LOS POBRES DE LA CIUDAD

 

LOS POBRES DE LA CIUDAD

 

LOS POBRES DE LA CIUDAD

Con el poco dinero del que disponíamos mi mujer y yo tomamos en alquiler una habitación de dos piezas en el segundo piso de una vieja casona ubicada en el jirón Junín. En realidad la finca era un tugurio. Decenas de familias compuestas por numerosos integrantes ocupaban los cuartos contiguos al nuestro en condiciones a simple vista lamentables. El hacinamiento que se percibía dentro las vetustas piezas hechas a base de adobe y caña era realmente asfixiante.
Había además problemas de orden y limpieza en la vieja quinta. El servicio higiénico no era más que un hueco rodeado de papeles con excrementos cuyo olor pestilente llegaba hasta los agrietados pasadizos del segundo piso por donde pululaban papeles sucios, cartones rotos, trapos inservibles, llantas, capotas en desuso y hasta triciclos abandonados. Era un espectáculo deprimente. Los vecinos que andaban por los pasillos lo hacían con sumo cuidado, mirando de no topar la ropa que caía de los bajos cordeles, no pisar las manitas de algún niño juguetón o no ensuciarse los zapatos con el desfile de porquerías dejadas en el piso por los animales domésticos pertenecientes a las familias.
El día de nuestra llegada, Flor de María pisó caca de pato y se enojó conmigo.
-Me has traído a vivir a un chiquero- dijo.
Yo traté de calmarla prometiéndole que estaríamos allí solo una temporada.
-Cuando tengamos plata -le aseguré- alquilaremos piso en otro sitio.
Pero ella, al ver caer del techo un pedazo de viga seguido de una crujiente vibración de los carrizos que pendían de las carcomidas paredes de nuestro cuarto, volvió a gruñir enfadada:
-Si hubiera un derrumbe moriríamos aplastados
A decir verdad, nos costaba acostumbrarnos a vivir bajo aquellas cuatro paredes altas y putrefactas que parecía que se vendrían abajo en cualquier momento. Las vigas del techo y el piso de tablas resecas crujían a nuestro paso. A menudo yo encontraba los ojos de mi amada recorriendo con temor el techo y los rincones deteriorados de nuestro cuarto. Y, para distraerla, le contaba algún chiste o le hacía cosquillas diciéndole con cariño que se olvidara del techo y tratara de ser feliz conmigo.
Flor de María tuvo por fin un arrebato de entusiasmo.
-Haré tres pequeñas divisiones dentro el piso. Una será para la salita comedor, otra para la cocinita y otra para nuestro dormitorio.
Me alegré de que ella mostrara vivo interés en arreglar nuestro nido de amor. Y para recompensarla le di un beso cariñoso y acaricié su hermoso vientre en gestación.

