POSADA Y AMOR PARA UN SOÑADOR

               POSADA Y AMOR PARA UN SOÑADOR

               POSADA Y AMOR PARA UN SOÑADOR

Me sentía contento en la casa de mis tíos, por la grata compañía y además porque ellos estaban siempre dispuestos a brindarme su apoyo. A decir verdad yo nunca les pedía dinero prestado. Prefería no importunarlos con este tipo de solicitudes que sé que causan rechazo o indiferencia en muchas personas. Me las arreglaba de algún modo para evitar que las pocas monedas que me sobraban del viaje se me esfumaran de las manos; llegué al extremo de  reducir a cero los gastos en mi nuevo género de vida. Mientras tanto, trataba de hacer que mi presencia en aquella casa fuese lo más agradable posible. Desde el primer día me afané en ayudar a mis tíos con la limpieza, las compras en el mercado y otras ocupaciones domésticas. De manera servicial y activa pretendía justificar el gasto que les ocasionaba la pensión familiar que ellos buenamente me brindaban y que consistía en la total disponibilidad de una habitación, el disfrute a cualquier hora de los servicios de agua y luz y el derecho a todas las comidas diarias. 

Mi tía Julia era una señora alegre y habladora, lo cual no impedía que fuese una mujer  apegada a las disposiciones de su marido. Se desvivía por él y por sus dos hijos: Jorge –a quien llamábamos cariñosamente Coco– y Natalia. Tenía las cualidades de toda ama de casa: responsabilidad, animosidad, laboriosidad, lo que tampoco impedía que se diera un tiempo para ayudar a mi tío en el negocio que éste tenía montado en un mercado de la zona. Ella le llevaba la fiambrera todos los días, le ayudaba con la limpieza y el ordenamiento de los abarrotes dentro el quiosco haciéndolo más presentable al público. O bien le hacía de cajera durante las ventas que mi tío realizaba en su atractivo puesto de comestibles enclavado en el Mercado de Puente Dueñas.

Mi tío Américo poseía también un carácter alegre y dicharachero. “Ahora se vende hasta las piedras, sobrino”, me dijo cuando fui a verlo a su parada. Lo encontré envolviendo en trocitos de papel la pimienta molida que él hábilmente había combinado con otros condimentos. Era un comerciante sagaz que sabía explotar al máximo su pequeño negocio y por eso diariamente obtenía ganancias apreciables que le permitían afrontar con tranquilidad los gastos de mantenimiento de su hogar. 

En la primera carta que yo envié a mis padres les pinté ya el panorama de la ciudad capital: “La realidad aquí es dura, agitada, deprimente. La gente viaja apretujada en los microbuses que corren como locos. Son frecuentes los choque de vehículos, los atropellos a transeúntes, las broncas entre policías y motociclistas ya que éstos no aceptan las papeletas aún sabiendo que han cometido infracción. Por otro lado, las calles están copadas de basura. Los trabajadores de la limpieza no se abastecen para cumplir con su servicio o quizás están en huelga solicitando aumento de sueldos. Debo confesarles que Lima no es la urbe maravillosa que yo me había imaginado. En sus avenidas reina el desorden, la desorganización, el caos latente agravado con un pésimo servicio a la ciudadanía. Se ven además miles de vendedores ambulantes laborando en las veredas céntricas en condiciones poco favorables para su comercio. He leído en un periódico dominical que actualmente siete millones de habitantes conviven en Lima sufriendo pobreza generalizada. La crisis económica golpea duramente la canasta familiar; por otro lado hay pocos puestos de trabajo; la gente se agolpa en las puertas de los ministerios para solicitar al menos un trabajo temporal que le saque de la desocupación, de la necesidad extrema. Aquí abundan los obreros despedidos de fábricas, los mineros que vienen de la Sierra en marcha de protesta, los estudiantes pidiendo aumento de presupuesto para sus claustros, y las organizaciones de maestros, empleados bancarios y los peones de la construcción civil que andan  exigiendo a gritos mejoras de salario. Y en los sectores barriales la cosa está aún peor. La población, a través de la asociación de fuerzas y el trabajo mancomunado, construye sus viviendas utilizando materiales rústicos. En las barriadas de Lima la gente sobrevive con gran carencia de recursos, sin servicios básicos y en condiciones de abandono y pobreza extrema. Los ciudadanos culpan de esta situación al gobierno militar que está más preocupado en la compra de armamento que en atender las demandas populares. En fin, la vida aquí es sumamente difícil. Aunque pese a este panorama desalentador, he de abrirme paso. Estoy dispuesto a conquistar la capital y no cejaré en mi empeño. Por ahora tengo la ayuda de mis tíos que son muy buenos conmigo. Yo estoy bien, queridos padres. No se preocupen por mí”.

