LOS ANGELES DE PERU NUEVO

 LOS ANGELES DE PERU NUEVO

 LOS ANGELES DE PERU NUEVO

Las mujeres de nuestro pueblo de ningún modo eran las representantes del  llamado “sexo débil” como decían algunos eruditos personajes de la vieja sociedad . Eran mujeres, lógicamente, pero ni su sexo ni su alma y mucho menos su corazón eran frágiles, al contrario eran seres extremadamente fuertes.

Muchas de ellas, además del trabajo cotidiano que realizaban fuera de la barriada ya sea en empleos fijos o eventuales y a sus responsabilidades de amas de casa, hacían labor de pequeñas comerciantes por las calles inmediatas a sus viviendas: preparaban cachangas, huevos pasados, maní tostado, pan con camote o pescado frito y otras frituras vespertinas  que  ofrecían  al tropel de comuneros que volvía del trabajo con los estómagos estragados por el hambre. Así las emprendedoras conseguían algún dinero extra para complementar los bajos ingresos económicos de sus familias.

Ellas, desplegando toda la fuerza humana de que eran capaces, comenzaron a tomar la iniciativa en las diversas obras comunales. Trabajaban en conjunto y con pasión, como si fueran concientes de que sólo trabajando de este modo serían capaces de recuperar el tiempo perdido, vencer la adversidad y cristalizar aquel sueño de los pobladores de construir una bonita ciudad en el corazón de un desierto.

A diario multiplicaban sus brazos y su tiempo para contribuir al progreso de nuestra estacada. Conformaron pronto un flamante Club de Madres, cuya primera obra fue la puesta en marcha de una novedosa guardería infantil. Era una vivienda pequeña con sala y patio interior limpio y presentable, donde los bebés mayores de seis meses, los nenes de dos a cuatro años y otros infantes en edad pre-escolar eran entretenidos de un modo útil por un grupo de estudiantes universitarias de educación inicial, que dedicaban varias horas del día a la amable y paciente labor de mecer en brazos a los niños llorones, de limpiarles sus mocos y sus cacas cuando se ensuciaran sin preaviso, de narrarles los cuentos del Cuco y la Caperucita Roja cuando estuvieran aburridos, o de hacerles contar hasta diez con los dedos y en voz alta y entre otras cosas enseñarles a garabatear sus primeras letras en el idioma castellano.

“Dejando a mi hijo en el parvulario me ahorro el trabajo de tenerlo cargado a la espalda mientras estoy trabajando” “Y yo evito que el mío vaya a sufrir un accidente si lo dejo jugando por la calle” “Y yo quedo más tranquila, sin el temor de que mi chiquito vaya a quemarse los dedos si lo dejo solito en casa”, decían las mujeres beneficiadas con el funcionamiento de la guardería comunal. Y una vez desembarazadas de sus pequeños vástagos, al menos temporalmente, ellas volvían a juntarse para proseguir con sus labores, sobre todo las que tendían hacia el progreso de nuestro barrio.

El Club de madres improvisó dentro las cuatro paredes de barro y cañabrava de una casita grotesca, un irrisorio aunque oportuno y necesario Comedor Popular. “¡La alimentación es un derecho que con toda justicia le corresponde a nuestro pueblo! ¡En adelante nadie en Perú Nuevo se quedará sin comer!”, dijo Flor de María removiendo nuestros esperanzados corazones. Y a pedido de la dirigente la población entera empezó a colaborar con monedas para el abastecimiento de los productos que requería el Comedor para su funcionamiento. La campaña fue un éxito y pronto las madres establecieron un presupuesto para el comedor, que aunque ínfimo permitía que las encargadas de turno salieran muy de mañana hacia los grandes mercados de los distritos limeños con la misión expresa de conseguir el pollo, las verduras, menestras, la  fruta y aquellos otros comestibles que solían poner en rebaja los comerciantes mayoristas.

Hacia el Comedor la gente acudía por grupos y a paso ligero, portando en manos sus ollas, sartenes, tazones y platos vacíos con la esperanza de alcanzar antes de que se acabe una ración de sancochado, arroz con ollucos y limonada, menú de mediodía que muchas madres, sobre todo con familia numerosa, no podían preparar en sus hogares por falta de tiempo y dinero. También de mañana, las responsables del Comedor servían un desayuno de avena con leche en polvo y un pan con margarina. Lógicamente, a la mayoría de vecinos no resultaba difícil aportar dinero para el sostenimiento diario del Comedor.

