JUBERT
JUBERT
El joven alto y rubio, vestido de colegial y con cuadernos en la mano, que venía por una vereda de la avenida Canadá, apuró el paso por una calle perpendicular a la avenida y, se detuvo a la entrada de una lujosa residencia donde destacaban cultivados jardines, atractivas piletas y dos brillosos automoviles, todos protegidos del exterior por una macizo enrejado.
El rubicundo extrajo del bolsillo un manojo de llaves e introdujo la llave respectiva en la cerradura de la puerta metálica la cual abrió y una vez dentro volvió e cerrar por seguridad. Aún con las llaves en la mano, echó a andar por el pasillo que atravesaba el jardín. La empleada de la casa, una mujercita de aire provinciano, desde la ventana del segundo piso cuyos cristales se hallaba limpiando, le saludó con la mano y le dijo que sus padres habían llegado y estaban preguntando por él.
La mujer le dijo además con un guiño de ojo: “Jovencito Jubert, le he preparado su plato favorito. Se lo serviré en la comida, ¿ya?” El nombrado se había detenido junto a la puerta de la sala y, sin bajar la mirada, sonrió a la mujer y le agradeció por su amable atención. Luego volvió la mirada hacia adelante, hizo girar la manija de la puerta y en seguida la abrió. En la sala no había nadie, a excepción de su perro que esa mañana se había colado en el interior a pesar de todas las puertas de resguardo.
El perro llegó hasta él moviéndole la cola. “Silver ¿qué haces aquí?” Jubert acarició el lomo de su perro. Era un bonito dálmata de edad madura; su madre se lo había regalado con motivo de su sexto cumpleaños hacía once años. El perro había sido el amigo fiel de la mayor parte de su vida, el compañero de sus juegos de niñez y adolescencia. Dejó de prestar atención al perro y se dispuso a subir a la segunda planta de la casa, donde se encontraba su habitación. Pero, al ver aparecer a sus padres por algún lado de la sala prefirió quedarse a hablar con ellos. “Hola” les dijo, con voz tímida.
Su madre se acercó a darle un beso cariñoso mientras su padre, un señor alto, gordo y con aires de patrón de hacienda le saludó de lejos, como siempre lo hacía, con un glacial “buenos días”. Tras los saludos, Jubert les dijo que las clases en su colegio habían terminado esa mañana y que la ceremonia de clausura del año escolar se iba a realizar dentro de una semana. Les dijo además que a partir de ahora él iba a empezar a prepararse para postular a la universidad. “Me alegro hijito que hayas terminado el colegio” le dijo su madre con una sonrisa tierna. Su padre en cambio le preguntó con una voz ronca e imperiosa:
– ¿Y qué carrera piensas estudiar?
–Ciencias Económicas –le respondió con buen ánimo.
Jubert notaba que su padre le miraba con cara de enfado.
– Te morirás de hambre como economista –le dijo su padre–. Mejor estudia ingeniería de sistemas para que puedas aplicarla en mis negocios
La agria reacción de su padre le sorprendió, y, para calmarlo, empezó a explicarle con detalles las razones por las que había elegido dicha carrera. Pero su padre terminó perdiendo los estribos y llegó al extremo de decirle: “Si no te inscribes en la universidad para seguir la carrera de ingeniería de sistemas, no te daré una sola moneda más para tus estudios.”
Se quedó pasmado. No esperaba que su padre, encima del comentario despreciable que había hecho a la carrera que pensaba estudiar, le pusiera semejante condición. Se sintió dolido y, por primera vez en la vida, se atrevió a mirar de frente y con rostro serio a su ascendiente. Tenía ganas de decirle que era un mal padre, un hombre déspota que no sabía comprender a su hijo. En ese momento quería decirle tantas cosas, pero sólo por respeto hacia quién de todos modos le había dado la vida, se calló. Y, mientras, seguía observando ese intenso brillo de autoridad que su padre ponía en la mirada siempre que daba órdenes a sus empleados.
Estaba a punto de responder a su padre, pero al considerar que tampoco le convenía empezar una discusión en la que sabía que iba a terminar perdiendo, bajó la mirada y, finalmente, sin pedir permiso a nadie y a paso apurado se dirigió a su habitación.
