MEDIODÍA EN TOULOUSE
MEDIODÍA EN TOULOUSE
Un día de primavera, en víspera del puente de Mayo, mi novia y yo decidimos alquilar un coche en Barcelona y cruzar la frontera con Francia, para así desconectar de la agobiante rutina. Pasamos raudas horas, en plan turístico, por campiñas y pueblos catalanes y galos, haciendo paradas cada dos horas para descansar y comer algo. Todo iba bien en el trayecto, nos entreteníamos contándonos chistes u oyendo música de Jennifer López y Beyoncé, de las que mi novia era fan. A ratos charlábamos, sobre incidencias en el trabajo y otras ocurrencias de nuestra vida cotidiana. Ella estaba tranquila, lo que era un buen indicio de que el viaje seria grato.
Pero, en una bonita colina de Montpellier, a donde subimos para hacernos fotos, ella se enojó conmigo por no tener a la mano un paraguas, me amonestó por no haber previsto que la lluvia estropearía su lindo pelo pintado. En la frondosa colina donde antes de su enfado me había jurado infinito amor me dijo que era un tío poco intuitivo, nada precavido y otras cosas que ahora no recuerdo.
De vuelta al coche, no obstante, se tranquilizó y volvió a perdonarme. Y, en el camino, otra vez, la deleitosa sensación de la música y el verdoso paisaje que nos envolvía; a mí me hacía evocar instantes románticos y respirar aires de libertad. En Perpiñan, bajo un límpido cielo, ella volvió a besarme con ardor en los labios. Pero lo hizo poco antes de culparme de su cansancio por hacerla viajar en vehículo en vez de avión y por mi falta de atención a sus gustos. ¡Cuanta tolerancia ponía de mi parte! sólo porque la amaba y no podía concebir la vida sin ella.
En Toulouse, punto final de nuestro destino, ella volvió a reprocharme por haber elegido un hotel feo, una ratonera como habitación y pequeñas camas separadas, donde además no se podía dormir a causa del ruido producido por el paso de vehículos y los gritos de la gente que se agolpaba a comer y beber en el bar restaurante ubicado en la planta baja del edificio. Me metió una bronca descomunal, que duró toda la noche por no haberla llevado a pernoctar a un hotel de categoría.
A la mañana siguiente, cuando se le pasó el enojo, salimos a pasear por calles parecidas a las de otras ciudades de Europa, con viejos puentes tendidos sobre algún ancho río serpenteando silencioso entre los bulevares locales y, en medio de todo, la fría niebla y la lluvia que nos hacían tiritar y dificultaban la visibilidad.
En una escalera pública cercana a un parque nos hicimos fotos, bien abrazados, con las puntiagudas torres de una catedral detrás y el paraguas abierto sobre la cabeza, y más allá, delante de una estatua de hombre, otra toma, esta vez sin paraguas ni chaquetas porque había cesado la lluvia y un tenue sol entibiaba el ambiente.
Para ahorrar tiempo y poder seguir disfrutando de las vistas de la ciudad, la invité a comer algo ligero en un chiringuito. Saboreamos hamburguesas con ketchup y mostaza y refrescantes gaseosas. Pero, luego al retomar la ruta turística, ella empezó a sentir retortijones en el estómago, al parecer la comida le había sentado mal. Y, pronto, volvió a culparme de su indigestión, de haberla llevado a comer porquerías en un quiosco sin considerar que ella tenía el estómago fino y solo aceptaba comida buena de restaurante. Se sentó al borde de una ancha acera de avenida y me ordenó, con rostro avinagrado, que le trajera volando el coche porque estaba moribunda y no podía más.
