EN BUSCA DEL SUEÑO EUROPEO

EN BUSCA DEL SUEÑO EUROPEO

                            LOS INMIGRANTES

El avión proveniente de Lima deslizó su tren de aterrizarse sobre una de las pistas del aeropuerto de Barajas. Habíamos llegado a Madrid, punto inicial de nuestro destino, con poco dinero y minúsculo equipaje aunque con el obcecado sueño de alcanzar un futuro mejor Veníamos precisamente al país donde nacieron aquellos virreyes y militares imperiales que durante más de trescientos años gobernaron y mantuvieron en coloniaje a nuestro pueblo. Eran hechos que la propia historia ponía en tela de juicio. Pero nosotros no llegábamos con afán de venganza, no éramos guerreros medievales sino simples y pacíficos jóvenes de la era moderna dispuestos a competir con la gente de esta tierra dispuestos a luchar por alcanzar una vida próspera y digna a base de trabajo y mejora de nuestras perspectivas económicas.

EN BUSCA DEL SUEÑO EUROPEO

                            LOS INMIGRANTES

El avión proveniente de Lima deslizó su tren de aterrizarse sobre una de las pistas del aeropuerto de Barajas. Habíamos llegado a Madrid, punto inicial de nuestro destino, con poco dinero y minúsculo equipaje aunque con el obcecado sueño de alcanzar un futuro mejor Veníamos precisamente al país donde nacieron aquellos virreyes y militares imperiales que durante más de trescientos años gobernaron y mantuvieron en coloniaje a nuestro pueblo. Eran hechos que la propia historia ponía en tela de juicio. Pero nosotros no llegábamos con afán de venganza, no éramos guerreros medievales sino simples y pacíficos jóvenes de la era moderna dispuestos a competir con la gente de esta tierra dispuestos a luchar por alcanzar una vida próspera y digna a base de trabajo y mejora de nuestras perspectivas económicas.

–Ya llegamos, cholo.

Le avisé a mi adjunto, con suave golpe de codo en el hombro, al que éste respondió con gesto desagradable ya que su delicioso viaje concluía con aquel áspero despertar.

–Ya sabes lo que tienes que hacer. –le dije–. Tú pasas primero y luego me alcanzas tu bolsa de viaje.

–Si cuñadito.

Con nuestras mochilas al hombro y a paso lento, debido a los otros viajeros que nos obstaculizaban el paso, avanzamos hacia las escalinatas de salida de la línea aérea. Tan pronto notamos suficiente espacio echamos a correr hacia la primera garita de control, la cual por suerte pasamos tal como lo habíamos previsto, aunque luego tuvimos que formar nueva cola para el control del equipaje.

Tras largos minutos de espera que sentimos como una eternidad, incluso con traición de los nervios, fuimos inducidos por un policía a pasar a una de las salas de revisión. Y allí otra vez la espera, mientras mi compañero de viaje me miraba asustado.

– Felipillo, recuerda –le dije–, somos turistas y no conocemos a nadie en este país.

Uno de los agentes se acercó a pedirnos los pasaportes y nos ordenó abrir las valijas de mano. Con movimientos nerviosos empezamos a desempacar nuestras pertenencias, mientras el guardia revisaba nuestros pasaportes, que afortunadamente estaban vigentes y con los respectivos sellos de salida de Perú y entrada en España. Era una época en que no se necesitaba visado para ingresar como turista en este territorio, merced al convenio que existía entre los gobiernos de ambos países, bastaba con un pasaporte en regla y una bolsa de viaje.

– ¿A qué venís a España?– nos preguntó el uniformado mirándonos con  desconfianza.

–De vacaciones –le dije dándome aires de importancia–. Por veinte días nomás.

– ¿Tenéis familiares aquí?

– Acá no, jefe –intervino Felipillo con su peculiar forma de hablar-: Pero allá sí, allá tenemos parientes y mucho trabajo que nos están esperando.

