DESALOJO EN EL CALLEJÓN
DESALOJO EN EL CALLEJÓN
Durante la celebración de una fiesta, en el compartimiento de una familia puneña, que amablemente se preocupaba en servirnos platos de comida y bebidas que los invitados consumíamos entre charla y risas, uno de los asistentes, picado ya por el licor ingerido, empezó a despotricar contra el dueño de la finca:
– ¡Ese hijo de la avaricia nunca se junta con nosotros! Solo sabe cobrar y amasar dinero. Es así –hizo puño con la mano–, amarrete. Y no come plátano por no tirar la cáscara.
–A mi me desespera –intervino otro vecino– cuando toca mi puerta; lo hace escandalosamente para que uno salga corriendo a atenderle. Y si no ve a nadie en la casa el conchudo se mete nomás en las habitaciones. Claro, como él tiene el manojo de llaves originales. Yo le dije un día que eso de incursionar en cuartos privados se veía muy mal. Pero el viejo sapo me contestó que estaba detectando con su ojo biónico algunos orificios y desprendimientos de pintura en las paredes de su propiedad y que estos daños eran causados por los vecinos desconsiderados.
–Don Mori ha anunciado que volverá a subir la renta a los inquilinos–. Dijo el vecino Hilario Triste cuya familia había caído en desgracia. Su hijo menor fue atacado de poliomielitis, y a pesar del esfuerzo que él hizo, invirtiendo todo su dinero en cubrir el costo de la hospitalización y la posterior rehabilitación médica, la enfermedad había dejado a su vástago imposibilitado de las piernas. A esta desgracia se había sumado el accidente sufrido por su esposa mientras buscaba la caridad humana. Ella quería llevar a su hijo enfermo a Estados Unidos para que allá lo operasen del mal que lo aquejaba. Pero, cuando volvía de la calle, acallando su dolor con el conteo de las monedas recaudadas en su jornada de mendicidad, había pisado en falso y precipitado desde el peldaño más alto de la escalera. Se quebró la columna vertebral, y tuvo que ser intervenida de urgencia en el hospital donde seguía ingresada. Don Triste había aceptado ya la fatalidad del destino que acosaba a los suyos. “Es el castigo de Dios por mis pecados”, argüía el pobre hombre, a quien mi mujer y yo de vez en cuando alcanzábamos algo de arroz y fruta para que pudiera alimentar a sus hijos.
Don Triste acabó de estropearnos la fiesta cuando dijo:
–No tengo dinero. Tampoco podré pagarle a don Mori eso del autoevalúo
– ¡Pero qué cojudos somos! ¿Hasta cuándo vamos a permitir que él nos trate como a sus cholitos?
Intervino doña Pleitiza, la más impulsiva de todas las féminas que habitaban en aquel decrépito callejón de un solo caño. Era una mujer alta, gorda, con un vozarrón y una fuerza casi varonil que la ponía en condiciones de enfrentarse con quienquiera que osaba desafiarla. Don Mori ya la conocía, y por eso evitaba cruzar palabra con ella.
–Organicémonos en un sindicato de inquilinos –propuso la mujer–. Así podremos pararle los machos a ese señor abusivo.
La mayoría de vecinos estábamos de acuerdo en integrar nuestras fuerzas en un gremio vecinal. Era necesario unirnos de una vez por todas para luchar por nuestros intereses comunes. Pero este sentimiento de unidad vecinal, sólo duró un instante. Al día siguiente nadie se acordaba o más bien a nadie le importaba el asunto.
Tal vez por egoísmo, o por nuestra escasa conciencia social, no éramos capaces de unirnos en un Frente común, y ello a pesar de que la obesa vecina tocaba continuamente las puertas de los compartimientos pidiéndonos datos y firmas para llenar los padrones. Y como nadie tampoco colaboraba con ella para sufragar sus gastos de gestión, se cansó de la indiferencia vecinal y dijo: “¡Basta! ¡Que nos parta un rayo a todos! ¡Que don Mori haga con nosotros lo que le dé la gana!”