“Sí, cariño”. Presto corrí en busca del vehículo. Rogaba a Dios porque no le diera gastroenteritis y tuviera que llevarla de urgencia al hospital. Pero, cuando volví, la encontré sonriente junto a la estatua de Juana de Arco, haciendo poses ante su cámara fotográfica que había prestado a un transeúnte para que le hiciera fotos en el lugar. Supuse que le había pasado el malestar, aunque ella no me dijo nada, ni cuando subió al coche ni cuando volvió a bajarse de prisa pidiéndome que la siguiera porque quería hacerse fotos junto a un caballo que estaba parado al borde de una acera saturada de vendedores ambulantes.
Ninguno de los dos previó la reacción del dueño del animal, que al verla acercarse con una cámara en la mano pensaría en Dios sabe qué cosas, por eso la esperó con los brazos en alto y le dijo algo en idioma francés que ella no entendió y yo tampoco. Me puse a discutir, en castellano, con el tipo francés, y al no haber entendimiento entre ambas partes, mi novia se quedo sin fotografía. De vuelta en el coche, la desairada me culpó en voz alta por mi falta de cultura y no saber hablar francés.
Cuando retornó la paz, paseamos por el exterior de la catedral de Saint Etienne, junto a la cual ella posó sonriente y despechugada, con su busto prominente y sus caderas ondulantes, y luego nos subimos en un barquito para cruzar el canal de la Garonee. Más cuando esperábamos que se abriera una puerta mecánica que iba a permitir el paso del bateaux, ella volvió a amonestarme por no haber cogido otro crucero, uno mejor que había visto y que no hacía paradas y seguía su ruta a lo largo del río. Dijo además, con remilgos de niña, que en ese bote daban comida y en este en cambio no había este servicio. ¡Santa paciencia la mía!
Tras el paseo por el río, dimos vueltas por la ciudad, a pie, desde el Pont de Saint-Michel hasta el Pont de Sant-Pierre, cruzando por callecitas con nombres de personajes franceses. Luego, para dirigirnos al parking donde teníamos el coche, ella se empeñó en que la siguiera por el camino que consideraba más corto. Esta vez me opuse, porque según el mapa había otra ruta más corta. Al final se molestó y marchó por su lado y yo me fui por el mío. Por lógica llegué primero al parking, y cuando salía de allí conduciendo el vehículo, me llamó para reprocharme por haberla dejado tirada en la vía, dijo que yo era un desalmado, era imperdonable lo que había hecho con ella, y que viniera a recogerla de una esquina del boulevard de Strasbourg a donde había ido a parar por su capricho.
Fui a verla, a la brevedad posible, pero no la encontré en el sitio indicado. Yo no sabía que hacer. Sentí temor al pensar que podría perder a mi amor en una ciudad desconocida. Por suerte ella volvió a llamarme al móvil, pero esta vez para decirme con una voz entrecortada por el llanto que lo nuestro se acabó. “Paco, quiero estar con un hombre que me dé la razón y me obedezca en todo y no con uno, como tú, que no me respeta y me hace sufrir” me dijo, y que se volvía sola a Barcelona y no la buscase más porque tampoco quería verme.
Aquello fue el detonante que hundió el mundo a mis pies. Y aunque era de día me parecía que era de noche porque todo lo veía negro. Me sentía culpable y los remordimientos se apoderaron de mí. La llamé a su móvil para pedirle perdón pero no obtuve respuesta. Desesperado, indagué entre la gente que andaba por el lugar si habían visto a una chica con las características de mi Manuela, pero fue en vano. Luego busqué a un policía para denunciar la desaparición de mi novia extranjera en esta ciudad pero el uniformado no entendió mis súplicas y tampoco resolvió mi problema.
Al caer la noche, exhausto, tras merodear por las estaciones de trenes y autobuses y dar mil vueltas por las avenidas de esta ciudad, entendí que ella se había cansado de mí y me había dejado. Mi viaje de turismo y placer se había convertido en uno de tristeza y soledad. Mustio y resignado, por la dura experiencia vivida, enrumbé hacia Barcelona. Sí, fue en Toulouse, un mediodía, cuando mi gran amor me dejó para siempre rompiendo la bonita ilusión que ardía en mi corazón.