Nos llevábamos bien con nuestros vecinos, en su mayoría paisanos venidos del interior del país que se ganaban la vida ejerciendo la venta ambulante por las calles de la ciudad. Los veíamos salir de sus cobijos de madrugada portando cajas y talegas en los brazos. Algunos salían empujando con afán sus triciclos y carretas que contenían lotes de mercadería por el portón principal del edificio -popularmente conocido como La Choli- en cuya parte baja funcionaba un depósito de carretas. Y aparte de estos vecinos comerciantes había otros que trabajaban en tiendas, fábricas y talleres de tipo artesanal.
Con el transcurso del tiempo, aprendíamos a convivir con aquellas modestas familias con las que nos cruzábamos a diario por los pasillos de la finca. Nosotros les saludábamos siempre con respeto y simpatía. Y por estas muestras de cortesía, los vecinos nos invitaban a sus reuniones y jaranas familiares, donde nunca faltaban los tamales, la cerveza y las anécdotas campechanas. En estas ocasiones el ruido llenaba por completo el estrecho ambiente vecinal.
Cierta vez una familia oriunda de Puno nos invitó al bautizo del menor de sus hijos. Después del acto religioso, celebrado en la Iglesia de Santa Rosa, los señores Vicuña nos hicieron pasar a su casa que se veía adornada de serpentinas, globos y rótulos alusivos al bautizo. En un rincón de la sala había una mesa con una enorme torta rodeada de vasitos de gelatina, mazamorra, empanadas y otros manjares. Ya en plena celebración los amables anfitriones se preocupaban por servirnos platos repletos de arroz con carne, anticuchos, picarones y numerosas bebidas que los invitados consumíamos entre risas, trago y baile.
De pronto, uno de los asistentes, picado ya por el licor ingerido, comenzó a despotricar contra el dueño de la finca:
-Ese hijo de la avaricia nunca se junta con nosotros. Solo sabe cobrar y amasar dinero. Es así -hizo puño con la mano-, amarrete. Y no come plátano por no tirar la cáscara"
-A mi me desespera -intervino otro vecino- cuando toca mi puerta; lo hace escandalosamente, como para que uno salga corriendo a atenderle. Y si no ve a nadie en la casa el muy conchudo se mete nomás en las habitaciones. Claro, como él tiene el manojo de llaves originales. Yo le dije un día que eso de incursionar en cuartos privados se veía muy mal. Pero el viejo sapo me contestó que estaba detectando con su ojo biónico algunos orificios y desprendimientos de pintura en las paredes de su propiedad y que estos daños eran causados por los vecinos desconsiderados.
-Don Mori ha anunciado que volverá a subir la renta a los inquilinos-. Dijo el vecino Hilario Triste cuya familia había caído en la desgracia extrema. Todo empezó cuando uno de sus hijos cayó enfermo de poliomielitis, y a pesar del esfuerzo que él hizo, invirtiendo todo su dinero en cubrir el costo de la hospitalización y la posterior rehabilitación médica, la terrible enfermedad dejó a su vástago imposibilitado de las piernas. A esta desgracia familiar se había sumado el accidente sufrido por su esposa mientras andaba en busca de la caridad humana. Ella quería llevar a su hijo lisiado a Estados Unidos para que allá lo operasen del mal que lo aquejaba. Pero, cuando volvía de la calle, acallando su dolor con el conteo de los céntimos recaudados en su jornada de mendicidad, pisó en falso y se precipitó desde el peldaño más alto de la escalera. Se quebró la columna vertebral, y tuvo que ser intervenida de urgencia en el hospital Loayza. Don Triste había aceptado ya la fatalidad del destino que acosaba a los suyos. "Es el castigo de Dios por mis pecados", argüía el pobre hombre, a quien mi mujer y yo de vez en cuando alcanzábamos algo de arroz y fruta para que pudiera alimentar a sus hijos. Don Triste acabó de estropearnos la fiesta cuando dijo:
-Tampoco podré pagarle a don Mori eso del autoevalúo.
– ¡Pero qué cojudos somos! ¿Hasta cuándo vamos a permitir que él nos trate como a sus cholitos?
Intervino doña Pleitiza, la más impulsiva de todas las féminas que habitaban en aquel decrépito callejón de un solo caño. Era una mujer alta, gorda, con un vozarrón y una fuerza casi varonil que la ponía en condiciones de enfrentarse con quienquiera que osaba desafiarla. Don Mori ya la conocía, y por eso evitaba cruzar palabra con ella.
-Organicémonos en un sindicato de inquilinos -propuso la mujer-. Así podremos pararle los machos a ese señor abusivo.
La mayoría de vecinos estábamos de acuerdo en integrar nuestras fuerzas en un gremio vecinal. Era necesario unirnos de una vez por todas para luchar por nuestros intereses comunes. Pero este sentimiento de unidad vecinal, sólo duró un instante. Al día siguiente nadie se acordaba o más bien a nadie le importaba el asunto. Tal vez por egoísmo, o por nuestra escasa conciencia social, no éramos capaces de unirnos en un Frente común, y ello a pesar de que la obesa vecina tocaba continuamente las puertas de los compartimientos pidiéndonos datos y firmas para llenar los padrones. Y como nadie tampoco colaboraba con ella para sufragar sus gastos de gestión, se cansó de la indiferencia vecinal y dijo: "¡Basta! ¡Que nos parta un rayo a todos! ¡Que don Mori haga con nosotros lo que le dé la gana!"
El mal augurio de doña Pleitiza amenazaba cumplirse, ya que el propietario, cansado de exigirnos sin éxito los pagos adicionales a la renta, correspondientes al incremento del impuesto a la propiedad o autoevalúo y al mantenimiento de la finca en general, pegó un papel en la puerta del callejón, que decía: "Señores inquilinos. Si en una semana no se ponen al día en sus pagos, me veré obligado a tomar otras medidas" Mas como nadie en el vecindario estábamos de acuerdo con estos pagos que considerábamos injustos, hicimos caso omiso de su demanda imperiosa. Ante ello, el patrón reemplazó el papel por un cartel con la siguiente advertencia: "A todos los arrendatarios de mi propiedad. Les doy siete días para que desocupen las habitaciones. Si no lo hacen los haré sacar con la policía"
Tampoco le hicimos ningún caso. Hasta que don Mori, harto ya de sus advertencias inefectivas, contrató los servicios de un abogado y nos denunció ante el tribunal de Justicia. El juicio, acelerado por sus influyentes amistades, se resolvió pronto a su entero favor. Y, nosotros, recién cuando nos dimos cuenta del grave peligro que amenazaba dejarnos sin techo, nos buscamos con caras asustadas y en una asamblea relámpago decidimos crear una Asociación vecinal, con el lema: "Por la defensa estoica de nuestro techo"
Pero nuestra organización había nacido demasiado tarde. Porque al día siguiente de la celebración de la asamblea vecinal, se estacionaron junto al vetusto edificio una camioneta y dos coches patrulla de donde bajaron rápidamente el propietario, un señor de indumentaria oscura a quien el otro llamaba "doctor" y un piquete de gendarmes.
Al verlos, los vecinos nos agolpamos en la puerta del callejón y tras cerrarla con todo tipo de trancas nos atrincheramos allí con decisión.
"Advertiremos por última vez a esta gente", se oyó decir al caballero de terno oscuro que estaba parado junto al dueño de la finca. Tras acomodar en sus manos los documentos que éste le había alcanzado, se dirigió a los que estábamos atrincherados dentro el callejón:
– ¡Señores! Saben perfectamente que el fallo del juicio seguido por el señor Mori contra ustedes por incumplimiento de contrato, morosidad, delito de apropiación ilícita de inmueble y otros cargos, se dictaminó hace dos semanas a favor del demandante. Y según tenemos constancia a ustedes se les notificó a su debido tiempo para que abandonen esta propiedad que no les pertenece.
– ¡Calla juez coimero! ¿A cuánto vendes la justicia?
Nuestros insultos no conseguían sin embargo irritar al hombre de leyes, que estaría ya acostumbrado a estas situaciones. En cambio el propietario se enfureció y nos repitió en voz alta sus amenazas:
– ¡Ya verán guanacos! ¡A palos los haré sacar de mi casa!
– ¡Fuera viejo explotador! ¡Te has comprado un juez de la Corte Suprema!
Ante nuestros gritos don Mori le puso cara de víctima a su acompañante: "¿Se da cuenta doctor? ¿Oye cómo estos indios me ofenden directamente?". El mister, sin perder su impermeable frialdad, volvió a dirigirse a nosotros:
– ¡Escuchen, señores! En nombre de la ley que ampara la justicia en nuestro país les conmino a cumplir con el mandato supremo. Y para ello, yo, como autoridad, les concedo veinte minutos. Si se niegan a salir me veré obligado a emplear la fuerza. ¡Están advertidos, señores!
Dicho tiempo resultó favorable para los que estábamos en el pasillo de la lóbrega mansión, pudimos retomar el aliento y añadir trancas al maltrecho portón de entrada a la finca. Los indóciles oíamos desde adentro con satisfacción que el público aglomerado junto a la finca se ponía de nuestro lado y lanzaba voces de rechazo a las fuerzas del orden: "¡Será una injusticia si echan a esta pobre gente! ¡¿A dónde irán a vivir?!" "¡Abusivos!"
"¡Procedan!", ordenó a la policía el excelso magistrado. Se oyó un cañonazo, y pronto vivas ráfagas de fuego empezaron a devorar los maderos que impedían el acceso al tugurio. Los policías consiguieron penetrar en el callejón y se abalanzaron contra nosotros. Sus furibundos manguerazos molían nuestros cuerpos obligándonos a huir como conejos asustados en busca de guarida. La resistencia vecinal quedó rota; y pronto solo se oían llantos de dolor, quejas taladrantes, exclamaciones de piedad que parecían provenir de seres que estaban siendo sacrificados.
– ¡A la calle estos cholos cochinos!
El infame patrón del edificio arengaba a quienes seguían golpeándonos sin miramientos; varios vecinos, sobre todo hombres, eran capturados y llevados a la fuerza hacia los coches patrulla.
-Por favor, déjenme sacar a mis hijos -suplicaba don Triste, que había retornado del hospital de visitar a su mujer enferma. Pero aquellos mastodontes armados, en vez de abrir paso al anciano de físico esmirriado que pretendía rescatar a los suyos, se pusieron nerviosos y lo empujaron hacia atrás haciéndole rodar sobre el pavimento.
– ¡Abusivos con el pobre viejo! -se oyó la rechifla de los curiosos que presenciaban la dura acción uniformada.
De pronto vi asomar por un punto del derruido callejón el joven y bello rostro de mi mujer. Angustiado, al pensar en el peligro que corría su embarazo, alcé mi voz y, desde donde me encontraba, le pedí que se ocultara. Ella me hizo caso y volvió a desaparecer dentro la finca. Luego intenté auxiliar a don Triste, que estaba tirado en el suelo, magullado e imposibilitado de poder moverse. Se sobaba el pecho con rostro adolorido. Quizá sufría una ruptura de costilla, o tendría algún malestar de tipo cardiaco. Procuré tenderle mi mano, pero aquellos bárbaros me lo impidieron. Adolorido por la lluvia de palos que me caía encima eché a correr hacia adentro. Y, por suerte, logre esconderme en el techo del baño del profanado torrejón.

