EL PROVINCIANO ERRANTE
Ollanta andaba solo por el mundo, sin más guía que sus siempre orgullosos pasos. Aquella tarde, mientras vagaba por la avenida Emancipación, observaba el vertiginoso movimiento humano en el seno de la metrópoli limeña que era una especie de imán para la gente del interior del país que llegaba por miles con el sueño mítico de alcanzar una vida mejor. La realidad, sin embargo, era muy dura para los provincianos que habían desembarcado en la capital; muchos de ellos, prácticamente forzados por la necesidad de ganarse el pan, montaban sus pequeños negocios en las vías públicas. Por aquel tiempo – finales de la década de los 70- la cantidad de vendedores ambulantes que invadían las calles limeñas era impresionante.
EL PROVINCIANO ERRANTE
Ollanta andaba solo por el mundo, sin más guía que sus siempre orgullosos pasos. Aquella tarde, mientras vagaba por la avenida Emancipación, observaba el vertiginoso movimiento humano en el seno de la metrópoli limeña que era una especie de imán para la gente del interior del país que llegaba por miles con el sueño mítico de alcanzar una vida mejor. La realidad, sin embargo, era muy dura para los provincianos que habían desembarcado en la capital; muchos de ellos, prácticamente forzados por la necesidad de ganarse el pan, montaban sus pequeños negocios en las vías públicas. Por aquel tiempo – finales de la década de los 70- la cantidad de vendedores ambulantes que invadían las calles limeñas era impresionante.
Con paso lento y cansino desembocó en la Plaza de Armas. Pasó mirando los pétreos dragoncitos de una pileta que arrojaban por la boca hilos de agua cristalina que al caer y estrellarse con el agua contenida en la fuente producía la expulsión hacia el exterior de finas gotas de agua. Halló una banca solitaria y allí se sentó, con su fatigado lomo doblado hasta la cintura, los brazos cruzados y la barbilla apoyada en la superficie de su viejo y raspado morral. Contemplaba las columnas arquitectónicas de aquel palacio de puerta enrejada y cúspide embanderada, en cuyo patio interior una legión de soldados vigilaba el orden. Él no sabía que en esta casa, ungida de poder, vivía el presidente de la república. Hacia el lado derecho, el ovalado campanario de la Catedral de Lima proyectaba una sombra tenue sobre aquella serie de santos y vírgenes de yeso que sobresalían de la fachada de este decorado edificio. Sobre las cabezas de estos seres angélicos, que sostenían crucifijos y miraban al cielo en señal de oración, palomas traviesas sacudían sus alas con desparpajo. Otros pajarracos volaban más alto, e iban a ensuciarse por entre las cúpulas santuarias que imponían un respeto religioso a quienes transitaban por este lado de la ciudad.
Permanecía inmóvil en aquel banco solitario de la Plaza, meditando con preocupación sobre su futuro: ¿A donde iría? ¿Qué haría? Supuso que si volvía al oficio de lavador de automóviles, el tal Mono y su pandilla, que a esta hora ya sabrían de la detención de su amigo Mulato, seguramente le acusarían de ser el causante de la desgracia de éste y no le permitirían acercarse siquiera a la Plaza Castañeta. Sólo le quedaba una opción: ir a pedir mercadería a los mayoristas de periódicos, aunque por este lado corría el riesgo de que ellos no lo reconocieran como cliente y desatendieran su pedido. A la luz de los faroles públicos, dos policías gigantescos le cayeron por sorpresa y, sin mediar explicación, le increparon: “¡Márchese de aquí! ¡No queremos ver sospechosos frente al palacio del presidente!”. Ahuyentado de la Plaza de Armas por los custodios del orden público, echó a caminar sin rumbo por la ciudad.
A la caída del crepúsculo, mientras buscaba un escondite donde pasar la noche, tuvo la suerte de hallar un manojo de ropa vieja en la puerta de un convento; con estos trastos se fabricó una cama regia en donde luego recostó sus pesares de hambriento y sus huesos ateridos por la humedad. El haraposo se preparó para dormir, con su cuerpo maltrecho recubierto de trapos hasta la cabeza peluda, de cuando en cuando apretaba sus manos, que tiritaban de frío, escondiéndolas aún más entre sus muslos huesudos. Se durmió el pobre necesitado, con la idea fija de madrugar mañana para ir en busca de diarios y revenderlos pronto al público para comprarse comida.