Ante tal situación, y de paso para dar autonomía financiera al servicio, el Club de madres propuso en sesión abierta establecer un precio de venta para el menú que expedía el Comedor. Se oyeron algunas voces de protesta, pero al final del debate se estableció un precio casi simbólico: cincuenta centavos de sol.

"Una insignificancia –dijo nuestra líder, para convencer a los que habían protestado– pero que al multiplicarse permitirá cubrir en parte los gastos de este precioso y vital servicio a la comunidad” Desde entonces, las encargadas del autogestionado Comedor convertidas en flamantes administradoras tenían que recaudar el efectivo proveniente de la venta del menú, hacer cuadres de caja y destinar partidas, generalmente escasas, para la compra de víveres.  Y en este punto, debían hacer artilugios o malabares económicos para hacerla alcanzar en el mercado donde todo estaba realmente caro. Aunque a veces, no les quedaba otro remedio que dirigirse a los placeros ensayando un popurrí conmovedor. “Caseros, un yapita de colaboración para nuestro Comedor Popular. Dios se lo pague, gracias.” Había comerciantes generosos que les daban de más o les obsequiaban una lechuga, un tomate o una berenjena, con lo que ellas lograban llenar las canastas de recolección de víveres.

“Si seremos tontas –dijo una joven vecina–. Gastando más y comprando menos. ¿Por qué no reunimos todo el dinero y compramos los comestibles al por mayor y directamente a los productores? ” La ocurrente proposición llenó de ideas la mente de las mujeres del Club de Madres, que de inmediato entraron en coordinación con el resto de dirigentes de la comunidad para tirar adelante un proyecto que permitiría abastecer de productos alimenticios a todo el barrio. Tras el acuerdo unánime, se abrió una campaña de promoción durante la cual se repartieron volantes y se pegaron carteles en todas las calles con frases sugestivas como: “Vecino. Pon el hombro para crear un Mercado de Abastos que traerá los víveres a la puerta de tu casa”. 

Los pobladores, entusiasmados por la propaganda, aceptaron la asunción de responsabilidades y la realización de tareas para tal efecto: unos con perifoneos publicitarios tanto a nivel local como metropolitano, otros buscando el contacto directo con agricultores y granjeros, y otros con la siempre azarosa tarea de conseguir el dinero necesario para el presupuesto que desde ya venía ultimando la junta comunal cuyos dirigentes cicerones aunque carecían de estudios financieros no por eso dejaban de ser considerados por la plebe como excelentes administradores. Por suerte, un gremio de agropecuarios de la localidad de Huaral se interesó en nuestra demanda. “Pero a condición –dijeron–, de que ustedes nos compren todos los  lotes de yucas, tomates o papayas que llevemos a su barrio.”

Nuestros sabihondos dirigentes –con Flor de María a la cabeza–, dijeron “de acuerdo, señores” y se apresuraron a firmar un convenio simple con aquellos productores huaralinos. En seguida, se convocó a todos los secretarios de comercialización de nuestra urbana comunidad y se les encargó la misión de recibir los comestibles que traerían los chacreros y de almacenarlos seguidamente, bajo llaves de alta seguridad si fuera preciso a fin de evitar robos. La idea de los dirigentes era sacarlos luego en reventa por los diversos mercados capitalinos y así poder financiar el coste de la caravana de alimentos que iban a llegar de un momento a otro.

Había máxima expectación en Perú Nuevo y en todo el llamado Cono Norte de Lima. Nuestros dirigentes, aparte de motivar a los cabañeros para que participaran en la próxima feria denominada “De la chacra a la olla”, invitaron también a los vecinos fronterizos, los ribereños, que se entusiasmaron también con la noticia y dijeron: “Si ustedes nos venden lo que necesitamos a precio más barato que en Lima pues para allá iremos a comprarles productos en cantidad.”