Cuando los gendarmes se marcharon, pude salir de mi escondite. Y, entonces, mis ojos presenciaron un espectáculo desagradable: nuestros enseres y utensilios domésticos estaban arrumados junto con las cosas de los otros vecinos frente a la puerta de entrada al callejón. Noté a mi mujer llorando junto a nuestra litera familiar, ahora expuesta a la mirada de los transeúntes. Apenado me acerqué a ella, recogí su pelo revuelto, sequé con mis labios las lágrimas de su rostro compungido, y sin dejar de acariciar su vientre abultado, le hice una promesa: "Algún día tendremos nuestra casa propia. Te lo juro, mi amor." Sin decirme nada me abrazó con fuerza, como si en mí quisiera encontrar amparo. Cuando ella se tranquilizó y dejó de llorar, partí en busca de socorro.

No pude hallar mejor alma caritativa que la de mi tío Américo, con quien retorné al lugar del suceso en una camioneta que él tuvo la gentileza de contratar para sacarme del apuro. Con su ayuda recogimos de la calzada nuestras pertenencias e hice acomodar a mi mujer embrazada dentro el vehículo. Antes de abandonar la cuadra, me acerqué a don Triste que estaba tratando de calmar el llanto de su hijo inválido. Como no podía hablar con él, llamé a un lado a su hijo mayor y le obsequié unas cuantas monedas. Me comporté como buen samaritano, a pesar de que yo también necesitaba esas monedas para restablecer mi hogar en apuros.
Mientras el vehículo que nos transportaba salía de aquella cuadra del jirón Azángaro dejando atrás la visión de aquellos pobres desalojados a la fuerza de sus cobijos, en mi alma sentía un rencor infinito hacia los propietarios abusivos y los jueces desalmados que permiten este tipo de injusticias al amparo de unas leyes igualmente adversas al bienestar de la población sin recursos.

La estancia en la casa de mis tíos nos era grata y reconfortante, aunque no queríamos permanecer mucho tiempo allí por no incomodarlos y además porque Flor de María temía reencontrarse con su padre que vivía en el vecindario. Analizamos con cabeza fría nuestra situación y vimos que había una única salida. Para ello, mi mujer, durante la celebración de una velada familiar, se escabulló de mis tíos y de mi primo Coco -que trataba siempre de animarnos con sus bromas-, y habló a solas con Natalia. Y esa misma noche, gracias a la mediación de nuestra prima, Flor de María se entrevistó con su madre, señora buena y tolerante, que al saber de nuestra penosa situación se conmovió y nos alcanzó en secreto un económico respaldo. Esta ayuda efectiva de mi suegra nos permitió abandonar pronto la casa de mis hospitalarios tíos.
Tomamos en alquiler un pequeño piso ubicado en la tercera planta de una casona enclavada en el distrito de La Victoria. Y allí, en la agradable quietud del nuevo hogar, nació nuestro primogénito, lo que nos hizo recobrar la ilusión por la vida. Le pusimos por nombre Raúl, en honor a mi padre, que vivía en el pueblo de Chicama. Flor de María aceptó este nombre por respeto a su lejano suegro. En adelante gozaríamos del fruto de nuestro amor aunque lleváramos una vida dura.

Debíamos resistir las duras condiciones de vida que nos mostraban la desocupación y la pobreza. Mi familia había pasado a engrosar el gran contingente de pobres de la ciudad que sobrevivían con el recurso cotidiano. La población limeña, que cada día aumentaba debido a la migración, se ganaba la vida desarrollando los oficios más pintorescos. Desde chóferes piratas, pasando por personal de fábricas clandestinas, vendedores ambulantes, empleados de hogar, artesanos micro empresarios, y hasta revendedores de dólares, saltimbanquis y titiriteros de ocasión. Con un ingreso promedio diario de diez soles, la población apenas tenía para comer y por supuesto se veía incapaz de poder adquirir al menos un terreno donde establecerse. Mucha gente, obligada por la necesidad, ocupaba lotes eriazos de mínimo valor por los extramuros de la urbe capital. Otros habitaban en fincas o pisos alquilados, soportando los abusos de los propietarios, como sucedía entonces con mi propia familia.
Yo rogaba al cielo por conseguir pronto un trabajo que nos permitiera salir de la estrechez económica en la que estábamos postrados. A veces, me sentía culpable del sufrimiento psicológico de mi mujer que continuamente lloraba de rabia y decepción. Al verla en tal estado, trataba de animarla con caricias y palabras esperanzadoras: "Seamos fuertes. Tú me lo prometiste. Ya vendrán tiempos mejores."