La contestación a mi carta no se dejó esperar. A los tres días llegó una misiva de mi madre diciéndome: “Hijo, si la estás pasando mal, regrésate.” 

No cabía en mi mente un regreso sin gloria. Si volviera a mi pueblo lo haría con dinero suficiente como para comprarle una camisa nueva a mi padre, invitar a mi hermano Héctor a comer a buen restaurante, ir de compras con mi madre por las tiendas céntricas de Trujillo. No iba a volver a la casa paterna como un fracasado, sin caudal económico ni prestigio. Mi decisión en este sentido era firme. De momento yo estaba tranquilo porque contaba con el auxilio de mis tíos, aunque sabía que esto tendría su límite. Debía encontrar un trabajo y ahorrar dinero para poder independizarme de ellos. Con esta idea, todas las mañanas compraba el periódico y ojeaba la sección de empleo.

Por suerte, a los doce días de haber llegado a la capital entreví en el periódico una excelente oportunidad para mí: Una tienda de ropa solicitaba una persona joven y dinámica para cubrir un puesto de dependiente a jornada completa.  La anunciante ofrecía hacerle un contrato de trabajo a la persona seleccionada y además darle de alta en la seguridad social. Presto fui hacia allá. Una enorme cola bordeaba la esquina del jirón Lampa donde funcionaba la tienda. Cuando me tocó la entrevista, después de larga espera, alcancé mi currículum vitae al encargado de la selección, un hombre de ceño adusto, a cuyas innumerables  preguntas fui respondiendo con fluidez verbal.  “Okey. Puede irse”, me dijo el entrevistador tras diez minutos de diálogo. Y añadió con una tonada: “Ya le llamaremos”

Yo salí de aquella oficina pensando que esta frase tan prometedora sonaba a cuento. Mi tía, al verme retornar a casa desanimado, me dio palmaditas en el hombro: “No te preocupes, muchacho. Ya conseguirás trabajo.” 

A veces me invadía la nostalgia y mis pensamientos volaban hacia el terruño que me vio nacer y crecer, allí donde el tiempo parece detenido en la quietud del atardecer, donde la vida fluye plácida gracias al buen clima de la naturaleza norteña. “Ah, frondoso valle de Chicama, cuán feliz fui en tu seno. Recuerdo cuando iba al pueblo de Chiclín apeándome continuamente de mi burrito para ahuyentar a los pájaros huerequeques cuyo trinar extravagante rompía la tranquilidad del verdoso cañaveral. Otras veces, yendo al anexo de Chicamita arrancaba las cañas tiernas que crecían junto al sendero y entre mordiscos succionaba aquel jugo que endulzó mi infancia. Y cuántas otras veces, con mi hermano Héctor y mis amigos, tras haber pescado lifes y camarones blancos nos bañábamos  a nuestras anchas en las tibias aguas del río Chicama y luego nos íbamos a corretear por entre las tapias barrosas de las ruinas milenarias que hay en el valle, buscando huaquitos, chaquiras y otras piedritas milenarias. Entonces yo era un niño y sentía que la vida era bella…” Así escribía en mi diario en las noches de soledad sentidas en la habitación que mis tíos me habían asignado.

En realidad, yo extrañaba los apacibles aires de mi pueblo, el cariño y la atención de mis padres, la alegre compañía de mis amigos con los que solía ir a flirtear a las chiquillas que salían del colegio. Aquellas vivencias juveniles llenas de gratos momentos me parecía que serían difíciles de olvidar.Ahora me hallaba en Lima, viviendo una especie de sueño. Por suerte tenía un colchón donde dormir, un banco en que sentarme y una mesita donde podía escribir las cartas que con frecuencia enviaba a mis familiares. Yo era desordenado, lo confieso: mi escobilla de lustrar zapatos y el tarro de betún estaban siempre en el suelo, mi máquina de afeitar y el espejo donde veía los gestos cambiantes de mi rostro al igual que mi pequeña radio portátil y unos cuantos libros que había traído de la provincia apoyados en la pared sino desperdigados sobre mi cama. Tenía la costumbre de lustrar mis mocasines por la noche  así como leer cuentos y oír música romántica antes de dormir, pero como por diversos motivos debía salir pronto de casa al día siguiente dejaba mis cosas personales por arreglar.