Con el tiempo se había formado una especie de lazo íntimo que unía a Ollanta con la calle. Golpeado desde temprana edad por la doble fatalidad de su destino: huérfano de padres y pobre abandonado. Se había acostumbrado a no ver en el mundo otra cosa que no fuera la calle, que había sido para suerte suya y a medida que entraba en años: la casa, la patria, el universo. Una armonía misteriosa había surgido entre él y los largos caminos que lo conducían a donde un provinciano errante podía conseguir algo para afrontar el hambre: los puntos callejeros de compra y venta de periódicos y las paraditas de vendedores ambulantes. Había surgido un acoplamiento casi perfecto entre su infinita soledad y las anchas veredas mundanas, una consonancia connatural entre la copiosa lluvia que a veces lo empapaba por fuera y el llanto incesante que chapoteaba en su alma mientras vagaba, como un perro abandonado, por el mundo. Se diría que Ollanta, durmiendo a salto de mata donde le cogiera la noche, comiendo lo que podía obtener de sus andanzas diurnas por los alrededores de los mercados y haciendo sus otras necesidades vitales en la mera vía, llegaba a formar parte integral de la calle.
Los jirones del centro de Lima se habían convertido en su barrio, su ámbito de trabajo y núcleo de su vida cotidiana. Y a la fecha, siendo un hombre joven todavía, pensaba como los viejos vagabundos, vestía andrajos y comía chupándose los dedos con la avidez de un hambriento. Ollanta, en sus momentos de melancolía, creía ver en los ocupantes de las vías públicas a los vecinos que antaño había tenido, a las amistades que se habían perdido, a la familia que se había extinguido. En las paraditas de pequeños comerciantes percibía una cálida residencia casera, con agrupaciones de gente que, al igual que él, comían, dormían y vivían en la calle. Se producía el ayuntamiento singular entre un hombre pobre y su entorno social asimismo pobre. A la pobreza heredada de un pasado colonial vergonzoso se sumaba la pobreza traída a la ciudad por la gente venida del interior del país. En Lima se concentraba el Perú entero, el país de “Todas las Sangres” –haciendo referencia al título de la novela de José María Argüedas–, con sus nuevos habitantes sumidos en la necesidad de practicar el “cachueleo” para sostenerse, para tener qué comer, cómo vestirse, en fin, para no sucumbir en una ciudad donde además se vivían momentos intensos de agitación social, de agresividad política y decadencia económica, situación que afectaba al ánimo y hacía perder la confianza en los ciudadanos.
La gente del pueblo sufría hambre, falta de trabajo y la imposibilidad de llevar una vida digna. No obstante esta penosa realidad, Ollanta no perdía la esperanza de alcanzar una vida mejor; de momento ya se había adaptado al intrincado ambiente de la capital. En sólo tres meses de residencia en la vieja ciudadela, conocía ya los misterios que encerraban sus obscuros callejones, sus intrincados jirones cruzados que conformaban el laberinto peatonal. De la Lima de aquella época, no había plaza, rincón ni antro que él no hubiese visitado, desde las covachas de pilluelos de bajo el Puente Santa Rosa, las tétricas guaridas de vagabundos de la Plaza Italia, hasta los callejones de dudosa reputación de Barrios Altos. Había correteado como una rata en busca de amparo por las riberas del río Rímac, se había refugiado como un gato entre los muros de las vetustas mansiones abandonadas, y otras veces, había dormido acurrucado y compartiendo manta con otros mendigos a las puertas de las casas comerciales, junto a los portales de las iglesias católicas y en las frías bancas de los parques. Era uno de tantos pobres de la ciudad que a falta de vivienda pernoctaba a la intemperie; era un pobre diablo que se resistía a morir. Por eso, durante el día volaba como un pájaro de ómnibus en ómnibus ofreciendo sus periódicos a cuánta gente divisaban sus ojos anhelantes. Pregonaba sin cesar: “¡El Comercio! ¡Última Hora!”