Otro policía, más joven que el que nos inspeccionaba, llegó de pronto y picado por la curiosidad se apoderó del pequeño tumi que traía en mi mochila y manipulándolo con sorpresa me preguntó:

– ¿Y esto, qué es?

–Mi amuleto –respondí–. Es un cuchillo ceremonial que utilizaban mis antepasados para sacrificar a sus víctimas.

Felipillo y yo estábamos super nerviosos aunque tratábamos de disimularlo. Era un instante decisivo para nosotros, ya que del visto bueno de estos agentes dependía prácticamente nuestra entrada a España

El policía que examinaba mi amuleto lo dejó caer sobre la mesa de revisión e intercambió unas palabras con el otro que parecía tener mayor rango.

Y el momento crucial se resolvió cuando el agente que tenía nuestros pasaportes nos los devolvió y dijo:

– ¡Vale, vale! ¡Recoged vuestras cosas y marchaos chavales!

A la volada, recogimos nuestras medias, zapatos y otras prendas que estaban amontonadas sobre la mesa de revisión y salimos disparados de aquella sala. Nos dirigimos a una caseta de “Ex-change money” donde Felipillo cambió algunos dólares de su bolsa de viaje –que también me había servido para mostrarla en la primera garita de control del aeropuerto– por un pequeño fajo de billetes y monedas de circulación oficial española. A la salida de la terminal aérea le recordé a mi compañero que nos íbamos a Barcelona donde vivía un amigo mío al que había ya telefoneado desde Lima para avisarle que llegaríamos a su casa.

– ¡Bacán! –dijo Felipillo–Y ojalá que tu pata nos esté esperando con un caldito.

  

Luego, gracias a la orientación recibida por gente amable, cogimos un autobús con dirección a la zona céntrica de Madrid. Durante el trayecto hacia la estación de Atocha, primero en autobús, luego en Metro y luego a pie, nos recreamos visualizando los atractivos edificios del Paseo de la Castellana, el frondoso Paseo del Prado con su museo y las atractivas arboledas que ventilan sus anchas avenidas, la famosa Plaza de las Cibeles con su pétrea diosa empinada sobre una fuente cristalina, la decorada Puerta de Alcalá y otros monumentos históricos que tuvimos la oportunidad de visitar a vuelo de pájaro y cuyas imágenes yo grabé con mi pequeña cámara fotográfica para tenerlas como un recuerdo de mi paso por la capital de España.

–Un mundo nuevo se abre a nuestros ojos, loquito –me dijo emocionado mi compañero de viaje.

–Nos irá bien en este país. Ya lo verás– le dije animado.

 

Tras larga caminata por esta ciudad donde se notaba además orden en el tráfico vehicular y limpieza en sus calles, llegamos a la estación de Atocha. Había mucha gente allí dentro y apenas se podía caminar por los pasillos; algunos utilizaban las máquinas expendedoras de café y bebidas, otros con aire de cansados reposaban en las bancas próximas a los jardines interiores. Nos fuimos de frente a las taquillas y adquirimos nuestros boletos de viaje. Luego nos sentamos en la banqueta de una sala saturada de maletas y viajeros. Esperábamos la hora de salida del tren mirando los tableros electrónicos que iban cambiando con los itinerarios de los trenes; al darnos cuenta que no habíamos comido nada desde hacía ocho horas, compramos galletas y bebidas líquidas en un quiosco de la estación y con ellas engañamos a nuestros estómagos. A las cinco de la tarde de ese mismo día partió nuestro tren con destino a Barcelona.

 

A la medianoche de un día de marzo, a principios de la década de los noventa, arribamos a la ciudad condal. Estábamos animados y nos felicitábamos de haber llegado al lugar donde pensábamos iniciar una nueva vida. Con sonrisas de satisfacción en el rostro, bajamos del tren y nos situamos junto a un rótulo electrónico, que presentaba anuncios en un idioma diferente al castellano, desde allí observábamos a la gente, la mayoría de aspecto español, que se reencontraba con sus familiares. Algunos manifestaban abiertamente sus emociones en una lengua que no entendíamos.

