YO LUCHO POR TI, MAMÁ
YO LUCHO POR TI, MAMÁ
Las bombas de los terroristas estallando bajo el medio millón de quioscos ambulantes de la metrópoli limeña, no hubieran causado mayor impresión. El nuevo alcalde de la ciudad, aplicando la misma política de sus colegas anteriores, declaró “zona prohibida para vendedores ambulantes” el llamado Damero de Pizarro y ordenó a la policía municipal el inmediato desalojo de quienes practicaban el comercio ambulante en el centro de la ciudad.
– ¡Es una medida municipal abusiva! –protestó Pitufa airada–. ¡El alcalde no puede echarnos de nuestros puestos de trabajo así porque se le antoja! ¡Somos una organización de trabajadores establecidos según las anteriores normas municipales! ¡Se debe respetar nuestros históricos logros!
– ¡Vamos a la marcha! –las voces de los comerciantes que secundaban sus palabras eran cada vez más sonoras.
– ¡Necesitamos el apoyo de todos los trabajadores ambulantes para detener la agresión del alcalde advenedizo!…
Para afrontar con eficacia la difícil coyuntura, los pequeños comerciantes distribuyeron su labor. Mientras unos se dedicaron a la búsqueda de apoyo social, otros se abocaron a la tarea de elaboración de carteles, volantes mimeografiados, folletos y algunos otros, que tenían amigos periodistas, consiguieron publicar en periódicos y revistas la imagen del trabajador ambulante vapuleado por las autoridades!
– ¡Debemos estar preparados para todo!
Tronó Pitufa y tras alcanzar una lista de consignas a sus compañeros, cuyos ánimos estaban soliviantados, se dirigió a su quiosco para dejar sus cosas en orden antes de plegarse a la marcha. Allí encontró a Ollanta, sentado en un banco, limpiando con afán sus voluminosos anteojos. El veterano dirigente al verla dejó su quehacer y mientras volvía a ponerse las gafas le dijo, con gesto agridulce, que había venido a darle consejos en la ocasión. Ella le escuchó con atención mientras leía la hoja impresa que él le alcanzó y que contenía una serie de recomendaciones que debía tener en cuenta durante la movilización.
Ollanta le recordó que estaría con ella en la cabeza de la manifestación. “Juntos, como comandante y capitán”, le dijo, en broma, antes de marcharse. Pitufa permaneció sentada en su banco, repasando el papel con las indicaciones del maestro dirigente; a ratos masticaba con nerviosismo la punta de su lapicero de tinta roja, mientras con la mano libre mesaba una y otra vez su larga y sedosa cabellera. Cerca de ella, Intia, su ayudante, atendía el pedido de un cliente. Miró su reloj y comprobó que el tiempo apremiaba. Se incorporó deprisa y abrió la tapa de su carreta, de la que extrajo un paquete con folletos y volantes alusivos a la lucha social de los ambulantes que había mantenido en reserva.
De pronto giró el rostro sorprendida y, mientras se acomodaba la gorrita protectora del sol que llevaba en la cabeza, se preguntó: “¿Mi madre no estaba en el hospital?”. La buscó con la mirada y al distinguirla, entre la gente, los latidos de su corazón se aceleraron. Era ella y venía acompañada de Chanan. Dejó a un lado sus impresos y salió a la puerta del quiosco a recibirlos con los brazos abiertos. Le dijo a su madre que se alegraba de verla recuperada. Y mientras charlaban animadamente, celebrando el feliz reencuentro, su progenitora le confesó que había venido a pedirle que aprobara su participación en la manifestación. Pitufa quedó desconcertada.
–Estoy vieja, pero no acabada –le aseguró Olga–. Con mi experiencia puedo ser útil.
–Mami no estoy de acuerdo con que participes. Aún estás delicada de salud. Si hay pleito, podrían enviarte de vuelta al hospital
Olga hizo un gesto de desencanto, giró pesadamente el cuerpo y arrimó su recosida pollera a la empolvada carreta de Pitufa. En su rostro, aún demacrado por la enfermedad que la mantuvo alejada durante un tiempo de la actividad comercial y gremial, había una expresión opuesta a la resignación. Tal vez le costaba aceptar que, siendo una mujer de armas tomar, no estaría en el campo de batalla. Chanan intentó consolar a su madre, haciéndole mimos. Pitufa sintió pena por Olga: “No te desesperes y quédate tranquila”. Le dio un cariñoso beso en la mejilla. Y, añadió convincente: “Yo lucho por ti, mamá”. Olga conmovida abrazó a su querida hija, que la reemplazaba de manera admirable en la dirigencia de trabajadores ambulantes. Chanan asintió cuando Pitufa le dijo que llevara a su madre a casa. Luego ambos se despidieron de ella con abrazos y deseándole mucha suerte.
