LOS INVASORES

Nosotros suponíamos que aquellas tierras baldías no tenían dueños, y podríamos ocuparlas. Nuestra asociación compuesta por gente desalojada de pisos de alquiler, familias carentes de un techo donde vivir, provincianos recién llegados a la capital, personas desarraigadas y sin albergue contra la acción represiva de la Sociedad. Con frecuencia los interesados nos reuníamos por las inmediaciones del despoblado terreno, para planificar la acción a emprender en un futuro cercano.
Los dirigentes decían: “Alquilaremos vehículos para traer de un sola vez todas nuestras cosas”
“Haremos la ocupación de lotes de un modo conjunto” “Cada lote medirá ciento veinte metros
cuadrados y deberá colindar con los demás dejando espacios para las futuras calles” “No debe haber pleitos durante la toma de terrenos que haremos sin hacer ruido” Con todo listo para ingresar en el extenso paraje costeño, los responsables precisaron que la toma del mismo se realizaría durante las fiestas de navidad que teníamos casi encima.
Todos estábamos de acuerdo. Sin embargo, a causa de algunos inconvenientes surgidos a
última hora, la toma del antiguo Fundo Esperanza, como alguien lo denominó, se acordó
realizarla en víspera de año nuevo.
Aquella noche de 1980, las más de cinco mil familias inscritas en la Asociación de Pobladores
Perú Nuevo, empezamos a ocupar el vasto predio inhabitado. Muchos venían en camiones y
vehículos menores; desembarcaban en primer lugar sus esteras, lampas, picos, martillos,
alicates y otros instrumentos indispensables para la rápida construcción de sus moradas en la
parcela señalada. Y conforme al avance de las tareas, iban bajando de los vehículos el resto de
enseres que utilizarían en sus nuevos hogares.
Mi mujer y yo llegamos al terreno en una camioneta contratada, lo que nos permitió traer
además de los enseres domésticos, la cuna de nuestro hijo, sus juguetes, pañales
impermeables, un juego de biberones y varias bolsas de leche en polvo. Pensábamos que la
criatura no debía sentir la incierta peripecia que hoy iniciaba al lado de sus padres. Empeñoso,
abrí cuatro hoyos en la cruda tierra parcelada, despejé los terrones arenosos que había sacado
de los agujeros equidistantes en mi lote y planté en estos unas macizas vigas de madera, que
conseguí afirmar luego en sus respectivos sitios gracias a una ruma de piedras guijas y la
propia tierra extraída de los agujeros. En seguida, cogí las esteras que había traído al lugar
junto con otros instrumentos de construcción y, tras aproximarla a la superficie pelada de los
maderos, las ajusté con rollos de alambre, clavos enchapados y gruesas sogas. Tras forrar la
parte exterior de mi vivienda con plásticos, trozos de madera y cartones troceados procedí a
limpiar el área de mi lote. Cuando estaba barriendo las inmundicias que infectaban los
contornos de mi choza, se apareció Flor de María sosteniendo en brazos a mi hijo que se veía
envuelto en una pequeña frazada.
–Rulito está mejor –dijo ella–. Ahora duerme como un príncipe. Le di su leche caliente y el
jarabe para la tos que me dio la mujer de don Juvenal
.– ¿Has comido ya? Mi pregunta avivó su tersa mirada.
–No. Nadie en la Asociación ha comido todavía. Recién se ha recogido la leña y se ha puesto a
hervir el agua para la olla común. Dicen que esta noche habrá té con pan de manteca para
todos. Y añadió suspirando–: Ah, los dirigentes están llamando a los que ya terminaron de
construir sus chozas para realizar una asamblea.
Momentos después, ambos salíamos abrazados del bohío, dejando allí sumido en un profundo
sueño al crío que significaba nuestra mayor alegría. Hallamos al viejo líder de la Asociación
discutiendo con unos tipos desconocidos. Don Juvenal les decía: «Señores, nuestra organización de pobladores se ha establecido de forma legal. Todos estamos inscritos por orden alfabético en un padrón general autenticado con firmas y sellos respectivos. Tenemos además unos acuerdos de asamblea que debemos respetar. Por favor, comprendan ustedes que nuestra asociación no puede admitirlos por ahora.
-¡Todos somos invasores! ¡Nos dan un lote de inmediato, o los tomamos a la fuerza!.
