LOS HÉROES DEL ARRABAL

LOS HEROES DEL ARRABAL

LOS HEROES DEL ARRABAL

Vivíamos a salto de mata en aquel descampado, donde proliferaban gallinazos, culebras, lagartijas  y una colonia de parásitos que se movían entre la inmundicia acumulada allí durante años. Y a causa de vivir en un ambiente poblado de bichos, al que sumaba la falta de higiene de las familias debido a la escasez de agua en los hogares, en nuestra piel aparecían manchas azules, granos de sarna y otras erupciones purulentas cuyos insoportables escozores nos inducía a rascarnos el cuerpo con las uñas a veces hasta sangrar. Y como en el arrabal tampoco existían botiquines ni farmacias, los aparceros quedábamos a merced de estas enfermedades cutáneas.
La situación se veía agravada por la falta de servicios higiénicos en nuestras viviendas. Los vecinos, para salvar el apuro del momento, depositábamos nuestras heces en bacines y recipientes de todo tipo que luego llevábamos a enterrar al Cagadero Comunal. Pero este servicio público, erigido en una zona de arena viciada, pronto sería clausurado a pedido de los vecinos que no podíamos soportar más la pestilencia que llenaba nuestras narices cuando andábamos por la calle. La letrina comunal fue considerada "incapaz de cubrir la caca del pueblo" y se la reemplazó por una serie de silos ubicados a cien metros de distancia uno de otro en la extensa área poblada.
Aunque surgió el inconveniente de las caminatas, las largas colas de espera, las discusiones verbales cuando alguien se demoraba dentro el servicio un tiempo mayor del considerado necesario por otros que aguardaban su turno con impaciencia. Esto motivó que muchas familias volvieran a la vieja costumbre de recoger sus excrementos en bacines para ir a enterrarlos luego, sobre todo de noche y sin que nadie se enterase, en el clausurado montículo vecinal o en todo caso ir a desparramarlos entre las piedras para que se lo comieran los gatos monteses que andaban buscando detritos por las inmediaciones.
Los servicios higiénicos de nuestra comunidad no eran más que desaliñados habitáculos hechos de esteras dobladas por el lomo y atadas por sus bordes al marco de achacosas puertas de lata;  la mitad de su techo estaba descubierto y la otra mitad tapada por retazos de plástico; su piso era de tierra aplanada con pedazos de madera pelada en la parte principal donde los ocupantes asentaban los pies antes de bajarse la ropa íntima y ponerse en cuclillas para dejar caer sus necesidades en aquel hueco pestilente que destacaba bajo sus cuerpos en posición de defecación. Y como en los baños comunales tampoco había grifos de agua y mucho menos desagüe, la pestilencia proveniente de la caca pública amontonada en los Silos vencía a las partículas del aire, el polvo y la luz y se olía en cien metros a la redonda.
La suciedad que inundaba los Silos se pegaba más en los niños que solían amontonarse por allí jugando a la pega o a las escondidas, exponiéndose así a contraer aún más enfermedades de las que por desgracia venían ya sufriendo sus frágiles cuerpos. También la gente adulta que con apremio del cuerpo ocupábamos los retretes, donde tampoco había luz ni ventilación, corríamos el riesgo de contraer otras enfermedades epidérmicas. Por tanto, los baños comunales a pesar del importante servicio que nos prestaban, se habían convertido a focos infecciosos que se sumaban a los otros tantos que proliferaban en la zona.

***

¡Es el colmo! ¡Este lugar está hecho una porquería y esto nos afecta a todos! ¡Llévense su basura y sus cerdos de aquí si no quieren que los denunciemos a las autoridades!…
Así protestábamos contra un grupo de gente inescrupulosa que venía realizando reiteradas descargas de desperdicios en una franja extrema de nuestro raval con el fin de alimentar allí a sus animales domésticos. Pero la respuesta que recibimos de aquellos tipos fue una inesperada lluvia de piedras que nos obligó a huir en picada del lugar.