Pero no sólo su cuerpo se había amoldado a la calle sino también su alma, triste y solitaria en la ancha faz de la tierra; un alma tirada al abandono desde hacía años, muy parecida a la de Robinson Crusoe en medio de la isla desierta. Muchas veces, cuando le atacaba la angustia y la desolación, se esforzaba por acallar su humano dolor. Y para liberarse, levantaba los brazos al cielo y decía en voz alta. “Dios mío, calma el profundo dolor de mi alma. Dame una fuerza interior que sea recia e inagotable. Conviérteme en un ser redentor de todos los hombres pobres y abandonados de la tierra”. Y, mientras deseaba con todo su ser que El Señor le concediera esta divina gracia, lloraba en sus adentros de un modo indescriptible.
El carácter de Ollanta era peculiar, con una tendencia paulatina hacia el hermetismo. Solía mantener en virginal reserva sus intimidades y secretos, lo que iba acorde con su naturaleza introvertida y soñadora, aunque poseía una fuerza cerebral que azuzaba continuamente los impulsos de su noble corazón. Se había creado su propia torre de marfil, y en ésta mantenía guardados, como en un cofre de oro, y casi nunca los sacaba a relucir, los rayos vivificantes de la alegría, los sentimientos dulces del amor, el anhelo vehemente de ilustrarse y elevar su cultura. Vivía inmerso en una especie de noche profunda, pero sin perder la esperanza de hallar alivio para su sufrimiento, una posibilidad de solución a sus problemas económicos. A pesar de sus humanos desastres, mantenía la ilusión de encontrar su verdadero camino en la vida; ambicionaba acallar con su triste sombra las tinieblas que de la tierra al cielo lo envolvían; el pobre buscaba un ínfimo retazo de luz proveniente de un mañana mejor.
Por otro lado, los continuos golpes y latigazos recibidos en su vida peregrina, habían endurecido su cuerpo. En la superficie de su piel se había formado una corteza densa y fuerte que parecería protegerlo de todo ataque exterior. Su rostro se asemejaba a una máscara fiera e inflexible, y en su mirada había un brillo sombrío que imponía respeto a los demás. Con su andar lento y cansino, arrastraba la indumentaria raída a lo largo del metro setenta centímetros de su estatura; también sus ademanes, algo opacos, iban en complemento con su rasgo propio de persona sufrida. Todo ello era suficiente para que algunos, al verle por la calle, lo catalogasen como un tipo extraño.
Pero al margen de tales consideraciones, un hecho increíble se producía en su corazón y en su cerebro. Era un hombre sensible a toda manifestación de sufrimiento, incluso al ajeno, y además era contrario a toda muestra de injusticia e ignorancia. Desde que había descubierto la prensa escrita como fuente de información cultural, aprovechaba los descansos que le permitía su faena y leía todo cuanto le llegaba a las manos, sobre todo las innumerables noticias de los periódicos y las revistas que comercializaba a diario. Así daba luz a su entendimiento y propugnaba la aplicación de la razón en todos los órdenes de su vida. Su nivel de ilustración iba en aumento, a pesar de haber abandonado los estudios secundarios hace muchos años.
A sus continuas lecturas se añadían sus experiencias vividas, lo que le hacía meditar sobre un tema determinado hasta profundidades infinitas; a veces su amplia imaginación lo transportaba por mundos mejores, como si fuera un filósofo visionario. Al dejar expansionar su espíritu, se encontraba de lleno con la miseria que atenazaba la vida de su pueblo. Reflexionaba con malestar sobre la realidad peruana y terminaba acusando al sistema capitalista de ser el culpable de que el país estuviera metido en una caótica situación económica y política. Y en este punto pensaba que hacía falta la aparición de una generación joven en el ámbito político; hacía falta gente honesta y trabajadora que se comprometiera a llevar adelante al país, políticos con una mentalidad nueva, que se preocuparan por el buen funcionamiento de los ministerios, que hicieran buen uso de los presupuestos destinados a los sectores productivos, que pusieran en práctica políticas de creación de empleo, de abaratamiento del costo de las viviendas y las medicinas para los trabajadores, de distribución de alimentos para los que no tuvieran trabajo y afrontaran pobreza extrema. En fin, hacía falta una administración pública justa y eficiente, que se preocupara por el bienestar de la población. Porque el actual régimen con sus leyes promulgadas por ineptos descendientes de la alta burguesía sin vocación política y servidores del interés económico de los poderosos, afectaba a la población haciéndola cada vez más pobre. Contra tal aberración histórica, Ollanta asumía el reto de convertirse en revolucionario del mundo; mientras mil sensaciones de iluso político capturaban su ser.
