TENER UN IDEAL NO ESTÁ PROHIBIDO

TENER UN IDEAL NO ESTÁ PROHIBIDO

TENER UN IDEAL NO ESTÁ PROHIBIDO

Intia había caído desmayada en brazos de Chanan con quien había forcejeado en su afán de evadirse de este mundo. Y, al despertar de su letargo, se vio echada en una camilla, con el cuerpo cubierto por una sábana blanca. Por la forma de la habitación y la proliferación de bolsas de suero enroscadas a aparatos, medicamentos, gasas y otros utensilios médicos ordenados junto a pequeñas mesas, dedujo que era un hospital. Pero, ¿qué le había sucedido para que la trajeran aquí? No recordaba nada. Por fin, para revisar con mayor libertad las partes de su cuerpo, se incorporó en el biombo. Pero un dolor agudo en el cuello, acompañado de mareos y náuseas, la devolvieron a su posición inicial.

Un hombre vestido de blanco llegó a su cabecera sonriéndole con simpatía. “Esto te hará bien. Ya lo verás” Le mostró una pastilla que sujetaba con la yema de los dedos. Intia, reacia a los medicamentos, la recibió de mala gana. Y luego, resignada a la prescripción médica, se la tragó con la ayuda del agua tomada de un vaso que había cogió de la mesita adjunta a su cama.

–Doctor, ¿Estoy mal de los nervios, verdad? –preguntó al galeno.

–No, señorita. Sólo has tenido una ligera depresión causada por una sobrecarga de fatiga psíquica. Pero, no te preocupes. La medicación que te suministro es efectiva. En dos días  saldrás de alta.

Presintió haber estado al borde de la muerte, cuando vio entrar en la habitación a doña Olga acompañada de su hijo Chanan y el señor Ollanta, un viejo amigo de su padre, que se mostraba sonriente y atento con ella.

–Nuestra Federación hará una actividad para ayudarte a afrontar este momento

–Se lo agradezco.  –suspiró Intia.

–La solidaridad entre nuestra gente es fundamental para salir adelante –dijo Ollanta, poniéndole una mirada augusta–. Tú eres estudiante, yo soy dirigente, ella es madre trabajadora (señaló a Olga); todos cumplimos una función social. La suma de estos valores humanos es una fuerza poderosa que bien empleada nos permitiría hacer grandes cosas. Los trabajadores ambulantes confiamos en el futuro mejor, creemos en un pueblo gobernado por sus propios representantes. Compañera, tú me entiendes porque eres intelectual. Sé que te gusta escribir, pues mi consejo es que nunca dejes de hacerlo, la literatura es palabra y expresión del corazón. Si ese es el don que Dios te ha dado escribe, sobre todo lo que te dicte tu conciencia, que en realidad es parte del sentir del pueblo donde has nacido. Sería alentador vernos reflejados en un relato escrito por una compañera nuestra.

–Gracias por sus consejos –suspiró Inti. Y añadió–: Sí, leo mucho y escribo sobre todo cuentos y poesía. Lo hago porque me gusta. Además la literatura me permite escalar en el edificio de mi alma racional. Sé que es difícil para mis semejantes entender esta actitud mía de escribir y rendir culto a la sabiduría en medio de mi necesidad material. Soy consciente de que me he trazado metas  difíciles de alcanzar.

–Tienes toda la vida por delante, hija. Recuerdo que cuando eras pequeña tu padre te llevaba a las reuniones del gremio de ambulantes. Amaru, que en paz descanse, fue un gran luchador social.

– Su recuerdo pervive en mi corazón –musitó Intia

Una sana caricia de Ollanta la hizo sentirse bien. Después la maternal Olga la besó en la frente diciéndole que la quería tanto como a su propia hija. La emoción la embargó y lanzó un sollozo. A su turno, Chanan, con la frente rasguñada, le estampó otros dos besos, uno en cada mejilla, y le dijo cosas tan bonitas que la hicieron sonrojarse y sonreír.