Estaba parado junto a la ventana de su habitación. Se sentía mal anímicamente, una especie de agobio por la dictadura paterna. ¿Qué podía hacer? ¿Y si se marchaba de casa? La idea que cruzó por su cerebro le cayó en el alma como un baldazo de esperanza. Pero, ¿a dónde iría él? Levantó la mirada lo más que pudo y notó los bordes superiores de los edificios erigidos en esta parte de la ciudad. Era una zona residencial muy tranquila, con construcciones nuevas y otras que aún estaban en fase de construcción. Incluso aún se notaban terrenos vacíos en venta en algunas calles. Pero él sabía que ésta zona era sólo un pedacito de la gran Lima, de la Lima fuerte y demoledora, de la Lima ciclópea que engullía sobre todo a los jóvenes soñadores de todas las clases sociales del país, para machacarlos rápidamente y luego hacinarlos en callejones sin salida o en tugurios de Cinco Esquinas o en decrépitas mansiones donde penaban los recuerdos virreinales, y en muchos otros casos, para escupirlos con violencia hacia las empobrecidas barriadas y asentamientos humanos. Jubert sentía respeto por esta Lima, en donde cuando uno andaba ya no sabía tampoco dónde se encontraba, si en Sodoma o en Gomorra por la proliferación de pillos y rateros, de rameras quisquillosas, vagabundos con traza de fumones, borrachos y gente con cara de adicción a otros vicios, y además por la abundancia diaria de mítines políticos, de manifestaciones de trabajadores y acciones represivas de la policía y las detonaciones de bombas por parte de grupos terroristas.
Jubert sentía respeto y además temor por esta Lima que mucha gente tildaba de horrible, y las pocas veces que iba al centro limeño en compañía de su madre, se santiguaba y le pedía a Dios que no le sucediera nada malo ni a él ni a su ascendiente.“¿Marcharme de casa?”, volvió a repetirse la pregunta. Y, en el transcurso de un segundo, como una luz que hubiese visto desde el fondo de cueva oscura, Jubert vislumbró su futuro.
Le faltaba poco para cumplir los dieciocho años, edad en que a un joven se le considera mayor de edad. “Esperaré a tener mi libreta electoral y luego me iré de aquí. No tengo miedo a enfrentarme solo a la vida. Supongo que ésta es dura y tendré que ser fuerte. Y tampoco me importaría meterme en la Lima Vieja, si tengo la certeza de que allí encontraré la libertad que necesita mi espíritu”.
A partir de entonces, para realizar este proyecto, empezó a confabular en secreto con Eliseo, un compañero de colegio, que también ansiaba independizarse de la familia. Y, a los pocos meses, tras adquirir la mayoría de edad, ambos juntaron sus ahorros y sobre la marcha tomaron en alquiler un pequeño apartamento situado en un edificio del distrito de Jesús María. Jubert lo había preparado todo con meticulosa antelación; y todo lo tenía previsto.
Por eso, tampoco sentía temor en aquel instante crucial en que anunciaba a su padre la decisión que había tomado. Es más, armado de coraje, todavía pudo reforzar su anuncio con el argumento de que ya era un hombre de dieciocho años, con ideas propias y deseos de independizarse de la familia. Pero, su padre, sintiéndose quizás herido en su amor propio, reaccionó, como era de esperarse, con furia:
– ¡Hijo malagradecido! ¡Así me pagas todo el esfuerzo que he hecho por ti!
–Por favor, padre, entiéndame. Quiero hacer mi vida independiente.
Intentó calmarle, con explicaciones sutiles. Pero el señor no quiso oírle más y le dijo finalmente:
– ¡Pues vete de mi casa! ¡Y no vuelvas nunca!
Jubert veía que su madre, hecha un mar de llanto, intentaba apaciguar los ánimos caldeados del patrón de la casa, pero no lo conseguía. Y, ella misma, que a espaldas del jefe de la hacienda casera le había propuesto ayuda económica para que estudiase la carrera que quisiera, volvió a su lado para intentar disuadirle de que no se fuera de casa. Pero Jubert consideraba que los dados de su suerte estaban echados y que su decisión era absolutamente irrevocable.
Tras el duro enfrentamiento verbal con su padre, Jubert se dispuso a abandonar la casa. Subió a su habitación, y al cabo de unos minutos volvió a bajar. Venía tranquilo, arrastrando la maleta que solía emplear cuando salía de viaje; cruzó la sala de estar y llegó a la puerta que da al jardín exterior que en ese momento se encontraba abierta. Allí estaban ya esperándole su madre y la locuaz empleada de la casa. Jubert agradeció a Charo por sus atenciones y le dijo “hasta la vista, señora”; se despidió luego de su perro que había llegado moviéndole la cola. “Cuídemelo”, le dijo a la empleada de la casa. “Así lo haré, jovencito.”, le dijo Charo. Y, por último, Jubert pasó a despedirse del ser que más quería en el mundo.
–Esperaré tu regreso, hijo mío. Sé que algún día volverás.
–Por ti siempre volveré, madre.
Jubert se mantenía firme, tratando de no denotar tristeza, aunque en el fondo lo sentía de veras. Su madre lo abrazó y le pidió con lágrimas en los ojos que no se olvidara de ella, que la llamara por teléfono al menos de vez en cuando; le puso además un sobre cerrado en la mano y le dijo: “Ahora no lo abras, hijito. Hazlo en otro momento”. Jubert abandonó la casa tras despedirse de todos, menos de su padre.
