TRAJINES DE MADRE
TRAJINES DE MADRE
Olga estaba gozando de una amena velada con sus compañeras de trabajo, cuando se le aparecieron sus hijos. Presta, los invitó a probar unas raciones de salchichas. Pero los niños, en vez de comida, preferían una propina para irse al cine. Para complacerlos metió la mano en el bolsillo del delantal pero su efectivo se había agotado durante la fiesta. Se disculpó con ellos por no tener un céntimo para darles, aunque les prometió que mañana sí recibirían propina. “Ahora váyanse a jugar con sus amiguitos”. Pitufa y Chanan entendieron a su madre y no pusieron más objeciones. Olga les pidió que pasaran por el quiosco familiar y vigilaran que todo estuviera en orden. Los chicos asintieron resignados y cabizbajos. A ella le supo mal verlos alejarse así, con sus caritas tristes, por el pasillo del jirón.
Ya no pudo reencontrar la alegría en la fiesta y pronto, con algún pretexto, abandonó la reunión.
Venía por detrás de sus hijos, siguiéndoles con la mirada, entre la gente bulliciosa que celebraba por doquier un aniversario más de la fundación de Lima. Para darles alcance, pegó una carrerita. “Nos vamos de paseo, chiquillos”, les dijo y, enlazando sus brazos al de ellos, se los llevó a través del mercadillo. Al pasar junto a su parada comercial, solicitó que la esperasen un minuto; aligeró las gruesas piernas hacia su carreta y del fondo de un costalillo extrajo un billete de cincuenta soles. Lo había mantenido allí guardado para emplearlo en ocasiones como ésta. A toda prisa, retomó la posición junto a sus hijos, que la miraban sonrientes y, luego, marcando con ellos el mismo paso, se perdió en el corazón de la ciudad.
Olga sabía que en la Plaza San Martín el Ayuntamiento había montado una pantalla donde proyectaban películas sin costo alguno para el público. Y, para ahorrarse el billete que tenía en la mano, convenció a sus hijos para ir en aquella dirección. Al llegar a la Plaza, una multitud de gente ocupaba la plataforma central. Todos querían ver la película que, según el rumor, había sido filmada por prestigiosos cineastas limeños en el escenario de los hechos. Olga y sus hijos hallaron sitio en un jardín próximo a una vereda.
Sus ojos atisbaron aquel punto donde antaño se encontró con el padre de sus hijos. Los recuerdos afloraron de su memoria. Estuvo ciegamente enamorada de aquel infame patán que un día la abandonó para irse con otra mujer. Qué caro pagó por su inocencia en los asuntos del amor; cuántas lágrimas derramó tras su debut como mujer, cuando era fiel enamorada y luego siendo ya madre soltera con dos criaturas que mantener. Sufrió mucho al ver desvanecidos sus sueños de vivir al lado de quien consideraba el hombre de su vida. Exhaló un suspiro: “¿Para qué buscar el tiempo perdido?”. Los recuerdos podrían llevarla a una nostalgia sin sentido. Y para expulsar de su memoria aquella ingrata vivencia volvió la mirada hacia sus hijos que, contagiados por otros jóvenes impacientes, exigían a gritos el inicio de la función cinematográfica.
Llamó en voz alta e hizo señas con la mano a un pequeño chocolatero que estaba mirando hacia un lado del parque con aire distraído. Mas como el vendedor no la veía ni oía, aconsejó a los niños que no se movieran de allí. Echó a andar, entre el gentío bullicioso que llenaba el lugar. Ubicó al chocolatero cuya mirada tierna le provocó un sentimiento maternal. Era un colega suyo en la difícil lucha por la subsistencia, que atendió su pedido con amabilidad. A cambio, ella le dio un billete de cinco soles. “Quédate con el vuelto, papito”, dijo, mirándole con simpatía. “Gracias, mamita”. El pequeño vendedor se quedó contento con su venta. Olga volvió a su sitio y repartió golosinas a sus hijos.
La película titulada “Ciudad de Luz”, empezó de pronto. Un hombre joven, con apariencia de estudiante de medicina, auscultaba con gesto preocupado a un niño moreno y escuálido que estaba recostado en una camilla. Cerca de él, otros niños, de rostros angustiados y vestimenta haraposa esperaban ser examinados, mientras una monja de mirada dulce los entretenía con pequeños juguetes. Por detrás de ellos, destacaban las fachadas de chocitas que parecían conformar un Asentamiento Humano.