Permanecimos largo rato en aquel andén de la estación de Sants, buscando con afán algún rostro humano que pudiéramos reconocer para pedirle orientación y así ubicarnos en una ciudad que pisábamos por primera vez. Y al no ver a nadie conocido, cambiamos nuestras sonrisas por rictus de desilusión. Por fin, convencido de que nadie había venido a darnos la bienvenida, le dije a mi adjunto que me esperase allí un momento pues yo iría a llamar por teléfono a mi amigo Juan. Pronto encontré una cabina telefónica y con mano anhelante introduje una moneda en la ranura de la máquina y marqué varias veces el número que traía en mi libreta pero nadie me respondió desde el otro lado del hilo telefónico. Tratando de mantener la calma, volví donde se encontraba Felipillo.

 –No he podido comunicarme con Juan. Pero iremos directamente a su casa.

Él me hizo un gesto de aprobación. Y, con esta idea, abandonamos la Terminal.

En la calle, un viento helado me hizo tiritar de frío. Mi compañero sintió también el frío estacional y escondió la mano libre en el bolsillo de su pantalón, entretanto mirábamos hacia todos lados sin saber qué dirección coger. Nadie nos había visto llegar en la profunda noche, nadie nos conocía y tampoco conocíamos a nadie. Para algunos noctámbulos de este país no éramos más que un par de jóvenes de aspecto extranjero que andábamos medio perdidos por la calle.

Un señor, al que yo pregunté dónde quedaba la calle Bailén por donde según mis datos vivía mi amigo Juan, me dijo que tal calle estaba lejos y que lo mejor sería que cogiéramos un taxi para ir hacia allá porque el Metro a estas horas ya habría cerrado sus puertas. Nosotros ya sabíamos que el Metro era un conjunto de trenes que circulaban por debajo de la ciudad y en determinadas direcciones pues lo habíamos cogido en Madrid para desplazarnos. La información de aquel caballero nos ubicó mejor, y decidimos dejar la búsqueda de dicha calle hasta el día siguiente.

Mientras volvíamos nuestros pasos a la estación de Sans, la idea de ir a un hotel para pasar la noche cruzó por nuestras mentes. Pero la descartamos porque creíamos que los hoteles en Barcelona eran caros y no estábamos en situación de afrontar exorbitantes gastos económicos, aunque mi compañero llevara encima la mayor parte de su bolsa de viaje. Él no quería gastar, decía que el dinero no era suyo, formaba parte de un préstamo para su viaje, y pensaba devolverlo a la brevedad posible.

 Volvimos nuestros pasos a la estación de Sants cuyas puertas encontramos cerradas. Resignados nos arrimamos a éstas y allí pernoctamos, teniendo como almohada nuestras mochilas, como abrigo la ropa que llevábamos puesta y algunos cartones y periódicos que recogimos de las inmediaciones. Era una realidad dura que no habíamos previsto pero debíamos afrontarla con valentía. Nos amanecimos en aquella fría vereda adjunta a la estación con un ojo abierto por temor a que alguien nos robase lo poco que llevábamos encima.

A la mañana siguiente, con esfuerzo conseguimos desentumecer los huesos ateridos por el frío acumulado durante la noche. Tras recoger nuestros lechos callejeros fuimos a lavarnos la cara a los servicios de la terminal ferroviaria. En seguida, con la esperanza latente en mi corazón fui a llamar por teléfono a mi amigo Juan. Esta vez tampoco nadie respondió a mi llamada. Entonces decidimos salir en su búsqueda. Cogimos el Metro barcelonés, que llamó nuestra atención por la limpieza e iluminación existente en sus largos pasillos subterráneos que desembocan en garitas faroleras y por la organización de sus trenes que se desplazan vertiginosamente por las entrañas de esta ciudad entre paradas expresamente indicadas en lengua catalana, por donde se cruzan multitud de pasajeros fugitivos hacia otros puntos cardinales.