Pitufa aconsejó a Intia a no despegar la vista del negocio, que tuviera cuidado a la hora de recoger la “merca” porque había gente achorada que al menor descuido de una se pulían alguna pieza., y además, se asegurase de poner doble candado a la puerta de la carreta. Y luego, que si ella deseaba participar en la proclamada marcha al municipio debía reunirse con el resto de trabajadores en la berma central de Plaza Unión.
–Voy para allá en cuanto cierre el quiosco –dijo Intia, animada–. Esta marcha no me la pierdo.
Tras ultimar detalles con su auxiliar, salió del quiosco a todo andar perdiéndose por un pasillo quebrado que formaban dos montañas de carretas.
Cuando ella llegó a la plataforma central de la Plaza, ya un tropel de trabajadores hacía un ruido infernal. Con aparente tranquilidad, se acomodó junto al pedestal de don Ramón Castilla, el Gran Mariscal que antaño había liberado a los negros peruanos de la vil esclavitud. Desde allí, con voz bronca, se dirigió a todos:
– ¡Compañeros! ¡Hace más de veinte años que los comerciantes ambulantes venimos trabajando en esta zona y nunca hemos ocasionado problema al municipio! ¡Y ahora justamente se nos pretende desalojar, con el pretexto de que imposibilitamos el libre tránsito vehicular, de que ensuciamos las calles de la ciudad y damos mal ejemplo a la ciudadanía! ¡Esto es falso, compañeros! Todos vemos que las líneas de transporte circulan normalmente por las pistas que rodean la plaza, y no existen muladares pestilentes ni focos de infección en el área donde laboran los trabajadores ambulantes. ¡Es una vil patraña inventada por los municipales! Nosotros limpiamos a diario nuestros puestos de trabajo, y luego cada tres días hacemos limpieza de barrido a fondo y regamos con agua toda nuestra zona, y además tenemos contratado los servicios de un camión recolector que cada noche viene y se lleva toda la porquería acumulada hacia los hornos municipales de las afueras de la ciudad!… ¡La mala imagen compañeros la da el Gobierno, que no apoya a los trabajadores del comercio ambulante, que adolecemos de promoción social, no tenemos acceso real a programas de crédito ni a canales regulares de comercialización, y sobre todo carecemos de una Ley que nos permita recibir los beneficios de la seguridad social!.. ¡Nosotros vemos, compañeros, que a través de la historia, ni los regímenes militares ligados a la derecha política, ni el anterior gobierno del Apra, ni el actual de Fujimori, ninguno ha contribuido ni contribuye al desarrollo de nuestro sector económico social, y esto a pesar de que nuestra Economía sectorial, englobada con la de los pequeños productores artesanales y los micro empresarios populares, contribuye en forma de renta al Estado con algo más del cincuenta por ciento del Producto Bruto Interno ¡esto lo sabemos todos! ¡Compañeros, nosotros cumplimos una función trascendental en el desarrollo del comercio y la economía nacional, al crear nuevas formas de comercialización de productos y servicios, estamos reemplazando los viejos sistemas de comercio regulados por un tipo de economía, a la cual el pueblo nunca ha podido acceder por estar en manos de los grupos de poder económico, por un sistema de comercio nuevo, amplio y regulado por los propios trabajadores! ¡Es nuestro recio aporte al crecimiento de la Economía nacional, compañeros! ¡Sin embargo, es lamentable que algunos políticos y economistas de alta escuela nos consideren “ilegales”, como si fuéramos individuos proscritos o destinados a la persecución policial! ¡El término “ilegal” o “informal”, compañeros, le cae más bien a la gente que se enriquece desarrollando la Banca paralela, a los narcotraficantes, a los allegados al gobierno que trafican con el hambre del pueblo arrojando al mar la carne y el trigo que no les interesa, o vendiendo para su propio provecho las toneladas de ropa y alimentos que vienen del extranjero para ser destinados a los niños de los sectores populares! ¡Es también “informal” la violencia genocida, los pugilatos que arman en las cámaras parlamentarias los renombrados Padres de la Patria, el robo que hacen a la dignidad de un pueblo democrático los gobernantes con mentalidad imperial que desconociendo a quienes los han elegido y en contubernio con las fuerzas armadas asumen todos los poderes políticos! ¡Jamás será ilegal el trabajo honrado y digno de los trabajadores ambulantes!… ¡Por toda esta injusticia histórica, compañeros, vamos a realizar una marcha de protesta a la alcaldía central! ¡Nuestro Sindicato, con el apoyo incondicional de la Federación de Trabajadores Ambulantes de Lima, se va a desplazar hacia la Plaza de Armas de Lima, donde está previsto hacer una concentración mientras esperamos el retorno de la delegación que irá a entregar al alcalde nuestro pliego común de reclamos!
– ¡Así se habla, camarada! ¡Abajo el autoritarismo! ¡Vivan los trabajadores Ambulantes!