Aquellos sujetos extraños empezaron a lanzar sonoras amenazas contra nuestra gente. Las
acaloradas exigencias de aquellos desconocidos colmaron mi paciencia. Le dije a mi mujer que
me iba a avisar a los compañeros. Y a todo andar, y lanzando gritos de: “¡Hay peligro! ¡Todos a
la asamblea!”, me hundí en la penumbra de la Invasión. Minutos después, alrededor de mil
hombres, conmigo a la cabeza y listos para entrar en acción, hicimos aparición en el escenario
principal de los hechos.
–¡La discusión de acabó, señores! –dije, con voz tajante–. ¡Se marchan de aquí por las buenas,
o los echamos a la fuerza!
Al oír mi peligroso ultimátum, aquellos bravucones parecieron tomar conciencia de su
desfavorable situación ante nuestra población que estaba dispuesta a atacarlos en cualquier
momento.
-¡Está bien! -dijeron- Nos vamos. Pero ojito. Vamos a regresar.
Cuando los bribones se marcharon, los vecinos que desconocían el motivo que había
provocado aquel lío, acosaron a preguntas al presidente de la asociación, que para intentar
calmarlos les dijo:
-¡No ha pasado nada, señores!. Sólo eran personas que no entendían que nuestra organización
ya había hecho la repartición de lotes a sus socios legítimos y que por ahora no recibíamos
solicitudes de admisión.
– ¿Qué seguridad tenemos aquí? –preguntó una vecina con rostro temeroso–. ¿Cómo
evitamos a esa gente foránea que está espiando nuestros movimientos?
–¡Calma vecina! –retomó la palabra don Juvenal–. Vamos a hacer rondas de vigilancia.
Montaremos casetas de observación por los cuatro lados del campamento. El dirigente levantó
aún más su ronca voz-: ¡A ver señores! ¡Pido voluntarios para la ronda de esta noche!
Mi nerviosa mano fue la primera en izarse por los aires, y luego se alzaron las de otros
invasores dispuestos a cumplir con su defensiva consigna. Don Juvenal me nombró
responsable de aquel grupo de valientes dispuestos a defender incluso con la vida la parcela de
tierra que ya considerábamos nuestra. Momentos después, a la cabeza de un escuadrón de
civiles, desfilé yo marcial hacia los puestos de guardia.
Aquella madrugada, mientras el mundo entero celebraba el advenimiento del año nuevo, yo me
pelaba de frío en una solitaria garita, lejos del laberinto humano.Para estirar un poco las
piernas, decidí andar un poco, aunque sin alejarme demasiado de mi puesto de guardia. Me
acerqué a un grupo de vecinos que estaban cuchicheando a la puerta de una choza. Alcancé a
oír lo que uno de ellos decía: “Si nos denuncian, seguramente vendrá la policía”.
Busqué el rostro del que hablaba –que se confundía con los otros, en su mayoría jóvenes cuya
ilusión era conseguir un pedazo de tierra donde vivir con sus parientes–, e intenté darle ánimo.
–Aunque venga el ejército a botarnos, debemos resistir todos juntos, como un solo hombre.
–Si nos echan de aquí, vecino. ¿A dónde vamos a ir?
La indiscresta pregunta de otro joven del grupo sonó como un mal presagio que turbó mi
tranquilidad, aunque yo traté de disimularlo con una paciencia de actor. Le dije:
-Tranquilo, chino. Todo saldrá bien.
Y para no hablar más sobre el tema, me despedí de ellos. Volví mis pasos hacia el puesto de
vigilancia, aunque mi mirada estaba ya destemplada por el temor de que algo malo llegara a sucedernos.
Y, algunos días después, al atardecer del quince de febrero de un año bisiesto, decenas de
tanquetas y camiones de la policía bloquearon las principales entradas a nuestro campamento.
El pánico empezó a cundir entre los vecinos. Algunas mujeres lanzaban gritos histéricos
asustando a sus pequeños hijos que corrían despavoridos detrás de ellas. Varios ancianos
enclenques aligeraron el paso en busca de guarida. Solo los cabezas de familia, firmes ante la
amenaza de la aquella gente nos cuadramos delante de nuestros lotes.
– ¡Que nadie se mueva de su sitio! ¡Valor compañeros! ¡Lucharemos hasta quemar el último
cartucho! –, resonó en nuestros oídos la voz augusta de don Juvenal Condori.