Salimos del Metro a la altura de la plaza Cataluña y echamos a caminar con dirección a la calle Bailén. No sé cuánto tiempo caminamos, tal vez una hora antes de llegar a la dirección que traía en mi libreta de mano. Piqué el timbre del intercomunicador tres veces y creyendo que alguien me estaba oyendo dije en voz alta:

– ¡Por favor! Busco al señor Juan Soto. Soy su amigo. Acabo de llegar del Perú y necesito verle con urgencia

Pero, después de picar veinte veces el mismo timbre y sin obtener una sola respuesta comprendí que mi insistencia era inútil.

Nos quedamos plantados en aquella puerta con la esperanza de que se apareciera alguien que conociera o al menos nos diera indicios de Juan, pero pasada media hora y como nadie salía ni entraba por la bendita puerta, decidimos ir a dar una vuelta por la ciudad y volver más tarde. 

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Volvimos a desembocar en la Placa Cataluña, un lugar con imparable movimiento de gente, con la abrigaba ilusión de toparnos con alguien de aspecto familiar que pudiera echarnos un cable en estos momentos difíciles para nosotros, ya que no conocíamos absolutamente a nadie en esta ciudad. Pero no veíamos gente de aspecto sudamericano, sólo gente de piel blanca desplazándose hacia las Ramblas, rincón histórico por donde veíamos vendedores de flores, animales domésticos y retratistas callejeros.

Por allí había mendigos, estatuas humanas, chicas con aires de prostitutas, y traviesas manos buscando mal protegidos bolsillos. Más allá un bailarín alto y flaco, vestido con traje típico español y haciendo resonar sus castañuelas, danzaba al compás de la música proveniente de un equipo estereofónico ubicado al borde de la acera. La gente le aplaudía y gratificaba su actuación con algunas monedas.

Dando vueltas por las Ramblas nos cayó la tarde. Y como el hambre estragaba nuestros estómagos compramos bocadillos y agua al paso. Luego volvimos a la calle Bailén a picar aquel timbre con la esperanza de hallar a mi amigo Juan. Esta vez igualmente nadie nos contestó. Y allí, parados en aquel umbral, lamentando nuestra situación, nos cayó la noche.

– Carajo, ¿por qué nadie contesta el timbre ni el teléfono en la casa de tu amigo?–me dijo impaciente mi adjunto.

–Cholito, perdóname, no lo sé. Es un misterio.

–Ahora sí estamos jodidos, Américo.

Resignados volvimos nuestros pasos hacia la Rambla de Canaletas. Estábamos flacos, ojerosos y cansados Aquella noche, quisimos tendernos a dormir en una de las entradas al túnel de la Estación de la Plaza Cataluña, pero los vigilantes cerraron la puerta del Metro a la medianoche y nos botaron de allí.

Agobiado, quise convencer a mi amigo para que me diera cien dólares como un préstamo. Le propuse que yo pagaría por los dos la estancia en un hotel donde pasar la noche ya que necesitábamos descansar adecuadamente. Le aseguré que después, cuando yo tuviera un trabajo remunerado, se lo devolvería. Pero él se negó en redondo, no quería desprenderse de los dólares que su familia le había prestado como indispensable bolsa de viaje.

Entonces lamenté no tener dinero en mis bolsillos, lamenté ser pobre inmigrante en un país desconocido. Era un trance en el que jamás había imaginado encontrarme, pero lo estaba viviendo en carne propia y debía ser fuerte. Debía seguir adelante, a costa de todo sufrimiento. Había venido a España con la idea de labrarme un futuro mejor ya que en el país donde nací y que llevaba en mi corazón me habían faltado oportunidades. El Perú venía atravesando una gran depresión social, económica y política. De ningún modo debía pensar en volver aunque extrañara a mi familia, a mis amigos de barrio, a mi novia Toñi cuyo lindo amor sacrifiqué con honda pena sólo por cumplir, con loca obsesión, un sueño que ahora notaba plagado de imprevistas aventuras.