El domingo siguiente, por la mañana, dos camiones cargados con grandes cantidades de papas, zanahorias, chirimoyas, sandías, e incluso varios kilos de fresca carne de de aves y cerdo llegaron al campamento ferial entre los vítores de los vecinos. Y, como un maná que cae en un pueblo de hambrientos, las papas, verduras y hortalizas, las chirimoyas, papayas y otras frutas, desaparecieron en unos minutos arrebatados por las manos de los impetuosos pobladores que habían llegado a disputarse las presas incluso con pleito.

Y de este alboroto sacaron también provecho los fulanos venidos de fuera del barrio, que, al no hallar nada en venta y en cambio ver que la feria consistía en una repartición de regalos, se embolsaron varios kilos de fruta, legumbres y lechugas sin pagar por ellas una sola moneda. 

¡La feria no ha sido más que un saqueo! ¡Un completo desastre para nuestra comunidad! 

Tronaron los ataques verbales, desde todos los frentes, contra los miembros de la comisión ferial, cuyo trabajo fue rotundamente descalificado por la asamblea extraordinaria que se convocó esa misma tarde. Sin embargo, Flor de María, responsable mayor de la desbaratada feria, dio la cara y compareció ante los iracundos vecinos. Pidió disculpas por la desorganización habida durante la recepción de los alimentos y prometió subsanar el error de su directiva, y luego, con sus razonamientos carismáticos consiguió acallar las protestas vecinales. Nos endilgó el argumento de que nuestra comunidad se había vuelto más fuerte que antes y que teníamos ya capacidad para crear nuestro propio centro de abastos.

Y, de un momento a otro, con la aprobación del Concilio popular, quedó registrada en acta la propuesta. Luego empezaron a distribuirse comisiones para gestionar la apertura de nuestro ya proclamado Mercado de Abastos. En un abrupto terreno, que los interesados limpiaron con ramas de esparto y escobas, nivelaron con lampas y palapicos y regaron con agua dejándolo regiamente apisonado se acomodaron los mostradores, las mesas y los tableros útiles para la exhibición de los artículos que empezaron a traer los agrupados en una novísima Asociación de Pequeños Comerciantes de Perú Nuevo.

De esta manera el comercio, prioritariamente ambulante, penetró con fuerza en el corazón del pueblo y se extendió por sus calles adyacentes. Nuestro anhelado mercado, que en realidad no pasaba de ser más que un simple Mercadillo estaba formado por un remolino de quioscos con diversas clases de fruta, embutidos, jabones, matamoscas, comida preparada, chupetes y otros productos que, con envase o sin envase, entraban por las puertas y volvían a salir por las ventanas de las viviendas próximas al alargado centro abastecedor.

Pronto las vías de nuestra unidad territorial se llenaba de gente forastera que venía a pie y dando tumbos debido al peso de talegas llenas de mercadería que traían en hombros y brazos, o en camionetas fletadas hasta el tope con piras de sacos y bolsas de todo tamaño conteniendo productos que luego saldrían a la vista de las personas que hicieran sus compras en nuestro polvoriento Mercadillo.

También los componentes de mi familia, que habíamos reservado con antelación un rincón vacío en aquella cuadra comercial, pusimos en reventa los pequeños lotes de ropa y de zapatos que yo adquiría de remate en los quioscos callejeros del casco antiguo de Lima. Era un oficio al cual yo me venía dedicando desde hacía años. Lo había aprendido explorando los movimientos de aquellos negociantes conocidos como “cachineros” que esporádicamente pasaban por los puestos de los vendedores ambulantes pregonando la compra de mercadería en fase de liquidación. "¡Vecina llévese una blusa o un par de chancletas! " Era mi pregón, mientras a mi lado mi hijo mayor cortaba el papel que íbamos a emplear durante el despacho. De vez en cuando Rulito se levantaba de su pequeño banco para espantar a escobazos a los perros vagos que importunaban el gateo travieso del benjamín de nuestra familia a quien Flor de María, por andar ocupada en sus obligaciones de dirigente, nos había encargado que cuidásemos. 