Jubert Stewart, hijo de una familia acomodada, se había lanzado al mundo, en solitario y por voluntad propia, impulsado por una rebeldía contra su padre a la que se sumaban unos fulgurantes sueños de juventud, llevando en la mano sólo una maleta mediana donde guardaba algo de ropa, su celular, la foto de su madre y, entre otros pequeños objetos personales, la tarjeta de crédito que, afortunadamente para él, su madre había gestionado en el Banco y se lo había puesto en la mano, dentro de un sobre cerrado, antes de que él se fuera de casa.
Los primeros días en su nuevo hogar, se le hacían pesados, por el hecho de tener que prepararse él mismo la comida, limpiar a diario su habitación y lavar su ropa sucia. Pero él debía hacerlo, porque su adjunto no iba a hacer todas estas cosas para que otro las disfrutara. Jubert había llegado a un acuerdo con Eliseo para compartir pago de renta del piso y los recibos de consumo de luz, agua, gas y el mantenimiento de otros servicios básicos de la casa. Después cada cual, por su cuenta, se ocupaba de cocinarse, lavarse y realizar sus asuntos personales.
A veces, de noche, antes de dormirse, Jubert recordaba su vida pasada. Había sentido aburrimiento, en vez de diversión, con aquellos juguetes inútiles que solía regalarle su padre; había padecido flojera y estatismo en medio de aquellos proliferantes objetos superfluos; su alma solitaria había caído en vacíos profundos a pesar de que entonces vivía como un príncipe, atendido por la empleada de la casa.
No echaba de menos estos privilegios ahora que se encontraba lejos del hogar paterno, tampoco echaba de menos aquellos objetos lujosos que lo rodeaban ya que en suma nada de esto le había pertenecido Este mundo de abundancia material lo había construido ese señor cuya palabra significaba la ley en casa y que todos, sin excepción, debían cumplir sin rechistar.
Su padre sólo se había preocupado por darle todo lo material necesario para que en casa estuviera cómodo, para que no le faltara absolutamente nada. Pero nunca le había brindado ese cariño espiritual de padre tan necesario para un hijo aún en formación. Nunca se le había acercado a hacerle siquiera una caricia. Era un hombre extremadamente frío, poco apegado a su familia. Sólo se desvivía por sus negocios, gracias a los cuales y con suerte había amasado una gran fortuna. Era el dueño de 5 tiendas distribuidoras de equipos informáticos en diversos puntos de Lima, donde vendía esas sofisticadas computadoras que a menudo anunciaban pomposamente los periódicos y la televisión. Era además un hombre muy orgulloso de su apellido extranjero, de su elevada posición social. Contaba entre a sus amigos a empresarios distinguidos, artistas famosos y personajes de la derecha política. Y quizás por estar cerca de lo que él llamaba la crema y nata de la sociedad menospreciaba a la gente pobre, sobre todo a los mendigos que pedían limosna por la calle. “Sinvergüenzas -decía por éstos-, viven de la buena fe de los tontos caritativos”. Así era su padre y nadie podía hacerlo cambiar.
Su madre, en cambio, era una mujer dulce, cariñosa y comprensiva. Jubert la quería tanto que realmente le había costado mucho separarse de ella. Siempre la había tenido a su lado, recibiendo sus consejos oportunos y el apoyo moral necesario para superar los momentos difíciles; con ella además había disfrutado los mejores momentos de su vida. Era una mujer de carácter noble, virtud que ella fortalecía con sus costumbres religiosas y su fe en Dios. La recordaba, ahora, con su velo transparente y su minúsculo rosario, oyendo con solemnidad las misas dominicales que celebraban los sacerdotes en la catedral de Lima; la recordaba, llevándole a las tiendas de la avenida Larco para comprarle ropa, zapatos y otras cosas que ella, quizás porque era hijo único de la familia, consideraba que a él le hacía falta; y la recordaba también por su generosidad, como la que demostró aquella vez, al salir del supermercado, cuando, conmovida por las lágrimas de una mujer que suplicaba ayuda para curar la enfermedad de su hija, una bebé que llevaba cargada en brazos, abrazó a la mendiga y, en un arranque de desinterés material que incluso a él sorprendió, le entregó todo el dinero que llevaba en la cartera.Quizá de ella había heredado ese aprecio natural hacia la gente pobre, esa sensibilidad que le producía dolor en el corazón cuando veía a los mendigos rebuscando algo útil entre los basurales, a los niños con caritas de indigentes recogiendo botellas y cartones por las calles y a aquellos otros niños que obligados por la necesidad se ganaban el pan lustrando zapatos, vendiendo caramelos o periódicos.