El mal augurio de doña Pleitiza amenazaba cumplirse, ya que el propietario, cansado de exigirnos sin éxito los pagos adicionales a la renta, correspondientes al incremento del impuesto a la propiedad o autoevalúo y al mantenimiento de la finca en general, pegó un papel en la puerta del callejón, que decía: “Señores inquilinos. Si en una semana no se ponen al día en sus pagos, me veré obligado a tomar otras medidas”
Mas como nadie en el vecindario estábamos de acuerdo con estos pagos que considerábamos injustos, hicimos caso omiso de su demanda imperiosa. Ante ello, el patrón reemplazó el papel por un cartel con la siguiente advertencia: “A todos los arrendatarios de mi propiedad. Les doy siete días para que desocupen las habitaciones. Si no lo hacen los haré sacar con la policía”
Tampoco le hicimos ningún caso. Hasta que don Mori, harto ya de sus advertencias inefectivas, contrató los servicios de un abogado y nos denunció ante la Justicia. El juicio, acelerado por sus influyentes amistades, se resolvió pronto a su entero favor.
Y, nosotros, recién cuando nos dimos cuenta del grave peligro que amenazaba dejarnos sin techo, nos buscamos con caras asustadas y en una asamblea relámpago decidimos crear una Asociación vecinal, con el lema: “Por la defensa estoica de nuestro techo”
Pero nuestra organización había nacido demasiado tarde. Porque al día siguiente de la celebración de la asamblea vecinal, se estacionaron junto al vetusto edificio una camioneta y dos coches patrulla de donde bajaron rápidamente el propietario, un señor de indumentaria oscura a quien el otro llamaba “doctor” y un piquete de gendarmes.
Al verlos, los vecinos nos agolpamos en la puerta del callejón y tras cerrarla con todo tipo de trancas nos atrincheramos allí con decisión.
“Advertiremos por última vez a esta gente”, se oyó decir al caballero de terno oscuro que estaba parado junto al dueño de la finca. Tras acomodar en sus manos los documentos que éste le había alcanzado, se dirigió a los que estábamos atrincherados dentro el callejón:
– ¡Señores! Saben perfectamente que el fallo del juicio seguido por el señor Mori contra ustedes por incumplimiento de contrato, morosidad, delito de apropiación ilícita de inmueble y otros cargos, se dictaminó hace dos semanas a favor del demandante. Y según tenemos constancia a ustedes se les notificó a su debido tiempo para que abandonen esta propiedad que no les pertenece.
– ¡Fuera juez coimero! ¿A cuánto vendes la justicia?
Nuestros insultos no conseguían sin embargo irritar al hombre de leyes, que estaría ya acostumbrado a estas situaciones. En cambio el propietario se enfureció y nos repitió en voz alta sus amenazas:
– ¡Ya verán guanacos! ¡A palos los haré sacar de mi casa!
– ¡Calla viejo explotador! ¡Te has comprado a la Corte Suprema de Lima!
Ante nuestros gritos don Mori le puso cara de víctima a su acompañante: “¿Se da cuenta doctor? ¿Oye cómo estos indios me ofenden directamente?”. El mister, sin perder su impermeable frialdad, volvió a dirigirse a nosotros:
– ¡Escuchen, señores! En nombre de la ley que ampara la justicia peruana les conmino a cumplir con el mandato supremo. Y para ello, yo, como autoridad, les concedo solamente veinte minutos. Si se niegan a salir me veré obligado a emplear la fuerza. ¡Están advertidos, señores!
Dicho tiempo resultó favorable para los que estábamos en el pasillo de la lóbrega mansión, pudimos retomar el aliento y añadir trancas al maltrecho portón de entrada a la finca. Los indóciles oíamos desde adentro con satisfacción que el público aglomerado junto a la finca se ponía de nuestro lado y lanzaba voces de rechazo a las fuerzas del orden:
-¡Será una injusticia si echan a esta pobre gente! ¡ ¿A dónde irán a vivir?! ¡Abusivos!
