MOVILIDAD PARA EL BARRIO

MOVILIDAD PARA EL BARRIO

MOVILIDAD PARA EL BARRIO

Al percatarnos, con alegría, de que había líneas de microbuses que, en fiel cumplimiento con sus cada vez más extensos recorridos, bordeaban ya los límites territoriales de nuestra comunidad, inducimos a los intachables dirigentes del Consejo Directivo de Perú Nuevo a ponerse las pilas de inmediato y gestionar ante las entidades a autoridades respectivas la propuesta vecinal para solucionar el problema de transporte. Se pedía, a gritos, que las unidades de transporte público incluyeran en sus nuevas rutas las principales calles de nuestra barriada.

Por suerte, un gremio de choferes de Lima oyó nuestro clamor. Y, en la reunión concertada con sus representantes, nuestros dirigentes, a fin de convencerlos, les arguyeron:

–Si ustedes nos envían sus microbuses, les juramos que cada día más de cinco mil personas estarán aguardándolos como si fueran las novias del pueblo.

– ¡De ninguna manera! –Respondieron–: ¡La Unión de chóferes no enviará sus buses por ahí, porque no hay pistas y el terreno está hecho una mierda!…

-¡Entiendan la necesidad del pueblo!, por favor. Y tengan paciencia, ¡el asfaltado de nuestras calles es un hecho!  El proyecto está aprobado, solo falta que la Comunidad Europea nos envíe el dinero.

–Que no. Cuando tengan sus calles pavimentadas nos avisan.

Y ante la reiterada negativa de aquella gente, nuestros delegados decidieron  abandonar la  reunión.

De vuelta en el poblado, los delegados nos comunicaron el fracaso de sus gestiones ante aquella entidad. Los vecinos, desalentados, empezamos a preguntarnos: “¿Qué hacemos ahora?” “La gente seguirá perdiendo horas valiosas al desplazarse desde sus casas hasta las alejadas avenidas por donde pasan los buses que van al centro de Lima.”

Nos mirábamos unos a otros con instigación. Teníamos la mejor intención, aunque sin la ayuda de los choferes federados había poca esperanza de aliviar el crónico mal. La falta de transporte nos obligaba a caminar varios kilómetros para tomar un bus y llegar de todos modos tarde a nuestros centros de trabajo. ¿Optaríamos por coger taxis? Era un lujo que no podían permitirse los que trabajaban como obreros, ni los que éramos pequeños comerciantes porque nuestros ingresos apenas nos alcanzaban para comer. La situación era pues complicada. ¿Qué podíamos hacer?

“La suerte está echada”, suspiró uno de nuestros consejeros con aire derrotado. Y añadió: “Nada podemos hacer” Todos estábamos tristes en nuestros asientos lamentando la suerte adversa, cuando, los rasgos indios del estibador Juano Yupanqui se iluminaron y con voz bronca se impuso en la sala:

– ¡Tengo una idea, señores! Mi tío Teófilo que vive en Barranco es dueño de varias camionetas. Podemos pedirle que nos alquile una o dos, por horas.

Los campiranos recobramos el aliento.

Hicimos venir de inmediato al empresario transportista y le explicamos nuestra situación: “No podemos esperar más. Necesitamos movilidad con urgencia. Mándenos sus Combis. Y si tienen tricimotos y taxis cholos también.” Le rogamos al hombre que pusiera a nuestra disposición sus vehículos a cambio de una tarifa diaria estipulada por el alquiler de los mismos que debía ser mínima ya que los gastos de gasolina y mantenimiento de vehículos correrían por nuestra cuenta. El empresario consideró magra nuestra oferta aunque, gracias a la intermediación de su sobrino al que estimaba sobremanera, finalmente la aceptó.

Al día siguiente, dos mini buses, uno de ellos sin parachoques delanteros y con sus asientos interiores despedazados y el otro sin espejos retrovisores y toda su carrocería destartalada, llegaron al polvoriento garo entre los vítores de quienes habíamos abandonado los cuchitriles para recrearnos con el acontecimiento. El padre Otoniel, a pedido de la Junta Vecinal, roció sobre las Combis unas gotas de agua bendita –según él traídas del río Jordán–, y “para protegerlos de choques o averías”. Luego, la misma Junta se enfrascó en la elección de los chóferes titulares de los vehículos. Y en este punto se armó una escandalosa disputa. Todo el mundo, desde los más pequeños hasta los más seniles, se autonombraba candidato y pedía las llaves de las Combis para encender motores y probablemente desaparecer del bajel como si fueran competidores de la Fórmula Uno.

La Junta apeló al orden general y acordó someter a un examen riguroso a los aspirantes –que no debían tener menos de dieciocho años ni más de sesenta–. Se valorarían las respuestas, en el mínimo tiempo posible, a preguntas como: ¿A qué velocidad pondría en marcha el vehículo? ¿Lo estacionaría en mitad de la calle si los paraderos estuvieran congestionados? ¿Movería el brazo por fuera de la ventanilla para indicar que va a girar a la derecha de la calzada? ¿Qué maniobra haría si el vehículo empezara a zapatear sobre la pista y hubiera peligro de chocar con otros vehículos o de estrellarse contra las casas? y otras interrogantes de tipo similar.

El proceso de selección se aceleró con este sistema  de puntuación. Y, finalmente, los examinadores otorgaron el permiso respectivo para la conducción de estos vehículos a dos experimentados hombres del volante. Y, a los pocos días, cuando el primer minibús empezó a rodar por las calles de Perú Nuevo, atendiendo a la necesidad de nuestra gente, los niños lo invadieron por detrás colgándose y descolgándose con facilidad de los parachoques traseros. El segundo carro saldría más tarde, entre la gritería de los niños y un mar de polvo callejero. Se le vio subir lentamente, con decenas de pasajeros apretujados en su  interior, hasta la cresta terruñal, y luego con más gente aún se le vio bajar la cuesta en picada dando tumbos zigzagueantes a causa del desnivel y los truculentos baches de la carretera.

Con un par de viejas Combis remediamos en algo el problema de la movilidad en nuestro barrio.