LOS TRABAJADORES AMBULANTES


La actividad en el mercadillo se cortó de pronto a causa de un rumor escalofriante procedente
de la alcaldía metropolitana que advertía de un inminente desalojo de trabajadores ambulantes
del centro de Lima, zona donde ellos estaban apostados desde hacía varios años. Una
fortísima ola de incertidumbre y miedo comenzó a recorrer el mercadillo, haciendo presagiar
una terrible tempestad. Entonces, ante el temor de una posible represión policial, los
comerciantes hicieron un repentino alto a sus ventas y por primera vez en mucho tiempo se
buscaron unos a otros para comentar la ingrata noticia.
Varias mujeres, ganadas por los nervios, gemían abrazando a sus hijos, algunos de corta edad
que venían a ayudarlas a sus paradas. En la confusión, Olga echó a correr hacia su bebé de
once meses que había dejado durmiendo sobre un petate tendido dentro de su parada. Lo
encontró despierto, manoteando entre sus pañales. Rápidamente lo tomó en brazos y
valiéndose de las puntas del pañal, lo ató a la espalda. Encorvada, debido al peso del niño,
procedió a consolar a su hija mayor, que estaba asustada al ver a la gente que iba de un lado a
otro llamándose a gritos. Luego, con sus dos hijos pequeños se dirigió al punto donde los
colegas estaban reunidos tratando de buscar soluciones anticipadas al problema que se les
venía encima.
Un hombre de cuerpo rechoncho ubicado en lo alto de una carreta acomodada en medio de la calle oraba con voz opaca aunque con ademanes firmes y decididos: «¡El desalojo sería un golpe terrible para nosotros, porque destruiría nuestra única fuente de ingreso! ¡Señores, debemos estar unidos para defender los puestos de trabajo en caso de un ataque policial! ¡Será una medida de lucha que debemos tomar, aunque nuestra acción fundamental debe ser formar una entidad política legal para enfrentarnos con nuestros opositores! ¡La política, señores, es una herramienta importante que todos debemos emplear en provecho propio!»
«¡Compañero Amaru!” Se dirigía al orador, pidiendo la palabra, un hombre de apariencia
extraña. Vestía una chompa negra de cuello alto, y un tejano azul con bordes raídos por el uso.
Era, o más bien parecía, alto, delgado y pálido. Portaba en la mano izquierda un atado de
periódicos y revistas. Lo que más llamaba la atención de él era su mirada fulgurante, a pesar
del grosor de los cristales de sus gafas, que parecían dominar todo el escenario. Olga lo
reconoció entre la gente. Era el canillita que solía estacionarse junto a su quiosco para vender sus periódicos y libros de corte político.
Cuando el otro le cedió el turno, el enigmático colega se acomodó en el escenario y empezó a
hablar con una voz potentísima:» ¡Compañeros! ¡Les habla un vendedor ambulante que ha tomado conciencia de la necesidad de organizarnos para iniciar una lucha colectiva contra los continuos desalojos, los violentos decomisos de mercadería, las multas injustas y otras agresiones provenientes del Gobierno local! ¡No sabemos por qué el alcalde actual manifiesta su repulsa hacia nosotros! ¡A través de
la prensa nos acusa de ir en contra de las disposiciones municipales, de invadir las calles
céntricas y alterar el orden público! ¡Nos tilda de cholos sucios que venimos dando mal
aspecto en la hermosa ciudad virreinal! ¡Esto es una injusticia, compañeros! ¡Y justamente para
repeler estos abusos de la autoridad municipal debemos unidos y preparados! ¡Así pues ¿Qué
esperamos para formar una organización sindical de lucha ambulante?!»