“¡Procedan!”, ordenó a la policía el excelso magistrado. Se oyó un cañonazo, y pronto vivas ráfagas de fuego empezaron a devorar los maderos que impedían el acceso al tugurio.
Los policías consiguieron penetrar en el callejón y se abalanzaron contra nosotros. Sus furibundos manguerazos molían nuestros cuerpos obligándonos a huir como conejos asustados en busca de guarida.
La resistencia vecinal quedó rota; y pronto solo se oían llantos de dolor, quejas taladrantes, exclamaciones de piedad que parecían provenir de seres que estaban siendo sacrificados.
– ¡A la calle estos cholos cochinos!
El infame patrón del edificio arengaba a quienes seguían golpeándonos sin miramientos; varios vecinos, sobre todo hombres, eran capturados y llevados a la fuerza hacia los coches patrulla.
–Por favor, déjenme sacar a mis hijos –suplicaba don Triste, que había retornado del hospital de visitar a su mujer enferma. Pero aquellos mastodontes armados, en vez de abrir paso al anciano de físico esmirriado que pretendía rescatar a los suyos, se pusieron nerviosos y lo empujaron hacia atrás haciéndole rodar sobre el pavimento.
– ¡Abusivos con el pobre viejo! –se oyó la rechifla de los curiosos que presenciaban la dura acción uniformada.
De pronto vi asomar por un punto del derruido callejón el joven y bello rostro de mi mujer. Angustiado, al pensar en el peligro que corría su embarazo, alcé mi voz y, desde donde me encontraba, le pedí que se ocultara. Ella me hizo caso y volvió a desaparecer dentro la finca.
Luego intenté auxiliar a don Triste, que estaba tirado en el suelo, magullado e imposibilitado de poder moverse. Se sobaba el pecho con rostro adolorido. Quizá sufría una ruptura de costilla, o tendría algún malestar de tipo cardiaco. Procuré tenderle mi mano, pero aquellos bárbaros me lo impidieron.
Adolorido por la lluvia de palos que me caía encima eché a correr hacia adentro. Y, por suerte, logre esconderme en el techo del baño del profanado torrejón.
Cuando los gendarmes se marcharon, pude salir de mi escondite. Y, entonces, mis ojos presenciaron un espectáculo desagradable: nuestros enseres y utensilios domésticos estaban arrumados junto con las cosas de los otros vecinos frente a la puerta de entrada al callejón. Noté a mi mujer llorando junto a nuestra litera familiar, ahora expuesta a la mirada de los transeúntes.
Apenado me acerqué a ella, recogí su pelo revuelto, sequé con mis labios las lágrimas de su rostro compungido, y sin dejar de acariciar su vientre abultado, le hice una promesa: “Algún día tendremos nuestra casa propia. Te lo juro, mi amor.” Sin decirme nada me abrazó con fuerza, como si en mí quisiera encontrar amparo.
Cuando ella se tranquilizó y dejó de llorar, partí en busca de socorro.
No pude hallar mejor alma caritativa que la de mi tío Américo, con quien retorné al lugar del suceso en una camioneta que él tuvo la gentileza de contratar para sacarme del apuro. Con su ayuda recogimos de la calzada nuestras pertenencias y logré acomodar a mi mujer embarazada dentro el vehículo.
Antes de abandonar la cuadra, me acerqué a don Triste que estaba tratando de calmar el llanto de su hijo inválido. Como no podía hablar con él, llamé a un lado a su hijo mayor y le obsequié unas cuantas monedas. Me comporté como buen samaritano, a pesar de que yo también necesitaba esas monedas para restablecer mi hogar en apuros.
Mientras el vehículo que nos transportaba salía de aquella cuadra del jirón Azángaro dejando atrás la visión de aquellos pobres desalojados a la fuerza de sus cobijos, en mi alma sentía un rencor infinito hacia los propietarios abusivos y los jueces desalmados que al amparo de leyes inexplicables permitían este tipo de injusticias contra la gente sin recursos.