Pensaba que si él tuviera la posibilidad de cambiar la suerte de los niños pobres del país lo haría encantado, en primer lugar los reuniría a todos y, en calidad de padre o de hermano mayor, les aseguraría la comida y les brindaría un apoyo económico para que dejaran de trabajar a tan temprana edad y en cambio se pusieran a estudiar. “Estos niños –lo reconocía– son el rostro adolorido de nuestro país que lamentablemente está sumido en la pobreza. Ojalá algún día cambie la situación económica del país para el bien de todos los niños.”
Habiendo resuelto el problema del hábitat, Jubert empezó a buscar una faena que le permitiera ganarme el pan por sí solo. Por ahora sólo se limitaba a extraer billetes del cajero automático gracias al crédito acumulado en su tarjeta visa, cuya devolución seguía corriendo por cuenta de su madre. Pero Jubert tampoco estaba conforme con verse convertido en un hombre mayor de edad mantenido por una madre casi anciana. Esto no estaba bien. Y, por eso, salía a la calle constantemente; realizaba largos recorridos a pie, desde Miraflores hasta Jesús María, en busca de un empleo o de algún quehacer que pudiera permitirle obtener ingresos económicos. Y un día, mientras vagaba por el mercado de Mercado de Merino, en el distrito de San Isidro, se quedó parado ante la cantidad de metros de plástico que despachaba un comerciante a su numerosa clientela. Al hombre le faltaba espacio en los bolsillos para guardar el dinero que le producía sus ventas. De puro fisgón, mientras pensaba que podría dedicarse a este negocio que le parecía rentable, Jubet detectó el grosor del plástico tocándolo con la yema de los dedos. “Creo que podría conseguirlo en alguna tienda mayorista –pensó–. Ahora solo necesitaría disponer de un capital.”
Y, más tarde, con esta idea en la cabeza fue a ver a su madre, le explicó su intención y ella, sin hacerle ningún tipo de preguntas, le hizo un préstamo de dinero. Con el dinero en el bolsillo y, venciendo a su temor, cual soldado que va a librar una batalla, Jubert se introdujo en el corazón de la Lima vieja. Alguien le había dicho que por esta zona los mayoristas de plástico vendían su mercadería a los precios más bajos de toda Lima. Con gesto decidido y paso firme el joven alto y rubio se abrió paso entre la multitud que inundaba la avenida Grau. Traspasó las cuadras donde vendían los zapateros, los libreros y los vendedores de comida callejera y, a pocos metros de la caótica avenida Aviación, encontró la tienda mayorista de artículos de plástico que andaba buscando. Y aquí pudo adquirir sin regatear, porque todavía no había aprendido a emplear esta táctica comercial, el tipo de plástico de idéntica calidad, y por supuesto a un precio inferior, al que vendía aquel comerciante del Mercado de Merino. Lo adquirió por fardos, o metros envueltos alrededor de un eje de plástico, fáciles de manipular.
A esa hora, diez de la mañana, la gente que transitaba por aquella céntrica vereda veía a un hombre alto que salía de una tienda, andando medio encorvado debido al peso de dos enormes fardos de plástico que llevaba en los hombros, y que a la volada hacía parar un taxi para trasladarse a otro lugar. Minutos después, Jubert bajaba del taxi frente a una de las puertas del mercado de Breña. Sin pensarlo siquiera se metió de frente, con mercadería y todo, al mercado; pero, al ver que por aquí no había sitio libre y además como su mercadería pesaba bastante, giró sus talones y salió del mercado. Afuera tuvo suerte, y halló un espacio disponible al lado de una joven vendedora de pepinos. Procedió a extender en el suelo unas hojas de periódico que la chica de los pepinos tuvo la amabilidad de obsequiarle, y luego encima de estos papeles acomodó su mercadería.
Era la primera vez que se atrevía a vender cosas en la calle y realmente estaba un poco nervioso, sobre todo por la incertidumbre de no saber a ciencia cierta si iba a vender algo o nada de sus plásticos. Jubert no tenía experiencia en ventas, jamás había vendido nada a nadie, pero, en contrapartida, lo que sí le sobraba en ese momento eran ganas de ganar dinero, porque ya estaba harto de que su madre lo mantuviera como si fuera un niño. Por esto, y por esas revueltas irónicas que tenía la vida, Jubert, el blanquito educado en uno de los colegios más caros de San Borja, el señorito que a lo largo de su existencia no había hecho más que jugar con su perro, estudiar a medias viendo la televisión, solicitar la comida fresca a la empleada de sus padres y sobre todo pedir dinero a su madre, estaba allí, en plena vía pública, intentando vender algo para ganarse el pan, mientras el sudor empapaba su frente.