Luego Chanan, con sutiles palabras, le contó lo sucedido. Y ella, sin poder evitarlo, estalló en llanto abrumador. Chanan la consoló con ternura. Intia, al reponerse le pidió disculpas por haberle arañado el rostro y le agradeció infinitamente por haberla salvado de la muerte.

Entendía su equivocación al creer que su vida no le importaba a nadie. Tenía unos amigos estupendos; al verla desfallecida le habían tendido la mano para que volviera a levantarse. Era una suerte vivir rodeada de gente buena. De pronto deseaba ayudarlos, tal como ellos la ayudaban a ella.  Pero ¿cómo haría para corresponder al apoyo de sus amigos? Si fuese rica les prestaría dinero para que realizaran sus proyectos y salieran adelante con sus familias. “Pero no es posible –murmuró con pena– soy pobre como ellos” La única riqueza que poseía era su arte literario.Intia valoró su capacidad intelectual y se propuso ponerlo al servicio de los trabajadores ambulantes.

Merced al apoyo de sus vecinos, sobre todo de Olga y familia que le demostraban gran afecto, Intia superó la mala racha y, con renovada mentalidad, volvió a trazarse metas concretas para el futuro. Anhelaba llegar a ser alguien importante en la vida. Por lo que, con mucho ánimo y esperanza, retomó el último año que le faltaba para terminar el colegio. Pensaba que más adelante postularía a una universidad para estudiar Literatura, carrera que consideraba más acorde con su afición de leer obras literarias y escribir versos y retazos de novelas.

Cada día, con el alba se levantaba de la cama, haciendo un inusitado esfuerzo, y tras mojarse la cara con agua se concentraba en el repaso de sus lecciones. Y fruto del empeño y dedicación que ponía en los estudios obtenía la mejor puntuación en los exámenes de las asignaturas que llevaba en el colegio. Con buena disposición anímica, alentada por la tranquilidad que le suponía saber que contaba con el apoyo económico de aquella junta de amigos benévolos, ese mismo año logró terminar sus estudios secundarios. Lo hizo  victoriosa, obteniendo diplomas de aprovechamiento y conducta.

Y, sobre la marcha, se preparó para postular a la universidad. Comenzó a repasar sus apuntes de matemáticas, literatura y cultura general realizados en el colegio, a ojear los exámenes desarrollados de las anteriores convocatorias de admisión a las universidades limeñas y otros textos de preparación preuniversitaria. A veces, cuando sentía opresión y falta de aire en los pulmones, salía de casa en busca de algún ventilado parque donde poder estudiar con libertad. Solía frecuentar la Plaza Castañeta, bajo cuyos faroles leía en voz alta las pruebas de razonamientos verbal y matemático, llamando la atención de los guardias de las puertas traseras del Ministerio de Economía y Finanzas y de la gente madrugadora que pasaba por allí.

La esforzada estudiante almacenaba en su cerebro, con la rapidez de una computadora, las fórmulas y notas extraídas de sus cuadernos. Y ya en plena concentración, para resolver algún problema de álgebra o trigonometría, sacaba una tiza blanca de la cartuchera de útiles que tenía a mano y apuntaba en la vereda, en letra pequeña, las engorrosas fórmulas matemáticas cuya correcta aplicación, le permitía salir victoriosa de la dificultad. Otras veces, cuando sentía que su cabeza humeaba, dejaba los libros en la acera garabateada y se ponía a hacer flexiones corporales. Como la naturaleza no la había provisto de una recia contextura física se conformaba con cinco abdominales, diez planchas y veinte canguros diarios, lo que le permitía a su cuerpo resistir la pegada de las duras jornadas diarias.