Los pequeños comerciantes comenzaron a mover los brazos y a repetir con decisión: “¡Que se
forme un Sindicato! ¡O una asociación!…” Ante el unánime clamor, Ollanta, en coordinación con
Amaru, redactó un acta que en seguida firmaron todos los presentes; y, en base a este
documento, de un momento a otro, se fundó en el mercadillo la “Asociación de Trabajadores Ambulantes Revolucionarios.” Los interesados habían aceptado autocalificarse como
“revolucionarios” porque el docto canillita, a quien todos llamaban “compañero Ollanta”, y su
adjunto el repartidor de volantes, ambos reconocidos ya por el auditorio como sus máximos
dirigentes, les habían hecho creer que iban a participar en la histórica tarea de transformar la
vieja Sociedad por otra nueva más justa y democrática.
Con los espíritus motivados por la arenga de sus líderes, los trabajadores volvieron a poner sus
nombres completos, sus números de carnet de identidad y sus firmas en el llamado “padrón
general”. Y luego, por propia iniciativa empezaron a sacar dinero de sus bolsillos para dárselo al
encargado de tesorería como un aporte destinado a cubrir los gastos de trámites
administrativos, de compra de libros de actas y de otros necesarios para la constitución de la
entidad que según decían los dirigentes había nacido sin ánimo de lucro. Los mismos dirigentes
se dieron a la tarea de barajar nombres y confeccionar listas de candidatos para integrar la
junta directiva de la organización. Y en este punto se daba preferencia a aquellos que habían
laborado como obreros en fábricas locales y ya tenían conciencia de clase social y una valiosa
experiencia en cuanto a la labor sindical. Era gente que podía orientar a los otros para que se
integraran en el nuevo gremio de ambulantes localizado en Lima Cercado.
La flamante Asociación, compuesta en realidad por obreros despedidos de fábricas, estudiantes
universitarios, mujeres desempleadas, campesinos recién llegados a la capital, ancianos y
niños abandonados a su suerte, entre otros mil pobres más de la ciudad, con el lema “la mejor
defensa es el ataque”, dio inicio a su movilización al anochecer del primero de Mayo de un año
bisiesto. Siguiendo las órdenes de los tácticos jefes de campaña, ellos realizaron un esporádico
repliegue de fuerzas, es decir abandonaron las zonas callejeras que venían ocupando sin orden
alguno desde hacía algún tiempo y luego, todos a una, convertidos en una especie de ciclón
humano, desde un punto determinado de la ciudad volvieron sus pasos hacia las desocupadas
veredas callejeras. Cada cual iba con la firme intención de tomar para sí de un modo definitivo
su respectiva área de trabajo.
A la cabeza de la enorme fila de gente, un grupo de madres aguerridas, entre las que se
contaba Olga, venían con sus menores hijos pegados a sus faldas y portando en hombros y
brazos una tanda de sacos, canastas y talegas repletas de verduras, frutas y otros artículos de
fácil comercio, en tanto que los hombres avanzaban por detrás, arrastrando sus carretas
atiborradas de mercadería y algunas herramientas de construcción casera. La acción se
capitalizó luego en la retoma y posesión de sus puestos de trabajo, los cuales demarcaron con
pinturas y tizas de varios colores. Tras fijar los límites comprendidos de cada área individual,
con un reparto de vereda equitativo y justo para cada socio, empezaron a montar sus tiendas
de campaña, empleando las pocas herramientas disponibles que aún así y para salvar el apuro
del momento se iban prestando unos a otros con entusiasmo.
Una vez finalizada la tarea de instalar sus pertenencias en el pedazo de calle ganada para sí, hicieron labor de vigilancia; esa noche, ellos durmieron acurrucados sobre sus talegas, con un ojo cerrado y el otro abierto, siempre atentos a la aparición de fuerzas extrañas que amenazaran con perjudicar sus intereses comunes. Al día siguiente, todo el contorno del Mercado Central, con sus jirones adyacentes: Paruro, Junín, Miro Quesada, más las avenidas Abancay, Grau y Emancipación, aparecían colmados de chabolas de palos y esteras, quioscos de latón y madera, tolderas hechas de pedazos de trapo, cartones, papeles y otros materiales rústicos.