La arenga enardeció nuestros espíritus creyentes. De inmediato nos armamos con palos,
hondas, látigos, cuchillos de cocina y otros objetos domésticos. Volvimos a posesionarnos
delante de las cuadras lotizadas de nuestro vecindario, constituyendo en realidad una sólida
muralla humana.
Exactamente a las cuatro de la tarde de aquel día aciago, los policías arremetieron contra
nosotros. Empezaron a darnos duro con sus palos y duro sin que nosotros les hiciéramos nada.
Algunos vecinos eran perseguidos a tiro limpio a través de nuestro asentamiento. Y con los
vecinos que estaban caídos en el suelo se ensañaban sin ningún miramiento.
A mí me cogieron dos policías gigantescos y a puñetazos y patadas me tumbaron al suelo y me
arrebataron de la mano el chicote que significaba toda mi defensa. Yo quedé abatido, tirado de
bruces sobre unos pedruscos y a merced de aquella gente. Y de no haber sido por un
compañero mío que se apareció por allí arrojando un aluvión de proyectiles a los salvajes
encasquetados, me hubieran llevado a rastras hacia los camiones, como les ocurría a muchos
de nuestros fieros defensores.
Pronto nos vimos obligados a retroceder en el terreno, incapaces de poder contener la terrible
avalancha uniformada. Llorando de rabia e impotencia vimos entonces que la policía permitía el
paso a unos individuos vestidos de civil cuyo propósito era destruir nuestras chozas. Y,
sobrevino lo peor cuando aquellos mercenarios que habrían sido pagados por alguna supuesta
“urbanizadora”, rociaron con querosén las viviendas y les prendieron fuego. De pronto se oía el
griterío desesperado de nuestras mujeres e hijos.
– ¡Apaguen el fuego con tierra! ¡Váyanse de aquí desgraciados!
Vi llorando junto a mí a Flor de María, al cabo escondía entre sus maternales brazos a nuestro
bebé. Apurado le aconsejé que corriera hacia atrás en resguardo. Yo presentía que la bestial
acometida policial desembocaría en una matanza contra nuestra gente.
-¡Ayúdenme a rescatar a mi hija!…
Se oía de pronto los gritos desesperados del vecino Túpac Charcape cuya hija de siete años
estaba atrapada dentro su choza que era pasto de las llamas. A la carrera llegué hasta donde
se encontraba mi vecino. “¡Me muero papito, sácame de aquí!”, gemía la infante desde donde
se encontraba llamando a su padre de un modo que nos desgarraba el corazón. Ante ello, y sin
pensarlo más el padre de la niña y yo nos metimos dentro la choza envuelta por las llamas. En
el interior, el humo nos impedía ver con claridad. Finalmente los gritos de la pequeña nos
orientaron y conseguimos ubicarla. A toda prisa, apartamos el largo madero que estaba
aplastando el cuerpo de la niña y la sacamos de allí; logramos así salvarla de un final trágico.
No sabíamos que hacer, si tocar a retirada o seguir defendiendo nuestros lotes. Para ponernos
de acuerdo nos replegamos en nuestro propio terreno. Y, entonces, al ver que varias mujeres
se incorporaban a nuestro cuerpo defensivo, decidimos volver a desafiar a los efectivos
policiales.
«¡Vengan pues a atacarnos, cobardes! ¡Los vamos a recibir a pedradas!» Les gritábamos,
envalentonados. En realidad, el temor a perder aquellos lotes con los que estábamos encariñados era más
fuerte que el dolor causado por la paliza que estábamos recibiendo de parte la gendarmería.
Por este motivo, retomamos el aliento y decidimos convertirnos en atacantes. Yo estaba
enardecido y me puse a la cabeza de quienes pensábamos que solo luchando contra todo
obstáculo conseguiríamos el lote propio para nuestros hijos.
De pronto, cuando corría hacia delante blandiendo un martillo como arma de ataque, alcancé a
ver como se extinguía el último escombro de lo que había sido mi casa. Un rugido de odio salió
de mi pecho. Y avancé al frente dispuesto a librar con ellos una fiera batalla. Pero los tiros de
pistola de aquellos que habían sido azuzados por sus superiores para que nos desalojaran,
alcanzaban los brazos y las piernas de nuestros compañeros que malheridos se desplomaban
y se arrastraban por el terreno querido regándolo con su sangre. Una bala perdida pasó
rozando mis narices, que se irritaron aún más con la pólvora y el fuego que destruía nuestro
barrio de chabolas.
