de alegría y en cuanto pudo se acercó a darle un cariñoso abrazo. Ollanta le dijo que había recobrado su libertad. Ella se puso contenta con la noticia, y luego como suponía que el pobre necesitaba un techo donde dormir, le dijo:

–Espéreme un minuto. Voy a hablar con Intia que está vendiendo en un quiosco cerca de aquí.

–¡Usted vale un Perú! –alcanzó a decirle Ollanta.

Olga reapareció acompañada de una mujer alta y guapa. A Ollanta le costó reconocer a Intia después de casi siete años de no verla. Ella le  saludó amistosamente y le ofreció su ayuda:

–Señor Ollanta puede quedarse en mi casa el tiempo que quiera.

–Gracias, hija. Sólo será por unos días. No quiero ocasionarte molestias. 

Ollanta tenía que empezar de nuevo a ganarse la vida. Y como lo único que sabía hacer –aparte del oficio de tejedor de canastas que había aprendido en la cárcel y que a decir verdad no quería ejercer– era la venta ambulante de periódicos, decidió buscar a su antiguo proveedor de diarios. Por suerte, lo encontró en el lugar de siempre aunque más viejo y pelado. Alejo Paico, sin molestarse siquiera en preguntarle dónde había estado en los últimos años, le dijo con gesto amistoso que no tenía inconveniente en volver a suministrarle algunos lotes de periódicos. Ollanta agradeció a quien demostrándole confianza le dio una regular cantidad de mercadería a cambio de los dos últimos billetes de diez soles que tenía en la mano. Y así, él pudo retomar pronto su trabajo de canillita.

“¡Comercio! ¡La República!” Venía una mañana pregonando a voz en cuello sus periódicos por la cuadra 15 de la avenida Petit Thouars. De pronto se quedó estupefacto, al ver hacia el otro lado de la acera a un zambo alto y bien vestido que estaba parado junto a un automóvil, como si estuviera esperando a alguien. El zambo daba la espalda a Ollanta, pero continuamente volvía la mirada como si supiera que alguien estuviera mirándole por detrás. “¿Será él? ¿Pero, tan joven está?”, se preguntaba dubitativo, mientras con su mercadería en la mano cruzaba la calzada con la intención de cerciorarse de que era su ex-compañero de aventuras. “¡Mulato!” De repente, el zambo, al percatarse de que le hablaban por detrás, se volvió y entonces, cada cual, a pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que se habían visto, reconoció en el otro el rostro de un viejo amigo.

 “¡Mulato! ¡Qué gusto de verte!” “¡Cholo, qué es de tu vida!” Tras saludarse con abrazos afectuosos, ambos empezaron a contarse las experiencias vividas en los últimos años. Ollanta preguntó a Mulato a qué cárcel le habían llevado los policías aquella vez que lo capturaron dentro el agujero que ellos compartían ubicado bajo del Puente Santa Rosa. “¿Cuál cárcel?”, le preguntó Mulato, extrañado. “Un día nomás estuve en la comisaría, cholito. Los polis me soltaron rápido porque nadie denunció el robo del reloj que cometió el negro Canuja.”

Se quedó mirando a Mulato con un gesto de desilusión en el rostro. Un mal recuerdo cruzó por su mente. Y, sin poder evitarlo, se le humedecieron los ojos.

–¿Qué pasa, compadrito? –le dijo Mulato. Ollanta lanzó un suspiro quejumbroso y con voz grave le dijo que él sí había estado en la cárcel en los últimos seis años. Mulato arrugó la nariz, sorprendido por la desagradable noticia. Y, le preguntó: “¿A quién mataste cholito?”

–A nadie. Fui un inocente que pagó por pecadores. Hermano, yo creía que me iba a morir en el presidio. Gracias a Dios pude aguantar, carajo. En fin, es parte de mi pasado. Felizmente estoy libre otra vez. Y tú Mulato, ¿en qué estás trabajando?