Por delante de cada puesto, convertido en indio dispuesto a la defensa de su tribu, el titular del
mismo armado de un garrote, palo, o fuete, aguardaba las órdenes de los dirigentes de la
Asociación. La policía, avisada de sus movimientos, llegó a mediodía y les advirtió que se
retirasen del lugar si no querían sufrir daños físicos de consideración. Pero ellos, firmemente
convencidos de que sin lucha no obtendrían ninguna victoria, hacían oídos sordos a las
palabras de los gendarmes. Entonces éstos, a una orden recibida de sus altos mandos,
entraron en acción arrojándoles bombas lacrimógenas, agua de rochabúses y mazazos a
diestra y siniestra. Los reprimidos, sin embargo, no estaban dispuestos a ceder un solo centímetro del terreno ganado y respondían a los uniformados con insultos, empujones y furibundos puñetazos en un abierto combate.
La envalentonada Olga, que tenía a su bebé de once meses atado a la espalda y a su hija de
cuatro años aullando de terror entre sus piernas, había cubierto su quiosco de verduras
con pedazos de plástico y papeles, y se defendía de los atacantes con sus propios puños. Su resistencia a la carga policial, al igual que el de sus compañeros, era heroica. Por fin, la lluvia de
piedras, botellas, palos y otros objetos contundentes que los trabajadores lanzaban contra sus
rivales causaron el esperado efecto. Los uniformados retrocedieron y luego desaparecieron del
lugar, dejando a merced de ellos las calles donde tenían fijados sus establecimientos.
La euforia por el triunfo, celebrado con abrazos y besos de emoción, se desvaneció pronto a
causa del presentimiento de algunos ocupas que decían que los policías volverían a atacarlos
en cualquier momento. La aguerrida Olga, cuyas criaturas llorosas se aferraban a su cuerpo, pidió más responsabilidad y compromiso a sus compañeros y que se preocuparan
de potenciar aún más la fuerza colectiva disponible. Ante el pedido mayoritario, ellos acordaron
reunirse lo antes posible y en un local cerrado, para así evitar a los espías del Gobierno. Al día
siguiente por la tarde los trabajadores se reunieron en un corralón sin techo, con paredes
oblicuas e incompletas y el piso de tierra saturado de piedras informes, ubicado en el jirón
Amazonas.
Todos oían con interés las argumentaciones del “compañero Ollanta”, líder de la Asociación de
Trabajadores Ambulantes Revolucionarios: «¡Compañeros, el comercio ambulante
es causado por la mala estructura económica del Estado, que ocasiona las alzas desmedidas
del costo de vida, la reducción permanente de los salarios y el creciente desempleo, empujando
a vastos sectores de la población a desempeñar la labor de venta ambulante para poder
sobrevivir! ¡Lamentablemente, ni el Gobierno Central ni el actual alcalde entronizado por la
burguesía urbana entienden nuestra problemática! ¡Al contrario, ellos con el pretexto de
salvaguardar la belleza de la añorada Ciudad Colonial intentan erradicarnos de nuestros
centros de trabajo a punta de palos, golpes de fierro y tiros de bala! ¡Este abuso desmedido
contra de los pobres de la ciudad, ha venido a agravarse con la detención injusta de varios
trabajadores ambulantes!
El dirigente detuvo su alocución para saludar a un grupo de personas que habían ingresado al
local lanzando gritos de: ¡Vivan los ambulantes del jirón Huancavelica! Tras ello, se acomodó
las gafas con la mano y volvió a levantar la voz:
– ¡Es la política del Gobierno la que afecta directamente a nuestro sector! ¡Por eso, nuestra
lucha contra las autoridades ligadas a las clases capitalistas es un hecho que deviene por la
propia dialéctica de la Historia Contemporánea! ¡Nosotros somos ya una generación ilustrada,
tenemos ideas de revolución social y cambio de la estructura económica y política del Estado!