Más tarde, don Juvenal Condori -presidente de la comunidad- y yo veníamos por la calle principal del asentamiento hablando de convocar a una urgente reunión de vecinos para proponer la inmediata erradicación de los chancheros que estaban infectando de porquería nuestra zona. De pronto, al pasar junto a una chabola nos pareció oír lamentos provenientes del interior. Para ver qué ocurría, asomamos las narices por detrás de la puerta entreabierta. Y entonces vimos con sopresa a una niña de unos ochos años que estaba recostada en su camastro retorciéndose de dolor mientras se frotaba con las manos el pie izquierdo. A su lado, una mujercita haraposa gemía diciendo cosas no inteligibles.
– ¿Qué sucede señora? -preguntó don Juvenal a la mujercita de rostro condolido.
-Rata señor ha mordido a mi hija.
– ¡Santo cielo! -exclamé inclinándome hacia la pequeña para apreciar su herida. Noté que un hilo de sangre manaba del pequeño boquete abierto en la superficie de su pie hinchado.
– ¡Un médico! -grité-. ¡Esta criatura necesita atención urgente!
-Saquémosla de aquí -me dijo don Juvenal. Y entre los dos levantamos el cuerpo de la pequeña y a paso apurado salimos con ella de la casucha.
La gente, al vernos pasar por la calle, nos preguntaba qué tenía la mocita que llevábamos cargada. Y nosotros, a fin de no alarmar a nadie, respondíamos que la niña tenía sólo un poco de fiebre y que ya se pondría bien. Sin embargo, al llegar al local donde solíamos reunirnos los responsables de la Asociación, medio pueblo nos esperaba allí para saber lo que le ocurría a la pequeña.
– ¡Llamen a un médico! -volví a gritar con nerviosismo.
– Déjenme chequearla-. Llegó solícito el joven Farromeque, estudiante de medicina en la universidad, quien hizo recostar a la niña en una camilla y se puso a examinarla.
-Es una herida producida por mordedura de rata -dijo el futuro galeno, confirmando así nuestras sospechas. Y añadió-: Habrá que llevarla a un centro hospitalario para que le hagan un tratamiento.
Un vecino que tenía movilidad se ofreció para trasladar a la pequeña afectada hacia un hospital limeño.
– ¡La culpa del acumulamiento de basura en nuestra zona la tienen esos chancheros! -protesté, soliviantando el ánimo del populacho que acababa de enterarse de lo ocurrido.
– ¡Hay que botar a esa gente cuanto antes! ¡Podría desatarse una epidemia de peste en Perú Nuevo! -se oyeron voces por doquier.

Apenas desapareció del barrio la camioneta del vecino en cuyo interior iba la niña afectada en compañía de su madre y el joven estudiante universitario, los cabezas de familia acordamos celebrar una reunión extraordinaria para tratar el asunto de la basura producida por los criadores de puercos.

– ¡Debemos actuar por nuestra cuenta, porque si pedimos al municipio de Lima que envíe personal de saneamiento a nuestro barrio, seguramente hará oídos sordos! -dije en la asamblea vecinal
-Vamos a luchar contra los chancheros -intervino don Juvenal Condori-. Pero ante todo, vecinos, propongo que hagamos una aportación económica voluntaria por cada familia para reunir fondos y contratar un camión que se lleve lejos toda esa porquería que ya nos tiene enfermos.
Tras el acuerdo mayoritario, los titulares de lotes nos enfrascamos en dicha tarea, y pronto con esfuerzo conseguimos reunir una cantidad de dinero que pusimos en las manos del encargado de la contratación del camión. En seguida, nos fuimos a casa en busca de nuestras elásticas hondas y huaracas lanza piedras, los garrotes con punta de mazo, los fuetes de crin de caballo, y otras armas rupestres de las que disponíamos para defendernos de cualquier amenaza, y luego, ya de noche, los impertérritos volvimos a juntarnos para diseñar estrategias de ataque contra aquella gentuza.
A la mañana siguiente, sobre las diez, un batallón de vecinos, compuesto por cien hombres jóvenes, bien armados, hicimos aparición en el campo de batalla ocasionando la inmediata protesta de aquellos tipos entercados en mantener los muladares que alimentaban a sus puercos con síntomas de triquinosis.
– ¡La basura es nuestra! -decían-. ¡Váyanse de aquí!
Ante la reincidente actitud de aquellos indeseables, nos preparamos para entrar en acción. En un instante, sin embargo, cuando aquellos que eran dirigidos por un tipo flaco vestido de negro empezaron a blandir en el aire machetes y guadañas y largos cuchillos, los guerreros cara sucias titubeamos. Pero luego, al ver que éramos superiores en fuerza colectiva, decidimos hacerles frente.
– ¡A la carga mis valientes!
Al oír la orden de nuestro jefe, los vecinos artilleros lanzamos contra ellos un aluvión de piedras, trozos de adobes, tarros con arena y otros proyectiles cachivaches. Tras el primer ataque, el resto de vecinos que componían nuestra infantería arremetió contra los bandoleros, empleando sus lanzas de madera, sus palos de escoba con punta de clavos y largos estacas afiladas. Ante nuestro avance arrollador, aquellos retrocedieron en el terreno y luego huyeron campo a través tirando de sus chanchos mugrosos.
Convertidos en dueños absolutos del basural, dispusimos su inmediata erradicación del lugar. Dejamos a un lado nuestro huachafo armamento y nos enfrascamos en la desagradable tarea de remover y recoger aquella carca que había permanecido pegada al suelo durante años. El resto del día lo dedicamos a maniobrar escobas, palas, carretillas y otras herramientas adecuadas para el recojo y traslado de la basura hasta el camión contratado cuyo chofer, parado muy cerca del área en limpieza, aguardaba con impaciencia el fin del embarque.
A media jornada llegó una cuadrilla de vecinos ribereños que con buena intención nos ayudaron en el recojo de la basura, la cual salió más tarde, en la plataforma del camión contratado, con dirección a los pozos crematorios de basura perteneciente a la Baja Policía del sector del río Chillón. Por la noche, sudorosos y cansados pero satisfechos de haber hecho algo positivo para nuestra gente, volvimos a casa.
Habíamos solucionado en parte el problema de la basura en nuestro arrabal, aunque seguíamos padeciendo de otros problemas, sobre todo la falta de servicios básicos.