Tras sus lecciones matinales, desayunaba algo rápido en su departamento y volvía a salir a la calle. Se iba al quiosco de doña Olga, a echarle una mano en la venta de verduras. La buena mujer valoraba su ayuda y la recompensaba con buenas propinas. Durante una temporada trabajó para doña Olga como auxiliar de verdulería. Y cuando comprendió que ella y su hijo Chanan se bastaban para atender el quiosco familiar, ofreció sus servicios a Pitufa, su también vecina y amiga, quien la contrató para que atendiera –en calidad de colaboradora y a jornada completa–, el quiosco de ropa que ella tenía montado en Plaza Unión.

Su horario de trabajo era de nueve de la mañana a cinco de la tarde. A esta hora dejaba el quiosco en manos de la propietaria y se dirigía a la Biblioteca Nacional, ubicada muy cerca del mercadillo, a repasar los tests de acceso a la universidad. Su ilusión era resolver pronto y sin equivocarse las preguntas del examen de admisión. Eran días de intenso trajín, en los que mantenía el optimismo y la confianza necesaria para lograr el objetivo. Y a la hora de la verdad, la aplicada estudiante, que desde la escuela destacaba por su memoria prodigiosa y capacidad de análisis de los temas estudiados, alcanzó la puntuación requerida para el ingreso a la facultad de Filosofía y Letras en una prestigiosa universidad limeña

Con emoción y orgullo leyó su nombre en el mural que contenía la relación de los nuevos universitarios. Y esa misma mañana, llegó al quiosco de Olga saltando de alegría. Entre abrazos y besos cariñosos agradeció a su vecina por el dinero que le venía proporcionando para pagar los recibos mensuales del alquiler de su piso. Olga le recalcó que no debía agradecérselo solo a ella, ya que ésta era la ayuda que le brindaban sus compañeros trabajadores ambulantes.

Intia llevaba una vida de penalidades, mientras estudiaba en la universidad. Con lo poco que ganaba como auxiliar de otra vendedora ambulante debía costear su alimentación diaria, pagar los recibos de luz y agua de su vivienda, comprar los útiles y textos necesarios para sus estudios, además de sus pasajes de ida y vuelta a la universidad, aunque parte de este gasto se lo cubría su carnet universitario. El dinero no le daba para más y se veía obligada a recoser sus faldas, blusas, medias y zapatillas. Su situación era preocupante. Por lo que decidió reducir sus gastos estudiantiles, así dejó de comprar textos universitarios y se volvió asidua asistente a la Biblioteca Nacional.

En aquellas antiquísimas mesas de superficies tatuadas con frases de amor y corazoncitos flechados a lapicero por la mano de enamorados lectores que de tal modo habían dejado ahí constancia de sus sentimientos, Intia, con apenas un bocadillo en el estómago estudiaba con ahínco y disciplina aquellos temas que le interesaban. Y, de resultas de tanto estudio, su bagaje de conocimientos y cultura general creció hasta el punto que su léxico se volvió refinado. En contacto con los libros, que saciaban su infinita sed de aprendizaje, se olvidaba de su vida triste y solitaria, de la realidad lacerante que golpeaba su alma. A ratos, haciendo un alto a su lectura, recorría con los ojos el techo de la biblioteca, mientras se imaginaba cuán excitante debía ser el mundo interior de un poeta, cuán profunda la introspección de un filósofo, cuán elevada la imaginación de un novelista.

Sentía una fuerte atracción hacia las letras, que la motivaban incluso a  sacar prestados de la Biblioteca decenas de obras literarias, escritas tanto en prosa como en verso, y gozaba hasta lo indescriptible leyéndolos en su casa. Un día, al repasar la novela “Redoble por Rancas” del escritor Manuel Scorza, se quedó absorta pensando si ella sería capaz de escribir una novela de tal envergadura, donde se mezclaban imágenes oníricas, hechos reales, elementos épicos y poéticos que el novelista  había desarrollado con un lenguaje depurado, con un estilo moldeado a base de resonancias metafóricas y poéticas. “No –suspiró–, no estoy preparada para escribir una novela de semejante calidad literaria. Me falta leer mucho más y, sobre todo, adquirir un estilo literario propio.”