Para quien haya fracasado en todos sus intentos por conseguir un empleo, el comercio ambulante siempre será el postrer recurso. De la noche a la mañana, compelidos por el hambre en las fauces de una sociedad inmisericorde, Flor de María y yo nos convertimos en vendedores callejeros de mercadería menuda que íbamos adquiriendo por piezas en los quioscos de La Parada. Merced a este pequeño negocio obteníamos algunas ganancias, aunque también perdíamos parte del capital invertido, sobre todo cuando debíamos rematar la ropa interior, los calcetines y las blusas, a fin de hacernos de un efectivo para ir hacia los puestos expendedores de comida en busca de una fritanga, tallarines y algo de pan y leche con los que poder acallar nuestra hambre.
Cuidábamos con devoción nuestros lotes de mercadería, que eran insignificantes en comparación con la gran cantidad de artículos que exhibían las vitrinas de las grandes tiendas cuyos dueños no se cansaban de acusarnos de "comerciantes informales que nos hacen una competencia desleal" Por nuestra parte nunca hacíamos caso de tales comentarios, ya que vendiendo dos camisetas o un par de bragas al día de ningún modo podíamos competir con el ingente movimiento comercial que realizaban las tiendas. Nuestro trabajo era más bien de subsistencia; era el único recurso con el que contábamos para no morirnos de hambre.
Nosotros limpiábamos con afán nuestra mercadería, y la acomodábamos, como si se tratara de una niña bonita, sobre un plástico de puntas atadas al modo de un paracaídas. Sin embargo, a pesar de estos cuidados, nuestra mercadería sufría continuos deterioros a causa del polvo, la humedad ambiental y el constante traslado de un sitio a otro. Las zonas céntricas de Lima eran estratégicas para desarrollar nuestro comercio. Hacia estos puntos nos íbamos a diario, a pesar de las batidas de la policía municipal, que además del decomiso de mercadería propinaba palizas a los pequeños comerciantes "por orden del alcalde", según decían.
Nosotros, gente pacífica, sólo queríamos conservar la única fuente de ingresos que nos permitía seguir viviendo. Pero ellos no lo entendían así y mantenían su intención de erradicar a los vendedores ambulantes del Cercado limeño. Nos vimos forzados pues a unirnos a otros compañeros de labor. Pensábamos que organizados en un ente gremial tendríamos más posibilidades de conseguir un puesto fijo donde poder laborar a diario. Nuestro "Sindicato de Vendedores Ambulantes" estaba compuesta por provincianos recién llegados a la capital, obreros despedidos de fábricas, estudiantes universitarios sin recursos para continuar sus estudios, ancianos abandonados por sus familias, niños huérfanos que revendían chucherías por la calle para ganarse el pan, entre otros mil pobres más de la ciudad.
Nuestro Sindicato dio inicio a su movilización al atardecer de un día de Julio. Tras concentrarnos en un punto de la capital, provistos de nuestras talegas, sacos y cajas conteniendo mercancía, capitalizamos nuestra acción con la toma de las veredas del jirón La Unión. Empleando tiza blanca o pintura cada trabajador ambulante marcó los límites correspondientes a su área particular, para así poder identificarla al momento de volver a ocuparla.
A la intemperie, sobre el frío cemento callejero, los componentes de nuestro gremio en lucha no dormimos aquella noche; nos amanecimos en guardia contra cualquier movimiento sospechoso que nos delatase la presencia de fuerzas extrañas a nuestro ente social. Sin embargo, con la primera luz del nuevo día llegaron unos gendarmes que empezaron a arrojarnos bombas y manguerazos de agua por todo el cuerpo. Nosotros, envalentonamos, optamos por devolverles su ataque con la misma furia con la que ellos nos la propinaban. Con las pocas armas disponibles que consistían en palos, piedras y pedazos de ladrillos recogidos de la calzada, conseguíamos resistir el ataque uniformado.
Por fin, bajo una lluvia de tuzas, botellas y otros objetos lanzados con contundencia por nuestra infantería, los guardias dieron toque de retirada. Entonces, los conquistadores del apretado jirón retomamos nuestros puestos con el visto bueno de los dirigentes del Sindicato. Sin embargo, más tarde los uniformados volvieron a atacarnos, lo que nos obligó a programar nuevas reuniones y celebrar mítines a nivel local a fin de potenciar nuestra fuerza y asimismo propagar la lucha que estábamos llevando a cabo contra el municipio.
Los dirigentes de nuestro Sindicato decían que el comercio ambulante era originado por la mala estructura económica del Estado, que ocasionaba alzas desmedidas del costo de vida, reducción permanente de salarios, desempleo, pobreza, todo lo cual estaba causando la crisis económica que padecía nuestro país y que venía empujando a vastos sectores de la población a desempeñarse como vendedores ambulantes a fin de conseguir el sustento diario.
El líder de nuestro sindicato, un señor de apellido Vilca, durante la celebración de un mitin callejero nos dijo:
– ¡Compañeros! Hasta ahora, ningún presidente de gobierno, ni los diversos alcaldes entronizados por la burguesía urbana, han sabido comprender nuestra problemática social. Al contrario, ellos con el pretexto de preservar la belleza virreinal de la ciudad de Lima han empleado el látigo, el decomiso de mercadería, la detención injusta y el encarcelamiento de nuestros trabajadores cuyo único delito es vender para poder comer.
Oyendo la exposición del dirigente, sentíamos una infinita rebeldía contra la clase política limeña, que sin duda sufría de una mal formación espiritual patente también en toda la clase política peruana. Nuestros admirados Padres de la Patria se preocupaban más de asegurarse sus grandiosos sueldos y programarse banquetes y viajes de turismo al extranjero, que de atender las demandas de la población que los había elegido.