***

-Para salir del apuro -dijo don Juvenal Condori- vayan a sacar agua del río o cómprenla en el poblado contiguo que tiene pilones en su avenida principal
-El agua del río puede estar contaminada -advirtió alguien-. Más aconsejable es la segunda opción.
Los choceros empezamos a ir al barrio de Los Ribereños en búsqueda desesperada de unos litros de agua. Aunque los encargados de este negocio pedían un ojo de la cara por una miserable ración. Una postura demasiado injusta, especulativa y avara que pretendía enriquecer a un grupo de avivados.

Aún así, y con el dolor del corazón y la ruina de nuestros bolsillos debíamos comprarla. Tampoco queríamos ver agonizar de sed a nuestra familia.
Yo me enfadé una tarde con el responsable de la explotación económica de un grifo de su barriada. Era un tipo engreído, que hacía ruido con las monedas que amenazaban desfondar la transparente bolsa plástica que le servía de caja, mientras pretendía intimidar a sus clientes advirtiéndoles con voz de capitán:

-¡Primero se paga, después se atiende!.

Mi paciencia se colmó cuando el tipo propinó una patada a un niño de semblante exangüe que junto con su perro habían pretendido beber un poco de agua sin respetar la columna de gente que esperaba su turno con sus recipientes en la mano.
"¡Abusivo!", le increpé. Mientras, el perro del niño, que había estado gruñendo al prepotente administrador de la fuente de agua, se abalanzó contra él dándole un furioso mordisco en la mano. Al punto, una sarta de billetes y monedas se desparramaron por el lugar, ocasionando la aparición de manos ávidas por apoderarse de aquello que se llevaba el viento.
– ¡Esto le pasa por jodido! ¡Bienécho!
Los que no participábamos en el saqueo gozábamos con la aflicción de quien se esforzaba por detener a los saqueadores, mayormente mocosos, que a la carrera y llevándose en la mano un billete o moneda desaparecían en medio de una asfixiante polvareda. La desgracia del tunante se completó cuando una jauría de perros vagos invadió el pilón de agua disputándose el privilegio de un refrescante remojón.
El tipo no pudo más y, con gesto de arrepentimiento, se acercó al niño lloroso. "Discúlpame -le dijo- fui un salvaje contigo"
– ¡Regálale un poco de agua! -le aconsejamos en coro los que todavía hacíamos cola para adquirir el agua.
El bellaco nos hizo caso y obsequió un balde de agua al mocito que había agredido. Fue un gesto digno que lo redimió de su culpa y que todos los presentes aplaudimos.
Tras el incidente y a mi turno, compré una cantidad apreciable de agua y eché a caminar hacia mi casa.