Le hacía feliz verlos saborear sus chocolates mientras espectaban las escenas del film que discurrían con rapidez en aquel blanco telón. Emocionada, les dijo que en navidad los iba a llevar al Parque de las Leyendas para que se distrajeran con los monos juguetones y los elefantes golosos. Pero su hija, de once años, que ya pensaba como una señorita, repuso que en vez del Parque le gustaría ir a la Feria del Pacífico. Olga sabía que una entrada a dicha feria costaba un ojo de la cara, y se hizo la desentendida; aconsejó a Pitufa que se pusiera derecha en su sitio y aprovechara la función de cine.
Retomó su atención en aquel extenso descampado, ubicado a las afueras de Lima, donde se sucedían una serie de hechos lamentables: en primer lugar, sus habitantes sufrieron una dura represión a manos de la policía que dejaron como saldo un muerto y muchos heridos. La vida era muy dura en aquel arenal agobiante, donde acuciaban las enfermedades venéreas, no había agua potable ni luz eléctrica, donde el hambre y el abandono eran los mayores signos de vida humana. En esta ciudad de desamparados, donde la agonía estaba ligada a una titánica lucha por la sobrevivir, nadie, sin embargo, perdía la esperanza en un mundo mejor. Sus moradores, esforzándose por el desarrollo comunal, consiguieron instalar una Posta médica, una pequeña escuela para sus hijos, el comedor popular y otros servicios básicos. Era emocionante ver como el pueblo del arenal iba creciendo, tanto en población como en importantes servicios para sus habitantes, y a la vez iba adquiriendo prestigio ante la opinión pública.
Los espectadores que atiborraban la plaza aplaudieron emocionados la secuencia en que las autoridades del Gobierno reconocían a la Comunidad Autogestionaria de Villa El Salvador como ejemplo de un avance social integrado. Su población, además del auge material, quería alcanzar los más altos valores humanos como la paz, la justicia, el bienestar colectivo y el respeto a la igualdad y a los derechos humanos. La película mostraba los adelantos de la nueva ciudad, que había sido anexada a la metrópoli limeña, y a la incansable labor de la población que propugnaba campañas sociales y políticas a fin de que su territorio fuese reconocido como un distrito más de Lima. El film callejero terminó cuando los pobladores estaban celebrando su victoria con una fiesta multitudinaria.
Frenética fue la ovación del público, al final de la impresionante sesión cinematográfica. Olga, ante el tumulto que se dispersaba por doquier, aconsejó a sus hijos aguardar a que la gente desocupara la Plaza para así movilizarse mejor. Mientras, les comentaba que la película había reflejado el proceso de desarrollo que venían experimentado las barriadas urbanas del país donde vivían gentes de condición humilde pero trabajadora que con esfuerzo mancomunado se habían convertido en los verdaderos forjadores de un Perú Nuevo. “De esta población que en su mayoría son jóvenes –afirmó, con entusiasmo–, depende el futuro de nuestro país. Ellos serán los encargados de dirigirlo y transformarlo en otro mejor.” Tras su breve explicación, Olga acarició las cabezas pensativas de sus hijos diciéndoles que ya era tarde y debían volver a casa.
Olga dedicaba pocas horas de atención a sus hijos, aunque les proporcionaba lo mínimo necesario para vivir: un pequeño techo, las tres comidas diarias y un vestido o pantalón nuevo cada cierto tiempo. No podía darles comodidades porque su situación económica tampoco se lo permitía. Sus ingresos mensuales desaparecían pronto con los pagos de alquiler del piso, los recibos de agua y luz, los gastos de comida familiar, la compra de útiles escolares para sus hijos y otros desembolsos inesperados. La economía familiar mermaba además por el continuo incremento de los precios de los artículos de consumo debido a la inflación y la inestabilidad monetaria, fenómenos económicos que los gobernantes de turno, pese a sus continuas medidas, no podían controlar.
Ella sabía que le sería difícil brindar a sus hijos una educación de nivel superior, por lo que se esmeraba en darles una educación básica que les permitiera defenderse en la vida. Había matriculado a Pitufa en una escuela estatal próxima a su domicilio; donde la vivaz escolar había aprendido a deletrear el abecedario castellano, a sumar números con la ayuda de sus traviesos dedos, a pintar patitos con lápices de color cuyas puntas humedecía en los labios para hacer resaltar el color en su cuaderno de dibujo. La niña poseía una inteligencia aguda, resolvía con facilidad los ejercicios que dejaba la maestra en clase y obtenía excelentes calificaciones en los exámenes. Pitufa, inquieta como una ardilla, sobresalía también en los juegos deportivos y en los concursos de canto y baile que organizaba su escuela.
Estaba satisfecha de los estudios que venía realizando su hija, aunque lamentaba la ausencia de su auxiliar en el negocio familiar. Buscó entonces una solución salomónica y halló una para no perderla. Pitufa estudiaba por la tarde en horario intensivo, entonces tenía la mañana libre para venir al quiosco a ayudarla a pelar los choclos, lavar y cortar las lechugas y los nabos y otros quehaceres. Así pues Olga trazó un nuevo horario de trabajo para su hija.