Y, sin más remedio, volvimos a tendernos en la fría acera callejera, esta vez a las puertas de una tienda comercial, para dormitar junto a otros mendigos que decían ser gitanos andaluces. Y, en lo profundo de la helada noche mediterránea, que me hacía retorcer el cuerpo de frío le pedí a Dios fuerzas para no desfallecer.  Y, entonces, rememoré vivencias en mi lejano pueblo. Volví a verme allí, afrontando la crítica pobreza con mi oficio de vendedor ambulante. Había correteando tantas veces por calles, plazas y parques para ganarme el pan cotidiano y por suerte lo había conseguido. Y en mi tiempo libre había participado como dirigente en las luchas de mi asociación contra las autoridades corruptas que perjudicaban a nuestro sector social. Era una lucha democrática, diferente a la que propiciaban los seguidores de una guerra popular que se había vuelto inacabable. Yo discrepaba con ellos porque entendía que el Perú Nuevo no debía construirse sobre los cadáveres de nuestros hermanos que pensaran de modo diferente sino a partir del diálogo y el respeto por la vida de los demás desarrollando el trabajo mancomunado de las organizaciones que componían las bases sociales de nuestro pueblo.

 

Al día siguiente, flacos, ojerosos, cansados y malolientes volvimos a dar vueltas por esta ciudad cuyas calles se perdían entre edificios de siete u ocho pisos que de esquina a esquina envolvían árboles, semáforos, buzones de correspondencia, contenedores de basura, vehículos de todo tipo y a los propios transeúntes con los que nos cruzábamos mientras andábamos casi a la deriva, de Plaça Cataluña a Plaza del Tetuan de aquí a la Sagrada Familia, luego bajamos con dirección a Plaza España, seguimos hacia Plaza Universitat y otra vez la Plaza Cataluña.

En un instante, mientras nos encontrábamos recostados en una banca de la Rambla,  mitigando nuestro hambre comiendo galletas de vainilla y sorbiendo agua de botella, Felipillo perdió la paciencia y me advirtió lloroso que si hasta mañana no encontrábamos a nadie que pudiera darnos albergue en esta ciudad él daría media vuelta, cogería el tren hacia Madrid y luego utilizaría su billete aéreo de regreso al Perú.

–Aguanta, cholo –Traté de animarle en medio de mi extenuación. Al final venceremos.

En eso, dos policías enormes interrumpieron nuestro descanso; de manera prepotente nos exigieron que les mostrásemos nuestros documentos de identificación y asimismo que abriéramos nuestras mochilas. Luego, sin mediar explicación, en la vía pública y ante la mirada curiosa de los transeúntes, nos empujaron al centro de la acerca, nos hicieron poner las manos en alto y nos cachearnos de arriba a bajo.

– ¡Vosotros componéis la banda de los peruanos!– Nos dijo uno de los bravucones uniformados dejándonos sorprendidos.

– ¡Señor, no somos delincuentes sino inmigrantes! –le dije a mi captor revolviéndome en mi sitio–. Pero éste me ordenó volverme y que me callara. Pronto llegó un coche patrulla del que bajó otro policía con su intercomunicador en la mano y se dirigió a sus colegas: “Estos tipos no son los que buscamos”. Entonces, los agentes dejaron de emplear la fuerza contra nosotros y nos soltaron sin darnos siquiera una disculpa por su error.

Nos marchamos de aquel lugar maldiciendo a los policías y a la vez renegando de nuestra suerte.