– ¡Por qué todos sabemos! -decía el orador-, que nuestros gobernantes atendiendo a los intereses de los grupos de poder ligados al sistema capitalista, han preferido mantener en el subdesarrollo permanente la industria, el comercio, la educación y la cultura de nuestro país. A ellos no les conviene que tengamos buenos salarios, una vivienda digna, una educación superior, no, a ellos les conviene que estemos siempre necesitados, pobres e ignorantes, ya que así les será más fácil engañarnos, explotarnos y mantenernos al margen de sus intereses creados y de sus políticas… Todos sabemos señores, que ha sido la política neocolonial, la que ha arrancado de sus tierras a los campesinos para forzarlos a una penosa marginación en la ciudad. Ha sido la clase feudal, el latifundio criollo, el gamonalismo, avalado por el centralismo político, los que han despojado de sus parcelas a los indios sometiéndolos a un vida errante de campesinos sin tierra en el país. ¡Ellos son los verdaderos causantes de la migración de los campesinos a las ciudades!…
Al final de su disertación el locuaz dirigente invitó a todos los presentes a participar en una gran marcha de protesta hacia la alcaldía provincial contra lo que él llamó: "la ignominiosa violación del derecho al trabajo y el respeto a la vida que está sufriendo nuestra clase ambulante" Más tarde, el mismo dirigente se acercó a mí para invitarme a integrar la delegación que iría a entrevistarse con el alcalde de Lima. Y yo, con la aquiescencia respectiva de la gente de mi organización, acepté con gusto la cortesía.
Aquel veinte de Mayo, día memorable para los trabajadores ambulantes pues se cumplía un aniversario de la fundación de nuestro Sindicato, Lima era el escenario de otro drama de disyuntivas colectivas. Una multitud abigarrada de gente cruzábamos las calles lanzando palmas, manifestaciones de júbilo hacia el movimiento de ambulantes y en cambio pifias y expresiones duras contra el alcalde y el propio gobierno central. El público apostado hacia ambos lados de la calzada, examinaba los aspectos rústicos de quienes hacíamos ondular sobre nuestras cabezas unas enormes pancartas inscritas con lemas mayúsculas: "Ambulantes del centro de Lima en pie de lucha" "Viva los trabajadores ambulantes"
El ruido que producíamos a nuestro paso por la calle hacía asomar también por las ventanas de los edificios públicos y privados los rostros de empleadas de oficina y funcionarios del gobierno, gente de apariencia inmaculada que nos miraba extrañada preguntándose quizás por qué hacíamos tanta bulla en un día normal de trabajo. Y estos curiosos se enteraban pronto de quienes éramos, por los gritos y las pancartas que llevábamos en brazos. Tras salvar un frágil cordón policial, llegamos a las puertas del municipio.
En medio de aplausos, los comisionados avanzamos en grupo hacia al local edil. Allí, ante nuestra sorpresa, el secretario del burgomaestre nos dijo que el alcalde se encontraba en su despacho atendiendo a los verdaderos representantes del comercio ambulante de Lima. Nosotros, sin confiar en la palabra de este hombre, le hicimos entrega de nuestras credenciales y le dijimos que hiciera el favor de anunciar de inmediato nuestra presencia al alcalde.
Pensamos que la espera sería larga y tediosa, pero nos equivocamos. La misma autoridad salió de su oficina y al reconocer a los líderes de nuestro Sindicato apuró el despido de aquellos dirigentes fantasmas y luego muy cortésmente nos invitó a pasar a su oficina. Ya durante la reunión, el gobernante local nos dijo que su municipio pensaba reubicarnos en unas zonas que serían excelentes para nuestro comercio.
-Allí habrá variación de rutas de microbuses -añadió- con lo cual ustedes serán beneficiados.
-Aceptamos la reubicación -dijo el líder de nuestro gremio- siempre que cesen los desalojos, los decomisos de mercadería y el apaleamiento salvaje contra los trabajadores ambulantes. Estamos dispuestos además a colaborar con el municipio limpiando a diario nuestras zonas de trabajo y pagando por la ocupación de la vía pública.
El alcalde recogió nuestra propuesta y dijo que el acuerdo que tomaría al respecto con los miembros de su Concejo nos lo haría llegar a la brevedad posible.
Por toda respuesta, a los pocos días de aquella entrevista, el municipio retomó la drástica medida de desalojar con violencia a los vendedores ambulantes del centro limeño. Valiéndose de la policía armada sometió e hizo meter a la fuerza en tan solo dos cuadras de Polvos Azules a más de tres mil trabajadores cuyas áreas asignadas se comprimieron pronto, pasando de dos metros a noventa centímetros.
Por nuestra parte, corrimos peor suerte. Durante estos días se produjo un enfrentamiento político entre nuestros dirigentes, lo que trajo por consecuencia la ruptura de los acuerdos internos alcanzados y la consiguiente desintegración del Sindicato. Así pues nos quedamos desamparados. Y, los pocos sobrevivientes del gremio, no tuvimos más remedio que aceptar la propuesta de reubicación del alcalde. Por orden de éste los municipales nos trasladaron a un descampado del jirón Amazonas, convertido de pronto en Campo Ferial. A mi esposa y a mí nos dieron un sitio microscópico en esta feria, donde por desgracia escaseaban las ventas y no ganábamos dinero ni siquiera para comer.
Aparte del hambre y el frío, mi familia sufría de modo lamentable repentinos cambios de salud y de ánimo. Una tarde, Flor de María, atacada por una crisis nerviosa, se puso a gritar como una loca por los pasillos del desolado mercado; decía barbaridades contra los gobernantes y su deseo era que: "ojalá se quemaran vivos en el infierno". Mi hijo, por su parte, se enfermó de fiebre y tos aguda a causa de la humedad reinante en aquel terreno próximo a la ribera del río Rímac.
Mientras yo, impotente, contemplaba en la penumbra aquel desvalido tablero comercial que además servía de mesa y cama para mi familia. En pleno invierno, soportando el frío viento y la garúa, sin una sola moneda en mis bolsillos, con mi mujer y mi hijo tiritando de frío y sus cuerpos doblados dentro el quiosco, llegaba a sentirme realmente mal; me parecía que yo no era más que un mendigo que cruzaba los pasillos de la feria arrastrando sus miserias.
Sumamente preocupado por el llanto de Rulito que ardía en fiebre y se ahogaba con cada acceso de tos y además apenado por mi mujer cuyo hermoso rostro se iba marchitando con el sufrimiento, decidí retirarlos de aquel lugar miserable. Esa misma tarde abandonamos nuestro pequeño puesto de ventas y dejamos de dedicarnos al comercio ambulante.