La niña no la defraudaba; era como una operaria que entregaba toda su energía física en el trabajo, y además era eficiente, ejecutaba la preparación y el despacho de las verduras con la experiencia de una vieja placera. Pitufa poseía buen carácter, y atendía al público con una simpatía poco común. La numerosa clientela le decía a Olga: “Tu hija será buena comerciante.” Pero ella, picada en su orgullo, respondía de modo tajante que en vez de “placera ignorante –lo subrayaba–como su madre”, prefería ver a su hija convertida en una profesional de prestigio y con elevados ingresos económicos para salir de la estrechez económica en la que vivía con su familia.
Por eso, cuando la niña terminó la escuela, la felicitó por sus notables calificaciones y la matriculó en un colegio donde le enseñarían los rudimentos de la técnica comercial. La niña aceptó de buen grado estudiar en este centro, mientras su madre le hablaba del futuro promisorio que tendría si estudiaba una carrera profesional. Hacía planes para su hija poniéndola por las alturas, al lado de mujeres famosas y empresarios acaudalados; soñaba despierta señalando a Pitufa el camino que debía conducirla al éxito.
La vida real era, sin embargo, dura y dolorosa para la familia de Olga, que afrontaba un bajo nivel de vida material y subsistía con una economía tan endeble que obligaba a sus componentes a no dejar nunca de trabajar. Por eso, Olga aceptaba que Pitufa, cuya costumbre después de cenar era quedarse en la mesa haciendo sus tareas hasta la medianoche, se levantase de la cama a las cinco de la mañana, desplegando así ese carácter formidable traído desde la cuna, para que la acompañe a hacer compras al Mercado Mayorista.
A una hora en que proliferaban rateros y vagabundos por las oscuras calles, Olga y su pequeña hija salían en busca de sus proveedores. Merodeaban por aquel inmenso centro abastecedor buscando con afán a los camioneros que traían de la chacra toneladas de hierbas y verduras. De estos productores adquirían decenas de kilos de zapallos, pepinillos, repollos y otras hierbas que luego transportaban al mercadillo para revenderlos al menudeo. Olga sabía que sin la invalorable ayuda de Pitufa no podía desarrollar la fuerte actividad que representaba el aprovisionamiento de la mercadería, el largo y fatigoso transporte y además las largas jornadas dedicadas a la venta.
Pero ella tampoco quería abusar del considerable apoyo que le brindaba su niña, y por eso, hacia las 12 del día le ordenaba que dejase todo como estaba y se fuera a lavar para comer. La niña obedecía de inmediato, y, tras el aseo personal que realizaba en los baños del Mercado, aprovechaba el sustancioso caldo de verduras que su madre solía preparar para la familia en un rincón del quiosco. Luego, sin tiempo para el reposo, se ponía el uniforme único, arreglaba sus libros y otros útiles de estudiante y aligeraba las piernas hacia el colegio. Olga sentía orgullo y felicidad por haber traído al mundo a una niña tan obediente, estudiosa y trabajadora.
En cambio, ella tenía serios problemas con el otro componente de su familia, quizá por haberlo mimado demasiado y otorgado amplia libertad para todo desde el día que nació. El niño se había vuelto rebelde y no le hacía caso. Era además muy travieso y engreído; correteaba por el mercadillo pisándoles los zapatos a los transeúntes, ponía en fuga a los perros a escupitajos, se atracaba de melcochas, guardaba piedras en sus bolsillos para luego ir a tirarlas por los techos de las casas vecinas, se inventaba llantos lastimeros sólo para que su madre le pusiera el chupete en la boca, o le dejara quitarse el pantalón y andar semidesnudo por el mercadillo, o le permitiera ir a jalar de los pelos y las orejas a otros niños más pequeños que él.
A veces Olga le llamaba la atención por su mala conducta, pero el chiquitín se enojaba con su madre, le sacaba la lengua y llegaba al extremo de pegarle manotazos y decirle “tonta” delante de la gente. Y ella, como era incapaz de poner la mano encima a su hijito querido, por su sentimentalismo, siempre terminaba haciendo lo que él quería o pedía, le regalaba monedas, una manzana con dulce o le llevaba de paseo a la Plaza de Armas.