Pero el desorden reinante en mi cuarto de huésped era insignificante al lado de mi gran problema de falta de dinero. A estas alturas yo era consciente de que debía conservar mi vestimenta el mayor tiempo posible. Y, por tal motivo, le ponía parches a mis calcetines, recosía mis pantalones, llevaba continuamente al zapatero mis viejos mocasines. Un día, como me urgía comprar cosas personales, les escribí a mis padres y ellos, siempre atentos, me enviaron un dinero con el que pude adquirir una casaca, dos calzoncillos, un desodorante, y un cofrecito de plástico donde guardé con ilusión las fotos de mis seres queridos y el manojo de cartas y tarjetas escritas que llevaba siempre conmigo como un recuerdo del pasado.

Con el fluir de los días me iba adaptando al nuevo entorno familiar. Y a los treinta días de mi llegada a esta casa gozaba ya de la total confianza de quienes atendían mis solicitudes, compartían mis preocupaciones y hasta se reían conmigo cuando les gastaba alguna broma. “Búscate un padrino rico y volarás alto”, me dijo mi primo, un tipo alto y delgado casi de mi edad aunque era más ocurrente y parlanchín que yo. Estudiaba Filosofía en la universidad de San Marcos y abrigaba la ilusión de concluir pronto y satisfactoriamente sus estudios. “Lo conseguirás –le dije–. Y tú sí que podrás volar alto con tu profesión”.

Mi primo, aparte de estudiante chancón, era andariego. Con él me iba al cine los fines de semana a ver las películas de ciencia ficción que le encantaban; o nos íbamos al estadio de Matute a ver cuando jugaba su equipo preferido el Alianza Lima. Otras veces, nos dirigíamos a la playa de Ancón a gozar de la vista marina. Coco era un soñador, igual que yo. Ambos nos trepábamos a lo alto del rompeolas y desde allí oteando el horizonte lapislázuli echábamos votos al cielo para que se cumplieran nuestros deseos.

Mi primo era un buen chico, aunque cuando se ponía a hablar de filosofía no había quien lo pare. Me hablaba de la transformación del mundo, de la filosofía social de la época, de la Lima de tres cabezas. “Estoy convencido –dijo– que Lima es un monstruo trillizo. Hay un Lima antigua u horrible como la llamó Sebastián Salazar Bondy, donde aún reina la decrépita conciencia de los tiempos coloniales; hay otra Lima, la burguesa cuyo bastión se localiza en los lujosos distritos de Miraflores y San Isidro. Y hay una tercera Lima la migrante que se extiende por los arenales distritales, donde florecen vastos pueblos jóvenes como Villa El Salvador, Ciudad de Dios, Zapallal. Esta Lima provinciana, poblada de casitas de adobe y esteras que incluso bordean en varios kilómetros las riberas del río Rímac y llegan a  encaramarse a las faldas de los cerros costeños, es la que más impresiona y llama la atención de mi espíritu. Porque esta Lima, a pesar de estar postrada en la pobreza, tiene habitantes con afán de justicia y cambio social. Los migrantes quieren acabar con el centralismo limeño, pretenden coger las riendas del Gobierno para construir un país libre, democrático, donde no exista la represión social ni la ignorancia y mucho menos la explotación como las que han venido causando los grupos allegados al poder.”