–Soy chofer de un tío millonario. Justo lo estoy esperando que salga del Banco para llevarlo a su chalet. Ah, chispas, veo que sigues con el negocito que te enseñé hace años. Ya, te comprendo, como estuviste en la cana. Bueno, ya viene mi jefe. Gusto de verte, cholito. Espera, apunta mi teléfono. Ollanta acomodó en la vereda su atado de periódicos y a la volada sacó del bolsillo de su camisa el lapicero que siempre tenía listo para escribir; anotó en la palma de su mano izquierda el número telefónico que le dio Mulato.

En eso, un hombre alto, canoso y con cara de extranjero, se apareció ante ellos. Mulato lo recibió con una graciosa expresión: “Sin novedad en el frente, jefe”. Ollanta no quiso interrumpir más el trabajo de Mulato y se despidió de él con movimientos de brazo.

 -Te haré una llamadita para vernos. ¡Chau!

Volvió a recoger su mercadería y, retomando su pregón, desapareció del lugar. 

Pronto, gracias a los soles que volvía a ganar como vendedor callejero de periódicos, Ollanta decidió marcharse de la casa de Intia. Antes de irse, quiso pagarle por los gastos que le había ocasionado su estadía, pero ella no aceptó recibirle ni un céntimo. Ante la terquedad de la joven, Ollanta metió en un sobre una cantidad de dinero aproximada a lo que suponía que estaba debiéndole y, tras cerrarlo convenientemente, se lo dio a Olga, con el encargo de que lo entregara a su amiga una vez que él se hubiera mudado a otro sitio. “No se preocupe –le dijo Olga–. A mí sí me lo recibirá. Además a ella le vendrá bien este dinerito”.

–Gracias, Olguita. A propósito, ¿cuándo salimos de paseo?

–Cuando usted quiera  –le respondió sonriente.

–Le avisaré cuando tenga listo mi cuarto –le dijo guiñándole un ojo. 

Ollanta tomó en alquiler una habitación construida a base de madera en la azotea de un viejo edificio ubicado en el jirón Junín. Era un gallinero, que por techo sólo tenía unas tablas apolilladas, por puertas unos pedazos de latas incrustadas en marcos de madera pelados e incoloros y por piso una capa seca de cemento desnivelado. Pero Ollanta se instaló allí a placer, sin dejar de pensar en que pronto invitaría a venir a Olga para compartir con ella momentos de felicidad.

Con esta idea, empezó a preparar el terreno lo mejor posible. Fue a una ferretería y compró lija, brocha y una lata de pintura blanca; al volver lijó todas las superficies de madera que se veían picadas, blanqueó el techo, las paredes y puertas, dándole un toque de luz a su cuarto. Luego del pintado decoró las paredes con almanaques, banderines y unos cuadros coloridos que había hallados tirados en la calle.

Después volvió a salir a la calle, se metió en una tienda de artículos de segunda mano y compró una pequeña cocina, una cama de plaza y media y un juego de comedor. Todo lo preparó de antemano, incluso trajo bocaditos y una botella de vino para la cena romántica que ya se imaginaba que tendría con ella.

Y, gracias a estos preparativos, a la hora decisiva en que Olga vino a verle, lo encontró listo para darle una sorpresa.Pero la sorpresa se la dio Olga que le trajo de regalo una camisa a cuadros. Ella le dijo que se la pusiera ahora para ver como le quedaba. Ollanta asintió de buena gana. Y, mientras reemplazaba la camisa que llevaba puesta por la nueva que le había obsequiado, su amada la miraba con aire coquetón. Y cuando  ella  le dijo que se veía guapo, dejó de abrocharse las mangas de la camisa nueva, estiró los brazos y, dejándose llevar por la emoción y el amor que sentía por ella, le dijo: “¡Libertad para vivirla contigo!”. En seguida la atrajo hacia sí por el talle y la besó con ardor en los labios.  Ollanta sentía temblar entre sus brazos a la mujer que amaba y que por suerte correspondía a sus besos.

Y ambos se dejaron llevar por el irresistible deseo de amarse. Y la pasión carnal que los envolvió hizo de ellos dos pasajeros de amor en el espacio infinito.