Los siguientes días estuvimos alimentándonos a base de arroz cocido y camotes fritos. Pasábamos unos días horribles, en dura lucha por la subsistencia. Flor de María no quería pedir más ayuda a su madre porque decía que sentía vergüenza. En cambio yo sí volví a pedir ayuda a mis tíos. Ellos atendieron pronto mi llamado y me enviaron al alocado de mi primo Coco, cuya presencia iluminó nuestro humilde hogar en una noche oscura. "Traigo un recado para ti", me dijo, impávido. "Mi padre me manda avisarte que una empresa de textiles está contratando gente." Flor de María y yo, que esperábamos una ayuda económica, nos quedamos con los crespos hechos. La esperanza se congeló en nuestras angustiadas almas.
Di las gracias a Coco, de todos modos. Él me alentó mostrándome sus ojos saltones. "Yo quiero verte acomodado, primo". Y añadió: "Aunque no tengamos las mismas ideas políticas" Luego nos echamos a reír recordando nuestras pasadas correrías.

La prueba selectiva que rendí en Textiles Alpaca constó de un examen psicotécnico -que pude resolver con algún esfuerzo mental- y de una entrevista con el jefe del personal de la empresa, un hombre bien vestido y de mirada sobria, quien entre otras cosas me preguntó si había manipulado alguna vez una prensa y si sabía algo de mantenimiento de máquinas. Con acento firme, para demostrarle seguridad e inspirarle confianza, le respondí que sí a todas sus preguntas. Al final tuve suerte y aprobé la selección; mi nombre apareció inscrito, como nuevo trabajador, en el mural de la empresa.
Al principio ocupé el puesto de auxiliar en la planta principal de la fábrica. Luego, gracias a mi tesón y habilidad para concluir pronto las diversas tareas que me encomendaban, mis jefes me ascendieron a confeccionista dentro de mi propia sección y con un sueldo algo más elevado. Aprendí rápidamente el proceso de elaboración de telas cuya materia prima más utilizada era el algodón. Me enteré también de los mecanismos de la producción a gran escala y del destino final de las ingentes ganancias de Textiles Alpaca, cuyos propietarios eran extranjeros expertos en explotar al máximo los recursos naturales y la mano de obra barata de nuestro país.
En realidad los obreros nos deslomábamos produciendo millares de piezas de tela, metidos de cabeza entre las máquinas vertiginosas que a ratos chillaban como locas llamando la atención de los mecánicos de mameluco oscuro que lanzaban interjecciones de enfado mientras corrían hacia ellas con las herramientas necesarias para recomponerlas. Éramos obreros mecanizados que veíamos transcurrir nuestros días sin apartar la mirada sumisa de los encargados de fabricación que a cada instante nos apuraban con mil operaciones más por hacer ante los gestos impacientes del jefe de productos terminados. Trabajábamos más de ocho horas diarias, desplegando un gran esfuerzo físico, mientras nuestros estómagos, engañados por simples y poco nutritivos bocadillos aguantaban el arduo trabajo continuado. ¿Y cuánto nos pagaban? Una mísera remuneración mensual. Por eso siempre estábamos pensando en hacer huelgas para exigir aumento de salario.
Cierto día, mientras comía durante el descanso, un compañero de labor me dijo que don Texeira -el jefe mayor de la empresa- y su corte eran chupa medias de grupos capitalistas con influencia en el Parlamento y el Ministerio de Trabajo. "Nosotros estamos en contra de ellos -añadió-, porque abusan de los trabajadores, hacen despidos sin justificación y nos descuentan del sueldo según dicen por la ropa que nos dan para trabajar". La noticia me dejó preocupado. Yo me consideraba ya un trabajador fijo en la empresa. Ni me imaginaba siquiera la posibilidad de sufrir un despido.
-Oye, ¿tú has leído a Mariátegui? -me preguntó mi compañero de trabajo.
-No, pero he oído mucho hablar de él
-Escucha. Cuando el Amauta fundó el Partido Socialista, allá por el año veintiocho, dijo que el socialismo significaba la revolución contra la clase burguesa y que los obreros como clase dirigente del proletariado debíamos asumir la responsabilidad histórica de dirigir la lucha por implantar el orden social nuevo en nuestro país.
No sabía qué decirle, dado mi escaso conocimiento en la materia. Mi colega se dio cuenta de esto y, antes de desparecer del quiosco callejero donde estábamos comiendo, me dio una palmadita en el hombro y me insinuó: "Date una vueltita por el sindicato"
Así lo hice. Y, al poco tiempo, quedé convencido de que sólo dentro el Sindicato estaría a resguardo de los abusos que solían cometer los jefes de la empresa contra los trabajadores. Así pues me afilié al Sindicato Único de Trabajadores de Textiles Alpaca. Al principio, como carecía de conciencia de clase, mi participación en el gremio se limitaba a acudir a las asambleas que celebraban con regularidad los sindicalistas cuyos líderes hacían gala de una admirable desenvoltura verbal. Pronto llegué a sentirme motivado por ellos y acepté el encargo de la repartición de los folletos y volantes que buscaban la adhesión de los trabajadores a las medidas de lucha a realizar por el Sindicato, tanto dentro como fuera de la empresa.
Los obreros, sugestionados por la vigorosa oratoria de los dirigentes sindicales, hacíamos huelgas de brazos caídos en el propio centro de trabajo, o salíamos a la calle agitando banderas y consignas dirigidas contra la empresa y el gobierno en diversos actos de manifestación que casi siempre concluían en una plaza o en las puertas de algún ministerio gubernamental. A mí, particularmente, me causaba respeto esa capacidad innata que tenían los líderes del Sindicato de pensar por nosotros, de tomar decisiones en nuestro lugar y persuadirnos para que los siguiéramos a donde ellos quisieran.
Pero un día, en víspera de elecciones para renovar la junta directiva del Sindicato, comprobé con desilusión que los líderes sindicales eran al mismo tiempo dirigentes políticos que se aprovechaban de sus cargos para tratar de imponernos sus ideologías partidarias. De modo inconcebible, los candidatos a la presidencia sindical pedían, cada cual y a su modo, el voto concienzudo de los obreros para quien decía ser el más digno representante de la derecha democrática, o el mejor caudillo de la izquierda moderada, o el más independiente de los no partidarizados. Alguno de ellos llegó incluso a prohibirnos la lectura de propaganda proveniente de sus rivales de tienda política.
Pero, no obstante el proselitismo partidista y la rivalidad existente entre ellos a causa de sus ideologías políticas, los dirigentes de nuestro Sindicato luchaban con incansable denuedo a fin de lograr importantes reivindicaciones para todos los que laborábamos en Textiles Alpaca. Y merced a esta hábil dirección, indirectamente dirigida desde fuera del gremio, los obreros nos imponíamos casi siempre al rubio gerente general de la empresa y a su amarilla corte. Un triunfo muy celebrado vino a ser la consecución de la secretaría de asistencia social, lo cual puso fin a una serie de arbitrariedades y medidas abyectas contra los obreros enfermos y desamparados.
Una nueva conquista fue el Comedor, lo que hizo adecuar el espacio, las condiciones de higiene y sobre todo mejorar el aprovechamiento de las comidas ingeridas ya que antes los trabajadores comíamos incómodamente sentados en las bancas de los quioscos expendedores de menús y platos combinados ubicados alrededor de la fábrica. El Sindicato logró también que la gerencia nos hiciera entrega del uniforme nuevo y los zapatos con planta de jebe adecuados para nuestro trabajo. De este modo, ensanchando su base solidaria hacia los obreros más necesitados, nuestro gremio lograba además su fortalecimiento.