 Consideraba inoportuno abrazar ahora algún proyecto literario ya que le era prioritario prepararse para los exámenes escritos que rendía en la universidad, en los que, por lo general, obtenía altas calificaciones sobre todo en cursos como Historia de la Filosofía y Gramática Castellana, aunque no conseguía buenas notas en las evaluaciones orales. Ante este contraste, la profesora de Filosofía la puso a prueba con la intención de ayudarla a superar la parquedad verbal. Le pidió que la sustituyera en la cátedra y diera una clase a sus compañeros sobre los más destacados representantes de la Filosofía Humana. Sonrojada y un tanto nerviosa Intia accedió al pedido de su maestra. Subió al pupitre y, con voz apagada, característica de su alma introvertida, balbució los nombres de Aristóteles, Descartes, y otros importantes exponentes de la Filosofía.

Y, ante la sorpresa de todos, soltó la lengua y, después de resaltar las teorías del autor de la “Moral a Nicómaco” las contradicciones cogitivas del autor de la famosa frase “Primero Pienso luego existo”, y de hacer una síntesis del positivismo de Comte, el racionalismo de Kant y el existencialismo de Sartre, narró un interesante pasaje de “La Odisea” de Homero, el capítulo final de “Los Gallinazos sin plumas” de Ribeyro y finalmente recitó con gesto doliente: “Los Heraldos Negros” de César Vallejo. Una actuación conmovedora que le valió el aplauso y estima de sus compañeros de estudios y de su profesora. Todos pudieron comprobar que Intia, aparte de sus amplios conocimientos en las ramas de Filosofía y Literatura, llevaba el arte poético en las venas.

Sus ganas de escribir algo le vinieron de pronto, como una necesidad de manifestar sus pensamientos. Era una mañana de Octubre, y se encontraba en el quiosco de ropa leyendo “El Otro Sendero”, libro publicado por cierto asesor del Gobierno y que alguien se lo había prestado El análisis que hacía Hernando de Soto sobre el sector económico conformado por los trabajadores ambulantes, los talleristas clandestinos, los comerciantes mayoristas y minoristas no encuadrados en el sistema de comercio tradicional, le parecía interesante aunque no estaba de acuerdo con él. “Porque enfoca nuestro sector de arriba hacia abajo –musitó–. Lo que hace falta es enfocarlo de abajo hacia arriba”. Sin salir de su absorción mental, buscó el cuaderno rayado donde solía anotar las incidencias comerciales que daba a conocer a su jefa. Como no lo veía por ningún lado, recogió de entre las patas del caballete comercial un pedazo de cartón y sobre éste deslizó la punta de su lapicero de tinta roja. Comenzó a escribir lo que se le ocurría en ese momento.

Su jefa llegó de pronto y la encontró sumida en su escritura. Sintió vergüenza, y quiso esconder el manuscrito entre sus enaguas. Pero Pitufa le ordenó que le entregase el cartón garabateado. Y ella no tuvo más remedio que dárselo. Notaba que su jefa, mientras leía el texto con gesto serio, no dejaba de escudriñarla. Llevada por los nervios mordió la punta del bolígrafo y luego bajó la mano derecha que sentía húmeda para secársela en la ropa. Alcanzó a dar un concierto de suspiros, antes de que la otra le metiera la bronca:

– ¡No lo entiendo! Apenas tienes dinero para comer, estás abandonada a tu suerte, ¿y aún así te pones a escribir historias? ¿Adónde piensas llegar con esto? Eres una mujer rara.

–Bueno, ¿y qué? –salió en defensa de su original postura–. Soy un bicho raro entre comerciantes que sólo viven para buscar la ganancia. Soy diferente a los demás porque persigo la sabiduría humana, porque anhelo volar con mi imaginación hasta el punto infinito donde los negociantes nunca podrán llegar, porque ahí no hay nada que comerciar. ¿Y qué?