 A la creación del mercadillo comunal siguió la inauguración de una tienda expendedora de querosén, liquido de importancia capital para las familias y cuya demanda había aumentado en los últimos tiempos. El negocio lo implantó un empeñoso vecino a las puertas de su propia casa localizada a la entrada de un cantón paralelo a la avenida principal. “¡Qué bacán!” “Tenemos querosén a la mano” “Ya podemos utilizar nuestras lámparas” Eran los comentarios de la vecinería en medio del ruido de las galoneras que sus hijos carasucias amontonaban con afán alrededor de los cilindros apostados por debajo de aquella carpa sostenida por palos y cañas secas  a fin de proveerse de uno o dos litros del combustible doméstico. La apertura de dicho establecimiento significó un fuerte estímulo para los chuscos con vocación empresarial, que de pronto comenzaron a abrir tiendas de artículos de consumo notorio en las familias. Así, cuando uno andaba ahora por los jirones de nuestro villazo era frecuente ver pegados a las puertas de algunos ranchos los cartelitos que decían. “Venta de esteras y petates. Por el precio de una llévese dos.” “Córtese el pelo aquí por veinte centavos.” “Tómese al paso un chilcano levanta-muertos.” Eran negocios que, al ir consiguiendo clientela entraban en competencia con otros del mismo ramo. La sucesiva apertura de otros tipos de tiendas como sastrerías, peluquerías, picanterías y bodegas en nuestras arterias callejeras trajo consigo un movimiento imparable de camiones,  carretas, triciclos y sobre todo la presencia de gente bien vestida y con aspecto de portar dinero en los bolsillos, todo lo cual coadyuvaba al auge comercial que todos anhelábamos para Perú Nuevo. 

Pronto las tesoneras delegadas del Club de Madres contrataron a tres maestras de Instituto especializadas en las técnicas de corte y confección, repostería, juguetería y cosmetología, para que dieran clases a las mujeres de cualquier edad que estuvieran interesadas en adquirir conocimientos sobre estas materias que a la postre les pudiera servir para conseguir un empleo, mejorar el que ya tuvieran o para montar en casa su propio negocio. Y asimismo, empeñadas en mejorar la gestión interna del Comedor popular, concedieron media beca y ración diaria a los tres estudiantes de empresariales que había en la meseta, para que en horas libres les enseñaran a manejar el libro diario, cuadrar balances de situación y comparar analíticamente los resultados obtenidos en los distintos períodos, a fin de que la contabilidad general reflejara las operaciones diarias así como la situación económica y financiera del cuasi benéfico negocio. Les asaltó luego la preocupación al pensar que las raciones que distribuía el Comedor eran poco nutritivas para la población. “Sin proteínas suficientes –dijeron–, la gente no rinde en el trabajo.” Y entonces, con la ilusión de mejorar la calidad de las comidas,  empezaron a mezclar con los otros ingredientes de los guisos las pequeñas pastillas molidas de calcio, hierro, fósforo y otras especies de vitaminas cuyas recetas extrajeron de unos  manuales de Alimentación Nutricional y Salud.

  El sobresaliente Club de Madres proclamó de pronto un S.O.S. tajante para el Botiquín Popular, que ya no podía cubrir las solicitudes de miles de enfermos que hacían cola en la puerta del  ambulatorio. Este pedido de auxilio vino a traspasar las fronteras de Perú Nuevo y por suerte halló eco en una organización no gubernamental cuyos enviados tras involucrarse junto con las madres del Club en el rediseño del Botiquín enviaron el proyecto a una Fundación francesa la cual para alegría de todos los vecinos lo aprobó y destinó una determinada subvención económica para la realización del  mismo.

Y al poco tiempo, llegó a Perú Nuevo una camioneta con decenas de aparatos de primeros auxilios, camillas plegables, taburetes de fierro, mesas, juegos de estetoscopios, innumerables cajas con ropa y zapatos blancos, guantes, jeringas, riñoneras, básculas y hasta un aparato de rayos equis, y además de este cargamento una tanda de medicamentos envasados que según dijeron las madres habían sido donados por una junta de farmacéuticos limeños.