¡Compañeros, actualmente sumamos más de cinco millones en el país, y nos reconocemos
huérfanos de un gremio sectorial que abogue por nosotros contra el alza continua del tributo
por ocupación de la vía pública, el cobro excesivo por la expedición de los carnés de sanidad y
otras tasas municipales que por desgracia nos aplican a su mero antojo los regidores!…
¡Nosotros compañeros, queremos centralizar la lucha de todos los trabajadores! ¡Y por ello
nuestra Asociación propone ahora la creación de una Comisión Unificadora de Organizaciones
de Trabajadores Ambulantes de Lima y Callao!”
El discurso del canillita caló hondo en el ánimo de los presentes, que en seguida se
enfrascaron en la creación de dicha Comisión. Junto a los delegados de las organizaciones de
trabajadores ambulantes del centro de Lima participaban también representantes de sindicatos
ambulantes de diversos distritos de Lima y de la provincia del Callao.Olga, conciente de su
condición de obrera de la calle, es decir de trabajadora perteneciente a un Sector populoso de
la Economía Nacional, se acercó al dirigente miope para decirle que, aún a pesar de su trabajo
y sus quehaceres de madre de familia, estaba dispuesta a integrar el grupo de comisionados
que, siguiendo un itinerario común, irían a entrevistarse con el alcalde de Lima. Ella obtuvo el
visto bueno de Ollanta, y se apuntó en aquella lista de dirigentes.

El día señalado para dicha entrevista, sin embargo, ellos se quedaron con los crespos hechos.
En la puerta de la alcaldía un munícipe les dijo que el burgomaestre había salido una hora
antes y no sabía cuando iba a regresar. Olga se sintió frustrada y dolida por aquel desaire porque pensaba que la entrevista con el alcalde sería decisiva para solucionar la problemática del
comercio ambulante. Culpó al señor Bedoya de no querer atender las propuestas de los
trabajadores y de faltar a su palabra como todo representante de derechas. Y, en las asambleas que celebraba la Comisión Unificadora se convirtió en la voz más empecinada en realizar una manifestación pública de trabajadores ambulantes. Y, con el apoyo de otros colegas consiguió que el gremio acordase la realización de una marcha de protesta hacia el municipio provincial.
Dicha acción, sin embargo, a pesar de estar programada de antemano, se truncó en víspera de
su realización a causa del ataque repentino que sufrieron ellos por parte de unos
encapuchados que decían llamarse “boinas negras del alcalde”. Estos vándalos, dirigidos por
un militar retirado, venían a medianoche y aprovechando el silencio y la oscuridad reinante en
la zona, arrojaban sobre los quioscos manguerazos de agua helada, bombas lacrimógenas y
tiros de metralla. Aquella pandilla criminal, en su intento por hacer huir del lugar a los
trabajadores ambulantes, prendió fuego a una tienda del jirón Ucayali, y al cabo de unos
minutos ésta se quemaba junto con decenas de quioscos callejeros. El espectáculo era
dantesco. Tuvieron que venir los bomberos para sofocar las llamas que se habían devorado ya
la mitad del mercadillo ambulante.
Ante el bárbaro ataque de aquellos matones, los cientos de afectados por el incendio,
encabezados por Olga, Ollanta y Amaru mostraron su indignación ante las cámaras de
televisión que habían llegado al lugar siniestrado persiguiendo las últimas noticias. «¡No les
tenemos miedo! –dijo Olga enardecida–. ¡Yo, como madre trabajadora alzo mi voz y denuncio
los maltratos de las autoridades contra nuestra clase ambulante! ¡Nosotros no somos
delincuentes, sino gente honrada y digna que hemos creado nuestros propios puestos de
trabajo para ganarnos el pan y poder dar de comer a nuestros hijos! ¡Queremos que se nos
respete como trabajadores y como seres humanos que somos! ¡Las autoridades han sido
elegidas para atender las necesidades del pueblo, no para reprimirlas salvajemente!»