– ¡Te ordeno dejar de escribir!

– ¡Muy bien! Aquí dejaré de hacerlo. Pero seguiré escribiendo. Tener un ideal no está prohibido.

– Pero ¿qué clase de persona eres? –le preguntó Pitufa, mirándola con marcada extrañeza. ¿Estás loca?

– ¡No estoy loca! ¡Soy poeta!

– ¡Ah!, ¿te consideras una intelectual?. Pues te recomiendo que te relaciones con la gente. Si tienes talento e imaginación, deberías utilizarlos para realizar el bien social. ¡Pues vente a las asambleas de la Federación! Ahí serías un elemento útil poetisa. No vivas apartada de nosotros. Baja de tu mundo imaginario y échanos una mano, ahora que el nuevo alcalde amenaza con dejarnos sin puesto de trabajo. 

–Trataré de ir a las reuniones de la Federación –dijo, sin mucha convicción.

Pero Intia, en vez de asistir a las reuniones de trabajadores ambulantes, volvió a encerrarse en su mundo interior junto a sus libros. Llegó a caer en un estado de mutismo, el que sumado a su apariencia enfermiza, hacía temer a todos que volviese a intentar suicidarse. Estaba inmersa en sí misma, y sus pensamientos giraban, como en círculo vicioso, en torno a sus lecturas. Y ella hubiese seguido leyendo sin parar, hasta quién sabe cuándo, si Pitufa, que poseía un desarrollado sentido de lo práctico, no hubiera vuelto a  llamarle la atención, esta vez por el abandono en que tenía el quiosco. Le dijo que no quería ver más esos libros que estaban convirtiendo su puesto de ropa en una librería.

– ¡Entiéndeme! –Le dijo Pitufa–: Te pago para que atiendas mi negocio, no para que estés aquí leyendo libros de poesía. ¡Ya estoy cansada! ¡La próxima vez te vas a la calle!

– ¡Discúlpame! –repuso Intia, con cara de monja sufrida–. Me dejé llevar por mis cosas. Ahora mismo hago desaparecer estos libros.

Intia estaba delgada y pálida, a causa de las mil y una noches pasadas ante un matorral de libros, muchos de los cuales nada tenían que ver con la carrera que estaba estudiando en la universidad. Con exagerada ansiedad quería aprenderlo todo en breve tiempo. Y esta pasión por los libros, que aguijoneaba sus vehementes sueños de convertirse en sabia respetable, le hacía perder además la noción del ahorro y la austeridad. Así, apenas recibía su paga semanal se iba en busca de los libreros de la avenida Grau y adquiría de ellos, hasta quedarse sin un céntimo de sol, un montón de libros usados sobre una variedad de temas, especialmente enciclopedias completas sobre la Historia de la Literatura.

Estudiaba a fondo dichos volúmenes, encerrada en su departamento, sobre todo en horas nocturnas y a la luz de su lámpara a querosén que había reemplazado a la luz eléctrica recién cortada por los suministradores por impago de recibos. Se embriagaba de placer leyendo estos libros, resaltando con emoción las temáticas que consideraba herramientas indispensables que la ayudarían a convertirse en escritora.

Con los fatigados ojos puestos en el techo abigarrado de su cobijo pensó en la transformación que venía sufriendo el país en los últimos años por causas diversas como la continua incorporación de las barriadas al casco urbano de las grandes ciudades, fenómeno ligado al trasvase de una economía tradicional regulada por el gobierno central a otra de corte popular causada por la migración de los campesinos a las ciudades, la situación de desempleo y pobreza extrema que afectaba a mucha gente, además del terrible conflicto civil ocasionado por los grupos armados provenientes de la  Sierra que pretendían tomar el poder político por la fuerza.