Dos horas llevaba ya en aquel punto callejero y, como no había vendido un sólo metro de plástico, empezó a preocuparse. “No depende de la mala suerte -pensó- sino de que este punto es muerto, la gente no pasa por aquí”. Y, entonces, mientras pensaba que si los clientes no venían a buscarle pues él debía ir en busca de los clientes, comprobó que en su bolsillo estuvieran la tijera y el metro enrollado que iba a utilizar durante las ventas, alzó en hombros uno de los fardos y, tras pedirle a su colega vendedora de pepinos que le viera el otro fardo de plástico que quedaba en su tenderete, volvió a meterse en el mercado. A esta hora del mediodía, los pasillos del mercado de Breña estaban reventando de gente; por todos lados, la gente iba y venía con sus canastas buscando artículos de su interés. Jubert, en medio del tumulto, pensaba que por aquí era seguro que iba a realizar ventas. Y, con toda frescura, a pesar de la advertencia de los municipales que pasaban haciendo ronda con sus silbatos en la boca, se estacionó al lado de un quiosco de huevos. Un par de minutos después, notaba con alegría que la gente atraída por la novedad de los vistosos plásticos andantes, le rodeaba sin dejar de pedirle dos, tres, cinco, hasta diez metros del plástico que tenía en oferta.
Ya en plenas ventas, iba aprendiendo a sacar partido del interés de algunas mujeres que le preguntaban si ellas podían poner este plástico en su mesa en vez de hule, o en sus ventanas en vez de persianas, o utilizarlos como toldos para protegerse del sol. A todas estas clientas les respondía que sí, que su producto, por el grosor y el color y la textura, es decir por su calidad insuperable servía para multiusos caseros. Y, en este punto interior del mercado, en sólo diez minutos, vendió cincuenta metros de plástico. Y en otro punto, al que tuvo que trasladarse luego obligado por los pitazos de un policía municipal, vendió otros cincuenta metros. Y así, sucesivamente, en diferentes puntos del mercado, y previa disputa con los otros vendedores y con la gente que se plantaba en los pasillos, vendió decenas de metros de plástico.
A la una de la tarde, sólo le quedaba en oferta la mitad de uno de los fardos de plástico que había traído horas antes y, en cambio, sus bolsillos se veían abultados de dinero. Con esta modalidad de ventas, el ir de un sitio a otro ofreciendo directamente al público su mercancía, Jubert pronto se hizo conocido en varias plazas de la capital; así empezaron a lloverle los clientes, con el consecuente despegue de las ventas de su mercadería y de sus ganancias. Y a los pocos meses, tras haber devuelto a su madre el dinero prestado al inicio de este negocio, comprobó con satisfacción que tenía ya disponible su propio capital de trabajo. Había empezado con buen pie su etapa de comerciante ambulante y estaba satisfecho, aunque no dejaba de pensar en la opción de conseguirse un sitio más estable donde desarrollar su negocio.
Quería tener un puesto fijo para elevar su categoría de comerciante independiente, para ser mejor visto por el público, y lograr captar más clientes a su favor, lo cual redundaría además en el auge de sus ganancias. Su mira apuntó entonces a la compra de un quiosco en algún mercado. Y, sucedió un día, en que la suerte volvía a estar de su lado, que una clienta vino a decirle que una tía suya quería vender su quiosco ya que se encontraba enferma e iba a dejar de dedicarse al comercio. Jubert paró la oreja y de inmediato le pidió a la mujer la dirección del quiosco de su tía.
El quiosco en cuestión era pequeño pero estaba ubicado en inmejorable posición: justo al borde de una acera próxima al óvalo de Plaza Unión. Jubert habló con la dueña del quiosco, una mujercita trigueña de piel seca y arrugada, y pronto llegó a un acuerdo con ella. Jubert pensaba que no debía regatear el precio de un espacio público que a pesar de medir sólo dos metros de largo por uno y medio de ancho, estaba ubicado en una de las mejores áreas comerciales de Lima. Y así, a cambio del traspaso del citado quiosco, puso en las manos de la señora un fajo de billetes equivalentes a dos mil dólares.
Se quedó satisfecho con la compra de este retacito de calle, porque además sus plásticos saltarían de la sucia vereda hacia un limpio mostrador, y sobre todo convertirían su negocio típicamente ambulante en un quiosco relativamente establecido en aquella Plaza. Jubert llenó pronto su quiosco con artículos fabricados a base de plástico, como sillas, cubos de basura, regaderas, jaboneras, matamoscas y otros que tenían gran demanda entre el público y se complementaban perfectamente con aquellos largos plásticos coloridos que desde un principio habían gozado de acogida en esta zona comercial de Lima.