“Ah, caray”, me sorprendió su visión analítica, posiblemente veraz acerca de la realidad local. Le pregunté si militaba en algún partido político. Me respondió con gravedad que era comunista. Y siempre que se identificaba como tal su erudición desaparecía para dar paso a un tipo persuasivo y terco que pretendía que yo le diese la razón en este tema y además que le siguiera en sus andanzas políticas. Tampoco entendí por qué me invitó a ir a su universidad una tarde cuando los estudiantes después de un mitin efervescente se pusieron a tirar piedras a los microbuses que circulaban por la avenida Venezuela. Ellos se apoderaron de un bus de “Enatruperú”, hicieron bajar a sus ocupantes y lo incendiaron en medio de gritos eufóricos. Yo me orinaba de miedo ante el dantesco espectáculo; temía por la vida de algunos niños que iban de un lado a otro buscando a sus padres con desperado llanto. “¡Corre que la policía viene tirando bala!”. Pasó Coco por mi delante entre la confusa masa estudiantil que retrocedía ante el avance de las fuerzas del orden. Eché a correr también. Pero con tan mala suerte que pisé una cáscara de plátano y caí de bruces al suelo. Un gendarme corpulento se acercó a mí y tildándome de “revoltoso comunista” comenzó a darme de palos por todo el cuerpo. Con gran esfuerzo logré incorporarme y me zafé del policía evitando así que me llevara al camión policial. Me escondí dentro los pabellones universitarios, junto con otros estudiantes que huían de la represión policial. Luego, cuando volvió la calma, abandoné aquel claustro donde la protesta contra el Estado se notaba con claridad en las pintarrajeadas paredes de las aulas. Después de este incidente, decidí apartarme de las andanzas de mi primo. Prefería guardar la distancia conveniente respecto de su desbocado proselitismo político. 

Mi prima Natalia era todo lo contrario a su hermano: bajita, de contextura gruesa y tímida como una monja. Para que ella hablara debíamos hacerle reiteradas preguntas. Aunque su mutismo no estaba reñido con su laboriosidad. Casi todo el tiempo estaba ocupada en algo. Al parecer mi tía la había acostumbrado a la labor hogareña desde la más tierna edad. Y a pesar de que ella aún iba al colegio, se daba tiempo para preparar los platos favoritos de la familia, sobre todo la sopa a la minuta y el lomito saltado.Cierta mañana, yo estaba en el picadero de la cocina lavando las tazas que habían quedado sucias tras el desayuno. Natalia se movía en silencio cerca de mí; con sus cenicientas manos apegadas al hule de la mesa se esmeraba en pelar las papas, picar la verdura y a la vez vigilar el agua que se calentaba en la olla. Estaba preparando la comida del mediodía, como siempre lo hacía antes de irse al colegio. De pronto, al ver que el fuego de la cocina se había apagado, me miró con una carita resignada.

–Se acabó el querosén.

–Salgo a comprarlo, prima– le dije presto, dejando mi faena.

Natalia me miró con perspicacia y me dijo-: Vamos los dos, primo.

Nos dirigíamos al quiosco expendedor del líquido doméstico, cuando, por detrás de nosotros empezamos a oír encendidos piropos. “Ahí está ese espeso”, me dijo ella con una cara roja como el tomate. Por fin, harto ya de los requiebros del atrevido galán, me dispuse a llamarle la atención. Pero mi prima me detuvo: “Déjalo. Yo no le hago caso. Es un tonto.”Así llegaríamos a la tienda de querosén, con aquel impertinente persiguiendo a Natalia, cuya ancha pollera, sus trenzas alargadas sobre la espalda y sus sandalias de jebe le daban al caminar un aire de cholita alfarera.

Mientras repostábamos el querosén, alcé los ojos y comprobé que el chiquillo flaco y cabezón que cortejaba a mi prima había desaparecido de la escena. Más tarde, a la altura del pasaje El Carmen, cuando volvíamos a casa con nuestra provisión de querosén, se nos apareció una chica muy bonita que traía en la mano una canasta conteniendo vasos brillantes. Mi prima saludó amigablemente a la chica de rostro angelical y se puso a charlar con ella. “Es una compañera de la escuela”.

Mi prima me la presentó justo cuando yo estaba admirando aquellos preciosos ojos negros, aquellas finas y bien moldeadas pestañas, aquellos labios de color fresa que parecían seducirme al sonreír. “Qué linda chiquilla”, me lo repetía a cada instante, incluso estando ya en el domicilio donde vivía con quien ahora me observaba intentando adivinar mis pensamientos.

– ¿Te has templado de Flor de María? –me preguntó Natalia, haciéndome ojitos.

 – Qué dices, prima. Le sonreí, con disimulo, sin responder a su pregunta. En realidad, yo aún no podía reponerme de la impresión que me había causado el conocerla. De pronto, una dulce sensación me revelaba que florecía ya en mi corazón la ilusión del amor.