Y, los vecinos que aún estábamos en pie hubiéramos seguido luchando hasta exhalar el último
aliento de no haber sido por aquella voz lastimera que caló en nuestros oídos:
– ¡Mi hijo está muerto! ¡Lo han matado esos asesinos!.
Doña Felícita, una mujercita de sombrero y pollera, estaba llorando junto a su hijo inerte en el
suelo. Era un chiquillo de unos doces años, que tras haber luchado como un león contra los
atacantes había caído delante de su choza fulminado por un balazo en la cabeza. “Ay, taitito, mi
niño. ¿Por qué no me matan a mí que soy vieja?”. El llanto lastimero de la vecina nos
destrozaba el alma. Y todos aquellos que éramos padres de familia volvíamos la mirada para
buscar con mirada de angustia a nuestros hijos. Yo noté que mi Rulito afortunadamente se
encontraba a regular distancia de allí junto con su madre y otras mujeres encargadas de
salvaguardarlos de la criminal represión contra nuestra población.
Don Juvenal Condori, responsable mayor de la heroica resistencia, con su indumentaria
destrozada y su grueso rostro de ex campesino reventado a causa de los golpes recibidos se
acercó al niño moribundo tratando de reanimarle: “¡No nos dejes muchacho! ¡Valor! ¡Vuelve a la
vida!”. Pero sus palabras eran vanas, porque el niño ya no respiraba; se había convertido en
mártir. Y entonces, arrodillándose ante el cadáver, el viejo dirigente vecinal hizo un juramento:
“¡Por tu sangre derramada pequeño compañero! Todos los que hoy sentimos tu muerte,
juramos no dar reposo a nuestros brazos ni paz a nuestros espíritus hasta que no hayamos
levantado aquí en esta tierra la casita que quisiste construir para tu madre, hasta que no
hayamos levantado ese pueblo que quisiste forjar con nosotros. Ay” Y no pudo decir más
porque el llanto se lo impedía.
-¡Abandonemos nuestros puestos! ¡Salgamos de los terrenos! ¡Estos criminales acabarán
matándonos!
Las advertencias de la gente dominada por el miedo caló de ponto en nuestros ánimos. Hubo
un instante de titubeo; y luego se oyó la voz de don Juvenal Condori tocando a retirada.
Procedimos a recoger el frío cuerpo de nuestro pequeño vecino abatido, y con él hicimos
procesión hacia las afueras de nuestro derruido asentamiento. Fue un desfile triste, donde
abundaba la sangre de los heridos y las lágrimas amargas de quienes nunca habíamos creído
en la muerte y mucho menos en la derrota.
La muerte de Eugenio Maqui pasó desapercibida para los responsables del poder judicial.
Estos togados adujeron que no había culpables de la muerte de quien fue considerado como:
“joven invasor de tierras que había estado empleando la violencia contra las fuerzas del orden
público.” Dijeron que su muerte se habría debido a una bala perdida, a una bala probablemente
disparada por alguno de los otros invasores. Semejante hipótesis esgrimida por los
omnipotentes encargados de hacer cumplir la justicia en el país, fue literalmente repudiada por
nuestra población.
Sin embargo nuestra protesta de nada sirvió y al final tuvimos que salir del Palacio de Justicia
cabizbajos y tragándonos la amarga resolución de los jueces. El entierro del pequeño mártir de nuestro asentamiento lo realizamos en un pequeño campo santo escondido entre aquellas
sinuosas lomas que sobresalían junto a la pampa de donde habíamos sido desalojados. Fue un
acto lúgubre, que contó con la presencia de un curita que ofició una misa solemne y rezó a
grandes voces por la salvación del alma del joven difunto, al pie de cuya tumba sus amigos
pusimos flores durante varios días seguidos.
Después, volvimos la cara hacia la otra dura realidad: estábamos en plena vía, abandonados a
nuestra suerte. Los acampados nos prestábamos las pocas cosas rescatadas del desalojo,
sobre todo las ollas y sartenes chamuscadas cuyo contenido freíamos o hacíamos hervir con el
fuego que nos producía la leña recogida de las inmediaciones; así lográbamos prepararnos
algo para engañar al estómago. En realidad hacíamos un titánico esfuerzo por sobrevivir en
aquel tramo descampado que se perdía a lo lejos en una hondonada próxima al pueblo joven
Los Ribereños.