Y como su negocio crecía al igual que sus ganancias, Jubert consideró oportuna la compra de un automóvil. En realidad ese asunto venía a cuento porque uno de sus clientes había venido a ofrecerle a un precio razonable un auto de segunda mano, pequeño y con diez años de uso, aunque por fuera se veía en buen estado de conservación. Pensaba que lo necesitaba sobre todo para transportar su mercancía, ya que estaba harto de pelearse por un taxi con la gente que abundaba en las caóticas avenidas limeñas, y además le iba a permitir movilizarse a todas partes a cualquier hora con amplia libertad. Así pues adquirió aquel automóvil, por la suma de mil quinientos dólares.
Jubert, convertido ya en habiloso vendedor de artículos de plásticos, decidió una mañana ampliar su línea de negocios, tras darse cuenta de que el tipo que le había vendido el carro en realidad se dedicaba a la venta de vehículos usados. Consideraba que en cada transacción él podría obtener un margen de ganancia favorable y sin tener que correr ningún riesgo. Y, con esta idea, puso un anuncio en la ventanilla de su automóvil ofreciéndolo en venta. De suerte que, a los pocos días, logró venderlo a un comerciante provinciano haciendo así realidad la ganancia que había previsto. Jubert adquirió pronto conocimiento de este negocio, que a la postre vino a inflar su capital de trabajo, darle mayor seguridad económica y ampliar su visión de pequeño empresario. Jubert, que a estas alturas y a fin de ganar más dinero estaba pensando incluso en ponerse a pintar piedras para venderlas, se alegraba de poder demostrarse a sí mismo que poseía habilidad para los negocios, aunque esto no le causaba extrañeza porque pensaba que lo había heredado de su padre.
– ¡Casero! ¡Dame cinco metros de plástico!
Jubert dejó de hablar a través de su celular y con ágiles movimientos de mano cogió el grueso rollo de plástico que estaba reposando junto a otros artículos en el interior de su parada y lo desenvolvió sobre su tablero. Luego, mientras le informaba al cliente sobre la calidad y resistencia al uso de su mercadería, procedió a medir con su metro de palo la cantidad pedida y a señalar los puntos de corte con un lapicero de color que había desprendido de la juntura formada por su oreja y la parte lateral derecha de su cabeza. Con dedos diestros hizo correr los afilados bordes de la tijera a través de la línea marcada de antemano en el plástico y lo seccionó a la medida prevista. Cuando tuvo en la mano el retazo de artículo pedido, lo envolvió adecuadamente y lo introdujo en una bolsita transparente, la cual, junto con dos caramelos de obsequio, alcanzó al cliente, que en seguida le pagó el precio fijado por la cantidad de plástico que había recibido.
Después que el cliente se marchó, Jubert volvió a poner en su sitio el pesado fardo de plástico y siguió atendiendo su negocio. Además de vender plástico por unidades métricas, Jubert comerciaba artículos de plástico para el hogar como tazones, platos, cubiertos de mesa, además de otros utensilios. En su quiosco, siempre saturado de mercadería de buena calidad y a precio módico, recibía continuas visitas de sus clientes. En la negociación de sus productos, mostraba actitudes diplomáticas y detalles de hábil comerciante. A aquellos que aprovechaban sus ofertas, les daba de regalo una cuchara o una azucarera de plástico, les rebajaba al mínimo el precio de una jabonera y, si el cliente aceptaba llevarse una tina para el aseo personal le obsequiaba caramelos y un sonriente “vuelva otra vez”.
Estaba atendiendo a un cliente, cuando oyó timbrar otra vez su teléfono móvil. Era una persona interesada en el automóvil que horas antes había dejado estacionado, con un cartelito de “se vende”, en una calle cercana a Plaza Unión. Para ahorrarse tiempo, le dijo a su interlocutor telefónico que viniera a verle a su quiosco para negociar el precio del vehículo. Rato después, en efecto, un hombre de mediana edad, que portaba un costal redoblado en la mano, vino a buscarle. Jubert quiso ser claro desde el primer momento con aquel paisano. “No puedo rebajarle más del uno por ciento -le dijo- El vehículo que acaba de ver está en buen estado. Tiene menos de cien mil kilómetros de recorrido” –De acuerdo –dijo el hombre–. Pero antes quisiera probar cómo funciona el motor, si usted no tiene inconveniente.
–Claro que no, señor.