Venía dando pasitos cortos y dificultosos, con dos latones llenos de agua que se mecían al vaivén de cuatro ganchos afirmados a un corto y grueso palo que debido al peso hacía arder mis hombros. Agobiado, bajo un sol implacable, detuve mi caminata y saqué del bolsillo el trapo blanco que me servía de pañuelo. Pensaba en lo duro que era la vida mientras secaba las gotas de sudor incontenible que resbalaban por mi frente. Recobrado el aliento, recogí mi importante carga y de nuevo a dar de pasitos, siempre con mi mirada metida en el camino.
De pronto pisé en falso y caí de rodillas sobre las piedras del sendero desparramando una pequeña cantidad de mi estimada agua.

"Borrachito, don Julián", me dijo una damisela gordita que estaba sentada en una piedra a la puerta de su vivienda con las piernas estiradas al lado de otra mujer que usaba ojotas y una tercera descalza. Ellas charlaban animosamente mientras sus manos laboriosas tejían especie de chompas. Su labor era imitada por tres curiosas párvulas -al parecer sus hijas-, que estaban sentadas junto a ellas en banquitos de madera intentando manejar unos palillos de tejer o desenredando en sus manitas el hilo ovillado.
– ¿Y por qué no estuvo en el corta-palo, vecino? ¡Por chambón! já, já
El tono burlón de la gordita de ojos pícaros me hizo sonrojar hasta las orejas. Al verme así la muy fisgona dio de golpecitos de codos a sus amigas que fueron convirtiendo sus paulatinas sonrisas en sonoras carcajadas. Asimilé la chanza sin enfadarme, aunque le respondí a la guasona:
-Sí. Y quien trabaja en fiesta hace pan para Mayo.
Proseguí mi camino, pisando con sumo cuidado para no derramar mi útil provisión. De repente, cuando cruzaba un pasadizo, oí gritos: "¡Ay, mi chapulín se muere! ¡Échenme una manito, por Dios!". Era una vecina que desde la puerta de su choza, distante unos ochenta metros de donde me encontraba, pedía ayuda al vecindario.
Bajé del hombro mi carga a fin de brindar ayuda a la vecina, pero pronto me distraje al ver a mi mujer que merodeaba por allí charlando con la gente que a la vera de sus ranchitos expurgaban sus cabezas, sacudían sus colchas, o descansaban oyendo la radio en medio de los gritos de sus hijos que jugaban cerca. Le pedí a Flor de María que se quedara allí cuidando nuestra reserva de agua.
-Me la llevo, mejor -dijo-. Esto no pesa mucho. Además la casa está cerca.
Y, ante mi sorpresa, ella acomodó en sus hombros los pesados latones y sin mucho esfuerzo se los llevó consigo.
Al oír nuevos gritos, me volví rápidamente y me di de cara con don Juvenal Condori y otro dirigente del barrio que se dirigían a la choza de la vecina en apuros. Me uní a ellos y pronto llegamos a nuestro destino.