«¡El comercio ambulante –tronó la voz de Ollanta– debe ser encarado por el Gobierno central,
en coordinación con todos los consejos municipales, porque el problema no se soluciona con
desalojos criminales! ¡El problema se soluciona con la creación de más puestos de trabajo, más
mercados populares y más oportunidades para el pueblo que sufre la crisis económica!» «¡Los
ambulantes unidos, jamás serán vencidos!», arengó Amaru a los pequeños comerciantes ahí
presentes, que cerraron la intervención de sus dirigentes coreando a todo pulmón el histórico
lema.
Mas, como los atentados contra ellos se sucedían a diario tanto en Lima Cercado como en los
distritos adyacentes, la susodicha Comisión Unificadora, impulsada por su base central,
convocó a todos los trabajadores del sector a una reunión general para debatir la problemática
del comercio ambulante y buscar las mejores soluciones para ella. Así, el 20 de mayo del año
1979 se celebró el llamado “Encuentro Metropolitano de Trabajadores Ambulantes” en un
vetusto local del jirón Ica. Allí, tras ardorosos debates, el grueso de delegados propuso la
creación de una Federación de gremios de trabajadores ambulantes a nivel de todo el
departamento de Lima.
El proyectado ente social tenía como objetivos principales elevar el nivel de organización de los
trabajadores, coordinar todas las propuestas de las bases y establecer una plataforma de lucha
común. Tras una candente disputa verbal entre los delegados, la moción fue llevada a votación
general y ésta resultó aprobada por mayoría. Ese día se fundó la Federación de Trabajadores
Ambulantes de Lima y Callao, máxima organización de los trabajadores ambulantes, cuya
presidencia recayó en el “compañero Ollanta”, la vicepresidencia en el “compañero Amaru”, la secretaría de organización en un joven dirigente de pequeños comerciantes de la provincia del Callao, de apellido Huacachi. Por su parte, la empeñosa Olga fue nombrada secretaria de defensa.

Meses después después, la Federación, potenciada por sus organizaciones afiliadas, realizaba una
marcha multitudinaria por las calles limeñas. Sus integrantes desfilaban en medio de palmas,
arengas y gritos de viva a su movimiento social y al mismo tiempo con silbatinas y expresiones
duras contra los responsables del gobierno local. Por ambos lados de la calzada, y desde las
ventanas de los edificios, asomaban rostros de gente deseosa de averiguar quiénes eran los
que metían tanto ruido en un día normal de trabajo. Y, se enteraban pronto, al ver las enormes
pancartas inscritas que izaban aquellos de aspecto desarrapado, y además por los gritos
desaforados que salían de sus gargantas pregoneras: “¡Vivan los trabajadores Ambulantes!”
Los manifestantes llegaron a la Plaza de Armas, sin haberse topado con policías que les
impidieran el paso. Tras una breve discusión, los dirigentes de la Federación se encaminaron
hacia el local edil a solicitar una entrevista con el señor Orrego, recién investido alcalde de la
ciudad.