Se acercó a un colega suyo, un vendedor de artículos de vidrio, y le pidió que le echase una ojeada a su parada hasta que él volviera. Luego, seguido por el hombre, avanzó por una de las enrevesadas veredas del mercado. Al llegar al vehículo, abrió rápidamente una de las puertas delanteras, se puso al volante e hizo arrancar el motor. “Está en perfecto funcionamiento”, le dijo al comprador. Jubert salió del coche y, levantando la capota del mismo, le dijo al cliente: “Y mire la batería, está nueva”. Y le enseñó otras piezas importantes del móvil, como la varilla del aceite con un nivel adecuado, el radiador y los pequeños depósitos donde reposaban el líquido de frenos y el agua refrigerante del motor. El cliente, motivado, le pidió que fueran a dar una vuelta en el vehículo para así comprobar las virtudes de éste en plena marcha, pero el vendedor le dijo que esto no era posible porque había dejado encargado su quisco. Tras mostrarle al interesado las partes principales de su automóvil, le hizo ver que el número de matrícula de la placa correspondía con el que aparecía escrito en la tarjeta de propiedad. Le dijo que la persona que figuraba en el documento como propietaria del vehículo era un amigo suyo, y que si él quería podía presentárselo para que éste pudiera confirmarle la procedencia lícita del vehículo y además ayudarle a resolver cualquier trámite documentario.
-No debe preocuparse por lo del cambio de nombre -le dijo-. Yo me encargo de esta gestión.
El hombre no decía nada y seguía mirando la parte externa del vehículo con unos ojos encandilados. Al verlo así, Jubert extrajo del interior del coche la carpeta con los papeles pertinentes para la transacción y los puso en la carrocería delantera del vehículo. Llamó al tipo, que parecía estar convencido de que iba a hacer una buena compra, y le invitó a que pusiera su rúbrica en los documentos que él sostenía con la mano para evitar así que echaran a volar a causa del viento. Algunos transeúntes, que en esos momentos pasaban por el lugar, se quedaban mirando sorprendidos cuando un hombre bajo y gordo le iba entregando a otro alto y delgado unos fajos de billetes de gran valor que iba sacando de su mochila. Tras entregarle al cliente la llave del coche y decirle que no se preocupara de la transferencia ya que en un par de días la tendría arreglada, se despidió de éste con un apretón de manos y, a todo andar, cogió con dirección a la plaza. Al llegar a su quiosco, notó que varios clientes lo estaban esperando con impaciencia. Se disculpó con ellos y, con movimientos ligeros, procedió a atender sus pedidos.
Jubert, sin descuidar sus negocios callejeros, se matriculó en una academia de preparación preuniversitaria. Su intención era estudiar en la universidad la carrera que le venía atrayendo desde su época de colegial. La academia era un pequeño y particular centro de estudios, ubicada en el jirón Washington, donde se metía todas las noches después de la jornada de trabajo diaria; allí agudizaba sus conocimientos teóricos y resolvía ejercicios prácticos concernientes a las materias básicas que había adquirido en el colegio.
Y como él tenía una buena memoria y una inteligencia notable, no le resultaba difícil hallar la respuesta correcta a las preguntas de los cuestionarios que le ponían en clase sus profesores, sobre todo las preguntas concernientes a la rama de Ciencias. Era ordenado en la aplicación de las fórmulas matemáticas, físicas y químicas. Sabía que el orden y la claridad, a la par que el método en la resolución de un problema de ciencias era fundamental para resolverla.
Y no obstante su intensiva preparación preuniversitaria, llegada la hora de los exámenes de admisión en las dos universidades particulares a las que había decidido postular, no alcanzó la puntuación necesaria para seguir Económicas en la Universidad de Lima y en cambio sí obtuvo plaza en la universidad Garcilaso de la Vega para seguir Ingeniería Administrativa, carrera profesional a la que se había inscrito, como una segunda opción, porque le parecía interesante su programa de estudios.
Su tristeza por no haber conseguido vacante en la universidad para estudiar la carrera que anhelaba, pronto desapareció de su ánimo. Tampoco quería convertirse en uno de esos somnolientos postulantes que se pasaban año tras año intentando alcanzar vacante en una sola universidad.
El tiempo debía aprovecharse al máximo; así pues se quedó conforme con seguir esta profesión que de todos modos era afín a la otra, que él denominaba Ciencia de la Riqueza. Y pronto empezó, con ilusión y energía, su nueva etapa de estudiante universitario. Asistía a sus clases en la universidad en horario vespertino. Desde las 6 tarde hasta las 10 de la noche se enclaustraba en aquellas aulas donde los catedráticos, en su mayoría ingenieros titulados de la Universidad de Ingeniería, impartían interesantes lecciones sobre asignaturas relacionadas con las Ciencias puras y otras relacionadas con las Ciencias Empresariales.
En su Centro de Enseñanza superior, hacía amistad y compartía carpeta, lecciones y estudios con otras jóvenes promesas de su generación, algunos de los cuales eran hijos de ricachones que asistían a la universidad sólo para pavonearse de que estaban haciendo algo útil o a lo más para sacarse un título universitario.