A falta de agua potable, de camas, baños y de casi todo lo necesario en una vivienda, no había
más remedio que ir acostumbrándonos al poco aseo personal, a comer casi nada, a dormir
amontonados en especie de madrigueras abiertas en el suelo y a hacer las necesidades
fisiológicas en el monte. La dura vivencia le hacía mucho daño a mi familia, sobre todo a mi
pequeño hijo cuyas fiebres y diarreas continuas causadas por los virus de la gripe, la
gastroenteritis y otros microorganismos que habitaban en aquel ambiente inmundo
acompañaban sus llantos. Yo no sabía qué hacer para evitar el sufrimiento de mi
Rulito; y tampoco supe qué hacer después cuando mi mujer empezó a dar síntomas de hallarse
mal de los nervios. “Dios mío no nos abandones”, le pedía yo al Señor con toda mi alma. Pero
el hambre, el frío, la insolación recibida durante el día y la desolación que volvía con la noche
castigaban al modo de latigazos invisibles nuestros cuerpos debilitados.
Más de una vez estuvimos a punto de desertar de aquella tribu de pobres que vivíamos
implorando al cielo que nos concediera el milagro de la resistencia física. Comiendo hierbas
silvestres y chupando huesos recosidos de animales montaraces que cazábamos por las
inmediaciones, durmiendo en inextricables conejeras, cubriéndonos el cuerpo con taparrabos,
parecíamos los primitivos del continente americano. Sin embargo, la necesidad de tener una
vivienda propia era más fuerte que nuestro padecimiento físico. “Vale la pena sacrificarnos por
nuestro lote –decíamos–. Nunca más vivir en fincas alquiladas aguantando los abusos de los
propietarios. Sigamos pues resistiendo, como los guerreros, hasta conseguir nuestro terreno o
morir en el intento”
-¡Volvamos a los lotes! ¡No importa sacrificar la vida con tal de darle un techo a nuestros hijos!
Se oía de pronto los enfáticos pedidos de la gente con alma espartana que hacían renacer la
ilusión y la esperanza de alcanzar nuestro objetivo.
Mas algunos colegas propusieron hacer gestiones por la vía administrativa. “Quizá logremos
que las autoridades nos reconozcan como propietarios de estas tierras”, dijeron. La idea
apaciguó nuestros ánimos y optamos por esperar para ver cuáles eran los resultados. Pero,
después de pasarse un mes removiendo papeles, presentando solicitudes y cartas –dirigidas
tanto al alcalde de la municipalidad del distrito al que supuestamente pertenecían estas tierras,
como al alcalde de la provincia de Lima y al mismo titular del ministerio de vivienda–, nuestros
gestores no consiguieron absolutamente nada.
-¡Todo trámite se pierde entre la burocracia institucional!..
Rechiflaban los llaneros que apostaban por volver a tomar medidas de fuerza. Por su parte, los
parientes de los vecinos detenidos durante el violento desalojo sufrido se sumaron a la
protesta:
-¡No sabemos nada de ellos! En la comisaría de Barboncitos nos han dicho que allí ya no
están, que la policía los habrá pasado al penal de Lurigancho. ¡Es intolerable!
La esposa de un desaparecido elevó las manos al cielo y dijo implorante: “Ay mi papucho.
Ojalá que no lo maten en la cárcel”

– ¡Valor compañeros! –Volvió a tronar en nuestra aldea la voz de don Juvenal Condori–.
Pongamos coraje al sufrimiento. Seamos tenaces ahora más que nunca. Sólo así
conseguiremos nuestro sueño. Estamos aquí porque necesitamos con urgencia un lugar donde
vivir. Pensemos que esta parcela de tierra significa mucho, porque aquí vivirán nuestros hijos y
nuestros nietos descendientes que mañana más tarde engrandecerán ese pueblo que
prometimos fundar ante el cadáver de nuestro mártir Eugenio Maqui ¡No lo olvidemos jamás!
Los ánimos de la regular masa de gente que habíamos sido despojados del derecho a tener
una vivienda en la ciudad por aquellos grandes propietarios urbanos que representaban los
intereses de la arrogante sociedad limeña, se enardecieron aún más cuando nuestro viejo
dirigente añadió:
-¡Todo pueblo se construye con lucha!