Frente al pedestal de Ramón Castilla, confundido con los cientos de manifestantes, un borrachín desgarbado, al notar la creciente efervescencia humana, gritó entusiasmado: “¡Adelante buenos cholos! ¡Hagan sentir su queja al papá Gobierno! ¡Luchen por la estabilidad en el trabajo que les da para comer!”. Cerca de allí, siguiendo atentamente con la mirada todos los gestos de la oradora, se hallaba un joven comerciante de telas. Jubert estaba impresionado por la forma enérgica como aquella preciosa chica se dirigía a aquella abigarrada multitud de gente. Y a unos pasos de él se hallaban también la madre y el hermano de Pitufa, que en vez de irse a casa, se habían unido a los manifestantes.
– ¡Estos ambulantes! ¿Qué se habrán creído? Estorban en las veredas, ensucian la ciudad, son provincianos ignorantes y encima pretenden que les oigan las autoridades- Se oyó decir a una dama obesa vestida con abrigo de pieles, que pasaba por el borde de la vereda central de la Plaza del brazo de un caballero rubio y con acento extranjero. Sin poder contenerse Chanan se volvió y gruñó:
– ¡Calla vieja aristócrata! ¡Los vendedores ambulantes somos parte de la sociedad explotada! –. Y volvió la cara hacia el cielo, haciéndose el tonto.
Por fin en medio de palmas, silbatinas y gritos agudos, la turba de trabajadores ambulantes comenzó a desplazarse hacia la alcaldía. Pasos delante, cuando cruzaban el jirón Cañete, oyeron los aplausos de los estudiantes de la universidad Federico Villarreal y los del público apiñado en las veredas. Sin embargo, antes de llegar a la avenida Tacna, notaron que hombres uniformados con sus armas en ristre venían en dirección opuesta a la de ellos. Los dirigentes que iban a la cabeza de la manifestación levantaron las manos para detener a la larga columna humana.
– ¡Tenemos la orden de no dejarlos pasar al centro de Lima! ¡Den media vuelta y retírense! –ordenó un oficial bigotudo, mirando a Pitufa con ojos incriminadores.
–Esta marcha es pacífica, señor. Además tenemos un permiso concedido por la prefectura –dijo ella, mostrándole una resolución escrita.
Pero el gendarme no creyó en el papel que le mostró Pitufa y respondió malhumorado:
– ¡Esto no sirve! ¡Váyanse de aquí ahora sino quieren ser detenidos y encarcelados!
Los dirigentes se volvieron, otra vez, para ponerse de acuerdo con el grueso de trabajadores. Se oían voces por doquier: “¡No se acobarden, camaradas!” “¡El alcalde tendrá que oírnos!” “¡Ahora o nunca!”. Pitufa y el líder del sindicato titubearon un instante. Pero, al sentirse presionados por los impetuosos contingentes ubicados por detrás, decidieron avanzar pese al peligro. ¡Adelante!…ordenó Pitufa blandiendo la bandera de su organización en la mano; su gesto, sereno pero decidido, parecía evocar el de aquella imagen de mujer que se observa en el famoso cuadro de Delacroix: La Libertad guiando a su pueblo hacia la victoria
Pronto, las bombas lacrimógenas lanzadas por los policías empezaron a llover por todos lados. En medio de la confusión algunos corajudos manifestantes respondían con puñetes y patadas a los uniformados que intentaban propinarles severo castigo. La batalla campal, que favorecía claramente a quienes repartían furibundos correazos, mazazos e incluso pistoletazos se extendió desde la esquina de las avenidas Tacna y Emancipación hacia los cuatro puntos cardinales. En un instante, aprovechando el repentino desbande de los apaleados, el oficial bigotudo cogió de los pelos a Pitufa y, con la ayuda de otros policías, la arrastró hacia el camión policial. Ollanta, viejo dirigente, presa de la indignación, intervino en defensa de Pitufa, pero los furiosos gendarmes lo derribaron sobre la acera, lo sometieron a punta de palos y lo arrastraron hacia el camión donde se encontraba su compañera.
La policía ahuyentó al resto de manifestantes. Jubert, que había intentado rescatar a Pitufa fue rechazado por los palos de la gendarmería y no pudo impedir que se llevaran a su amor platónico. Se quedó en la vía, molido a golpes y gimiendo de rabia e impotencia. Intia que llegó corriendo al lugar se unió a Chanan y su madre, que tras haber retrocedido ante la agresión de los uniformados volvieron preocupados al escenario de los hechos. Pero sólo encontraron gente desolada que, en medio de botellas rotas, llantas quemadas, piedras de todo tamaño y la humareda producida por los gases tóxicos, se resarcía de las heridas ocasionadas por el bárbaro ataque policial.
Todos supieron, con honda pena en el corazón, que la policía se había llevado detenidos a Pitufa y otros principales dirigentes de trabajadores ambulantes.