Jubert, a diferencia de la mayoría de sus compañeros de estudios, no pertenecía ya al sector acomodado de la sociedad limeña. Pero este hecho, le tenía sin cuidado; es más, con su innato orgullo de joven rebelde a toda coacción o quietismo, no tenía reparo en decir a sus colegas que vivía con un amigo en un piso de alquiler y que para pagarse los estudios trabajaba durante el día como vendedor ambulante en un mercadillo limeño.
Algunos de sus colegas no le creían y se reían de lo que consideraban una broma, pero él, poniendo seriedad en la mirada, les daba a entender que era verdad lo que decía. Jubert afirmaba que la condición social y económica de una persona no tenía nada que ver con su nivel de conocimientos e inteligencia. Y para corroborar sus palabras salía continuamente a la pizarra a desarrollar con rapidez y destreza los más complicados problemas de física, química y análisis matemático.
Sus colegas, al oírle además discurrir con fluidez verbal sobre temas de teoría económica, fiscalidad o política económica, ya no dudaban de su palabra. Jubert era uno de los mejores estudiantes de su facultad, con un promedio de notas que superaba los quince; era el más inteligente de toda su promoción y al mismo tiempo el de carácter más sencillo y menos egoísta de todos los estudiantes universitarios.
Se sentía bien cuando repartía a sus colegas las copias desarrolladas de los ejercicios prácticos que les asignaban los profesores, y cuando alcanzaba sus apuntes a los que habían faltado a clase y cuando soplaba respuestas durante los exámenes a quienes no sabían responder los tests evaluativos por no haber estudiado. Y por todos estos detalles sus compañeros de aula le querían y le respetaban.
No obstante, el aplicado estudiante sentía incomodidad cuando llegaba al piso que estaba compartiendo con un viejo amigo del colegio, una persona que tenía gustos y preferencias muy distintas a la suya.
Eliseo tenía la mala costumbre de emborracharse todos los sábados por la noche en compañía de sus amigos que venían a verle al piso; metían tanta bulla con la radio y sus risotadas que hasta los vecinos les golpeaban las paredes para que se callasen. Por su parte, prefería irse a la calle a dar un paseo o se iba a visitar a su madre.
Tenía que armarse de mucha paciencia para soportar a quien continuamente le buscaba pleito, sobre todo a la hora de hacer la limpieza del piso, de pagar los recibos de luz, agua y otros servicios caseros. Por otro lado siempre le oía quejarse de que era él quien más se preocupaba por barrer la casa, fregar los platos o el que más dinero pagaba por una luz eléctrica que apenas consumía.
Jubert, para intentar llegar a un acuerdo con su adjunto, sostenía largas charlas con él. Y aquella noche, precisamente, al volver de la calle, tras haber realizado sus ocupaciones personales, apuró su cena y, en seguida, volvió a sentarse junto a Eliseo en el único mueble que había en el piso a fin de retomar el debate sobre el tema. Y, en un momento de la discusión, Eliseo, que además de despechugado era un tipo imprevisible, le dijo que si ellos iban a estar así todo el tiempo, peleando como perro y gato, lo mejor era entregar el piso y que cada cual se fuera por lado.
-Además -le dijo, con frescura- Pienso meterme a la guardia civil para arreglarme la vida de un modo rápido y efectivo.
A Jubert no le gustó la propuesta ni la forma de pensar de su adjunto, pero las respetó y pensó que lo mejor sería que se separasen. Y como él era un tipo fuerte, decidido y con un orgullo innato que le impedía inclinarse ante nadie, menos ante Eliseo en vez de pedirle por favor que retirase sus palabras o que cambiara su modo de ver la vida, le puso una mirada aplomada y, antes de levantarse del asiento para dirigirse a su cuarto, le dijo secamente:
–Como quieras, Eliseo. Hasta luego.
Tras haberse roto el pacto de convivencia que mantenía con Eliseo, y aún antes de que ellos procedieran a la entrega de las llaves a los propietarios del piso que tenían en arriendo, Jubert decidió marcharse de allí. Empezó a buscar con empeño un apartamento con una sola habitación porque había llegado a la conclusión que era mejor vivir solo que mal acompañado.
Y, con suerte, consiguió un estudio, ubicado en el tercer piso de un edificio de la avenida Arenales, en el distrito de Lince, era un pequeño retículo de 28 metros cuadrados en donde cabía su cama, su mesa, su cocina y nada más. Aunque él, para hacerse de más espacio donde guardar sus cosas, se construyó un altillo junto al techo.
En aquella buhardilla se estableció y, con paso de los días llegó a sentirse cómodo a pesar de la estrechez del piso donde a pesar de todo él podía organizarse como le viniera en gana, sin tener que rendir cuentas a nadie sobre el modo en que llevaba su vida.