Estimaba a todos los hombres de su pueblo, como si fueran sus hermanos; y por los que sufrían hambre y desolación, por los más pobres y necesitados, como él, sentía un amor fraternal emparentado con una honda solidaridad. Su humanismo desinteresado crecía paralelo a sus ideas políticas, aunque en sentido opuesto a las normas de la religión católica que abrazaba desde que había sido bautizado por sus padres. Le había pedido a Dios que le perdonase su pecado de tener fe en el estallido de una revolución social que aniquilase a la vieja sociedad. En su interior, alimentaba la esperanza de que un Gobierno de corte izquierdista pudiera construir una sociedad nueva, donde no cupiesen la pobreza, la ignorancia, ni la injusticia social.
Y así, persiguiendo sus quimeras de idealista, sus pasos casi perdidos lo llevaron un día a la sede de un partido político. Sin pensarlo más se afilió a esta agrupación que propugnaba la teoría y la práctica de la ideología comunista. Desde entonces, en las reiteradas tertulias con aquellos que pensaban como él, hablando de la obra trascendental del “Amauta” Mariátegui, del legado filosófico de Carlos Marx y del liderazgo admirable de Lenin, su rostro cuasi hierático envuelto por su melena de león, se hizo conocido entre sus camaradas. Con la inquietud de un intelectual, fortalecida por el anhelo de demostrarse a sí mismo que podía convertirse en un dirigente político, se apuntó a un curso de oratoria y, por otro lado, para estudiar a fondo la historia política de Rusia y su importante repercusión en el mundo, se enganchó a la biblioteca de la organización política. Leía con sumo interés cualquier cantidad de libros y publicaciones de contenido político; hasta que una tarde, mientras repasaba los escritos de un texto cuya circulación estaba prohibida por el Gobierno, se le nubló la vista. Sólo veía garabatos incoherentes en las páginas del libro. Alarmado por lo que le sucedía dejó su asiento y, dando tropiezos con el mobiliario y las personas que allí se encontraban, abandonó el local. A tientas subió a un autobús y consiguió llegar a un hospital público; pero allí tuvo que esperarse dos horas hasta que un oculista le hizo sentarse en una camilla y desde varios metros de distancia le mostró unas pancartas con letras poco perceptibles. El especialista, valiéndose de sus aparatos técnicos que incluía una enorme lupa, le hizo un examen minucioso a los ojos, además de otros chequeos pertinentes.
Se quedó espantado cuando el doctor le dijo que sufría de una propensa miopía; lo único que le faltaba es que fuera un corto de vista declarado por la ciencia médica. Abatido por una depresión repentina abandonó el hospital y luego, con el cuerpo hundido en la fría banca de un parque abandonado, agotó sus lágrimas de hombre sin dejar de lamentarse por esta nueva desgracia que debilitaba su ánimo. Después buscó consuelo en la profundidad de su ser racional. Y logró reanimarse al creer que su enfermedad no era tan grave y decidió seguir luchando por su vida. Siguiendo los consejos del oculista, visitó a una docena de tiendas ópticas, pero en todas ellas los precios de los anteojos que necesitaba eran inalcanzables para su bolsillo. En su desesperado anhelo por remediar su mal, llegó a pensar incluso en la posibilidad de robarle sus gafas a cualquier transeúnte. Por suerte, antes de llegar a tal extremo, se topó en el camino con un vendedor de baratijas usadas, quien, al conocer su mal, se ofreció a ayudarle. Este hombre cumplió su palabra y, a los pocos días, le suministró unos anteojos que parecían hechos a su medida; eran de procedencia ilícita, pero este detalle no le importaba en absoluto. Ahora veía mejor que antes; podía reconocer a alguien desde cierta distancia, distinguir claramente las monedas pequeñas de las grandes durante su comercio y además podía repasar los temas de los libros que le encantaban.