Estábamos ya descompuestos, física y moralmente, y no podíamos más. Y, entonces, inesperadamente, de entre la gente de piel blanca que inundaba la Rambla surgió un rostro sudamericano dirigiéndose a nosotros. Era un hombre de edad mediana que decía llamarse Iván  y ser oriundo de Ecuador. Nos dijo que había visto como nos maltrató la policía en la vía y que esto era injusto. Le explicamos nuestra situación y se ofreció a ayudarnos a encontrar cobijo. Dijo que conocía a unos chicos latinos que vivían en un piso donde podrían acogernos. Sumamente agradecidos por el amable ofrecimiento del colega recobramos el ánimo y le seguimos.

Llegamos a un piso enclavado en el entresuelo de una vieja finca ubicada en la calle Diputación. El ecuatoriano, antes de irse deseándonos suerte, nos presentó a una pareja colombiana que regentaba el departamento donde además vivían como una docena de muchachos todos de origen latinoamericano. Nosotros llegamos a un acuerdo con los titulares del piso y a cambio de cinco mil pesetas cada uno, por todo un mes, pasamos a ocupar un habitáculo dividido en otros dos minúsculos espacios donde era casi imposible moverse sin toparnos el cuerpo con las barandas salientes de dos enormes camarotes  que había allí y uno de los cuales empezamos a utilizar.

 El primer día en esta nueva estancia no la sentimos porque estábamos rendidos y nos fuimos de frente a nuestras literas. Antes de pegar el ojo, agradecí  a mi adjunto por su gentileza de haberme concedido un préstamo de dinero con el que había  pagado mi parte de la habitación correspondiente Pero, pronto nos despertamos sobresaltados a causa del ruido de música de radio, cantos y silbidos que producían  otros dos chicos que compartían  habitación con nosotros. Ellos habían llegado como a la medianoche, probablemente de trabajar, y, sin importarles nuestro descanso, estaban metiendo una bulla de mil demonios.

–Baja el volumen, compadrito, por favor –le dijo Felipillo a uno de ellos.

-Oye, buey. Es mi cumpleaños y lo celebro por eso. Ven con tu amigo y tómate una coronita de mi pueblo. Ándale– le respondió el otro con acento mexicano.

Felipillo y yo aceptamos de buen grado bajar de nuestras literas y compartir un momento de alegría con aquellos que nos ofrecían cerveza, patatas fritas, tabaco y hasta ron fuerte. El ágape familiar tenía un fondo musical de baladas de los años setenta y ochenta. Nuestros vecinos hablaban hasta por los codos y nosotros aún somnolientos les seguíamos la corriente. La velada se prolongó hasta las 7 de la mañana del día siguiente hora en que nuestros amigos mexicanos, borrachos ya como estaban, cayeron rendidos en sus literas y se pusieron a roncar.

Era un día con mejores perspectivas para nosotros y estábamos animados a pesar de la somnolencia y el licor que teníamos en el cuerpo. Era como si recién acabáramos de llegar a este país, y quisiéramos conocerlo a fondo. Después de asearnos salimos a la sala comedor y allí hicimos amistad con Lupe, una joven de origen boliviano, que además de invitarnos un café con leche nos dio un dato de suma importancia: el nombre y la dirección de una agencia de empleo.

Tras desayunar  bajamos del piso en busca de provisiones para los siguientes días. Entramos a un supermercado y adquirimos alimentos envasados y otros productos básicos a emplear en nuestro nuevo género de vida. En la posada disponíamos de un casillero dentro de la refrigeradora, dos tazas, dos cucharas y un par de ollas que por turnos, con los otros ocupantes del piso, podíamos emplear para preparar los alimentos. En realidad, lo compartíamos todo allí: la cocina, el baño, la escoba, la lavadora. Aunque, por el consumo de servicios básicos como agua, luz y gas debíamos pagar un dinero adicional a los arrendadores.

Luego de realizar algunos menesteres domésticos Felipillo y yo salimos en busca de trabajo.