Al unísono, voces enardecidas clamando por «la retoma”, despertaron nuevas ansias de triunfo
en nuestros corazones.
Y esa misma noche, amparados otra vez en la tenue luz de la luna y las estrellas, en
complicidad con el silencio de la fría noche otoñal y aprovechando la ausencia de vigilancia en
el entrañable terreno –que en la inmensa soledad del paisaje se parecía a un cementero
abandonado–, los obsesionados vecinos retomamos aquellos lotes de donde habíamos sido
expulsados dos meses antes.
Fue una reinstalación instantánea, en la que no hallamos ningún obstáculo que nos impidiera
llevarla a cabo. En la retoma de tierras yo tuve participación activa como jefe de grupo. Y, con
este encargo, puse toda mi energía en dirigir el alborotado despliegue de las familias que
ansiaban volver a sus antiguos lotes. Esa noche ningún ocupa durmió en la planicie tomada;
nos amanecimos despiertos, cumpliendo a cabalidad con el irrenunciable sueño del techo
propio.
Al día siguiente, banderitas rojas flameaban orgullosas sobre los techos informes y desaliñados
de nuestras chozas; más que una demostración de patriotismo era un gesto dirigido a la opinión
pública para obtener el reconocimiento de nuestro naciente pueblo en la vasta tierra costeña. A
la entrada del arrabal, una gran banderola con la inscripción: “Asociación de Pobladores Perú
Nuevo”, revelaba al mundo que nuestra organización vecinal tenía casi el mismo nombre del
país donde vivíamos con la ilusión de alcanzar una vida mejor.
“Techo para nuestros hijos” “Juntos por la casita” “Lote 10, familia Yataco” se leía en algunos
papeles blancos y pedazos de cartones pegados a las esteras cuyos lomos doblados a la
manera india nos protegían del frío, el viento y el polvo abundantes en aquel lugar. Junto a las
puertas latosas de nuestras chozas se notaban algunos cilindros con agua impura, carretillas
manuables, moldes para la elaboración de adobes, niveles de madera, espátulas y plomadas
de albañilería listas para ser empleadas en cualquier momento. A cierta distancia, un grupo de
pequeños habitantes de nuestro poblado removían los desperdicios de un enorme basural
rebuscando con afán –a la manera de gallinazos–piezas de artefactos, envases de vidrio,
cartones usados y otros trastos que pudieran interesar a los pequeños empresarios dedicados
al reciclaje y recibir a cambio del suministro unas monedas con las que poder satisfacer sus
más apremiantes necesidades.
Los días siguientes a la retoma la Asociación permitió el ingreso de nuevos grupos familiares,
previo pago de inscripción y la manifestación escrita de que estaban dispuestos a defender sus
áreas asignadas incluso con la vida. Al principio a esta gente se les denominaba “los sin techo”,
pero conforme cumplían con el reglamento asociativo iban regularizando su situación, lo que
por supuesto permitía el desarrollo poblacional de Perú Nuevo.
Nuestro pueblo en realidad no era más que un laberinto de casuchas mal ensartadas en
callecitas peladas y deformes que se elevaba por el lado de Las Lomas, se perdía por la cresta
del elevado terreno y volvía a bajar entre toneladas de inmundicias hacia el brumoso río. Por
aquí había buitres devorando animales muertos, cerdos comiendo basura y ratas enormes que
iban a esconderse entre la espinosa mala hierba; por allá abundaban los pantanos de arena movediza entre cubierta por troncos secos de árboles, maleza silvestre y piedras, y más allá
otra vez la llanura con excepcionales subidas y bajadas en el nivel del terreno, al modo de un
horrible tobogán. Y de esta parodia de comunidad costeña sobresalíamos lógicamente sus
habitantes, gente que habíamos recalado en Lima a través de sucesivas migraciones; entre
nosotros había indios aguarunas, charapas de la Selva Oriental, cholos serranos venidos de las
regiones de la Jalca y la Puna, cholos costeños del Norte y del Sur, zambos y chinos
acholados; en general éramos gente con marcados rasgos mestizos, piel de todos los colores y
diversas formas de hablar. Constituíamos la fisonomía expresiva de un país como el nuestro,
con un elevado componente de diversidad racial.