Provisto de sus gafas transparentes, Ollanta retomó con afán sus quehaceres cotidianos. Volvió a su trajín de canillita y, en sus ratos libres, a sus lecturas y capacitación para dirigente político. Tuvo que ahondar en el estudio comparativo entre el comunismo ruso y el chino que por entonces quería imponer su hegemonía en el orden político mundial. Era un tema polémico, que había hecho enfrentarse a conocidos dirigentes de la izquierda radical. Incluso ya se había formando un nuevo Partido Comunista que había adoptado la ideología maoísta y estaba incitando a sus militantes a desarrollar una “guerra popular” proveniente del campo a la ciudad. Ollanta examinó la política y estrategia de ambas corrientes consideradas “revolucionarias”, y se decantó por el legado de los dirigentes rusos. Se metió en el corazón el afán de los proletarios bolcheviques y, sin dejar de ser lo que era, se confesó marxista-leninista. Desde entonces, cuando se le presentaba la ocasión, durante sus recorridos por las paraditas de vendedores ambulantes, hacía un alto a sus ventas y proclamaba a los cuatro vientos lo que había aprendido en su cédula partidaria.
Su voz, emergente del fondo de su ser montado en rebeldía contra la sociedad de su tiempo, se volvía rugiente como la de un león. Una noche, nuestro alocado canillita venía por el jirón Azángaro, con su irrisoria figura envuelta por las sombras presentes en la antigua Ciudad de los Españoles. Pronto se detuvo a observar a una mujer que condimentaba con sal, pimienta y ají molido unos trocitos de carne ensartados a cortos y afilados palillos, mientras los exponía al fuego lento de su parrilla. Cuando ella consideraba preparados los anticuchos, los colocaba en platos junto con una porción de camote y ordenaba a una muchacha, que parecía ser su hija, que los alcanzara a quienes estaban de pie apurándolas con gestos impacientes. Otros comensales, sentados en bancas degustaban ya las porciones de anticuchos que les había servido la atenta joven. Parado junto al quiosco, con su figura astrosa y espeluznante, llamaba la atención de algunos comensales que empezaron a carraspear con sonoridad dando a entender la desconfianza que sentían hacia su persona.
Ollanta, sin hacer caso a las insinuaciones, mantenía su mirada fija en la atenta muchacha; no se atrevía a pedirle una porción del típico platillo peruano simplemente porque no tenía una sola moneda en el bolsillo. Más, de pronto, notó con sorpresa que la chica, sin prestar oídos a los prejuicios tontos, le miraba amistosamente invitándole a ocupar un pequeño banco, junto a la mesa principal del negocio. “Venga, joven –le dijo, con gesto cordial–, acomódese por aquí.”Animado por el tono amistoso de la vendedora, dio unos pasos tímidos y ocupó el banquillo señalado. Pero, al considerar que su actitud era errónea, dejó su asiento y se dirigió hacia quién le traía ya servido en plato grande un humeante y oloroso anticucho. “No tengo dinero –musitó–. Sólo podría pagarle mi consumo con la mercadería que vendo.” Sacó de su atado una revista de tipo cultural y la puso al alcance de la chica, la cual, tras un corto titubeo cogió la revista y le dijo que iba a consultar su propuesta con la señora que estaba sazonando los anticuchos en la parrilla. Al volver de su entrevista, todavía con el plato servido para él asido de una mano y cogiendo la revista en la otra mano, ella le dijo que podía retomar su asiento ya que su madre había aceptado el trueque.
Ollanta vibró de emoción ante este humano gesto y, sin poder evitarlo, sus ojos miopes se llenaron de lágrimas. Con la voz entrecortada, le dio las gracias por prestarle auxilio. Luego, mientras comía, con apetito voraz, su ración de anticuchos, no dejaba de apartar su corta vista del plato para admirar el manantial de humanidad que parecía brotar de la joven. Tenía mirada de ángel, modales exquisitos y una voz que sonaba cálida y dulce en medio del ruido producido de gente que prefería apaciguar el hambre de la noche con una barata porción de anticuchos. Observando a la joven, reparó en que su timidez hacia las mujeres había desaparecido.
Pensaba en el modo de devolverle el favor a aquella que atendía al público con fina cortesía. Se le ocurrió entonces ayudarla en su tarea. Tan pronto terminó de comer, se puso de pie y, ante la sorpresa de la chica, con rápidos y voluntariosos movimientos de mano, recogió su plato y los otros platos que los comensales habían amontonado en las mesas, separó de éstos los huesos y desperdicios y los llevó hasta la bolsa de basura que se veía aparcada en un extremo del quiosco. Cualquiera al verle habría pensado que era el mesero de aquella parada callejera.