La vi por segunda vez  en un quiosco de jugos ubicado en el mercado Las Mercedes. Estaba junto a una señora de pelo cano despachando jugos y extractos a la numerosa clientela que las solicitaba. Yo la notaba bellísima con su pelo recogido en moño y su esbelto cuerpo protegido por un blanco delantal. Apreciaba también esa gracia y simpatía exquisitas con las que atendía al público y que inevitablemente atraía la mirada de los muchachos que sólo para contemplarla se detenían por aquel lado del mercado. Cuando ella me distinguió entre la gente que rodeaba su quiosco me saludó con un sonriente “¡hola!”. Su mirada me envolvió en un torbellino de felicidad. Le respondí con una sonrisa cortés. Luego, para evitar que alguien sospechara que la bella vendedora de jugos me gustaba, pedí un extracto de manzana a la señora que desde el mismo mostrador atendía a los parroquianos con amabilidad. Y con esta señora –que resultó ser nada menos que la madre de mi amor secreto–, entablé una intermitente pero agradable conversación. Al parecer le caía simpático a la mujer, que ya se había percatado del modo en que yo miraba a su hija; quizás por ello, mientras yo sorbía mi extracto, me dijo: “Mi hija está saliendo con un hippie que viene a buscarla en su moto.”  La misma doña, al notar la arruga que se dibujó en mi extrañada frente y mi gesto desabrido, me tranquilizó con otro comentario: “Pero no creo que llegue lejos con ese adefesio.”

Y sucedió de pronto. Un tipo flaco y ojeroso, vestido de vaquero, con una chaqueta negra sin mangas que dejaba ver los extraños tatuajes que tenía en los brazos, se apareció por allí empujando una enorme moto. El tipo, que además era feo, pelucón y malhablado –ya que ahuyentaba a la gente que impedía su avance lanzando palabrotas–, estacionó su motocicleta junto al quiosco y, tras pegar una estrepitosa carcajada –causada quizás por su loca imaginación–, pasó por delante de todos dándoselas de chulo y fanfarrón. Llegó hasta Flor de María y la manoseó y besó de un modo asqueroso. “¿Cómo es posible –me pregunté–, que una mujer tan bella y trabajadora como Flor de María pueda estar enamorada de este mamarracho?” La desilusión y el despecho se apoderaron de mi alma. Y, para no seguir viendo aquel lamentable espectáculo, abandoné el banco que me servía de asiento y dejando mi extracto de manzana a medio consumir, me alejé por el pasillo del mercado.

Sufría al pensar que ese tipo no se la merecía. En cambio, si ella fuera mi novia, sabría amarla tanto como respetarla. Mi amor por aquella chica crecía a cada instante y ello alimentaba de esperanzas mi corazón. Decidí entonces abandonar las estériles conjeturas y buscar el modo de conquistar el corazón de mi amada. Debía encontrar el momento propicio para hablar con ella a solas. Comencé a rondar su quiosco; y, por suerte, una tarde primaveral se me presentó la oportunidad que andaba buscando. Ella estaba en su quiosco, sin clientes y además sin su madre ni su novio. Había llegado la hora de declararle mis sentimientos. Venciendo mi timidez, busqué sus lindos ojos para decirle:

-Flor de María, te has metido en mi corazón con fuerza. Estoy enamorado de ti.

Al oír mi confesión de amor, se quedó mirándome con una expresión de sorpresa en el rostro. Sus regias pestañas se abrieron, cuales pétalos, y clavó sus ojos en los míos como si quisiera comprobar en éstos la veracidad de mis palabras. Aproveché el instante supremo para volver a decirle en voz baja: “Te quiero”. Y me atreví a posar mi mano en la suya. Ella se puso colorada, bajó los ojos y lanzó un suspiro femíneo, que yo al instante recogí para guardarlo en mi corazón como si fuera un incalculable tesoro. Pronto sin embargo la vi sacudirse de la impresión que le había causado mi súbita declaración de amor. Y, con un brillo de seguridad en la mirada, me dijo:

– Lo siento. No puedo estar contigo. Tengo mi enamorado.

–Lo sé y no me importa. Sé que tú anhelas un compañero de verdad, alguien que sea tierno y sincero contigo, que te haga vibrar con su cariño. Necesitas alguien que te quiera como yo te quiero.

–Basta. Por favor, no sigas. Por la seriedad de su rostro entendí que no debía seguir agobiándola con mis palabras. Por tanto, le mandé un cariñoso beso volado y me marché de su quiosco.