El local donde funcionaba el Botiquín sufrió también una expansión lateral, llegando a ocupar  la medida de dos lotes o unos doscientos cuarenta metros cuadrados en donde ante la sorpresa de todos los chalanes, unos hombres de casco venidos de no se sabe donde, empezaron a reformar la construcción anterior y asimismo construir en el terreno anexado al viejo Botiquín paredes a base de ladrillo, techos a base de vigas de fierro y calaminas y pisos de cemento. Al local le pusieron puertas de madera charolada y ventanas con láminas de vidrio. La fachada se pintó de color verde esperanza. Y así nuestro insulso Botiquín se transformó en una atractiva Posta Médica, cuya dirección y servicio permanente de veinticuatro horas vino a recaer en un conjunto de responsables entre ellos el vecino Farromeque que ya se había recibido de médico, dos estudiantes universitarias de enfermería y algunas madres del Club que convertidas de pronto en orgullosas promotoras de salud colaboraban con este servicio comunitario elaborando fichas de pacientes, llevando historias clínicas, aplicando terapias de recuperación y asimismo poniendo inyecciones en las nalgas a los centenares de enfermos y convalecientes.

La eficiente labor del Club de Madres radicaba quizás en la política de relaciones públicas que aplicaban con sutileza las encargadas de realizar gestiones por los colegios de médicos, los institutos farmacéuticos y el propio ministerio de Salud, de cuyos directivos conseguían, sin mucho alarde, la firma de algunos convenios y pactos de favor recíproco. Por esta razón, al Club tampoco le fue difícil  cursar una amable invitación al más alto funcionario de Salud Pública.

Fue un día jueves, de tarde, cuando un enorme automóvil negro, que había   levantado nubes de polvo en las desasfaltadas calles de nuestro poblado, se estacionó frente a la Posta Médica. Del automóvil bajaron tres hombres, dos de los cuales parecían ser los guardaespaldas del que iba en medio, un señor gordo, bien trajeado y perfumado, que vino a ser recibido sin entusiasmo por los vecinos, que parecían desconfiar de la honestidad de aquella limpia y fina investidura. Nuestra lidereza, sin embargo lo recibió con un saludo manual, y lo llevó a inspeccionar la Posta Médica.

Yo estaba sorprendido de que mi mujer se diera la mano con un alto funcionario del gobierno. ¿Qué pretendía ella al traer a nuestra barriada a este señorón que pertenecía a una  clase de gente que vivía bien, comía bien y le importaba muy poco el bienestar de la gente pobre? Ella, que odiaba tanto como yo a los ministros de salud por el abandono en que siempre han tenido a los enfermos de la población barrial, por la indiferencia social de estos individuos a los que les gusta salir en los periódicos posando y sonrientes sin importarles un cuerno la suerte de los niños que agonizan por falta de atención médica, por esa insensibilidad humana de que hacen gala ya que nunca han sufrido en carne propia ese dolor taladrante que sentimos los pobres al ver morir a alguno de nuestros hijos, ¿qué pretendía ella?

Estaba yo sumido en estas reflexiones cuando el míster del impecable terno gris, volvió a salir de la Posta acompañado de mi mujer. Se despidió de ella con una sonrisa de actor y se dirigió al coche donde lo esperaban sus dobermans. De pronto, una mujercita flaca con greñas y el rostro lloroso que venía hacia la Posta trayendo en brazos a su pequeño hijo que parecía estar atacado por alguna enfermedad, dejándose llevar por su acuciante dolor de madre se fue al encuentro del ilustre gordiflón y le suplicó: “Señor ministro de salud, ¿qué puedo hacer con mi hijo enfermo?”. El interpelado ni siquiera se inmutó. “Vaya a la posta”, le dijo, con voz seca y gesto serio. En seguida volvió la augusta mirada hacia los otros corpulentos y les preguntó: “¿Todo marcha bien?” Y antes de que alguno de sus secuaces le respondiera “Sí, doctor”, metió el cuerpo dentro de su lujosa carroza y pronto desapareció de nuestro terraplén.

 – ¡Ha venido a hacerse el sonso! Para que mañana salga diciendo en los periódicos que él ayuda a la gente pobre. Lo que le importaremos nosotros a este ministro…El tumulto vecinal vino a manifestar su disgusto por la visita de pájaro que nos había hecho, y sin haber prometido nada tampoco –según nos lo confirmó nuestra dirigente mayor–, el titular de la cartera de salud del gobierno.

 Por todos sus logros, fruto de su denodada labor social, las mujeres, agrupadas en su Club de Madres se habían convertido en las protagonistas estelares del desarrollo de nuestra comunidad.