“Gracias joven por su ayuda”. Al oír la voz melodiosa de la chica, que estaba igualmente atareada, se volvió y le sonrió con simpatía. Sonrió también a la señora que junto a su fogón callejero preparaba con afán los continuos pedidos de sus clientes. Después, la bella que había estado hablando con su madre vino a decirle que con la suma del valor de su interesante revista y de su valioso servicio prestado había ya pagado el equivalente a su consumo, así que podía marcharse a su casa.
–No tengo casa –dijo, mirándola con desolada tristeza–. Mi mundo es la calle y sobrevivo con mi pequeño negocio.
La muchacha, que además de noble parecía inteligente, le dijo conmovida:
-Ay, señor, ¿cómo es posible que usted no tenga a nadie en este mundo?
Y sin esperar a que Ollanta le respondiera, giró el cuerpo en redondo y con aire pensativo avanzó hacia la vieja cocinera, con la cual se puso a hablar luego en voz baja. Al volver, la chica le dijo con gesto fraternal:
–Mi madre y yo lo vamos a ayudar en su búsqueda de acomodo. Pero a cambio usted tendrá que trabajar algunas horas diarias en nuestro quiosco.
–Dios se lo pague, señorita.
Ollanta saltó de alegría, dispuesto a laborar en el puesto de anticuchos. Y, esa misma noche, atento y servicial, hizo de camarero auxiliar y de fregaplatos. Hacia las dos de la mañana, el obediente empleado recogió la pesada parrilla, la media docena de bancas, las canastas repletas de ollas, fuentes, cubiertos y otros utensilios del negocio y los acomodó en el triciclo de las cansadas vendedoras, por detrás de quienes, avanzó luego empujando el sobrecargado trípode, hasta un depósito de carretas de vendedores ambulantes que funcionaba en la parte baja de un añejo edificio.
Tras poner en resguardo el triciclo repleto de cosas, Ollanta siguió por detrás a las dos mujeres que subían ya por las escaleras de aquel edificio. Al llegar a la segunda planta, se sorprendió ante las numerosas filas de sacas atadas y cajas precintadas que estaban recostadas a las paredes interiores del local y que parecían contener todo tipo de mercadería. Vio también los rostros adormilados de algunas personas que hacían guardia junto a los paquetes. Esta gente saludaba a la señora que caminaba junto a su hija arrastrando sus chancletas y de cuando en cuando tosiendo con dificultad.
Al llegar junto a una puerta alta y decrépita, la señora se volvió para decirle con acento maternal:–Bienvenido a este humilde hogar, muchacho. Tendrás techo y comida, siempre y cuando te portes bien con nosotras. Sólo te pedimos respeto y consideración. La bella hija de la matrona abrió la puerta y en seguida los tres ingresaron en la casa.
–Dormirás en la sala –le dijo la señora–. Este piso es pequeño y tenemos poco sitio. Eso sí, serás nuestro huésped, hasta cuando quieras. Ahora, mi Gabi y yo nos vamos a descansar.
Ollanta agradeció el gesto caritativo de las féminas, que luego desaparecieron por la puerta de una habitación contigua a la sala. Se puso a fisgonear aquella pieza diminuta, con elevadas paredes de adobe, una ventana pequeña y cuadrada que daba al pasillo del edificio y un piso de tablas raídas que temblaban a cada pisada. Junto a la pared destacaba una vieja vitrina conteniendo platos y copas, y en el centro de la sala había un par de sillas de patas firmes y una pequeña mesa de madera sobre la que reposaba un montón de revistas del Pato Donald, Tío Rico y Condorito. Se preguntó si la hija de la señora sería una consumada lectora de estos chistes que él, por supuesto, detestaba.
Mientras inspeccionaba los banderines con logotipos de un equipo de fútbol que estaban colgados de las tétricas paredes de la sala, reapareció la bella hija de la anfitriona. Venía trayendo en brazos un colchón redoblado y atado con una soga. Al vuelo le recibió el jergón, que en seguida desató y lo extendió en el piso junto a las patas de la mesa.
La chica le trajo después una frazada “Para que no sienta frío”, le dijo, antes de apagar la luz y dejar la habitación a oscuras. “Que pase buena noche, joven”, oyó de nuevo aquella voz angelical. Él suspiró, y le hizo eco con su voz cascada. Ya a solas en la bendita posada, se acordó de su madre. Juntó las manos y en silencio le dio las gracias por estar velando por él desde el cielo; luego, abatido por el cansancio, se dejó caer en el colchón y en menos de un minuto se quedó sumido en un profundo sueño.