Pero contra todo pronóstico, la ilustre autoridad no podía recibirlos –según les dijo un
munícipe–, porque se hallaba en su oficina atendiendo a los dirigentes de un gremio de
ambulantes de Lima Cercado. Olga miró a sus compañeros con cara constreñida. Entonces,
ganada por un repentino impulso, pidió las credenciales a los de su grupo y junto con la suya
las entregó de inmediato al auxiliar del alcalde diciéndole que se las diera urgente a su jefe y le
avisara que allí en la antesala estaban aguardando a entrevistarse con él los verdaderos
representantes del sector del comercio ambulante de Lima y Callao. Al minuto reapareció el
hombre y les dijo que podían pasar al despacho del alcalde que los iba a recibir en sesión
privada y extraordinaria. Cuando avanzaban por el pasillo, se cruzaron con aquellos dirigentes
a los que tildaron de “fantasmas”. Olga reconoció a uno de ellos. “Es un dirigente anarquista –
cuchicheó–. Ha formado un gremio de ambulantes reaccionarios a toda ley. Y según rumores
ahora está intentando crear una Federación paralela a la nuestra. Tengamos cuidado con este
tipo, que tiene cara de chancho blanco”
Para su sorpresa, el alcalde los recibió con apretón de manos y los invitó a sentarse frente a él;
también les repitió con voz amable que su deber principal consistía en atender la demanda de
los verdaderos representantes del pueblo. Sin embargo, ya en plena reunión cambió de tonada:
“Ustedes deben salir del centro de Lima. Y ahora es cuando, o, será peor después. Además,
deben reconocer que las zonas próximas al río Rímac donde vamos a reubicarlos son
excelentes para su comercio. Y con la variación de las rutas de los microbuses que entran y
salen del Cercado, se verán enormemente beneficiados…”En contrapartida, ellos propusieron el
cese inmediato de los desalojos y de todo tipo de hostilidades contra los trabajadores
ambulantes, el reconocimiento municipal a la labor que venían desempeñando como
abastecedores de víveres para el pueblo.
Ellos manifestaron que estaban de acuerdo con el pago del tributo denominado SISA por el
derecho de ocupación de la vía pública, siempre y cuando este fuera establecido por el
municipio en mutuo acuerdo con los interesados. Y, entre otras consideraciones, dijeron que
estaban llanos a colaborar con la limpieza del sector donde tenían ubicados sus puestos de
trabajo. El alcalde les prometió que estudiaría con sumo cuidado sus propuestas y las
conclusiones a las que llegase con los regidores de su Consejo, las haría llegar de inmediato a
la propia Federación. Y tras escuchar esta magna promesa, que esperaban fuese positiva para
el sector ambulante, los comisionados estrecharon la mano al alcalde amigo y abandonaron la
sala con satisfacción en el rostro.
A los pocos días, sin embargo, el alcalde, a través de una misiva les manifestaba que su
Concejalía no podía aceptar la petición de la Federación en cuanto a la permanencia de los
trabajadores ambulantes en las vías céntricas de Lima. “Lo lamento de veras –se excusaba
diplomáticamente el señor Orrego en el último párrafo de su carta–. Espero que traten de
entender mi posición así como yo he tratado de entender la posición de ustedes”. Por supuesto
que ellos no entendían lo que les decía el alcalde, lo único que entendían era que el Concejo
Municipal de Lima había tomado la decisión de desalojarlos de sus puestos de trabajo. Se
sintieron traicionados por la primera autoridad local y, entonces, se prepararon para lo peor.

Al poco tiempo, los agentes municipales de Lima iniciaron una serie de desalojos contra
los trabajadores ambulantes que se resistían a abandonar sus quioscos establecidos en las
vías públicas; en medio de la desesperación y el miedo, muchos de ellos, que además estaban
faltos de organización y de líderes capacitados que los dirigieran, optaban por aceptar la
propuesta del alcalde de ser trasladados a las riberas del río Rímac. Así, y en tan solo dos
cuadras del jirón Santa se acomodaron más de dos mil trabajadores ambulantes. La municipalidad otorgó en seguida legalidad a la nueva zona comercial con el título de: “Campo Ferial de Polvos Azules” Por su parte, otros contingentes de trabajadores ambulantes fueron a dar con sus huesos y sus maltratadas mercancías a las frías plataformas del jirón Amazonas convertido también en Campo Ferial.
Sólo aquel puñado de organizaciones de trabajadores ambulantes vinculadas a la Federación,
sólidamente organizados y con una dirección que los preparaba para resistir el embate de los
municipales, pudieron conseguir larga permanencia en sus puestos de trabajo.