Era una vivienda de pobre aspecto, plantada al pie de un pequeño cerro parvo y estaba entrecubierta por una enrevesada maleza de chozas de todas las formas y tamaños. Doña Casimira nos recibió llorando a la puerta de su choza y nos hizo pasar inmediatamente al interior. De las esteras que hacían las veces de paredes en la vivienda -tapizadas con trapos, pedazos de plástico y cartones viejos e incoloros- colgaban banderines decrépitos, almanaques caducados, cuadros ya sin marco y sin pintura. Por los rincones de la pocilga había también cajas de madera apolillada y maletas herrumbrosas conteniendo retazos de ropa sucia, zapatos viejos y deslenguados entre otros trastos entelarañados de posible utilidad para sus dueños.
Nos quedamos estáticos observando a un niño de aire mortecino que estaba recostado en un jergón, ubicado al centro del cubículo, tosiendo y ahogándose de modo incontenible. El pequeño, que además tenía el rostro descarnado y los ojos hundidos en la concavidad ósea, se agitaba convulsamente, aunque sin apartar de nosotros su mirada como si estuviera pidiéndonos con ella que lo ayudáramos a mitigar su sufrimiento. "Este chibolo se muere", oí decir en voz baja a uno de mis compañeros.
Mi corazón latía de prisa, soportando con esfuerzo la pena que me causaba ver aquel despojo de carne infantil que, en los mismos umbrales de la muerte, seguía luchando con sus diminutas fuerzas por aferrarse a la vida.
-Ay, vecinos, desde anteayer está así. Le atacan ahogos, toses, fiebres y todo lo que come lo devuelve. No sé qué tendrá -dijo la afligida madre del niño enfermo.
– ¿Todavía no lo ha visto un médico? -pregunté
-No señor, no tengo dinero para llevarlo al hospital.
Por curiosidad descorrí la manta que entre cubría el cuerpo del niño y me quedé espantado al ver sus pequeñas piernas torcidas y llenas de granos.
-Hace dos años le dio la poliomielitis y se quedó así. Los granos le han salido últimamente no sé por qué- gimió la mujer lamentando el estado en que se encontraba su hijo.
Dominando mi malestar anímico acaricié con ternura el pelo hirsuto del enfermo y le dije: "Te pondrás bien. Ya lo verás"
Don Juvenal salió en busca del joven Farromeque, el vecino más apto para prestar los primeros auxilios al niño enfermo, pero volvió pronto diciendo que no lo encontraba por ninguna parte, al parecer se había ido a sus clases en la universidad. Ante los hechos, tuvimos que comprometer al único vecino que tenía movilidad en el barrio y que por suerte se encontraba en casa para que trasladara al niño enfermo y su madre hacia un céntrico hospital limeño.
Tras ello, los dirigentes de Perú Nuevo nos reunimos en sesión extraordinaria para buscar el modo de ayudar al niño enfermo.
Y pronto, poniendo en práctica el acuerdo alcanzado por nuestra junta de estrategas, se desató en la barriada una colecta pública en favor del hijo de doña Casimira, la cual vino a poner a prueba toda nuestra sensibilidad humana. Los vecinos, motivados por las palabras de una religiosa vecina que decía: "Amemos a nuestros semejantes con vivos ejemplos de generosidad. No olviden que Jesús está con nosotros. Él vela porque la pobreza nunca nos quite la nobleza del espíritu", colaboramos con una o varias monedas. Sabíamos que todo era prestado en este mundo, y que mañana quién sabe aquel que hoy socorríamos nos devolvería con creces nuestra oportuna caridad.
Y gracias a la suma recaudada en el benéfico acto colectivo, el pequeño Chapulín Collado pudo ser internado en el Hospital Cayetano Heredia, para que iniciara allí un proceso de rehabilitación.

Yo notaba que los casos de niños enfermos eran numerosos en Perú Nuevo, motivo por el cual había madres que dejándose llevar por los nervios interrumpían las asambleas del Ayllu comunal para suplicar a los allí presentes que las ayudaran a curar a sus hijos que padecían viruela, hepatitis, fiebres intestinales y otras enfermedades. Tal situación, agravada por la falta de atención médica causó la alarma de mortalidad infantil en nuestra llanura.
– ¡Armemos un botiquín comunal! ¡No esperemos a que las criaturas se mueran! -propusieron voces ansiosas
Ante el unánime clamor, y a partir de cuatro aspirinas, tres tiras de gasas y media docena de curitas -donadas por un boticario caritativo que era amigo de uno de nuestros rancheros-, a las que se sumaron analgésicos, yodo, jeringuillas y otros tópicos de primeros auxilios -enviados por una benigna junta de farmacéuticos-, se implementó en nuestra villa el tan ansiado Botiquín Popular.
Y solo bastó una campaña de vacunación masiva, dirigida tanto a niños como a adultos a fin de precaverlos de la tifoidea, la gripe, el sarampión, la poliomielitis, el cólera y otras enfermedades que solían atacar a los aldeanos, para que el prestigio de nuestro Botiquín barrial se difundiera por doquier. Y, pronto, centenares de pobladores que decían padecer enfermedades incurables o haber sido desahuciados por la ciencia médica invadieron aquel toldo blanco improvisado en la calle principal de nuestro barrio dentro el cual sus apurados responsables habían acoplado dos anchos tablones con restos de colchones atravesados en sus asientos, una mesa hecha de tablas viejas donde reposaban varios lavadores blancos desportillados y un taburete de metal oxidado sin puertas ni patas conteniendo algunos medicamentos.
Aquel remedo de hospital ambulante se convirtió en una especie de asilo u hospicio para la gente de la zona que venía apurada en busca de alivio para sus achaques físicos. "Nos hace falta una madre Teresa", dijo un pampero sorprendido por la multitud que atiborraba el micro dispensario solicitando jarabes, ampolletas o algo de alcohol.
Yo pensaba que el botiquín popular de algún modo calmaba la urgente necesidad de atención sanitaria para nuestra gente, sobre todo para los niños, en quienes se resumía el genio humano del suburbio.