– ¡Los obreros somos como una gran familia! ¡Estamos unidos por la misma condición laboral, social y económica! ¡Lo que afecta a un compañero nos afecta a todos! ¡Por eso vamos a luchar contra la dirección de la empresa que se niega a dar solución a los puntos contenidos en nuestro pliego de reclamos!
Tras la advertencia del máximo centurión sindical, se procedió a hacer un estudio analítico de la situación económica de Textiles Alpaca. Y el resultado vino a causarnos asombro ya que daba a entender que la empresa estaba pobre, sin saldos a favor de caja y banco y para colmo sumida en deudas cuantiosas.
– ¡Los patrones han fraguado los libros de contabilidad en provecho propio! ¡Los balances de ningún modo se corresponden con la real actividad de la empresa!
El Sindicato justificó así el inicio de una nueva etapa de enfrentamientos con la empresa.
Pero la represalia llegó enseguida. Mediante un comunicado el mando patronal hizo pública una relación de veinte trabajadores -en la que yo estaba incluido- que a partir de la fecha y por causa de "disminución de la producción" quedábamos fuera de la empresa. Ante este despido que nos parecía injustificado, los obreros afectados nos quejamos ante los gerentes de la empresa: "¿Qué será de nosotros? ¡Tenemos familia que mantener!". Pero ellos hacían oídos sordos a nuestro clamor. Entonces, el Sindicato adoptó una drástica medida: la toma inmediata del local fabril.
Yo, apenas recibí la consigna, corrí como un chasqui exclamando a todo pulmón: "¡Todo el personal plegarse a la toma de la fábrica!" Durante el desarrollo de esta medida, las secretarias que laboraban en las oficinas se resistían a suspender sus funciones. Tuvimos que amenazarlas con tomarlas de rehenes en la presente disputa si no cumplían nuestra orden. Ellas se asustaron y abandonaron el edificio cuyas puertas atrancamos enseguida con máquinas, varas de metal y otros pesados objetos. Por su parte algunos trabajadores se subieron a la azotea del pabellón principal y colocaron allí banderas con lemas alusivos a nuestra causa.
– ¡Viva la lucha del trabajador obrero!
La gente que transitaba por aquella cuadra de la avenida Argentina se detenía un instante a oírnos y observar con curiosidad la vorágine de pancartas escritas que habíamos colocado en lo alto del edificio para exigir públicamente el respeto a nuestros derechos laborales. En realidad luchábamos con ímpetu no solo contra el despido propuesto por la empresa sino también para que ésta nos diera un trato más justo y favorable; ya estábamos cansados de soportar en silencio sobre nuestros lomos el pesado trabajo productivo a cambio de un mísero salario y sin recibir paga adicional por las horas extras trabajadas.
Pero la toma de Textiles Alpaca vino a ser repelida por un escuadrón de policías que por orden superior intervino en el conflicto. Los líderes sindicales fueron detenidos por los gendarmes y recluidos en una comisaría limeña. La empresa los denunció ante la Fiscalía con los cargos de "abuso de autoridad sindical, maltrato a los obreros no sindicalizados y vejaciones cometidas contra las empleadas administrativas" y además los despidió automáticamente. De igual modo, la empresa ratificó el despido de los veinte obreros -incluyéndome a mí- cuyos nombres estaban en la primera lista publicada. Esta medida me hacía perder definitivamente mi condición de obrero asalariado.
Los trabajadores afectados por el despido masivo pensamos en la posibilidad de recurrir a la vía judicial para impugnar esta resolución de la empresa, pero finalmente desistimos de hacerlo porque un abogado nos dijo que veía difícil que pudiéramos ganarle el juicio a una empresa cuyos responsables nos habían rescindido el contrato ateniéndose a una cláusula del documento que les confería facultad para darnos de baja cuando concluyera la obra o servicio determinado para la cual nos habían contratado.
Por la noche, tras beber una cerveza para darme valor, volví a casa y le conté a mi mujer lo sucedido. Ella puso una carita de tristeza y preocupación. "¿Y ahora qué vamos a hacer?", me preguntó. "Ya encontraré otra chamba", le respondí con cierta decisión.