Se reconocía como ciudadana capacitada para ejercer la crítica al Gobierno, desde su posición lateral -parcializada con los intereses de los trabajadores ambulantes, componentes del estrato social al que pertenecía-. Y, para desfogarse, cogió papel y lápiz y anotó: “En la actual sociedad existen miles de ciudadanos sin un puesto de trabajo fijo ni ingresos que les permita satisfacer sus necesidades vitales. Ante la falta de recursos, estos ciudadanos se ven obligados a crearse sus propios puestos de trabajo en la calle. Se ubican en parques, plazas y cerca de tiendas comerciales, empeñados en desarrollar sus pequeños negocios. Pero el Gobierno no acepta a estos trabajadores callejeros y emplea la fuerza a través de la policía municipal para desalojarlos de sus emplazamientos ocasionales con el argumento de que son zonas prohibidas para este comercio. El Gobierno tampoco los reconoce como trabajadores, no les faculta el derecho a gozar de estabilidad laboral, ni a recibir beneficios de la Seguridad social, ni a percibir ningún tipo de ayuda pública. En realidad en el país no existe ningún Ministerio o Institución que abogue por estos trabajadores, que les brinde apoyo social y económico así como orientación jurídica para que puedan conocer sus derechos como ciudadanos. Urge pues al Estado, diseñar proyectos de ley que conlleven a una mejora sustancial de la realidad económica y social de este sector marginado de la sociedad. Pero, urge también a los profesionales y estudiosos, a los escritores y artistas creadores en general hacer estudios, mostrar realidades y proponer soluciones al problema que afrontan los trabajadores ambulantes”. Estas líneas, impresas en un par de hojas, las archivó en una carpeta con la idea de utilizarlas como material para su primera novela.

Intia creía, a veces, que seguía un rumbo equivocado, porque siendo una joven pobre y desamparada, que se mal alimentaba con granos de arroz y mendrugos de pan, que andaba con la misma ropa desaliñada desde hacía años y unas zapatillas deterioradas por el excesivo uso, en vez de buscarse un trabajo fijo, en una empresa particular o algún ministerio público, que le diera la estabilidad económica que necesitaba, o de ponerse a estudiar una carrera corta y de carácter técnico que le permitiese obtener un empleo remunerado conforme a ley y ganando lo necesario para vivir, o en último caso, de buscarse un marido rico que pudiera darle solvencia y bienestar material; en fin, en vez de pensar en asegurarse el futuro, pretendía dedicarse por completo a la creación literaria.

Y, aunque creyera que andaba equivocada, tampoco hacía nada por rectificar el rumbo, y sus pensamientos quedaban revocados por la pasión hacia la belleza y la grandeza humana que llameaban en lo más profundo de su ser. Y, volvía a caer en ese estado de éxtasis del que no le era posible salir con facilidad. La solitaria libre pensadora ansiaba fortalecer su espíritu e inteligencia para poder interpretar con altura el significado de las fuerzas latentes de su época. Estaba dispuesta a todo para  convertirse en alguien capaz de señalar un camino literario nuevo a su pueblo. Intia soñaba alcanzar este ideal humano con la sola fuerza de su pluma, que no era más que la reverberación de su alma herida por los infortunios de la vida. Y en esta loca carrera, buscaba la sabiduría, con férrea voluntad, leyendo de noche y de día con voracidad gran cantidad de libros.

Sumida en un lirismo desbocado, Intia llegaba a creerse la predestinada por Dios para mostrar, a través de su arte literario, al conjunto de fuerzas reales que jalonaban la vida de un ciudadano común: la pobreza, el desempleo, la violencia política, entre otras. Consideraba que la descripción auténtica del quehacer y el sentimiento cotidiano de la gente, reflejados a nivel social en el trabajo esforzado de los padres de familia, la labor activa de los dirigentes, el entusiasmo de la juventud estudiosa, la participación de las mujeres en los asuntos de interés social, el afán deportivo y cultural de los vecinos organizados en clubes y grupos de teatro y, además, la descripción de sus alegrías y tristezas, sus triunfos y fracasos, su lucha y esperanza en una vida mejor, era un deber que como artista debía cumplir.