Los pobladores nos reuníamos continuamente a las puertas de nuestras chozas para charlar
sobre temas diversos. Más cuando tocábamos el punto referente a la política nacional, la
mayoría de vecinos le echábamos la culpa al gobierno actual y al sistema capitalista que lo
manipulaba de la lamentable situación en que vivíamos. -Sinceramente –dijo un vecino– creo
que nuestro joven pueblo no es más que el reflejo de la desastrosa política de los gobiernos de
turno. Según la historia, desde la época de la convivencia del partido aprista con el presidente
Manuel Prado, la primera gestión de Francisco Belaúnde, pasando por los doce años de
dictadura militar y ahora nuevamente Belaúnde, han sido los grupos de poder económico
ligados al Gobierno los que se han apropiado de las mejores tierras urbanas. Ellos, a través de
sus empresarios terratenientes y jueces y municipales pagados por éstos, han embargado o
confiscado ilícitamente una gran cantidad de edificios y casas donde vivía gente pobre, ellos
han hecho desalojar de sus viviendas a mucha gente pobre incluso con la ayuda de la policía.
¿Y con qué fin? Pues para construir en esos lugares lujosos pisos y apartamentos para
venderlos luego a miles de dólares.
–Sí, vecino –intervino otro poblador–. Los ricos propietarios avalados por el gobierno se
apoderan de los mejores suelos urbanos y marginan a los pobres sin techo. Para nosotros
ellos solo dejan los arenales de los alejados distritos, las riberas del río Rímac, las zonas más
inhóspitas donde pese a todo debemos vivir, porque no tenemos otro sitio donde ir. Estos
malvados nos quitan de en medio justamente para evitar que obstaculicemos sus traspasos
fraudulentos de fincas, sus especulaciones en la compra y venta de terrenos, no obstruyamos
sus acuerdos con las autoridades corruptas cuando se les antoja incrementar el valor
económico del suelo que repercutirá en el precio de las fincas y de los alquileres.
–La aristocracia limeña siempre ha jodido a los pobres –intervino don Juvenal Condori–. Ellos
han utilizado la prensa para tildarnos de “cholada sucia” que viene de la provincia a invadir la
Lima señorial. Han dicho que somos indios sucios y malos, acostumbrados a hacer hijos en
cantidad, que somos rateros, en fin han dicho tantas cosas de nosotros estas gentes. Pero
están ciegos. Ellos no quieren ver que somos gente buena, honrada, trabajadora, y con ganas
de construir una sociedad más digna para todos.
Las reflexiones críticas, los puntos de vista históricos, políticos y sociológicos de los vecinos
sobre la sociedad actual persuadían hondamente mi espíritu. Pensaba que tenían razón, los
limeños vivían saturados de pasado; la ciudad y la gente parecía sentir y vivir mirando hacia el
ayer, vanagloriándose de ser hijos de grandes familias, de ser herederos de un respetable linaje
aristocrático; se parecían a esas viejas que todos los días van al cementerio a cuidar las
tumbas de sus célebres antepasados y a llorar por ellos. Lima era el reflejo más puro del
pasado colonial, era lo más antiguo de la Nueva América. La gente añoraba todavía el pasado
ostentoso, la Lima de los virreyes, la de las tapadas, la de los cuentos de Ricardo Palma. En los
hogares, en las escuelas, en los ministerios, incluso en la prensa, todo destacaba la belleza de
la ciudad colonial, y en cambio atacaba a los cholos, a los serranos emigrados a Lima. Esa era
la filosofía vigente en los espíritus limeños y no podíamos cambiarla así de porrazo.
Yo sufría continuos desánimos al ver que vivía en un pueblo mal visto por las autoridades, junto
a familias sin dinero para calmar siquiera sus necesidades más vitales, lejos de todo tipo de
ayuda. Me deprimía aún más al creer que nuestros esfuerzos por convertir aquel descampado
terreno en un barrio próspero serían inútiles. Pero luego, al percibir el entusiasmo de mis
aliados, y sobre todo al tomar conciencia de mi posición de hombre comprometido con su comunidad, mi ser entero recobraba el aliento. Pensaba que debía acerar mi voluntad y
disponerme a trabajar por el desarrollo de Perú Nuevo. “Bastante compañerismo y fuerza
mutua nos hará falta para sacar adelante al barrio”, pensé. Mi mujer que me vio así, con la
mirada puesta en lontananza, reclinó su rostro en mi pecho y acariciando la prematura vejez de
mi frente, susurró a mi oído: “Yo estaré siempre a tu lado, mi amor.”

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