Entonces, obligada por las circunstancias, hizo un esfuerzo económico y lo matriculó en una escuela privada. Pensaba que allí, con la rígida disciplina impuesta por los profesores, su niño que estaba volviéndose un pesado iba a cambiar. Pero no fue así; y su maternal deseo concluyó con un desagradable incidente; el incorregible, después de haberse comido el cartón impreso con el abecedario castellano y haber agredido a su compañero de carpeta metiéndole el lápiz por la nariz, había llegado al colmo de faltarle el respeto a la maestra. Chanan fue expulsado del nido, haciendo pasar vergüenza a Olga, que finalmente decidió dejar que él cumpliera los seis años y entonces lo envió a una escuela pública aún en contra de su voluntad porque tampoco quería estudiar.
Tuvieron que pasar algunos años más para darse cuenta, con harto desagrado, de que su hijo, además de cabeza de chorlito tenía un espíritu plagado de quietud y mutismo desesperante. Una conducta que de ningún modo se correspondía con su maternal anhelo de hacer de él un modelo de estudiante y a la vez de comerciante próspero. Chanan, que ya había dejado las travesuras de la niñez, por desgracia, se había convertido en un mocito goloso, dormilón y desinteresado para el trabajo y los estudios. Y ella, a fuerza de mantenerlo en constante amenaza con no darle de comer si no asistía a la escuela, prácticamente lo estaba obligando a continuar sus estudios primarios.
Olga no se cansaba de decirle que dejara a un lado su tonta rebeldía, su pereza y sus cursilerías de niño mimado y más bien pensara en estudiar, para que el día de mañana pudiera afrontar la vida ejerciendo una profesión: “El tiempo vuela, hijo. Y si no te esfuerzas y estudias ahora que eres joven, cuando estés casado y con hijos será demasiado tarde.”
Pero en vano, su hijo prefería pasarse los días roncando en la cama como un oso y tragando como un cerdo todo lo que hallaba en la cocina, y por eso él tenía el cuerpo demasiado desarrollado para un chico de diez años. Olga sentía rabia y pena al ver a su hijo perezoso y con visos de no poseer cerebro. Por fin, una mañana perdió la paciencia y con voz autoritaria le ordenó que se viniera con ella al quiosco de verduras. Pero el niño, tragón y haragán, se hacía también el sordo. Esto reventó los nervios de su madre que le cogió de las orejas y se lo llevó consigo a la calle.
Los comerciantes del mercadillo se sorprendían de pronto, al ver a Olga que avanzaba por el pasillo, pidiendo permiso al público que caminaba por allí, mientras iba tirando de las orejas a un muchacho corpulento que parecía ser su hijo. Ya en el quiosco, ella lo puso a desbarbar cebollas y descascarar alverjas, advirtiéndole que si no la ayudaba en su negocio no iba a darle de comer más. Chanan pareció reaccionar con el escarmiento. Olga lo vería, con la cara roja de vergüenza, afanándose por cumplir la tarea encomendada. Pero luego, el muchacho, con el pretexto de ir al baño porque le ganaba el orín, desapareció de allí.
Olga no lo vio reaparecer por el lugar, durante el resto del día. En realidad, no entendía por qué su hijo era tan flojo y tonto. Se le vino a la cabeza entonces la imagen desagradable del padre del muchacho. “Me arrepiento –dijo–, de haber mezclado mi sangre con ese desgraciado. En vez de mejorar mi raza la he empeorado”.
Esa noche, al volver a casa, lo encontró echado en la cama, con las piernas cruzadas en alto, leyendo alegremente una revista de Condorito. Montada en cólera cogió una correa y empezó a pegar latigazos al desobediente. Pero no se imaginó que Chanan, fortachón y con buena estatura, tuviera la osadía de cogerla del brazo para impedir el castigo. Y a consecuencia del forcejeo con el atrevido, ella perdió el equilibrio y cayó de cara al suelo, donde se quedó un rato, sentada, tratando de suavizar con las manos el dolor que sentía en su nariz magullada.
El rebelde sin causa, al ver a su madre en tal estado quiso ayudarla a ponerse de pie. Pero Olga, harta ya de tener que soportarlo, lo rechazó: “¡Eres un hijo desnaturalizado!”. A partir de entonces, decidió no usar la fuerza contra su vástago bruto, porque sabía que iba a perder. Y, como tampoco quería seguir amargándose la vida, tiró la toalla con respecto a él. Aunque tenía claro que no iba a seguir manteniéndolo. Y. en una última seria conversación que sostuvieron, le dijo claramente que no quería verle en casa sin hacer nada y que si no quería estudiar ni trabajar pues entonces ya podía ir pensando en buscarse un sitio donde vivir porque a partir de la fecha ella no iba a preocuparse más en darle techo ni comida
Este ultimátum, hizo entrar en razón a Chanan, que más tarde vino al quisco, con una cara de cucufato arrepentido. Olga sorprendida aceptó las disculpas de su hijo menor, y luego lloró de emoción al oírle decir que a partir de hoy y sin falta vendría a ayudarla en el negocio familiar.