Intia, la hija del pueblo, pretendía erigir con letras significativas un Prometeo Colectivo que pudiera levantar su puño encadenado contra la injusticia social, la violación de los derechos humanos, la represión violenta de las autoridades contra los pobres, la marginación y el hambre en que vivían miles de ciudadanos. Lo haría con el alma enaltecida, aunque tuviera que convertirse en una ermitaña, o en una especie de extra terrestre que viviera sumida en la más completa soledad; aunque pasaran veinte años y no tuviera más que un desierto a su alrededor, estaba dispuesta a llevar a cabo la obra que ahora venía a dar sentido a su vida.

Ella restaba importancia al carrusel de versos y prosas heredadas de la cultura colonial, detestaba la literatura enlatada proveniente de naciones con grandes intereses económicos y políticos en el Perú y criticaba las corrientes artísticas acomodadas al uso de las altas capas sociales. Creía que, a las puertas del siglo XXI, debía inaugurarse una nueva etapa en la historia de la literatura nacional. A partir del rico legado dejado por César Vallejo, José María Argüedas, Manuel Scorza y otros escritores sensibles al palpitar del pueblo, debía construirse la base, honda y vigorosa, con pulimentos humanos, de una literatura singular que mostrase sin tapujos ni vergüenzas la realidad histórica y social del país.

 “Nuestra cultura –pensaba– fértil en valores históricos e intelectuales ha sido y es admirada por todo el mundo, a pesar del robo y la degradación cometida contra ella por las elites capitalistas, por los dictadores de turno, los artistas con afán comercial. Los peruanos, a través de los diversos estadios históricos, nunca hemos dejado de ser ricos en espíritu; ello se aprecia en la fecunda originalidad de nuestros dramas y comedias teatrales, en nuestros cuentos fantásticos y versos pletóricos de poesía. En la actualidad, los escritores debemos tocar sin miedo aquellos fenómenos que para bien o para mal han trastocado, y aún lo están haciendo, la realidad de nuestro país, fenómenos como la violencia política, la migración interna y sus consecuencias traducidas en la conformación de barriadas, el comercio ambulante, la lucha de los campesinos contra el abuso de las grandes empresas mineras. Los literatos peruanos debemos mostrar al mundo, con nuestro arte, la esencia cultural de nuestro pueblo. Como decía Tolstoi: habla de tu aldea y serás universal.”

La temática de sus obras estaba planteada, con todos los elementos correspondientes al caso. Pero, respecto a ella, la predestinada ¿cómo haría para plasmar en una indeterminada cantidad de letras, y de modo íntegro y fidedigno, el espíritu de una población gigantesca, más bien la suma de veinticuatro millones de espíritus?, la joven desamparada, que apenas tenía dinero para comer, ¿cómo iba a hacer para entregarse, sin condición alguna, a la rígida disciplina intelectual que conlleva la observación y el razonamiento necesarios para asociar sus ideas, unir de manera metódica las piezas extraídas de las fuentes de su conocimiento y adecuarla a su estilo narrativo aún en proceso de formación?

El trabajo a realizar sería arduo, difícil, y además podría negarle la oportunidad de vivir para sí misma. Quizá antes de iniciar su obra artística debía afirmar su carácter en la lucha por la vida. La aspirante a escritora, con una tira de conocimientos universitarios acumulados, sabía que el sufrimiento inculca a un artista mayor capacidad para solventar el arte de la creación humana, que un hombre es más sabio y más grande cuánto más aprecia su dolor y el de sus semejantes. Intia entendía que con el tiempo atravesaba diversos estadios de sufrimiento y que debía ser fuerte para vencer y triunfar.  Y mientras debía seguir leyendo todo cuanto llegaba a sus manos, debía vivir más para adquirir más experiencias y sabiduría para desarrollar  su arte con vasta sapiencia.