Un mes pasó volando y yo no había vuelto a encontrar trabajo. Tampoco tenía ya dinero para afrontar los gastos de comida familiar, ni para los apremiantes pagos de alquiler de piso, recibos de agua y luz, y mucho menos para la compra de pañales y medicinas para mi hijo. Para redondear mi mala suerte, el dueño de la finca me envió una circular informándome que por motivo de reformas de inmueble no iba a renovarme el contrato de alquiler del piso que yo ocupaba con mi familia y que, por lo tanto, debíamos abandonarlo en un plazo de dos meses.
Obligado por la más acuciante necesidad económica tuve que retomar la actividad de vendedor ambulante. Mi mujer y mi hijo me acompañaban a veces al centro limeño a vender los polos, las medias y otra ropa de temporada que yo adquiría por kilos en los remates de las tiendas y algunos talleres artesanales del distrito del El Porvenir.
Nos deslizábamos con soltura en el difícil mundillo del comercio callejero, siempre manteniendo las buenas costumbres para evitar una caída estrepitosa hacia la degradación moral. Entre el oleaje de gente que inundaba Lima, por entonces una ciudad herida por las bombas que lanzaban los grupos terroristas y las balas represivas de la policía, tropezábamos con rateros, prostitutas, fumones, locos, mendigos y gente de toda condición social. Nosotros esquivábamos el peligro latente en las calles y buscábamos el gesto accesible de algún cliente. Así nos ganábamos humildemente la vida.
Dentro de la pirámide establecida por los eruditos economistas de la sociedad en la que estábamos inmersos mi familia ocupaba el peldaño más bajo. Mi mujer y yo carecíamos de un salario fijo, teníamos pocas posibilidades de llegar a tener una vivienda propia y de llegar a alcanzar una vida digna. Pero nosotros ya nos habíamos acostumbrado a vivir de esta manera. Habíamos aceptado nuestra pobreza y convivíamos con ella.
Como comerciantes ambulantes andábamos por todo Lima desplegando un gran esfuerzo físico, lo que nos enseñaba a valorar sobremanera nuestras pequeñas ganancias. Mi mujer, con mucha ilusión, separaba algunas monedas ganadas en las ventas diarias y las guardaba bajo el colchón de la cama. Era un ahorro familiar que, por desgracia, se nos esfumaba pronto de las manos ya que nuestros gastos eran mucho más fuertes que nuestros ingresos. Un día Flor de María no pudo más y explotó:
– ¿Hasta cuándo seguiremos así? Lo poco que ganamos no nos alcanza para vivir. Y lo que es peor, de aquí nos van a botar pronto.
Yo entendí perfectamente su honda preocupación.
-Sé que tenemos los días contados en este apartamento. Pero, tranquila. Buscaré un lote o un terrenito para nosotros.
-Tienes que moverte rápido, querido -suspiró ella-. No quiero verme otra vez con mis cositas tiradas en la calle.

Recogí la angustia de mi mujer y empecé a recorrer las calles de los barrios ubicados a las afueras de la ciudad. A veces, cansado de caminar por aquellas vías aledañas, tocaba las puertas de los pobladores para preguntarles con voz anhelante si sabían de algún lote que estuviera vacío y lo estuvieran vendiendo a bajo precio. Por suerte, mientras indagaba por el barrio de Mirones Bajo alguien me avisó que al otro lado del río Rímac estaban vendiendo terrenos a precios módicos. Presto fui hacia allá. Me enteré entonces de que una Asociación de Pobladores estaba inscribiendo -previo pago de cien soles- a los interesados en tener su lote propio en aquel descampado que se extendía hacia el oeste y cuya tierra se notaba buena a pesar de la proliferación de arena y piedras que antaño había arrojado el río al paso de sus aguas.
Como tenía algo de dinero en el bolsillo adelanté parte de la cuota y me inscribí en esta organización que presidía un hombre de unos cincuenta años, bajo, grueso y poseedor de una voz de tenor con quien hice pronta amistad. Él me contó, el mismo día que nos conocimos, que el inicio de su labor de dirigente popular se remontaba a la época en que participó como líder de una milicia de campesinos en la toma de tierras en la Sierra Sur del país. Había luchado por la reforma agraria contra la burguesía terrateniente que explotaba las mejores tierras de la región en beneficio propio y sin importarles las condiciones de vida de los campesinos. Me dijo que conocía al trotskista Hugo Blanco y a algún otro ex-dirigente campesino que hoy ostentaban bien remunerados escaños en el Congreso.
– ¿Por qué se vino a Lima?- le pregunté por curiosidad.
-Por motivos políticos. Me vine huyendo de los cachacos que me confundían con uno de los guerrilleros del M.I.R y me buscaban para liquidarme. Ahora vivo en el más puro anonimato, por los extramuros de la capital.
Tras relatarme parte de su vida, el viejo volvió a centrarse en el asunto que nos interesaba.
-Venga usted a todas las reuniones y cumpla con sus cuotas de asociado. Sólo así conseguirá su lote.
-Así lo haré don Juvenal Condori -le dije-. Y gracias por su recomendación.
Más tarde, cuando le conté a mi mujer lo sucedido me abrazó emocionada: "No dejes de ir a las reuniones -me aconsejó-. Debes andar detrás de ese dirigente". Por toda respuesta, posé suavemente mis labios en su primoroso rostro de mujer buena y fiel y la besé con cariño.